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CAPÍTULO II

Construcción, imagen y función social de un Venerable del Barroco Peruano*

INTRODUCCIÓN

La santidad se ha constituido en un tema para la historiografía moderna a partir de la década de 1980, cuando autores europeos, desde la perspectiva de la historia de las mentalidades, encuentran en ella una veta interesante para acercarse al imaginario de determinadas sociedades y épocas, en donde el factor religioso era muy determinante. Por lo mismo, los estudios más significativos se centraron en la Edad Media y entre ellos se destacaron los de André Vauchez, a los que se sumaron los trabajos de otros autores franceses y también italianos, algunos de los cuales avanzaron hasta le Época Moderna1. Mención especial en el ámbito de los estudios sobre santidad merece la historiografía anglosajona, comenzando por Peter Brown, cuyo libro sobre The Cult of Saints. Its Rise and Function in Latin Christianity se ha transformado en un clásico. Fundamentalmente a partir de él y del auge en Estados Unidos de los estudios de género, se desarrolló un gran interés por la historia de la santidad en general y de la santidad femenina en particular. Autores como Richard Kieckhefer, Donald Weinstein, Rudolf M. Bell, Jody Bilinkoff y Caroline Walker Bynum han realizado aportes muy significativos, a la vez que controvertidos en más de algún caso2. En la América Hispana la producción es menos relevante y sólo sobresalen los trabajos de Antonio García Rubial y Manuel Ramos Medina para México y Ramón Mujica y Juan Carlos Estenssoro para Perú3.

Varios de esos estudios han buscado precisar los tipos de santidad que se han dado en determinados períodos; han mostrado los procesos que llevaban al reconocimiento oficial de dicha condición; han analizado las manifestaciones de la santidad y sus efectos en la sociedad; han determinado los modelos y las diferencias de género que se darían y han intentado explicaciones a determinadas prácticas de piedad. La mayor parte de esa producción corresponde a obras que se refieren al fenómeno en términos generales, siendo menos los que analizan casos individuales. Con todo, esa perspectiva cambia radicalmente si se visualiza el fenómeno a partir de los estudios hagiográficos. Estos van estrechamente ligados a las investigaciones sobre santidad; sin embargo, tienen una entidad propia y muy rica porque en estos casos la fuente pasa a ser también el objetivo a trabajarse, independiente o no del sujeto que la inspira. A eso se agrega el que ese tipo de escritos es igualmente preocupación de estudio por parte de la literatura. Las hagiografías, en la medida que se refieren a casos específicos, han favorecido las obras que tratan de determinados santos en particular. El estudio, tanto por la historiografía como por la literatura, a partir de esas fuentes y con los criterios indicados más arriba, ha permitido una versión renovada de las vidas de los santos. Han sido analizados en un determinado contexto social y cultural; se han estudiado en función de los modelos que los inspiraron; se han descrito las etapas que les llevaron a los altares y, entre otros aspectos, se visualizaron los elementos constitutivos de una identidad nacional que ofrecían los casos o las fuentes.

La santidad en el mundo católico había experimentado un fortalecimiento importante después del cuestionamiento a que había sido sometido por la Reforma4. En Trento se había reafirmado el valor que tenía la invocación e intercesión de los santos, la veneración de sus reliquias y el uso legítimo de las imágenes. Debía enseñarse, siguiendo la tradición de la Iglesia al respecto, que los santos reinaban juntamente con Cristo y rogaban a Dios por los hombres; que era “bueno y útil invocarlos humildemente, y recurrir a sus oraciones, intercesión, y auxilio para alcanzar de Dios los beneficios por Jesucristo su hijo”5. Para evitar las acusaciones de superstición e idolatría, diversos teólogos justificaban las determinaciones de Trento explicando porqué tales manifestaciones de religiosidad eran ortodoxas6. Al mismo tiempo, el Papado aumentaba su control sobre las canonizaciones y el culto a los santos, una de cuyas expresiones más significativas fue la creación en 1588 de la Congregación de los Ritos7. A partir de ahí se inician cambios en los procedimientos que llevan no mucho tiempo después a que los procesos de beatificación, que en parte seguían en manos de los obispos pasaran a ser controlados por la Santa Sede, constituyéndose en una etapa previa a la canonización, regulada y dirigida por la Congregación de los Ritos. Con todo, esa evolución no fue lineal. A fines del siglo XVI y comienzos del XVII, tanto en Italia como en España hubo numerosas manifestaciones de culto público a muchas personas que habían fallecido con fama de santidad, pero que no tenían aún reconocimiento oficial. Ante esa ebullición, la Santa Sede se inquieta y junto con expresar su preocupación, procede, en el primer tercio del siglo XVII, a beatificar a varios Siervos de Dios fallecidos poco tiempo antes. Son los santos de la Contrarreforma.

