Читать книгу La carta 91 - Raul Ramos - Страница 7

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9 de enero de 1942

En cuanto Adam observó el coche oficial llegar a su hogar a través de la ventana de su habitación, sabía que había llegado la hora. Apartó la cortina para ganar algo más de campo de visión y vio a un hombre entregar una carta a su padre y hablar con él. El señor Stein volvió a entrar a la casa tras finalizar la conversación y unos segundos después golpeó la puerta de la habitación de Adam.

—Adelante —permitió el joven, resignado y sentado en su cama.

—Ha llegado una carta, hijo —informó el padre accediendo a la habitación y sentándose junto a él—. Imagino que ya sabes lo que contiene.

—Supongo que mi destino y la fecha de mi partida —acertó Adam cogiendo el pedazo de papel que le ofrecía su padre.

—Filipinas —dijo el señor Stein. Por primera vez en su vida, Adam notó algo de humanidad en su voz—. La aviación japonesa ha bombardeado la isla de Corregidor durante cuatro días y hay muchos heridos.

—Pues me haré cargo de ellos lo mejor que pueda —fue lo único que alcanzó a decir Adam, arrastrando cada palabra con una tonelada de amargura.

—Al parecer han cesado los bombardeos. El oficial me ha dicho que no cree que vuelvan a atacar en un tiempo, y que además ese tiempo será aprovechado para preparar bien las defensas. Es lo único que ha podido decirme. Parece que ahora la isla va a ser más segura. Puedes estar tranquilo…

—Lo estaría si me creyera todo lo que dicen por la radio, que Estados Unidos está dominando a Japón en el Pacífico y todo eso… Pero sería un estúpido si me creyera todas esas mentiras que no son más que publicidad de guerra…

—¡No eres un estúpido, hijo! —afirmó el señor Stein con fiereza. Se quitó las gafas y pasó uno de sus dedos por sus ojos para secar un par de lágrimas—. Que nadie se atreva a decir que mi hijo es un estúpido. Estoy muy orgulloso de ti, ¿sabes? Puede que me odies por obligarte a esto, pero no lo haría si no estuviera convencido de que es lo mejor para ti, por desgracia.

Adam asintió con la cabeza, esperando que ese gesto sirviera para que su padre disminuyera algo su culpabilidad.

—¿Cuándo me voy?

—Esta noche. Mañana embarcas, y esta noche vienen a por ti. —Tanta premura encogió el corazón de Adam, su estómago se revolvió y de su interior parecieron emerger cientos de cuchillas con la intención de destrozar sus nervios—. Ya sabes que en el frente todo puede cambiar de un día para otro y que las acciones se avisan con inminencia para evitar que se filtren datos al enemigo.

—Lo sé. Lo acepto. —Adam puso su mano en el hombro de su padre—. ¿Sabes? Es la primera vez que te oigo decir algo bueno de mí, que muestras algo de ternura. Así que, si ha tenido que ser una guerra la que ha causado ese logro, pues entonces me voy con menos pena.

Padre e hijo se fundieron en un profundo abrazo. Al señor Stein no le importó llorar profundamente, debatiéndose entre el deber y el amor como padre.

—Quisiera despedirme de Rachel… —solicitó el joven.

—Ve, hijo. No pierdas ni un segundo.

La sonrisa que encontró Rachel en la cara de Adam cuando este llegó a su casa impedía presagiar las terribles noticias con las que había ido a visitarla. Cuando le dijo si le acompañaba a visitar la bahía de San Francisco una última vez, el joven tuvo que adelantarse y sostenerla en sus brazos para que no cayera al suelo de la impresión. Hasta aquel momento, Rachel esperaba que todo hubiese sido un mal sueño. Pero ahora era cierto. Adam se marchaba a la guerra.

—A Filipinas —comenzó a explicar Adam mientras paseaban por el precioso paisaje de la bahía, un estuario por el que circulaba casi la mitad del agua de California. La humedad del paraje permitía un color verde vivo y un aroma característico que permitía fundirse con la naturaleza si uno se dejaba llevar por su encanto. En el horizonte, la masa de agua les mostraba la inmensidad del mundo—. Me voy a Filipinas. No es mal lugar para ir de viaje.

