Читать книгу La carta 91 - Raul Ramos - Страница 6

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14 de diciembre de 1941

Adam jugaba a remover los trozos de su filete con el tenedor, los desplazaba por todo el plato sin interés alguno en ingerirlos, y eso a pesar de que sabía que pronto llegaría el racionamiento al que iba a estar sometido un país que dedicaría todo su esfuerzo productivo a construir una flota para defender el Pacífico, disminuyendo el trabajo requerido para la obtención de alimentos. No tenía hambre. La situación saturaba su estómago. Desde que le había dicho a su padre que iba a casarse con Rachel, este le había contestado solo con monosílabos y con nulo entusiasmo.

Pensó que no podría seguir así mucho tiempo más, que tenía que arreglar las diferencias entre dos miembros que pronto pasarían a ser parte de la misma familia. Se armó de valor, ese que le faltaba cuando se enfrentaba a su progenitor, y se decidió a empezar una necesaria conversación. Temía enfrentarse a él, pero una vez más, el amor que sentía por su prometida le dio fuerzas.

—Voy a casarme con Rachel —dijo Adam, situado frente a su padre al otro lado de la mesa del comedor, intentando ser lo suficientemente asertivo para demostrar que ese era un hecho innegociable—. Me gustaría que compartiese mi alegría por ello, padre.

El señor Stein dejó los cubiertos en la mesa. Cogió la servilleta para limpiar su boca.

—He estado pensando sobre ese asunto —respondió el padre, creando una ligera esperanza en el hijo de que hubiera reflexionado hacia el entendimiento—. Esa chica no te conviene, hijo.

Adam bufó, en su interior se derrumbaron todas las buenas expectativas que él mismo se había generado. Sus esperanzas se redujeron a la nada.

—Rachel me hace feliz como nadie en este mundo. Lo que no me conviene es una existencia sin ella a mi lado. Solo pido que me entienda, padre.

—Es una buena chica, cierto —coincidió el señor Stein. Después, se metió otro pedazo de carne en la boca y se tomó largo tiempo en masticarlo y tragarlo, como si esa tarea fuera más importante que la conversación que estaba teniendo—. Pero es insuficiente para ti.

—¿Insuficiente? —se quejó Adam, comenzando a alterarse—. La conozco de toda la vida, y eso es demasiado tiempo para saber lo que me aporta y lo que no. Y sí, yo creo que me aporta más que suficiente para ser feliz.

—Es una buena chica —repitió el padre—, pero solo es una más. El matrimonio es muy importante para situarse socialmente, hijo. Ahora mismo solo eres un estudiante, pero cuando ganes prestigio tendrás acceso a otras mujeres con mayor reconocimiento que, a su vez, aumentarán el tuyo. No puedes malgastar esa oportunidad futura uniéndote ahora mismo a Rachel.

—¿Estás diciendo que Rachel es una mala oportunidad entonces? —gritó Adam, tan indignado que había perdido la forma moderada de dirigirse a su padre—. ¿Dices que la mujer que amo es un simple impedimento?

El señor Stein golpeó la mesa haciendo que Adam, debido al respeto que le tenía, se calmase. El joven agachó la mirada instintivamente.

—Estoy diciendo lo que la sabiduría de los años me deja ver y lo que tú, ciego de amor, pareces obviar. ¡El mundo es difícil, Adam! ¡Va a serlo más y más a partir de ahora que estamos en guerra! Solo las personas que sobresalen van a ser capaces de sobrevivir a este mundo atroz. Y yo quiero que seas una de ellas, hijo. Y para ello, has de olvidarte de este compromiso tan inútil que has adquirido, que no te hace ningún bien.

—Padre, pero yo la amo… —dijo Adam esta vez más sosegado. Reconoció que la vía de la confrontación no le daría ningún beneficio, y optó por la de la empatía.

—No discuto ese sentimiento, solo te muestro sus consecuencias. Sin ir más lejos, ¿a qué vino aquella ridícula declaración tras la conferencia médica?

Adam apretó los dientes. ¿Cómo podía estar diciendo que era ridículo un acto que había salido de su más profundo corazón? Sin embargo, no encontró las palabras para contestar a ello. Su padre aprovechó su silencio para seguir arrollándole argumentalmente.

—Tenías a los empresarios ganados. Habías ofrecido una visión comercial creíble sobre algo que habías estudiado. Solo tenías que seguir con ellos y escuchar sus ofertas. En cambio, te fuiste con tus amigos a celebrar cosas menos importantes. Ahí demostraste tu escaso interés y tu nula responsabilidad, en ese momento vieron que no podrían contar contigo si no les prestabas la atención que ellos esperaban de ti. Seré más franco, perdiste una gran oportunidad de formar parte de una gran empresa. Por culpa de esa chica, Adam.

—¡Pero en la vida no todo es el éxito y el dinero! —protestó el joven, tan alterado que se levantó de la silla—. ¿Acaso le preguntaste alguna vez a madre si era feliz? ¿Le preguntaste alguna vez si no hubiera cambiado tanto lujo y tanta riqueza por hacer más cosas contigo en el poco tiempo que tuvo de vida?

