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Cita a ciegas

Corría abril de 2003 y Carlos Ingham, conocido por todos como Calú, acababa de llegar de Argentina, donde gracias a la casual invitación de un amigo a una cena de beneficencia, descubrió un nuevo giro donde aplicar su experiencia laboral y de vida. El evento conmemoraba el segundo aniversario del Banco de Alimentos de Buenos Aires y las más de 1.200 personas congregadas en el recinto ferial de La Rural evidenciaban que el proyecto ya era todo un éxito. En esa cena Calú conoció a Steve Camilli1, uno de los fundadores de la Red Argentina de Bancos de Alimentos.

–Steve, estoy muy impresionado con este proyecto, ¿te puedo llamar después para que me cuentes cómo lo hicieron acá? Quiero hacer esto mismo en Chile –le dijo Calú.

Para colmo de coincidencias y motivaciones, en esa época el director ejecutivo de este banco de alimentos era Alan Manoukian2, quien había sido compañero de colegio de Calú.

Después de esta cena, el entusiasmo se apoderó de él de inmediato. “Esto lo armo en Chile en dos patadas, conozco a todo el mundo…”, pensó. La lógica económica del problema le pareció evidente: por un lado, hay personas que pasan hambre a diario y, por el otro, hay tanto alimento que se desperdicia. “Solo hay que juntar las dos puntas”.

Un par de semanas más tarde, Carlos se reunió en Santiago con Horacio Parga, uno de los fundadores del Banco de Alimentos de Córdoba (Argentina). Lo había invitado para que lo acompañara a una reunión en la cual había convocado a algunos de los ejecutivos más importantes de la industria alimenticia chilena y en la que también había incluido –vía telefónica– a Steve Camilli desde Buenos Aires.

–Calú, ya están todos. Te están esperando –le dijo su secretaria.

–¡Excelente, Jeanette! Llama a Steve y pasa la llamada a la sala de reuniones para ponerlo por el altavoz.

–Altiro.

Carlos se levantó del sofá en el que estaba conversando con Parga y juntos se dirigieron a la sala de reuniones de JP Morgan.

–¡Holá, holá! ¿Qué hacén? ¿Cómo andán? –Calú se acercó a sus invitados y los saludó uno por uno con cariñosos abrazos, estrechones de mano y palmetazos en la espalda.

La conversación se inició con temas triviales y así continuó por un rato. En eso entró su secretaria.

–Calú, Steve Camilli al teléfono. ¿Paso la llamada al altavoz?

–Muchas gracias, Jeanette. No, lo hago yo mismo, no te preocupes –le dijo Calú, quien se puso de pie, se acercó al altavoz, presionó un botón y se prendió la luz roja–. Holá, Steve, ¿cómo andás? Che, te agradezco mucho que te hayás hecho el tiempo para conectarte con nosotros. Sé que vos estás muy ocupado por estos días.

–Hola, Carlos –le respondió Steve–, todo okey por acá. No problema, un gusto por mí colaborar en lo que “podiera”.

–Ok, Steve, gracias. Te cuento que estamos reunidos aquí con varios de los ejecutivos más importantes de la industria de alimentos en Chile, para presentarles el proyecto e incentivarlos a participar. Así que voy a partir.

–Okey –se escuchó del otro lado.

–Queridos amigos, les he pedido que vengan hoy porque quiero invitarlos a ser partícipes de un proyecto que no existe en Chile, pero sí en muchas otras partes del mundo. Es un concepto muy bonito que, estoy seguro, les conmoverá y hará tanto sentido como a mí, ya que consiste en aprovechar recursos que actualmente se están desperdiciando, para hacerlos llegar a algunas de las personas más necesitadas del país.

–¿Y de qué se trata? –preguntó uno, interpretando las caras de perplejidad de los demás.

–Se trata de que los alimentos que a ustedes les sobran, esos que se pierden o botan por merma, falla o cualquier otra razón, pero que están buenos y son perfectamente comestibles, los donen al Banco de Alimentos que queremos formar, igual a los que existen en Argentina, México, Europa, Estados Unidos y en tantos sitios más, para hacerlos llegar a un montón de instituciones que albergan a ancianos, niños y gente necesitada que los pueden aprovechar.

–Pero, Calú, ¡eso no se puede hacer! –le lanzó sin anestesia uno de los ejecutivos.

–Carlos, no podemos regalar los alimentos en vez de destruirlos, porque eso es gasto rechazado –aclaró otro que era abogado.

–Y, además, no podríamos recuperar el IVA de esos alimentos –agregó un ingeniero comercial.

–Olvídate, Calú, acá eso es imposible –añadió un tercero–. La idea es muy bonita. De hecho, sé que nuestra empresa colabora con bancos de alimentos en otras partes del mundo, pero aquí no se puede hacer nada al respecto.

