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DON GERMÁN

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Así lo llamaban. Título de dignidad que él merecía en justicia, por su nobleza de espíritu. Pero siempre insistió −sin conseguirlo− en que no le sumaran el Don. Él era un ser que poseía muchos dones: el don de la amistad sincera, el de la maestría bondadosa, el del consejo transparente, el de la gracia espontánea.

En Ciénaga él sentía fluir de una manera especial sus afectos y por ello era la tierra donde transitaba sin el Don. Siempre recordaba que en la antigua hacienda cienaguera de Papare había vivido por mucho tiempo uno de sus más queridos ancestros. Amaba ese pedazo del mar Caribe que en nuestras playas tiene un indefinible color provocado por la afluencia de ríos que bajan de la Sierra Nevada. Respiraba el encantamiento de las calles, las antiguas casas de acentuado estilo republicano y el Templete de la Plaza del Centenario, cuyos planos hizo el padre del admirado Alejo Carpentier. Disfrutaba nuestras tenidas donde nunca faltaban las historias de los fantasmas que según Gabito en Ciénaga aparecen a plena luz del día (a veces los mismos fantasmas no faltaban…Como aquel de Remedios la bella –o Rosario Barranco en la vida real− que le saludaban apagándole los focos de la estancia). Por todas partes veíamos al Nene Cepeda: sus relatos y los acontecimientos cotidianos se enlazaban entrañablemente en los corazones. Recordábamos a sus antiguos contertulios: Pedro Bonett y Armando Barrameda Morán. Y el ron caña, la literatura y el afecto corrían parejos.

Era que cuando Germán llegaba a Ciénaga se desataban los hechizos de esta ciudad, que al decir de Cepeda “es el único sitio que conozco donde el tiempo, obediente a los relojes, se mueve en círculos y no hacia adelante como en todas partes”.

Un 10 de julio de 1983 Germán bautizó el Grupo de Ciénaga y desde entonces sentimos que nos ha entregado el bastón tallado en la primera mitad del siglo por los ahora legendarios miembros del Grupo de Barranquilla. Nombres como los de Guillermo Henríquez y Clinton Ramírez, a los que se suma ese otro hijo adoptivo de Ciénaga que es Ramón Bacca, demuestran porqué Germán sintonizó tan fluidamente su espíritu con nosotros.

Nunca olvidaremos las conversaciones con Germán llenas de frases cortas y silencios. Amaba a estos como ninguno, y a través de ellos enseñaba que la literatura no solo se construye con palabras.

Para él va dedicado este libro con los mejores cuentos de tres escritores que le quisieron inmensamente.

Para Germán, el maestro y amigo, va este testimonio atribulado de quien en muchas mesas (de conferencias, recitales, lecturas de cuentos, bebidas y comidas) le sirvió de acompañante.

Javier Moscarella

Ciénaga, junio de 1991

Tres para una mesa

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