Adam se arrepintió de aquellas palabras nada más soltarlas. Apelar a la prematura muerte de su madre no había sido justo. Quiso pedir perdón, pero la fría actitud de su padre, incluso ante aquella recriminación, le crispaba y le impedía hacerlo.

—Tu madre hizo lo que tuvo que hacer. Por eso, tú ahora vives con estas comodidades y tienes el privilegio de poder estudiar. Dices que amas a Rachel, y lo entiendo. Pero con esta actitud la estás condenando. Contra tu propia voluntad, lo sé, pero lo haces. Porque así no llegarás a nada, y nada podrás ofrecerle.

—Rachel y yo vamos a celebrar nuestro matrimonio y seremos felices, con o sin su aprobación, padre —afirmó Adam calmándose, volviendo a tratar con educación a su progenitor y sentándose de nuevo.

—No, no lo vais a hacer —expuso el señor Stein poniendo los cubiertos sobre el plato y dando por finalizada la comida. Acto seguido, juntó sus manos y miró a Adam seriamente—. Ya tengo preparado otro futuro para ti. Más prometedor.

Adam miró a su padre con miedo. Físicamente eran muy parecidos, la gente afirmaba que cuando la madurez y la seriedad alcanzaran el rostro de Adam, este sería extremadamente idéntico al de su padre, siempre y cuando se dejara el mismo bigote afilado.

—Como padre que soy, responsable de tu porvenir, he hecho unas cuantas gestiones para asegurarte un futuro exitoso.

Adam seguía enmudecido por la sorpresa, expectante. De aquellas palabras no podía salir nada bueno.

—Muchos de nuestros compatriotas están sufriendo los bombardeos japoneses. Hace falta médicos valientes que se encarguen de los hombres que están arriesgando su vida por nuestro país.

Si no fuera por el tono neutro con el que lo había dicho, Adam habría jurado que su padre estaba diciendo que lo iba a mandar a la guerra. No, eso no podía ser cierto. La incapacidad de creer algo así hizo que el joven diera por hecho que no podía estar refiriéndose a eso.

—Pero yo no soy médico… —expuso Adam como principal excusa, por si acaso.

—Y ahí radicará tu éxito. Te convertirás en un gran doctor antes incluso de acabar tus estudios. Me ha costado mucho conseguir que cuenten contigo. Es una gran oportunidad para ti de conseguir reconocimiento. Volverías de la guerra colmado de honores por el servicio prestado a la patria y por la experiencia que da el conflicto. El prestigio que otorga un hospital de campaña no se puede conseguir en ningún otro lugar ni…

Adam dejó de escuchar. Conforme su padre emitía más palabras, todo se oscurecía a su alrededor. De repente, todo lo que salía de la boca del señor Stein llegaba traducido a su cerebro en forma de «vas a ir a la guerra, vas a ir a la guerra…».

—¿Me mandas a la guerra? —preguntó Adam finalmente interrumpiendo a su padre, mostrando un evidente pánico en su rostro y volviendo a tutearle.

—Te mando a curar heridos, que para eso estudias. —Su padre alzó la mano para captar la atención del servicio del hogar y solicitar un café—. No estarás en el frente. Tranquilo, me aseguraré de ello.

Pero eso no calmaba en absoluto a Adam, que no dejaba de pensar en metralla atravesando cuerpos, en granadas deformando hombres a escasos metros de él, en intestinos fuera de sus vientres y en sangre derramada por todos lares.

—No voy a ir. En absoluto… —negó Adam, buscando su vaso con agua para regar una garganta que se había quedado seca del miedo.

—Por supuesto que vas a ir. Ya te he dicho que me ha costado mucho conseguir esta oportunidad para ti. Y la vas a aprovechar. Volverás digno de honores y con el renombre necesario para ser parte de esta casa.

—¿Eso es lo que esperas de mí? ¿Dices que no tengo el renombre necesario para vivir aquí? ¡Entonces no quiero ser parte de esta familia! ¡Acabaste con la vida de madre con tus obligaciones y ahora quieres acabar con la mía!

Adam se levantó y salió corriendo del hogar familiar, dando un feroz portazo como única respuesta. Continuó su carrera tan preocupado que ni siquiera notó que la lluvia bañaba su cuerpo, solo se dio cuenta del temporal que lo rodeaba cuando un resbalón casi le hizo caer. El mal tiempo no evitó que siguiera avanzando hasta llegar al único lugar que era capaz de calmar la ansiedad que le invadía por dentro.

Una vez en su destino, se inclinó ligeramente obligado por la fatiga y después tocó la puerta de una casa que nada tenía que ver con la opulencia de su hogar. Le abrió una mujer de avanzada edad y amable rostro.