—Qué más da —replicó Rachel, enfadada con todo y con todos—. La guerra oscurece todo lo que toca. Hasta el lugar más precioso lo viste de gris…

—Solo intentaba ser optimista…

—Lo sé. Y lo siento… He sido muy egoísta, como si la que se fuese a la guerra fuera yo…

—Si tú fueras allí, acabarías con el conflicto en un segundo —dijo Adam, sentándose en una roca y dejando un hueco a su lado para Rachel—. Si te vieran, quedarían prendados de tal manera que se les olvidaría hasta cómo se aprieta un gatillo.

Rachel ofreció una sonrisa triste ante aquel comentario.

—¿Por qué la gente se mata entre sí? ¿Acaso no dijo nuestro Señor que tenemos que amarnos los unos a los otros? —preguntó Rachel con la esperanza de encontrar una respuesta que acabara con todas las guerras y así evitar la marcha de su amado.

—Porque les falta amor. Debe de ser que yo me he quedado el de todo el mundo amándote a ti y no he dejado para los demás, porque el que te tengo es infinito —concluyó Adam.

—No digas tonterías…

—Pero tienes razón. Si nos amásemos los unos a los otros, la guerra no existiría. A veces pienso que estas desgracias solo aparecen porque queremos que existan y, al fin y al cabo, tenemos lo que merecemos…

El silencio se impuso a aquel debate ideológico, como si quisieran dejarlo de lado y disfrutar de aquellos últimos instantes sin palabras, sin que ningún estímulo ni pensamiento se interpusiera entre el hecho de sentir la presencia del otro, algo que echarían mucho de menos en los próximos días.

—No quiero que te vayas… —dijo Rachel. Al sentir tan intensamente al joven, se le hizo imposible asumir su marcha.

—Yo tampoco quiero irme. Pero… creo que tengo que hacerlo. Una vez superado el miedo y la sorpresa, empiezo a entender que Luke tenía algo de razón. No podemos obviar el mal que nos rodea o acabará despedazándonos. ¿Qué pasaría si Estados Unidos perdiera esta guerra? No puedo dejar que nuestros enemigos lleguen aquí. No puedo dejar que se acerquen a ti…

Rachel no sabía si Adam se escudaba en el sentido del deber para hacer más llevadera su decisión o si realmente creía en ese argumento.

—Pero es la primera vez, que yo recuerde, que nos vamos a separar… —apuntó la chica.

—¡No nos vamos a separar! —dijo Adam, algo más animado—. Pienso escribirte siempre que pueda. Cada vez que se nos permita enviar correo, tendrás una carta mía. Te lo prometo. Ni siquiera vas a notar que no estoy…

—¡Pues tú también tendrás una mía! —afirmó Rachel, alegre por aquella promesa—. Eso… Eso ayudará a que no te olvides de mí…

—Jamás podría olvidarme de ti, Rachel.

La joven apoyó su cabeza en el hombro de Adam. Pudieron ver una ballena saltar a lo lejos. El joven le contó una historia que decía que esos animales aparecían para dar buena suerte en momentos cruciales. Rachel no sabía si era cierta o se le acababa de ocurrir, pero por eso estaba enamorada de él, porque inventaba un mundo siempre a su favor. Cuando la luz solar comenzó a hacerse débil, decidieron volver a la ciudad.

La noche ganaba terreno en el cielo sobre el hogar de los Stein, tiñendo de oscuro una situación ya bastante dramática de por sí. Los platos de la cena ya estaban vacíos, menos el de Adam, cuya cercanía a su marcha le cerraba el estómago.

—Vas a servir a la patria —dijo Luke para romper el silencio que se había generado alrededor de la mesa—. Es todo un honor.

El padre de Stein, Rachel y Logan, que también había sido invitado a la despedida, coincidieron con movimientos verticales de sus cabezas.

—El verdadero honor es tener amigos como vosotros que me hacéis compañía en este difícil momento —correspondió Adam—. Gracias por venir a despedirme.

—Diría que me gustaría acompañarte a Filipinas —intervino Logan—, pero eso es algo que dejo para los héroes como tú.

Adam sonrió, notó que la mano que tenía agarrada de Rachel apretaba con más fuerza bajo la mesa conforme avanzaba la noche.

—Espero que todos coincidamos en que esta ha sido una decisión acertada por parte de Adam —expuso el señor Stein intentando acallar algunas miradas que le acusaban de mandar a su propio hijo a la guerra. Los compañeros del joven asintieron por cortesía, pero no pensaban igual que aquel hombre.

—Estamos de acuerdo en que su servicio le colmará de prestigio —quiso expresar Logan, incapaz de retener más su opinión—. Y también estamos de acuerdo en que el frente necesita buenos médicos. Pero usted es uno de los grandes, si no me equivoco. ¿Por qué no acompaña a su hijo, señor Stein?