–Pero ¿cómo no se va a poder, che? –preguntó el fundador del Banco de Alimentos de Córdoba– ¡Esto es absurdo! Seguro que hay mucha gente que pasa hambre en Chile, al igual que en el resto de América Latina.

–Pero, Calú, anda al mall y cuenta cuántos flacos hay –dijo un ejecutivo–. A mí no me parece que ellos pasen hambre.

–Sí, es que en Chile ya casi no hay pobres, Calú… y los que quedan están en el campo, no en las ciudades –complementó un director de empresa.

–Ya, okey –dijo el argentino–, pero supongan por un rato que vamos a hablar con el Servicio de Impuestos Internos y logramos revertir este inconveniente, ¿les interesaría sumarse a esta iniciativa? ¿Cómo lo ven?

–Lo siento, Calú, pero tratar de convencer al Servicio de Impuestos Internos de que cambie una norma es prácticamente imposible –remató otro ejecutivo.

–Mira, nosotros podríamos evaluarlo, pero siempre y cuando el banco de alimentos llevara el nombre de nuestra empresa.

–En Estahos Unihos (sic) eso no ser así. En los bancos de alimentos están Coca-Cola y Pepsi, Visa y Mastercard, American y United –interrumpió desde el altavoz Steve Camilli, con un acento mezcla de inglés y argentino no muy entendible para los chilenos presentes.

–¿Qué dijo?

–Que estos son proyectos-país, que en EE. UU. todas las empresas participan, aunque sean competidoras, porque para hacer algo bueno no hay por qué eliminar a tu competencia, al contrario, se unen… –agregó Calú, claramente mosqueado, ya que para entonces había entendido que de esta reunión no saldría ningún apoyo… “Se pudrió todo”, pensó.

En los minutos siguientes, la conversación se hizo cada vez más insostenible y se dio por terminada la reunión. Al final, solo quedaban Carlos y Horacio, y Steve por el altavoz, todos desilusionados de la ley y de la falta de incentivos para impulsar una economía solidaria en Chile.

La gran muralla

En esa época, Carlos Ingham era el gerente general de JP Morgan Chile3. Titulado en administración de empresas de la Universidad Católica de Argentina4, nacido en Buenos Aires, pero de sangre sueco-alemana y con vasta experiencia internacional, para 2003, ya llevaba casi diez años establecido con su mujer en Santiago, donde nacieron sus dos hijos. Durante ese lapso, en su calidad de “banquero”, había tenido la oportunidad de conocer a la mayoría de los ejecutivos y dueños de las grandes empresas en Chile. Por eso, cuando vio lo que hacía el Banco de Alimentos de Buenos Aires pensó “por qué no hacer esto en Chile”.

Al regresar de ese viaje a Argentina, la iniciativa le hizo mucho sentido. Pensó que era algo que había que hacer. De alguna manera se sentía obligado. Y, por otra parte, lo impulsaba el desafío; eso de que “no se podía” no iba con él. Era algo que le habían inculcado sus padres (“alguien tiene que hacer las cosas”). Así que se puso manos a la obra para echar a andar el plan que tenía en mente: crear el primer banco de alimentos de Chile.

La única pregunta que Carlos –un hombre de experiencia en los emprendimientos y negocios– no se hizo fue: ¿por qué nadie ha hecho esto aún en Chile?

La razón la explica Aníbal Larraín, accionista y presidente de Watt’s, quien, cuando se realizó aquella primera reunión convocada por Calú en las oficinas de JP Morgan, era miembro del directorio de Watt’s:

Chile entonces era un país donde donar era una actividad por la cual había que pagar impuestos, a no ser que fuesen excepciones, las que eran contadas. Para donar pagabas el mismo impuesto que a la herencia. En el caso de los alimentos, también debías pagar por donar. Por eso hasta antes de que Calú lograra cambiar la normativa, era más conveniente botarlos.

La situación respondía a que el Servicio de Impuestos Internos (SII) permitía a las empresas considerar como gasto todos aquellos desembolsos de dinero que son propios del negocio, los cuales, al restarlos de las ventas, permiten obtener el monto de las utilidades y, a partir de estas, se calcula el impuesto a pagar 5. Así, por ejemplo, una empresa que se dedica a la venta de juguetes no puede considerar como gasto necesario para conseguir su renta la compra de vehículos para sus ejecutivos, dado que esa adquisición no es propia del negocio o –lo que es lo mismo– no es necesaria para generar utilidades. De hacer esa compra y presentarla como gasto, este sería rechazado por el SII, lo cual aumentaría las utilidades y, con ello, el impuesto a pagar.