En América se da una situación parecida. En México y Perú se experimenta una eclosión de religiosidad que, entre otros aspectos, tiene su expresión en la muerte de numerosas personas en opinión de santidad. Las órdenes religiosas y las autoridades eclesiásticas aspiraban a que pronto pudiese haber en estas tierras santos locales. Consideraban que la existencia de ellos sería un reconocimiento a los logros de la cristiandad en estas tierras y que además estimularían la propagación de la fe y las prácticas piadosas al disponer de modelos cercanos con los cuales identificarse8. En Perú, en la primera mitad del siglo XVII, se generaba una intensa vida religiosa y, a la par del crecimiento de la población urbana, había aumentado notoriamente el tamaño del clero. Todas las órdenes mendicantes tenían conventos en Lima y desde fines del siglo XVI los jesuitas también estaban establecidos. Las órdenes religiosas femeninas no se quedaban atrás y marcaban presencia con varios conventos. El clero secular estaba en pleno proceso de crecimiento. Hacia fines del siglo XVI su número era de alrededor de 100 miembros9 y aumentaba con rapidez, a la par que la riqueza privada, la cual permitía disponer de más beneficios eclesiásticos; la creación y consolidación del seminario en los primeros años del siglo XVII es otro indicador de aquel fenómeno. En cuanto a los laicos, un índice de su religiosidad se puede encontrar en la creación de cofradías, que hacia 1619, superaban las 300 en la arquidiócesis de Lima, lo cual no deja de ser significativo en la medida que la presencia hispana en esas tierras todavía no cumplía los 100 años. Dado que había por lo general más de una cofradía por templo, es muy probable que en la ciudad de Lima fueran cerca de 100 las que existían para promover el culto de diversas devociones, como la del Santísimo Sacramento de la Eucaristía; las Marianas, en diferentes advocaciones; las referentes a la Cruz; al Niño de Jesús y las dedicadas a las Ánimas del Purgatorio y a variados santos10. Por último, a esas asociaciones habría que agregar a las órdenes terceras masculinas y femeninas, de seglares, vinculadas a las religiones mendicantes y las beatas formales e informales que pululaban por los templos de Lima11. Es en ese ambiente en el que surgen en la ciudad, casi simultáneamente, numerosos hombres y mujeres que viven y mueren con fama de santidad y que sus decesos provocan intensas demostraciones populares de fervor12. Nuestro personaje fue uno más entre esa pléyade de hombres santos que inundó la capital virreinal durante el siglo XVII.

En este trabajo pretendemos mostrar la imagen que tuvieron los contemporáneos de Fr. Pedro de Urraca, a la vez que trataremos de visualizar los factores que la condicionaron, junto con intentar una aproximación a la función social que desempeñó el personaje, y, a la vista de todos esos antecedentes, analizar su postulación a la santidad. En este último aspecto nos interesa reconstruir las alternativas del proceso, pero de manera especial ver el fondo de las materias que fueron sometidas a probanza, el tipo de objeciones que se plantearon, las alternativas por las que pasó la causa, las razones de su extensa tramitación, hasta llegar a la explicación del final favorable; todo en el contexto de las políticas sobre santidad de la Santa Sede. La hipótesis que plateamos es que la “Vida” de Urraca correspondía a un determinado modelo de santidad muy propio de la Europa de la Baja Edad Media y de la temprana Edad Moderna, el que sin embargo, en la segunda mitad del siglo XVII tiende a ser desplazado, mientras en América mantenía su vitalidad. El nuevo modelo fue promovido por la Santa Sede en un proceso que tuvo un gran impulso con el Papa Urbano VIII. El tipo de santidad que representaba Fr. Pedro de Urraca no se correspondía con aquel ideal y su causa terminó estancada. En este resultado influyeron también otros factores relacionados con apoyos políticos y equilibrios entre órdenes religiosas y entre ámbitos estatales y regionales. Ya en el siglo XX, los cambios en las políticas vaticanas sobre la materia, asociados a una presentación del candidato que enfatizaba otras facetas, van a permitir primero reactivar la causa y finalmente obtener un resultado positivo.

Las fuentes principales para la elaboración de este artículo corresponden a las diferentes hagiografías sobre el personaje, dos de las cuales permanecen inéditas, y a la documentación generada por el largo proceso de canonización. Parte de los expedientes de la causa se encuentran en el Archivo Arzobispal de Lima y el grueso en el Archivo Secreto del Vaticano, sección de la Sagrada Congregación de los Ritos, y en el Archivo de la Congregación de las Causas de los Santos. También hay documentación de la causa en el Archivo de la Curia General de los Mercedarios en Roma. Material complementario hemos encontrado en la Biblioteca Nacional de Madrid, sección Manuscritos y Raros y Valiosos; en el Archivo del Ministerio de Asuntos Exteriores de España en el Palacio de Santa Cruz; y en el Archivo General de Indias. En el Archivo Arzobispal de Lima se encuentran algunos expedientes con declaraciones de testigos del proceso apostólico. En Roma, en los archivos mencionados, están las testificaciones en el proceso ordinario y en el apostólico; también allí se encuentran las diferentes Positio que se presentaron y los decretos que en relación con la causa emitió la Sagrada Congregación de los Ritos y, finalmente, la Congregación de las Causas de los Santos. En la Curia Mercedaria, entre otra documentación, tuvimos acceso a una hagiografía inédita y desconocida sobre Urraca.