Adam puso su mano en el hombro de su amigo, pidiéndole que no entrara en esa disputa.

—¡Yo ya tengo mi posición en la sociedad! —replicó el padre de Adam, severo—. Te recuerdo, muchacho atrevido, que también con su juventud yo fui enviado a una gran guerra. Y es por eso que ahora mismo soy el que soy. Quiero que mi hijo goce de los mismos privilegios que yo cuando no pueda protegerlo. Quiero que su honor le permita sobrevivir si esta guerra nos despoja de todos los bienes. Y, dime, ¿acaso has hecho tú algo beneficioso para la sociedad para poder hablarme con esa diligencia?

—Hay muchas otras formas de ganar prestigio —repuso Logan—. Su hijo es un buen estudiante…

—No lo dudo… Pero no verás a un Stein mendigar un empleo tras acabar los estudios universitarios. No. A los Stein se nos busca, se nos suplica nuestro oficio. A un White, está claro que no…

Logan chistó ante aquella burla a su apellido.

—De todas formas, hay algo que tengo que intentar —insistió el amigo extendiendo un pedazo de papel al hombre de la casa.

—¿Qué son estas cifras? —preguntó el señor Stein poniéndose las lentes para observar mejor el documento que había recibido.

—Es la cantidad de dinero que podemos reunir entre todos los que no queremos que Adam se marche.

Una mueca en el rostro de Adam demostró que había sido profundamente conmovido por aquel esfuerzo por parte de sus amigos.

—¿Qué estupidez es esta? —preguntó el padre de Adam arrugando el papel—. ¿Con esta insignificante cifra pretendes convencerme?

El señor Stein señaló los adornos a su alrededor, especialmente un candelabro de oro que mostraba que no era precisamente mediante términos económicos que se le podía persuadir.

—¿Y por la fuerza? ¿Y si pretendemos convencerte usando la fuerza? —manifestó Luke levantándose y sacando rápidamente una navaja de afeitar de su bolsillo.

—¡Luke! —exclamaron al unísono los dos prometidos.

—Pero ¿qué estás haciendo? —añadió Adam levantándose para calmar a su amigo del sombrero—. ¿No se supone que eras tú el que decía que todos deberíamos estar a favor de proteger nuestro país? ¿Vas a obligar a mi padre a que no me deje ir?

—Lo sé, sé lo que siempre he dicho, pero… —Luke soltó la navaja, se echó las manos a la cara y dejó salir toda la frustración que le invadía—. Es muy fácil decirlo cuando no tienes ni idea de lo que estás diciendo, pero no es lo mismo cuando afecta a la gente que te rodea, cuando son tus amigos los que van a meterse de lleno en la lucha… No quiero que vayas, Adam…

—A todos parece que nos da igual la guerra hasta que toca de lleno a uno de los nuestros —apuntó Logan mostrando una triste realidad.

Dos focos luminosos se pudieron observar entonces a través de la ventana del comedor. Las luces se hicieron cada vez más grandes hasta que se detuvieron frente al hogar. El claxon llamó la atención de los presentes. Adam ya sabía lo que ese aviso significaba. Se dirigió a la puerta en medio del mortecino silencio que había invadido la estancia.

—¿Adam Stein? —preguntó un hombre que salía del camión que invadía el portal de la casa.

—Soy yo —contestó el joven señalándose a sí mismo.

El conductor lo miró sorprendido, normalmente tendían a esconderse ante su llamada.

—Pues nos vamos. Aún nos quedan compatriotas que recoger y un largo camino hasta el puerto. Vamos, muchacho. Empieza la aventura.

Uno a uno fueron saliendo al portal los miembros que habían acudido a despedir al chico. El último en aparecer fue el padre de Adam, que agarraba una gran bolsa de viaje con sus manos.

—Bueno, pues parece que ha llegado la hora —afirmó Adam con un deje de resignación en su voz—. Tengo que… Tengo que…

No pudo terminar de hablar, una pelota de tristeza ocupaba su garganta y le impedía continuar. Sus ojos se volvieron acuosos. Ante la visible congoja, Rachel fue incapaz de aguantar y derramó las lágrimas que a duras penas Adam retenía.

—Suerte, amigo. —Logan fue el primero en despedirse ofreciendo su mano a Adam—. Espero que aprendas mucho y vuelvas siendo un gran doctor.

