Читать книгу La carta 91 - Raul Ramos - Страница 5

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7 de diciembre de 1941

Adam se miró al espejo y se sintió extraño vestido con aquel traje de tweed. Aunque era de complexión atlética, las hombreras le daban un aspecto aún más robusto. Abrochó los botones de la chaqueta viendo cómo la pieza de ropa se ajustaba dando un aspecto cónico al torso. El pantalón era de cintura alta y ancho alrededor de los tobillos. Se ajustó el cinturón, complemento que finalmente acabaría con la hegemonía de los tirantes.

—Estoy orgulloso de ti, hijo —le dijo su padre mientras procedía a hacerle el nudo de la corbata.

A pesar de que el joven había deseado escuchar esas palabras muchas veces, no sintió efecto alguno al incorporarlas a su cerebro. Era tal la presión a la que había sido sometido que no sintió satisfacción, más bien tuvo la sensación de cumplir con un deber y nada más. Ataviado con aquella vestimenta, sentía que su vocación médica iba desapareciendo, sometida por los deberes a los que estaba siendo sobreexpuesto.

—Muy bien, Adam —continuó su progenitor—. Para sobresalir hay que destacar antes de lo establecido. Esta exposición es una buena oportunidad para ti. No hay que esperar a terminar los estudios para triunfar, eso solo te convierte en uno más. Hay que mostrar la valía antes que el resto de la gente común.

Adam asentía, evitando la conversación. Finalmente, su padre palmeó su espalda y le dio las llaves del coche para que pusiera rumbo a la Universidad Médica Cooper. Antes de acudir al centro formativo, pasó a recoger a Rachel, que al subir al vehículo tuvo que tapar su boca con la mano para evitar reírse al ver la vestimenta de Adam. Le hizo especialmente gracia aquel sombrero borsalino importado de Italia.

—Eh, tú también estás diferente —se defendió el joven señalando el vestido azul cielo que llevaba Rachel, que contrastaba con la camisa y los jeans a los que solía recurrir.

—Es que es un día especial… Estoy muy orgullosa de ti, Adam.

Esta vez, las palabras sí resonaron con fuerza en el corazón del joven. Ella había compartido su pasión por la medicina desde el punto de vista de la realización, de la admiración al proceso de sanación y desde un enfoque puro exento de responsabilidades y egoísmos. Estaba recorriendo con él cada uno de los pasos que daba en el difícil camino de convertirse en médico, enfrentando las dificultades y celebrando los pequeños logros, sin exigencia alguna. Lo que esperaba de su padre, lo recibía de ella.

—¿Estás nervioso? —preguntó la chica, aunque conocía lo suficiente a Adam para saber la respuesta.

—No te puedes imaginar cuánto. Si este traje no fuera tan grande, verías que me tiembla hasta el último músculo.

No era para menos. Había redactado un trabajo universitario sobre las enfermedades transmitidas por picaduras de insectos que había llamado la atención de sus profesores. Estos lo habían mostrado a ciertas empresas colaboradoras y una de ellas, la que pretendía incorporar el insecticida DDT desde Suiza, había solicitado que el joven expusiera su informe en una conferencia con el objetivo de mostrar el interés de las futuras generaciones en ese producto para ganar prestigio y, en consecuencia, inversores.

Una vez llegaron a la universidad, Adam fue guiado a la sala de exposiciones, donde fue presentado a los directivos empresariales que habían reclamado su intervención. Poco a poco, el aula se fue llenando por selectos invitados y, más tarde, se permitió el libre acceso a los estudiantes interesados en aquel tema hasta completar el aforo. Entre los últimos se encontraba Logan, que había conseguido sacar un hueco entre las clases para acudir al tan importante acontecimiento de su amigo. Se sentó al fondo, junto a Rachel.

—Bienvenidos, bienvenidos… —comenzó a decir el director de la universidad y esperó unos segundos a que se hiciera el silencio—. Vamos a dar comienzo a esta exposición que versará sobre enfermedades transmitidas a través de insectos y su posible solución. Me causa gran alegría anunciar que el ponente es parte de esta familia universitaria. Mi orgullo es mayor al saber que se trata de un alumno todavía en formación, pues cada vez estoy más convencido de que en esta universidad se encuentran los mejores estudiantes del mundo. Sin más dilación, le cedo el turno de palabra a Adam Stein.

Los aplausos estallaron cubriendo las inspiraciones forzadas de Adam, que se obligó a relajarse.

—En primer lugar, gracias por asistir y por mostrar interés en mis estudios —fue lo primero que dijo, algo ensayado para conseguir un poco de seguridad—. Como ya se ha anunciado, voy a hablar de enfermedades transmitidas por picaduras de insectos, como pueden ser el paludismo, el tifo exantemático o la peste bubónica. —Aunque había temido enredarse con aquellos nombres, solo había notado que su voz vibraba ligeramente al pronunciarlos—. Si bien son padecimientos bien conocidos, en las ilustraciones que tienen en sus mesas podrán ver los preocupantes datos de su incidencia.