DE JADRAQUE A LIMA. UNA VIDA ASOMBROSA

El hogar, niñez y juventud

En el caso de Pedro de Urraca podemos ver reiterados los estereotipos que se tenían acerca de la manera como se formaba un santo. De acuerdo con dichas pautas se esperaba que el sujeto, de preferencia, perteneciera a una familia noble13; que desde muy temprano quedaran en evidencia signos de ser una persona elegida por Dios; que en el hogar se le entregaran los fundamentos de la fe que lo iban a guiar durante el resto de su vida; y que desde muy niño diera muestras de un compromiso religioso muy intenso, que se reflejaría en prácticas de piedad e incluso en mortificaciones14. Esas ideas, por otra parte, se proyectaban a realidades concretas, en las que condicionantes formativos tendían a generar determinados comportamientos que terminaban por acercar entre sí los modos de vida de los futuros santos15. En ese sentido, la enseñanza de los padres, el ambiente familiar, la formación en el colegio y la guía sacerdotal terminaban imponiendo un tipo de educación que coincidía con el modelo. A eso se agregaba otro elemento muy importante, que tenía que ver con la fuente que aportaba la información sobre ese período de la vida del santo: la hagiografía. Como el hagiógrafo disponía de pocos datos sobre el nacimiento y niñez del sujeto, optaba con frecuencia por seguir los modelos y dejarse llevar por su piadoso entusiasmo16.

La fuente fundamental para conocer esta etapa de la vida de Urraca está constituida por la hagiografía que escribió su confesor, Fr. Francisco de Messía, a los pocos días del fallecimiento de aquel. El autor recogió lo que le contó el protagonista. Y la información transcrita se transformó en la versión “oficial”, pues los testigos que declararon en el proceso de beatificación, muchas veces reconocieron que lo que sabían de ese período de la vida de Urraca era por que lo leyeron en la obra escrita por Messía17. Este, en su calidad de testigo, no aporta nada nuevo respecto a lo que escribió en la hagiografía y los otros testigos que lo conocieron personalmente tampoco agregan mayor cosa sobre el particular, siendo muy escuetos al respecto, limitándose a reafirmar el tenor literal de la pregunta que se refería al punto. En consecuencia, lo que sabemos de esa etapa de Urraca sólo se sustenta en la descripción que hace Messía, religioso muy aficionado, al igual que Urraca, a la lectura de vidas de santos18; por lo tanto, es bastante lógico que su obra refleje aspectos del modelo de la infancia de los santos.

¿Qué nos dice Messía sobre este tema? De acuerdo con la hagiografía, Urraca nació en Jadraque, en 1583, en el seno de una familia de reconocida hidalguía, con medios de fortuna suficientes para tener un buen pasar, pues el padre, de nombre Miguel, poseía varias casas, una viña y una hacienda en el campo; su madre, Magdalena García, tenía unos primos que eran caballeros de hábito de Santiago19. Pedro fue el cuarto y último de los hijos de la familia, todos varones. Coincidiendo con lo que refiere la gran mayoría de las “Vidas” de santos de la época, Messía destaca el papel desempeñado por la familia en el proceso que llevará al protagonista a la santidad. Isabelle Poutrin, a través del estudio de “Relaciones” o autobiografías de monjas españolas de la Época Moderna, hace notar la influencia del medio familiar en el aprendizaje de la santidad20. Éric Suire hace lo propio con los santos franceses del mismo período, aunque reconoce que no han faltado autores que señalan que muchos santos se formaron en contradicción con el medio familiar21. Messía sigue la tendencia general de las hagiografías, dándole gran valor al entorno familiar. Hasta cierto punto, y sin expresarlo abiertamente, deja entrever que desde la cuna fue una persona elegida por Dios, pues habría sido hijo de una mujer excepcional en su religiosidad, marcada con signos sobrenaturales, que vivió y murió con fama de santidad; además, todos sus hermanos habrían sido hombres de gran virtud, los que también vivieron y murieron con fama de santos. Refiere que su madre tenía marcado en su cuerpo la rueda con las cuchillas utilizada para martirizar a Santa Catalina de Alejandría y que poseía dones taumatúrgicos a través de la imposición de manos. La madre sería la figura clave en la vida de Urraca, su hijo predilecto, pues ella fue la que le inculcó la fe y lo instruyó en los principios de la religión y en las prácticas piadosas, especialmente en la devoción a la Virgen. Su padre en cambio está en un segundo plano, casi no se le menciona durante su niñez y aparecerá con cierta relevancia cuando ya joven Urraca debe tomar decisiones importantes. De los hermanos se enfatiza el compromiso asumido por todos de conservar su virginidad y se relata con detalle lo acontecido con el mayor en ese aspecto22.


Fr. Pedro de Urraca. IGLESIA DE LA MERCED DE LIMA.