Pero el tema, en el caso de las productoras de alimentos, es que, al igual que todas las demás industrias, tienen mermas, ya sea por fallas de diseño, de empaque, sobreproducción, errores de etiquetado, etcétera, y estos productos con “fallas” no se pueden comercializar. Lo mismo ocurre con aquellos alimentos que ya están relativamente cercanos a la fecha de su vencimiento, y los locales comerciales –ni qué decir los supermercados– no los ponen a la venta porque los consumidores prefieren productos con fechas de vencimiento más lejanas. Es decir, hay productos que son perfectamente consumibles, pero ya no se pueden vender.

¿Y qué se hacía con esos productos? Se destruían. Sí, tal cual: se destruían o botaban en un vertedero en presencia de un fiscalizador del SII, de otra forma serían considerados gastos rechazados. Por ejemplo, cuando una partida de yogurt con sabor a vainilla era etiquetada como “sabor a frambuesa”, esos yogurts se podían comer, no tenían nada malo, pero ningún comercio los iba a aceptar para la venta. Lo mismo ocurría con las conservas de frutas, gaseosas, pan de molde, etcétera, con algún error de etiquetado. Y dado que no se podían vender, se destruían para poder contabilizarlos como gastos. Ese era el incentivo tributario.

Pero eso no era todo. Para destruir productos clasificados como “fallados”, las empresas debían pedir hora para su destrucción, almacenarlos en sus bodegas y solicitar un inspector del SII para que verificara el proceso. Recién entonces podían llevar toda la merma al vertedero, previo pago por dicho ingreso y, finalmente, se eliminaba en presencia del inspector del SII, quien emitía un certificado para que los gastos incurridos en la producción de esos alimentos ya destruidos, así como el IVA correspondiente a los insumos adquiridos para producirlos, pudieran ser considerados en la contabilidad como gastos y no fueran considerados por el SII como “gastos rechazados”.

Por esa época, Calú llamó al abogado de JP Morgan Alberto Pulido y le comentó sobre la frustración que sentía ante la falta de avances.

–Alberto, ¿cómo es posible que no se pueda hacer nada con lo de los gastos rechazados?

–Qué quieres que te diga, Calú. El Servicio de Impuestos Internos es totalmente independiente, no lo manda nadie; ni siquiera el ministro de Hacienda –dijo Alberto.

–Me extraña que los empresarios, los directores, los ejecutivos de empresas sean tan renuentes a donar. Que tengan tan poca sensibilidad sobre el tema. Que no haya ni una iniciativa al respecto. O muy pocas. Incluso, mirá lo que te voy a decir ¡cómo alguien puede pensar que en Chile nadie pasa hambre, que este tema está resuelto!... ¡Pero, viejo, si este país no es Suecia!

–Sí. Tienes razón. No somos Suecia. Pero es que la legislación tributaria en Chile no es profilantropía –contestó Alberto.

Algo de razón tenía Alberto Pulido porque –de acuerdo con los resultados de las encuestas Casen– en Chile, la situación de pobreza –medida por ingresos– cambió radicalmente con el regreso a la democracia. En 1990, el país registraba un 38,6% de hogares pobres. En 2003, esa tasa había bajado al 18,7% con solo 4,7% calificados como indigentes [ver gráfico].


En esos años, Chile tenía unos 16 millones de habitantes con un promedio aproximado de cuatro personas por hogar. Entonces había unos cuatro millones de hogares, de los cuales el 4,7% estaba en situación de indigencia, lo que equivale a unas 188.000 personas.

Comparando con el número de indigentes que existía antes de 1990, la pobreza extrema efectivamente casi había desaparecido. Pero visto persona a persona y, más aún, considerando que los que habían salido de la indigencia seguían siendo pobres o estaban muy al filo de la navaja, las personas con dificultad para satisfacer sus necesidades básicas en Chile seguían y siguen existiendo.

En 2009, justo antes de que se fundara la Red de Alimentos, la tasa de hogares pobres había descendido a 12,8%. Y según el último dato disponible (2017)6, esta alcanzó al 7,6%7 de los hogares, con 2,2% de hogares en situación de indigencia, es decir, familias con ingresos mensuales por debajo de los $107.085.

Esta situación se ve muy lejana desde el punto de vista del grupo socioeconómico más pudiente del país (ABC1a)8, cuyo ingreso promedio por hogar es del orden de los $3 millones9. Quizás a ello se deba la percepción de que la pobreza fuese tan baja según la clase acomodada. Hay que pensar que también había un sector medio que crecía muy rápida y exitosamente. Y si era un problema, pensaban, era del Estado, no de ellos.

Esta es una de las causas de por qué en Chile, en el año 2003, cuando Carlos Ingham inició sus gestiones para crear la Red de Alimentos, había poca sensibilidad frente al hambre y pocos incentivos para donar. Pero ayer y hoy sigue habiendo chilenas/os que sufren de inseguridad alimentaria, es decir, que sienten hambre o que se alimentan mal. Aunque haya algunos que no lo quieran ver.

Nada Sobra, Carlos Ingham

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