—Vengo a… ver… a…

—A Rachel, lo sé —completó la mujer viendo las dificultades que Adam tenía para respirar—. Pasa, muchacho. No te quedes ahí fuera con la que está cayendo. ¡Rachel! ¡Es Adam! ¡Rachel, ven!

La muchacha fue corriendo y reaccionó con temor al ver que su amado entraba a la casa empapado, temblando a partes iguales por el frío y por la ansiedad.

—¡Adam! —exclamó la chica—. Voy a por unas toallas. ¿Estás bien?

Adam asintió con la cabeza y se dejó cuidar. En unos instantes, se encontraba seco, sentado en el sofá, con una manta sobre él y una infusión en sus manos que le ayudaría a recuperar el calor corporal perdido.

—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Rachel, deseosa de saber por qué Adam había llegado en tan pésimas condiciones. La madre de la chica se marchó para dejarles intimidad.

—He salido corriendo de mi casa, sin pensar.

—¿Por qué?

Rachel estaba cada vez más nerviosa, Adam no tendía a ser en absoluto tan impulsivo.

—He discutido con mi padre —explicó Adam.

—Te dije que habría que darle tiempo para que nos entendiera —dijo Rachel creyendo que la discusión había sido debida al matrimonio que ellos querían contraer—. Yo no tengo ningún problema en esperar todo lo que sea necesario.

—No es eso, no es eso…

La forma en la que Adam se expresaba, como una presa asustada, hacía que Rachel se inquietara cada vez más.

—¡Pues qué ha pasado! ¡Explícate!

—¡Quiere mandarme a la guerra!

De repente, se hizo el silencio. Incluso se escuchó un vaso caer y romperse en la habitación anexa debido a la impresión que había causado aquel grito en la madre de Rachel.

—¿A… la guerra? Adam, dime que es una broma…

—¡No lo es! Quiere que trabaje en un hospital de campaña, dice que es lo mejor para mi futuro…

—Eso, si tienes un futuro, porque a la guerra se va, pero nunca se sabe si se vuelve —expuso Rachel, dándose cuenta de su poco acertado comentario por la mueca de horror que mostró Adam.

—No lo entiendo… A veces pienso que mi padre quiere librarse de mí. Estoy seguro de que piensa que no estoy a su altura, que se avergüenza…

Las lágrimas de Adam se fundieron con las gotas de agua que aún caían de su corta cabellera castaña. En un momento todos sus sentimientos se habían vuelto contra él.

—Eso no es cierto, Adam. Tu padre te ama. Es solo que su forma de demostrar su amor es… distinta. Si quiere eso para ti, es porque de verdad piensa que es lo mejor, aunque ninguno de los dos lo entendamos…

Rachel se acurrucó junto al joven, le acarició la mejilla para animarle. Estuvieron un par de minutos sin decir nada.

—Voy a ir —dijo Adam finalmente.

—¿A hablar con tu padre?

—A la guerra.

De nuevo se hizo el silencio. Pegada a él, Adam notó a Rachel temblar. No esperaba ese cambio de opinión repentino. Intentó calmarla con una explicación.

—Mi padre no quiere que contraiga matrimonio contigo porque cree que necesito hacerlo con alguien que me aporte más reconocimiento. De acuerdo, pues iré a esa guerra y acumularé todo el reconocimiento necesario por mí mismo, de manera que no necesitaré buscarlo en otra persona. Entonces, podré casarme con quien quiera. Es decir, contigo. Tendrá que aceptarlo y admitirlo.

Aquellas palabras sonaban a locura, pero no estaban exentas de lógica.

—No quiero que vayas a la guerra por mí, Adam —manifestó Rachel sintiéndose culpable, con los labios temblorosos.

—No lo mires así. No lo hago por ti. Lo hago… gracias a ti. No lo haría por ninguna otra cosa. Pero así eres tú, que haces que sea capaz de hacer cosas que creo imposibles en mí. Por nada del mundo iría a una zona en conflicto, pero si es para que mi padre nos deje casarnos, lo haré. El miedo que tengo es inmenso, casi incontrolable. Lo reconozco. Pero el amor que tengo por ti es todavía mayor. No lo haría si no estuviera seguro de ello…

Esta vez fue Rachel la que aportó las lágrimas.

—Y en caso de marcharte… ¿Cuándo te irías? ¿Y a dónde?

—No lo sé todavía. No he querido saber nada más por el enfado. Pero eso no importa. Allá donde vaya, por muy lejos que sea, te llevaré siempre en el corazón. Te lo prometo.

Rachel se apretó más fuerte contra el joven. Quería sentir ese corazón del que hablaba. Ese corazón que deseaba que no dejara de latir debido a los infortunios de la guerra.

Aunque, realmente, era incapaz de pensar que aquella marcha no podía significar otra cosa que la muerte de su amado, pero no dijo nada. Dejó que el silencio borrara esos oscuros pensamientos de su mente. Pensó que pronto despertaría y se daría cuenta de que todo aquello estaba siendo una pesadilla.

Se equivocaba.

La carta 91

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