Por cierto que los acontecimientos prodigiosos están presentes en la infancia de Urraca y tienen por objeto, como lo destaca Sallmann en relación a los hombres virtuosos de Nápoles23, ser signos que muestran el destino del futuro santo. Messía cuenta cómo el niño contrajo una peste que asolaba a España de la que se salvó gracias a la Virgen, después de rogarle ante una imagen por su recuperación, para poder así servirla24. Luego el hagiógrafo relata la providencial salvada que, a los 9 años, tuvo al caer desde lo alto de una encina. En esa oportunidad había llegado al suelo sin un rasguño debido a la invocación que hizo a la Santísima Trinidad, la que se le representó como tres luces en triángulo. A partir de ese momento se hará devoto de ella por el resto de la vida, adoptándola como su segundo nombre cuando hizo la profesión religiosa. También a raíz de aquel incidente hizo voto de castidad. En consecuencia, vemos como esos dos hechos extraordinarios, de acuerdo al relato, marcaron el futuro del joven al llevarlo a comprometerse con dos de las devociones que llenarán su vida. Coincidiendo con aquel suceso, su madre lo llevó a confirmar, imponiéndosele, en vez del nombre de Pascual con que fue bautizado, el de Pedro, en recuerdo del hermano mayor fallecido.

La niñez y juventud de Urraca expuesta en la hagiografía contiene información más bien escasa, respondiendo también en eso a la tendencia general que se daba en el caso de las “Vidas” de los hombres, a diferencia de lo acontecido con las que se referían a mujeres25. Por lo mismo, sobre estas etapas de la vida de nuestro personaje sólo se hace mención a tres sucesos importantes, los que, salvo uno, tampoco entran en mayores detalles. El primero de ellos corresponde a la muerte de la madre, cuando el joven tenía 10 años, en cuya descripción se enfatizan los signos que reflejarían su santidad; por ejemplo, el haber anunciado la hora en que iba a morir, la concurrencia de mucha gente a las exequias, el que se produjeran muchas curaciones en personas que tocaron el cadáver y que este se mantuviera por dos días sin señales de corrupción. Otro de los acontecimientos relatados se refiere a los estudios de gramática que realizó con gran aprovechamiento después de haber pasado por la escuela. Por último, ya con bastantes pormenores, describe las incidencias previas al viaje de Urraca a América, marcadas por fenómenos extraordinarios que confirman la elección divina. Al respecto, cuenta que al cumplir 15 años, su hermano, religioso franciscano, le pidió al padre autorización para que lo acompañara a América, a donde había sido destinado por la congregación. Su padre, en una primera reacción, se habría negado, aunque luego lo reconsideró y le dio los recursos para el viaje. Sin embargo, cuando llegó a San Lúcar para embarcarse, el navío de su hermano ya había zarpado. Un amigo del padre llevó al joven Pedro a Sevilla a la espera de transporte. El providencialismo desempeña a partir de ahí un papel cada vez más importante en el relato. Urraca se salvó de morir ahogado tres veces merced a la intervención de la Virgen. Primero, sacándolo del agua, a la que había caído al momento de embarcarse; segundo, al quedarse en tierra a raíz de aquel incidente y saberse, luego, que la nave zozobró en alta mar y que todos los pasajeros habían fallecido; y tercero, estando ya finalmente haciendo la travesía del océano, al salvar al navío de una terrible tempestad, después de la cual se comprometió a ingresar a un convento. Las peripecias del viaje no pararon ahí, pues, ya en tierra, camino a Portobelo, por obra del demonio habría caído a un río, de donde lo rescató su Ángel de la Guarda26.

El ingreso en religión y la vida conventual en Quito

Urraca debe haber llegado el año 1600 a Quito, donde se encontraba su hermano, en el convento de San Francisco. Era un adolescente que, por lo que se desprende de las hagiografías, no experimentó ninguna de las crisis asociadas a esa etapa de la vida, dándose en él la tónica general en lo referente al comportamiento de los futuros santos27. Nunca desobedeció a sus padres y una vez instalado en Quito acatará la autoridad de su hermano, quien lo puso en el colegio de los jesuitas para que terminara los estudios de gramática. Mientras permaneció allí, los religiosos franciscanos, compañeros de su hermano, trataron de convencerlo de que ingresara en la orden y, como la buena opinión sobre el joven se había difundido, miembros de otras congregaciones también buscaron llevarlo a sus respectivos institutos. En sus oraciones, el joven pedía a la Virgen que le iluminara el entendimiento para poder elegir lo que a ella le resultara más de su agrado. Finalmente, fue la Virgen quien le indicó, desde una imagen ante la cual rezaba, que ingresara a la Orden de la Merced. Como queda de manifiesto en ese hecho y en muchos otros, la vida de Urraca aparece predeterminada y conducida por los seres celestiales, haciendo que la libertad del sujeto quede muy diluida, reflejándose también aquí un fenómeno frecuente en las “Vidas” de los santos. El santo no podía rehusarse a su destino y lo único que le cabía era ir interpretando las señales, en lo que, por lo demás, no se equivocará. Como dice Sallmann, en la vida de un santo nada es producto del azar28.