Adam había preparado unos documentos con el objetivo de mostrar los verdaderos peligros de esas enfermedades. Tal y como le habían recomendado los empresarios que habían organizado la exposición, era necesario captar la atención de manera drástica y no había mejor manera de hacerlo que con algunas fotografías que mostraran la cruda realidad de los procesos patológicos.

Después, Adam se centró en las características fisiológicas y los datos históricos referentes a las patologías que había nombrado. Su amor por el conocimiento le obligaba a ello. Pero antes de que los asistentes comenzaran a boquear, pasó a la parte más práctica del asunto: su solución.

—Por suerte, es posible erradicar estos males, y para ello solo es necesario acabar con el vector que los propaga, los insectos. Existe un producto químico muy eficaz para ello, el dicloro-difenil-tricloro-metil-metano, también llamado DDT, que es más fácil de pronunciar. —La falta de risas ante aquel comentario hizo que Adam se pusiera más nervioso. El joven retomó la seriedad—. El científico suizo Paul Hermann Müller acaba de descubrir su toxicidad y creo que podríamos adelantarnos a Europa en su desarrollo y aplicación. Al fin y al cabo, es aquí donde tenemos los mejores científicos y es nuestro deber poner al servicio de la medicina esta oportunidad y no dejarla en manos de los europeos, que a saber lo que pueden hacer con ella…

Algunos asistentes sí que rieron ante aquella chanza que le habían aconsejado incluir en su discurso, aunque realmente Adam no compartía pues admiraba a los científicos del Viejo Mundo. El joven siguió con una profunda descripción sobre el DDT e hizo hincapié en los posibles beneficios de su comercialización, para agrado de los empresarios y los posibles inversores.

—Por eso, como estudiante, creo que esta sustancia aportará un incalculable beneficio a la sociedad y sería un desperdicio pasarla por alto. Espero haberles contagiado mi interés por este producto y que pronto todos podamos disfrutar de él. Muchas gracias por la atención.

Adam hizo una ligera reverencia dando por finalizado su discurso y recibiendo aplausos a cambio de sus palabras. Sin embargo, antes de que las congratulaciones se apagaran y de que alguien comenzara el turno de ruegos y preguntas, continuó hablando.

—Sin embargo… Sin embargo… —Adam pidió silencio con las manos. Le obedecieron—. Sin embargo, quisiera decir algo más.

El joven hizo una pausa dramática en la que todos le observaron con curiosidad, sin tener ni idea de la deriva que iba a tener su exposición.

—Todos los que estudiamos y todos los que trabajáis en esta profesión que amo —comenzó a decir Adam, y esta vez había algo extraño en su voz, quizá un hilo más de sentimiento que bordaba sus palabras— tenemos como objetivo salvar la vida y hacer que las personas puedan esquivar a la muerte. —Los asistentes se miraban entre sí, asintiendo algunos, confirmando aquella obviedad—. Pero ¿qué sentido tiene vivir más tiempo o en mejores condiciones?

Comenzó a generarse un murmullo generalizado con la opinión común de que aquellas palabras tenían que ver más con la filosofía que con la ciencia, una rama que tendía a nutrirse de cifras exactas y no de divagaciones mentales. Nada de eso. Aquellos pensamientos tenían más que ver con el amor.

—Yo me he hecho muchas veces esa pregunta. En el momento en el que un médico salva a su paciente y observa que este se marcha del hospital, ¿sabrá realmente el doctor qué sentido tiene este logro? ¿Sabrá ese hombre recién sanado valorar todo lo que la medicina ha hecho por él? ¿Vale la pena tanto esfuerzo por parte de los investigadores y de los sanadores realmente?

Adam pudo observar a uno de los empresarios hablar con su compañero. Por su sonrisa, debió pensar que el joven estaba preparando un alegato sentimentalista de esos que tendían a persuadir a los inversores. En ese caso, el muchacho le iba a facilitar las negociaciones y, tal y como le habían dicho, sería cierto eso de que era un genio. Siguió escuchando atentamente para comprobar que se equivocaba.

—Lo que trato de decir es que hay algo más importante que todo lo que hacemos y sin lo que todo nuestro trabajo no tendría sentido. Ese algo es encontrar el motivo por el que vivir. No importa que vivamos treinta o cien años, no tiene ningún mérito salvarnos de una muerte segura si no sabemos por qué ni para qué estamos vivos. Y, ciertamente, encontrar esa respuesta es algo bastante complicado. —Adam alzó la vista buscando a Rachel entre los asistentes de las últimas filas—. Pero yo la he encontrado.