—Te deseo que vaya todo bien, Adam. —Luke fue el segundo en despedirse—. Quién sabe, si la guerra se vuelve más violenta, puede que nos obliguen a alistarnos y hasta puede que nos encontremos en el frente. Y, si me hieren, espero que seas tú el que cuide de mí.

—No digas tonterías, Luke… —afirmó Adam abrazando a su amigo—. Esto se va a acabar en dos días…

El señor Stein se acercó a su hijo, puso sus manos en los hombros de Adam y asintió con la cabeza. Después, lo abrazó con fuerza, como había hecho tantas veces cuando era niño. Entonces, deseaba que el momento en el que creciera y tuviera que asumir responsabilidades no llegara. Pero había llegado.

—Hijo —dijo el padre, también con visible congoja en la voz—, una vez llegues allí, compórtate como el hombre que sé que eres y todo saldrá bien. Espero tu regreso de la misma manera que fue el mío en la anterior guerra, lleno de gloria. Para entonces, habrás conseguido un gran porvenir y podrás tener una familia en la que espero que tengas un hijo al que ames tanto como te amo yo a ti.

Adam miró a los ojos a su padre y ya no sintió impotencia ni miedo, sino comprensión. Ya no lo juzgaba. No pensaba si era peor o mejor padre, simplemente comprendía que hacía lo que él creía que era lo mejor para su hijo, aunque no fuera la opción que a él más le agradara, como cuando era un niño y no le dejaba comer tantos dulces para proteger sus dientes y su salud.

Cuando padre e hijo se separaron, llegó el turno de despedida de la prometida. Rachel se apretó contra el pecho de Adam transmitiéndole todo el temblor de su cuerpo. Durante aquel abrazo, comenzó a llorar agónicamente al saber que llegaba el momento de separarse de su amado, sabiendo que había muchas posibilidades de no volver a verle. El llanto de Rachel aumentó sus decibelios y los alaridos de angustia de la joven rompieron la noche. Una bandada de charranes huyó asustada por el dantesco espectáculo.

—Venga, que esta escena me la encuentro yo cada vez que recojo a alguien. No vamos a estar aquí toda la noche —dijo el conductor, desesperado, acercándose para separar a la pareja.

—Deles un minuto, por favor —solicitó el señor Stein reteniendo al piloto con el brazo. El conductor asintió, asustado por el tono que había adoptado el hombre.

Pero un minuto no sería suficiente. Ni siquiera todo el tiempo del mundo habría permitido que Rachel quisiera separarse de Adam por voluntad propia. Tuvieron que forzarle a ello sus amigos, que les separaron mientras Rachel decía entre lágrimas y mucosidades «vuelve, Adam, vuelve pronto, por favor…».

El conductor abrió la parte trasera del camión. Adam se dirigió hacia allí y dentro encontró al menos una docena de hombres que, como él, mostraban evidente temor en su rostro. Antes de subir, miró una última vez a Rachel, retenida en su posición por Luke y Logan. Observó a la chica y grabó su imagen en su mente, pues acordarse de ella sería su tabla de náufrago cuando las cosas se pusieran complicadas de verdad. Dirigió su mirada hacia su padre, que inclinó la cabeza en señal de respeto, y de nuevo volvió a mirar a su amada. Cuando cargó su corazón con la imagen de Rachel, subió al camión militar, que no tardó en arrancar y comenzar a alejarse de allí.

En un momento en el que Logan y Luke cedieron, pensando que todo estaba ya hecho, Rachel se escapó y comenzó a correr tras el vehículo a toda la velocidad que sus cortas piernas le permitían. «¡Vuelve! ¡Adam, vuelve, por favor!», gritaba una y otra vez mientras el ardor en sus muslos se hacía más fuerte, impidiéndole mantener el ritmo y haciendo que el camión pareciera cada vez más pequeño. El sudor se mezcló con las lágrimas que no dejaban de cesar y aquella mezcla debía de ser tóxica, pues su corazón respondía con más y más dolor. Aguantó la carrera todo lo que pudo hasta que fue incapaz de perseguir un camión que se llevaba a su amado.

Lo vio marcharse y estiró el brazo una última vez como si pudiera atravesar el tiempo y el espacio con él para agarrarle, para traerle de vuelta con ella. Entonces, en la extrema negrura de la noche, se sintió sola. No recordaba haber estado sin él en su vida. Un vacío enorme la invadió, un hueco que pronto empezó a llenarse de temor y desesperanza.

«Vuelve, Adam. Vuelve pronto, por favor…».

La carta 91

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