En el caso de Urraca no se plantea el tema de la vocación religiosa. Se da por supuesto que siempre existió y, por lo tanto, que la tuvo desde niño. No aparecen dudas sobre su consagración al servicio de Dios y la Virgen. Aunque sí surgen respecto de otro tema, el relacionado con el camino a seguir ya dentro de la orden religiosa. El futuro fraile siempre se consideró sin las cualidades necesarias para recibir las órdenes sagradas y trató de evitar su otorgamiento, pero al final, por obediencia a sus prelados, las aceptó. El 1 de febrero de 1604 tomó el hábito mercedario, estando un año en el noviciado, en el que se hizo notar por el cumplimiento de las constituciones de la orden, por el entusiasmo con que practicaba la oración, la rigurosidad de las mortificaciones y por la obediencia expresada a su maestro de novicios, Fr. Alonso Téllez, quien, en su condición de tal, lo habría introducido en la oración contemplativa. En ese período experimentó constantes acosos del demonio, que buscaba la manera, hasta con golpes, de hacerlo desistir de su permanencia en el convento; pero siempre salió airoso, con la ayuda de la Virgen que lo consolaba en las conversaciones frecuentes que tenían mientras oraba. Vehementes fueron los intentos del demonio para tratar de impedir, inútilmente, la profesión del joven, que efectuó de manera solemne el 2 de febrero de 160529.

Una vez asumido aquel compromiso, la vida de Urraca girará en función de la estricta observancia de los cuatro votos. Y a la hora de cumplir con esa responsabilidad se inspirará en San Pedro Nolasco, cuyas virtudes se transformarán en el modelo a imitar. Con todo, en esto también acontece un hecho extraordinario, porque en ese tiempo no existía en Lima ninguna hagiografía sobre el fundador de la Orden de la Merced, por lo que el conocimiento de su vida le llegará por revelación de la Virgen, que escuchó sus ruegos en ese sentido. Según cuenta Messía, el joven fraile se habría inspirado en aquel santo al practicar la devoción a la Cruz, al intensificar la oración, al preocuparse con especial energía por el rescate de cautivos30 y al realizar rigurosas penitencias y ayunos31. Por obediencia a sus superiores, siguió los estudios de teología, aunque prefería ocuparse de los oficios más bajos, como portero, despensero y sacristán. Por esos días, acatando un mandato del superior, realizó un viaje por los pueblos cercanos a Quito con el objeto de recoger limosna para el convento y para la redención de cautivos. En esa expedición le sucedieron diversos hechos prodigiosos que confirmaban los dones sobrenaturales que Dios le había dispensado, como el tener visiones, hacer profecías y sanar personas. De regreso a Quito continuó desempeñándose de sacristán y en ese lapso llegó de Lima una orden y la respectiva patente para que se ordenase de subdiácono, lo que efectuó, a instancias de la Virgen, después de superar los escrúpulos por sentirse indigno. Poco después, al promediar el año 1608, un padre visitador del convento de Quito le manda trasladarse a Lima para incorporarse al convento de Recoletos que la orden acababa de fundar en dicha ciudad.

La imagen que se proyecta de Urraca hasta esa etapa de su vida sigue sustentándose fundamentalmente en la hagiografía de Messía y en sus declaraciones y las de otro testigo, efectuadas en los procesos ordinarios y apostólicos. Los acontecimientos que relatan, salvo aquellos hechos concretos sobre los que quedaron registros, como la profesión religiosa, los conocen porque el mismo Urraca se los habría narrado. La relación más estrecha con estos testigos es tardía en la vida de Urraca, con posterioridad a los 60 años de edad. Por lo mismo, la conformación de la historia relatada por los testigos está muy condicionada por los recuerdos del personaje y por las “Vidas” de hombres virtuosos y santos que circulaban profusamente y leían los involucrados, incluyendo el propio protagonista. Lo que cuenta Messía es lo que termina conociendo una parte significativa de los testigos de los procesos, porque, como señalamos, muchos leyeron el escrito; sin ir más lejos, todos los religiosos mercedarios que testificaron en el proceso. El mundo de prodigios, visiones, duras mortificaciones y abstinencias que caracterizarían el noviciado de Urraca resulta coincidente con lo vivido por la generalidad de los santos de la época. Ilustrativo en ese aspecto es lo que le acontece con el demonio, quien lo tienta con más intensidad y vehemencia que a un mortal cualquiera. Todos los hombres escogidos por Dios sufrían los ataques del demonio con mayor intensidad32.

Madurez física y espiritual en Lima

Urraca llegaba a una ciudad con más de 20 mil habitantes, muy heterogénea desde el punto de vista social y étnico, con un clero muy numeroso, que fluctuaba en torno a los 2.500 miembros, de los cuales 1.194 eran religiosos varones y 1.337 monjas33, y en la que la Orden de la Merced tenía dos conventos. El más importante, en el centro de Lima, tenía entre 110 y 120 religiosos34. El otro era el de la Recoleta de Belén, ubicado en un sector que en ese entonces quedaba en las afueras de la ciudad. Este convento estaba en plena fase de instalación y era el resultado de una política de la orden por fundar seis establecimientos de ese tipo en América, lo que había generado cierta inquietud en la Corte de Madrid35. Como lo dijo el arzobispo de Lima, cuando avaló esa fundación, dichos conventos eran un refugio para aquellos religiosos a los que Dios llamaba a una “vida más rigurosa deseando cumplir la regla de su instituto con más perfección”36. La destinación de Urraca a ese convento, como lo insinúan sus hagiógrafos, pudo estar asociada a la fama que había llegado a Lima “de la rara virtud de Fr. Pedro”37.