El corazón de Adam comenzó a acelerarse en cuanto su mirada se cruzó, en la distancia, con los ojos color miel de su amada, como si el órgano cardíaco quisiera tomar el control de la escena. Alrededor de la chica podía observar el medio millar de asistentes que había acudido a la exposición, creando un attrezzo perfecto para lo que quería decir. No solo el hecho de tener la atención de tantas personas daba grandeza a la escena, sino que iba a anteponer sus palabras a algo tan importante como era su momento más glorioso en su carrera como estudiante.

—Mi razón de seguir vivo el máximo tiempo posible es esa preciosa joven de ahí. —Adam señaló a Rachel con un dedo tembloroso, atacado por los nervios. Pudieron identificar a la chica porque sus mejillas habían adquirido un color rojizo claramente visible y porque intentaba esconderse en su asiento—. Por favor, Rachel. ¿Podrías venir un momento?

Las personas que había sentadas al lado de la chica se levantaron para permitir su paso, no dejándole otra opción que salir de su guarida y avanzar al encuentro de su amado. Lo hizo lentamente y encogida, como si quisiera hacer su cuerpo más pequeño para no recibir tantas miradas por unidad de superficie, de la misma manera que el frío tendía a encoger los cuerpos para exponerlos menos a las bajas temperaturas. Avanzó a paso lento e inseguro, sintiendo que el pasillo que había entre las sillas se convertía en una cuerda floja que podía enviarle sin contemplación al abismo, tal era su nerviosismo. Finalmente, se encontró con su amado y con la sincera sonrisa que le ofrecía.

—Ella es Rachel Green —dijo Adam. La chica se decidió a alzar la cabeza para observarle—. La conozco desde que éramos niños y la amo desde que tengo capacidad de hacerlo. —A medida que aumentaba el discurso, a Adam le temblaban más los labios, el pecho se le encogía de emoción—. No recuerdo un momento importante de mi vida en el que ella no haya participado, y no imagino un instante en mi vida futura en el que ella no esté. Si por algo he escogido esta profesión que desafía a la muerte, es para protegerla a ella, porque sin ella yo sería incapaz de vivir. Y hoy, en un día tan importante para mí y delante de tanta gente, soy incapaz de aguantar un segundo más sin decirle que quiero estar el resto de mi vida con ella.

Adam buscó en su bolsillo una cajita, le costó dar con ella debido a su escasa costumbre de vestir aquel tipo de pantalón. Finalmente, se hizo con ella. La sacó al exterior provocando que el rubor se expandiera por toda la cara de su amada, que ya intuía la situación. Adam abrió la caja, hincó la rodilla en el frío suelo y se dirigió a Rachel.

—Rachel Green, ¿quieres hacerme la persona más feliz del mundo convirtiéndote en mi esposa?

Rachel entrelazó sus manos nerviosas, las llevó a su pecho. Su cuerpo respondía con involuntarios movimientos espasmódicos como resultado de su interior, que se había revolucionado como una fábrica a todo rendimiento. Quiso esperar para darle algo de intensidad a la escena, pero no pudo. Estaba deseando responder.

—¡Sí! ¡Sí quiero! ¡Por supuesto que quiero!

Rachel se lanzó a los brazos de Adam, que la rodeó con los suyos y se fundieron en un intenso y emotivo abrazo. Tuvo que hacer malabares para que la caja del anillo no se cayera. La chica le apretaba con tanta fuerza que apenas le dejaba respirar, como si quisiera demostrar que no quería alejarse de él nunca. Se besaron en un arrebato de sincero y puro amor.

Cuando consiguieron separarse, Adam cogió el anillo de compromiso para ponerlo en el dedo de su amada, pero la torpeza y sus manos, aún temblorosas, hicieron que se le resbalara y cayera al suelo para júbilo de los presentes. Lo recogió y lo colocó en el dedo anular de Rachel, estableciendo así un compromiso que esperaba cerrar con el matrimonio cuando tuvieran ocasión. Pero lo más importante, que era expresarle su amor y su deseo de estar con ella toda la vida, ya estaba hecho.

Los asistentes comenzaron a levantarse para felicitar a Adam, tanto por el compromiso que acababa de adquirir como por la exposición de su trabajo universitario, y fueron retirándose. Más allá de su deber como estudiante, Adam quería salir de allí para celebrar que había convertido a Rachel en su prometida. De hecho, decírselo en un momento tan importante para su carrera académica era una forma de demostrarle que ella estaba por delante de todo, que iba a dejar de medir cada acción suya y que iba a prevalecer siempre el hecho de estar juntos, por encima de cualquier expectativa o situación. Acababa de descubrir que había algo más allá de sus éxitos como médico o de sus planes de futuro. Se dio cuenta de que lo único importante era estar con Rachel y nada más. Sabía que nada podía perjudicarle si ella estaba a su lado, de igual manera que toda posesión o todo lujo no tendría ningún sentido si no era para compartirlo con su amada.

