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Prólogo

En la historia de la humanidad, hombres y mujeres han realizado grandes obras que han trascendido hasta el día de hoy. Sin embargo, para que este legado lo recordemos en la actualidad, tuvieron que pasar numerosas etapas antes de que pudieran concretar y ver los frutos de sus iniciativas. Lo primero fue encontrar una causa que los hiciera soñar y que de ella surgiera una idea a desarrollar. Muchas de estas causas nacieron del dolor ante un sufrimiento que parecía difícil de superar.

Esta etapa inicial a veces queda en un simple sueño y no se logra dar el primer paso para embarcarse en un nuevo proyecto. Los capaces de sortear esta primera valla son pocos y después deben enfrentarse a diversos obstáculos: negativas, cierre de puertas, falta de apoyo, frustraciones, entre otros factores. Eso hace que finalmente muchos desistan de sus sueños en el camino. A su vez, también hay personas que persisten y, generalmente, lo hacen junto a otras que comparten el mismo ideal y están dispuestas a sumarse al desafío. Caen y se desaniman, pero se vuelven a levantar con más fuerza para seguir intentándolo y así lograr su cometido. Esto se realiza de manera colectiva, y cada integrante del grupo asume las tareas que corresponden a sus capacidades particulares. Así es como se forjan los legados y este libro es el fiel reflejo de ello.

Hace diecisiete años surgió la idea de crear el primer banco de alimentos en Chile. Esta iniciativa se fundamenta en una causa potente: rescatar alimentos para distribuirlos entre los más vulnerables del país. Más específicamente aún, la idea era contribuir al combate contra el hambre y la malnutrición que afectaba –y sigue afectando– a miles de personas día a día. Por más que hoy parezca un proyecto muy loable, trascendente y de gran impacto social, en su momento parecía imposible de concretar por diversos motivos. Fue un largo camino con muchos obstáculos, pero también con importantes aliados que le fueron dando cuerpo y realidad. Algunos no lo veían plausible por el sistema y el marco regulatorio, mientras que otros mostraban su incredulidad frente a la causa: “¿Hay hambre en Chile?”, preguntaban. Sin embargo, la perseverancia y el contacto con la realidad de la pobreza más extrema no dejaron de motivar y movilizar a quienes se involucraron en este sueño.

Para 2003, Chile llevaba trece años desde que había recuperado la democracia. La década del noventa había sido el decenio más exitoso de la historia del país. Esto lo demuestran todos los indicadores económicos, como el aumento del ingreso per cápita y la disminución de la pobreza. Así fue como nos autodenominamos “los jaguares de América Latina”. La vanidad es siempre una mala consejera, ya que impide ver la realidad en su integridad y solo se centra en fragmentos de ella.

Este apodo surgió de la elite empresarial que veía con gran optimismo el boom económico y lo comparaba con el de los cuatro tigres asiáticos –Corea del Sur, Taiwán, Hong Kong y Singapur–, los que se encontraban en una etapa de gran crecimiento e industrialización. Embriagados por el éxito de las macrocifras y los promedios, las prioridades eran otras y así surgían este tipo de comparaciones que nos ilusionaban en transformarnos en un país desarrollado, algo inédito en la historia sudamericana.

Efectivamente, habíamos pasado de tener un 38,6% de personas que vivían en situación de pobreza en 1990 a un 18,7% en 2003. Fue un tremendo avance que logramos entre todos como país y que fuimos mejorando año tras año. Pero cerca de un quinto de la población aún vivía bajo el umbral de la pobreza. Y quienes se encuentran en esta situación no solamente tienen un pequeño monto de dinero para vivir –o sobrevivir–, sino que también están expuestos al hambre, la malnutrición, a un acceso limitado a servicios básicos y a la falta de una vivienda digna, entre otros flagelos.

Ese “quinto de la población” no era un simple número, no era una mera estadística. Eran miles de personas, sus familias y sus comunidades, que sufrían y estaban a la espera de que este país pujante, este jaguar de América Latina, les diera una oportunidad para salir de la pobreza. Algunos lo lograron, pero muchos otros siguen aguardando. De la misma forma, hoy, persisten quienes creen que en Chile no hay hambre.

Por eso fue tan importante la perseverancia y el compromiso para concretar el sueño de crear el primer banco de alimentos en nuestro país. Un modelo que existe desde los años sesenta en Estados Unidos y que se fue extendiendo por todo el mundo, pero que en Chile recién comenzó a funcionar en 2010. Ha pasado una década y las siguientes páginas son el testimonio del gran trabajo y avance realizado por la Red de Alimentos.

El hambre y la malnutrición son problemas de los cuales tenemos que seguir haciéndonos cargo de forma sistemática. El contexto de la pandemia sirvió para visibilizar con mayor fuerza la realidad de las ollas comunes y comedores sociales, que empezaron a proliferar con la crisis sanitaria y económica que azota al país. No obstante, su existencia venía desde mucho tiempo atrás. Por lo mismo, la labor que cumple esta corporación es fundamental. Y no solo por la causa que la sostiene, sino también por su capacidad de tender amplias redes entre las comunidades, sus organizaciones sociales y las empresas privadas.

En este sentido, Chile hoy posee un importante músculo que ha desarrollado con los años. Se trata de la sociedad civil organizada en su conjunto, cada vez más activa y participativa, que ha tomado diversos espacios para aportar y contribuir a un mejor país. Una sociedad civil que saca a relucir toda la solidaridad en los momentos más complejos, cuando Chile se ve azotado por catástrofes naturales como terremotos, aluviones o inundaciones, pero que también sigue trabajando en tiempos de relativa normalidad.

Complementario a eso, hay que valorar los avances que ha tenido la empresa privada en desarrollar una mayor conciencia y responsabilidad social. Muchas organizaciones han entendido que su capital financiero tiene que estar vinculado con el capital social que genera a través de la confianza y las acciones concretas. Y para eso hay que involucrarse con las comunidades y los territorios, escuchando, dialogando y colaborando, según las necesidades que surgen de una población determinada y no con planes impuestos a la fuerza.

La Red de Alimentos ha logrado posicionar durante esta década el hambre como un tema que no podemos olvidar en diversas empresas y fundaciones, para llegar a organizaciones que atienden a cientos de miles de beneficiarios, de Arica a Magallanes. En este sentido, la Red no solo ha presentado una causa, sino que también ha logrado establecer una cadena de ayuda sólida. Con trabajo, profesionalismo, transparencia, dedicación y mucho amor, se ha ganado la confianza de las comunidades más excluidas y de sus organizaciones; del sector público y del privado. De esta manera, y tras diez años, la Red de Alimentos tiene un papel preponderante.

Hoy, cuando en Chile estamos discutiendo construir un nuevo pacto social que marcará el futuro de las próximas generaciones, es de suma importancia impulsar y fortalecer en nuestro tejido social organizaciones como la Red de Alimentos, que impacta de forma positiva, colaborativa y solidaria al país. Esta hermosa nación la construimos entre todas y todos, y la Red de Alimentos es un ejemplo de lo bien que nos hace trabajar por el bien común y concretar un sueño que sí es posible de alcanzar: que cada persona que nazca en Chile pueda recibir el alimento necesario para un desarrollo pleno y feliz.

Benito Baranda

Santiago, septiembre de 2020

Nada Sobra, Carlos Ingham

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