En el viaje a esa ciudad le ocurrieron varios hechos prodigiosos, desde conocer por profecía de la cercana muerte de determinadas personas, reconciliar a pecadores empedernidos y sufrir ataques del demonio, hasta sanar enfermos. Pero sin duda, lo más trascendente, por la proyección que tuvo en los años siguientes, fue el encuentro cerca de Trujillo con el marqués de Montesclaro, que venía a asumir el cargo de virrey. A partir de ahí, este y su esposa le tomaron gran aprecio; una vez en Lima, lo invitaron regularmente al palacio; el virrey fue su padrino en la ordenación sacerdotal y Urraca se transformará en confesor de la marquesa, diciendo misa con frecuencia en su oratorio. Todo esto lo haría Fr. Pedro, al decir de los hagiógrafos, con muchas reticencias y sólo en obediencia a sus prelados, que se lo pedían. Este vínculo con la corte virreinal, nuestro personaje lo continuó con el sucesor de Montesclaro, el príncipe de Esquilache, a quien conoció como resultado de sucesos prodigiosos y, también, cuando venía en el trayecto a Lima a tomar posesión del cargo38. En este caso habría sido el propio Urraca que, estando convaleciente de una enfermedad grave en Trujillo, se habría acercado a Paita a entrevistarse con el nuevo virrey porque supo, antes de que llegara, que este lo quería ver. Fr. Pedro se transformó en capellán de palacio y en confesor de la princesa. La relación espiritual y afectiva fue muy estrecha, al punto que Urraca escribió un librito de espiritualidad dedicado a ella, el que se publicó en Lima 1616 e incluía un soneto del príncipe de Esquilache39. Pero todavía más, cuando el virrey cumplió su período, presionó a los superiores de Urraca para que lo autorizaran a acompañarlo en su viaje de regreso a la Península, lo que por cierto consiguió. Esta cercanía con las máximas autoridades del poder temporal la mantuvo en España, pues allí, posiblemente vía princesa de Esquilache, se relacionó con la corte madrileña y fue director espiritual de muchas señoras principales e incluso de la propia reina doña Isabel de Borbón.

La cercanía de un santo con el poder temporal no era algo extraño. En la Edad Media fue bastante frecuente que aquellos que gozaban de fama de santidad, tuvieran llegada a los altos dignatarios, como aconteció incluso con mujeres; tal es el caso de Santa Catalina de Siena y Santa Brígida, cuyas “Vidas” fueron muy conocidas en Lima y circularon profusamente entre religiosos y laicos. Lo mismo ocurrió con muchos santos varones, entre los cuales se pueden mencionar, por ejemplo, a San Bernardo, cuya “Vida” era lectura frecuente para Messía y Urraca; también a San Pedro Nolasco, que fue el modelo al que aquel trató de imitar. Había sí una diferencia entre nuestro personaje y los santos nombrados. Estos pretendían, en su relación con el poder, influir en las decisiones políticas. Pues bien, nada de eso puede inferirse de las hagiografías de Urraca; lo que este buscaba era guiar espiritualmente a las personas de la corte, porque, como lo expresa uno de sus hagiógrafos, necesitaban más que nadie alguien que se preocupara por sus almas40. Esta preocupación sólo por el cuidado espiritual de las personas principales, Messía la refuerza relatando que el fraile, siempre que asistía a los agasajos en palacio o casas de la nobleza, untaba los platos, sus dedos y los labios con acíbar para que la comida quedara amarga41.

La etapa que Urraca pasó en Lima hasta su retorno temporal a España en 1623, la ocupó, mientras estuvo en el convento, en oración, penitencias y mortificaciones. De esta época es el uso permanente de un cilicio de cadenas de hierro que mandó confeccionar, que lo llevó por más de 30 años y le provocó profundas heridas. Las disciplinas y los ayunos se transformaron en una práctica de expiación frecuente y lo hacía por los pecados del prójimo, para que Dios los perdonara42. La imagen que transmiten los hagiógrafos era que Fr. Pedro no requería de disciplinas y de autoflagelación para vencer las tentaciones del demonio. Messía insiste en que Urraca sólo experimentó tentaciones lascivas durante el noviciado y que con la ayuda de la Virgen venció al demonio, el cual, reconociendo su derrota, nunca más volvió a tentarlo con ese tipo de provocaciones. En ese aspecto el comportamiento de Urraca escapaba de la tendencia general a la que se enfrentaban los santos, quienes eran, por lo general, los que sufrían las tentaciones más intensas relacionadas con la sensualidad43. Las que experimentaba Urraca se centraban en su amor propio, en la paciencia y en la voluntad. Desde que se ordenó de sacerdote, la misa y la confesión se constituyeron en aspectos centrales de su ministerio. A ello se agregó la actividad que desempeñó como director espiritual tanto de personas de la corte virreinal, incluida la princesa, como de religiosas y de mujeres alejadas de Dios, que vivían en pecado, a las que incluso ayudaba económicamente para rescatarlas44. A esas alturas, Urraca había adquirido fama como “maestro de espíritu”, es decir, como una persona experta en la enseñanza de la oración contemplativa y para guía de sus hijas de confesión escribió varios libritos de espiritualidad, de los que sólo se conserva el dedicado a la princesa45. Los prodigios continuaron formando parte de la vida cotidiana de Fr. Pedro. Era frecuente que mientras oraba, o incluso cuando escuchaba en el refectorio la lectura espiritual, se arrobase, perdiendo toda conciencia y sensibilidad. También, se manifestaba su don de profecía, que muchas veces le permitía salvar a personas de situaciones peligrosas o inconfortables46. Fue, en consecuencia, en la adultez donde terminó por definirse la orientación de vida de Fr. Pedro. Él, en la búsqueda de Dios a través de la oración, pasó a comportarse como un místico. Se entrega a la contemplación de la vida de Cristo, especialmente de la pasión, y entra en diálogo con Él y con su Madre. Como adquirió experiencia en esa forma de oración, se dedicó a guiar espiritualmente a sus hijos de confesión. Por lo tanto, más allá de los trabajos que desarrolla en el convento, su actividad principal girará en torno a la oración personal y a la orientación de almas. Con todo, también, al parecer, participará en la labor de evangelización de indios y negros de los obrajes, al igual que muchos miembros de la orden, que realizaban misiones específicas en las haciendas que tenían esos establecimientos, como lo refiere el hagiógrafo Felipe Colombo47. Empero, no queda clara la intensidad con que se dedica a esa labor, pues dicho autor sólo hace referencia a ella, y al pasar, con lo que en ese punto no sigue a Messía48.