Tras las despedidas formales, Adam salió del aula agarrado de la mano de su prometida, que era incapaz de soltarle. De hecho, le había agarrado más fuerte cuando los empresarios le habían sugerido a Adam comer con ellos para hablar de negocios. No, aquel día no. Aquel día, Adam era para ella sola. Aunque, en aquel momento, al que no podrían ni querían quitarse de encima era a Logan, que estaba deseando celebrar aquel momento con la feliz pareja. Tras sinceros abrazos y felicitaciones varias por parte de Logan, los tres decidieron tomar algo en la cantina de la universidad para comentar el reciente acontecimiento.

Ya en el lugar de recreo y con las bebidas servidas, comenzaron a hablar sobre el tema estrella del día.

—Yo ya se lo sugerí —se adelantó Logan—, le dije que debíais comprometeros. Si es que se ve de lejos que estáis destinados a vivir juntos.

—Ya, pero no era tan fácil hacerlo… —se excusó Adam.

—¿No? ¿Y por qué no? —preguntó Rachel curiosa—. ¿Acaso te arrepientes? ¿Todavía no nos hemos casado y ya dudas?

—¡No! ¡En absoluto! Es que… tenía miedo de no ser capaz de darte la vida que te mereces… Por eso…

—No seas estúpido, Adam —terció Logan—. Si en la práctica lleváis comprometidos desde que os conocisteis, que es, desde… ¿Desde cuándo os conocéis?

—Desde que éramos niños —aclaró Rachel—. Desde que yo recuerdo, de hecho. No tengo en mi mente recuerdos en los que él no esté…

—Pues eso. Lo que yo decía. Siempre habéis estado juntos —continuó el amigo de la pareja—. Esa es la verdadera prueba de vuestro amor. Y siempre lo estaréis, no me cabe duda. No hay nada que pueda separaros. Y yo brindo por ello.

Adam y Rachel alzaron sus copas, las chocaron con la de Logan. El sonido de un fuerte portazo hizo que los tres giraran la cabeza. Reconocieron a Luke entrando al lugar por su característico sombrero. Los buscó con la mirada y cuando se acercó les pareció que había algo extraño en su rostro, aunque no supieron identificar si era miedo o excitación.

—Chicos, tengo algo urgente que deciros —expuso Luke al llegar a la mesa en la que se encontraban.

—Y nosotros —se adelantó Logan—. Rachel y Adam se casan.

Luke los miró sin mostrar alegría. No sabía si romper aquel maravilloso momento, pero… tenía que contarles lo que había escuchado.

—Me alegro, chicos. Pero habéis elegido un mal día para decidirlo. —Luke se sentó en la única silla libre que quedaba en torno a la mesa. Suspiró—. Los japoneses han atacado la flota estadounidense de Pearl Harbor. He estado informándome bien, por eso no he venido a clase esta mañana.

—¿Estás seguro? —preguntó Logan, que nunca se fiaba de las especulaciones del joven.

—Pronto lo anunciarán los medios de comunicación. Es terrible —calificó Luke, por si no se habían dado cuenta de la gravedad del asunto—. Roosevelt no puede quedarse de brazos cruzados ante este acto tan infame. ¡Nos han atacado a traición! ¡Sin avisar! —El joven golpeó la mesa con su puño—. Se habla de más de dos mil muertos. Tenemos que pedir venganza.

—Calma, Luke —solicitó Adam mientras apretaba contra sí a Rachel, que comenzaba a asustarse.

—¡Os lo dije! —exclamó Luke, cada vez más alterado—. No podíamos permanecer sin hacer nada. Decíais que lo que pasaba fuera de Estados Unidos no era cosa nuestra… De acuerdo, pues ya lo es. Ya estamos en guerra. El presidente lo anunciará en breve…

—¿Y cómo nos afecta eso a nosotros? —preguntó Logan, ahora sí más preocupado.

—Se nos viene otra gran guerra. —Luke se ajustó de nuevo el sombrero, gesto que hacía cada vez que quería decir algo solemne—. Que Dios reparta suerte.

Adam y Rachel se abrazaron, como si con aquel gesto generaran un escudo capaz de protegerles de todo el terror externo. Justo el día que habían decidido que estarían unidos para siempre, se daban cuenta de lo separado que estaba el mundo, sin saber todavía que caerían de lleno en la grieta que la humanidad se había empeñado en generar y que les absorbería sin piedad alguna.

La carta 91

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