Estadía en España. Regreso a Lima, senectud y muerte

El viaje a España no sólo habría sido consecuencia de las presiones del príncipe de Esquilache, sino también del interés que el propio Urraca mostró por hacerlo con el fin de cumplir con su cuarto voto de religioso. Esperaba poder ir desde la Península a tierra de infieles a rescatar cristianos. En ese aspecto se sentía con una deuda, no obstante la recolección de limosnas que realizaba con ese objeto y las oraciones permanentes que hacía para que Dios reconfortara a los cautivos y les diera fuerzas para no caer en la apostasía. Estando ya en Madrid, el tema será una de sus principales preocupaciones y saldrá por Castilla a recoger limosnas para esa causa, siempre con el convencimiento de que iba a realizar su tan ansiado viaje a redimir cautivos. Pero la mayor parte de su tiempo lo dedicó al confesionario y a la dirección de almas, adquiriendo pronto un gran renombre. Cabe hacer notar que, en el convento de la orden en Madrid, coincidió con varios religiosos muy destacados como padres de espíritu, entre los que sobresalía nada menos que el gran místico mercedario Fr. Juan Falconi, de quien Urraca fue confesor y amigo. La labor en el confesionario fue muy intensa, sobre todo en la corte, con las damas de la nobleza y con la propia soberana. Las camareras de la reina valoraron tanto su labor, que pusieron obstáculos al viaje de Urraca a Berbería (costa norte de África), causándole uno de los mayores desconsuelos de su vida49. La frustración sufrida lo llevó a considerar su regreso a Lima, lo que finalmente ocurrió en 1628, al coincidir ese interés con las necesidades de la orden de enviar un visitador a dicha provincia y a Urraca, por pertenecer a ella, como colaborador50.

Esta segunda y definitiva residencia de Urraca en Lima es la que termina por definir la imagen que se proyectará del personaje. Ella continuará estando condicionada por la obra de Messía, pero también influirán las opiniones de otras personas que lo conocieron, como compañeros religiosos, monjas que lo tuvieron por confesor y laicos, principalmente mujeres a las que asistió espiritualmente51. Lo extraordinario sigue estando asociado a su persona y los testigos de los procesos se encargan de destacar los hechos maravillosos de que tuvieron noticia. La ausencia de Urraca, al parecer, sirvió para acrecentar su fama de persona poseedora de cualidades fuera de lo normal. Messía relata que su vuelta produjo un “increíble gozo de todos los de la república” y que un gran gentío iba a verle a la Iglesia y otros muchos le seguían por las calles52. Entre los dones que habría poseído Urraca, el que más destacaban era el de profecía, que le permitía saber “cosas secretas y escondidas en el interior humano y cosas que sucedieron tal cual como él lo había dicho” 53. Llamaba la atención sobre todo por sus efectos prácticos, pues gracias a él, Urraca contribuyó a que mucha gente salvara su alma, su matrimonio o su físico. Los testigos contaban cómo había puesto término a muchas relaciones sentimentales ilícitas; cómo ayudó a personas a contraer matrimonios ventajosos o a entrar en religión, a obtener o recuperar puestos de trabajo, y a evitar duelos o a ser víctima de un asalto. Su hagiógrafo principal hace también referencia a su condición de visionario y relata diversas visiones que tuvo sobre todo cuando se encontraba en oración. Algunas de estas visiones Urraca las interpretará como un mandato divino y actuará en consonancia con ello. Por ejemplo, como resultado de una de esas visiones, desarrolló una devoción a la Santa Cruz, dedicándose a confeccionar y repartir pequeñas cruces de madera entre los fieles54. Estas reproducciones se relacionan con otra de las cualidades atribuidas a Urraca: las taumatúrgicas. Varios testigos, relatan cómo el Siervo de Dios mediante imposición de sus manos, o con la colocación de una de sus cruces o de un escapulario de la Virgen, sanaba diversos males. Incluso se cuenta que hizo revivir a una niña que había sido aplastada por un carruaje55. También gozaba del don de lágrimas, que se le manifestaba durante la oración, al considerarse un hombre tan pecador que no merecía los favores de Dios; y lo mismo acontecía cuando era protagonista de algún prodigio 56. Ese curioso don se había comenzado a considerar como un signo de santidad desde la Baja Edad Media, en el contexto de una tendencia que buscaba identificar la santidad con elementos que podían ser demostrados57.

En cuanto a las virtudes, era la práctica de la paciencia y de la fortaleza lo que más llamaba la atención de quienes le rodeaban. Como lo insinúa uno de los hagiógrafos, es muy posible que las rigurosas y persistentes mortificaciones terminaran afectando gravemente la salud del Siervo de Dios. Los diversos males lo fueron dejando inválido, al punto que, como le interesaba mantener el contacto con sus devotos, debía ser llevado en mula a una casa cercana al convento y en la etapa final de su vida se le trasladaba en una silla de manos. Las limitaciones eran tantas que ni siquiera podía alimentarse por sí mismo, ni expresarse con claridad, al punto que la dueña de casa actuaba como su intérprete. Todo eso lo experimentaba sin una queja y cuando por razones médicas le quitaron el cilicio expresó una gran pena, pues las disciplinas y otras formas de mortificación eran para él una pálida imitación del sacrificio de Cristo y, como lo hemos señalado, una manera caritativa de pedir perdón por los pecados del prójimo. La muerte de Urraca, tal como la describen testigos y hagiógrafos, se corresponde con las formas que revestía ese tipo de acontecimientos cuando involucraba a quienes habían vivido con fama de santidad58. Sin duda, en el caso de nuestro Siervo de Dios, su muerte no vino más que a confirmar la opinión de santidad que se tenía de él. En consecuencia, en los últimos instantes de su vida encontramos reproducidos los mismos fenómenos que figuran en las hagiografías de los santos del Barroco59. Al igual que a todos, no lo toma de improviso. Así, de acuerdo con lo declarado por los testigos, Urraca anunció con antelación ese trance y se despidió de sus devotos y miembros de la comunidad, a los que pidió perdón por las ofensas que pudo cometer60. Cuando estaba en la enfermería lo fueron a ver muchas personas, entre ellas el arzobispo Pedro de Villagómez. En los momentos finales estuvo rodeado de toda la comunidad, que le cantaba el credo, mientras Urraca sostenía en una mano una vela de buen morir y en la otra un crucifijo. Expiró luego de fijar sus ojos en Cristo y mirar a los religiosos “con rostro alegre y sereno”61. Rápidamente se difundió por la ciudad la noticia de su muerte y mucha gente se acercó al convento intentando entrar para ver el cuerpo del difunto. Durante tres días estuvo el cadáver expuesto siendo visitado por un gentío que pretendía guardarse algo del difunto como reliquia. A las exequias asistió el virrey, la Real Audiencia, los cabildos secular y eclesiástico y cientos de personas que difícilmente podían ser controladas por los soldados, como lo atestigua el cronista de la ciudad, José de Mugaburu, y otros testigos62. Siguiendo la tradición en estos casos, al momento de las ceremonias fúnebres y en los días siguientes, ocurrieron numerosos milagros, relacionados con el cuerpo del difunto algunos y otros con curaciones de enfermedades y con visiones de cruces rodeadas de gran luminosidad que observaron numerosas personas en un convento de monjas y en una hacienda muy distante de Lima.

Para los fieles de Lima y para sus compañeros de religión, Urraca era un santo en vida y al morir lo aclamaron como tal63. Sus devotos lo consideraban un santo porque había sido un ser extraordinario, que rompía con los parámetros del normal comportamiento humano, tanto por los dones sobrenaturales de que gozó como por las virtudes que practicó. Los contemporáneos de Fr. Pedro nos lo presentan como el prototipo del santo barroco. De aquel en el que sobresalían las mortificaciones, la resistencia paciente a las adversidades físicas, el enfrentamiento y triunfo sobre el demonio y la diversidad de gracias gratuitas de que gozó, desde las taumatúrgicas, hasta las de profecía, pasando por aquellas asociadas a la oración contemplativa o mística, como los arrobos y las visiones. Todo lo que rodeaba la muerte de un Siervo de Dios pasó a constituirse en un factor importante de las biografías de los santos y de los procesos de canonización desde el siglo XIV en adelante. Esto, a tal punto que las cualidades de una existencia pasaron a ser juzgadas por la forma como se producía el deceso64. Por lo mismo, y parafraseando a Suire, la muerte era la prueba de la santidad de una vida65. Dado que en el caso de Urraca se habrían cumplido todos los rituales y se habrían manifestado todos los signos que confirmaban aquella calidad, el paso siguiente fue tratar de obtener la oficialización de la misma. En el transcurso de las exequias se pedía la apertura de informaciones para su beatificación y su confesor, Fr. Francisco Messía, por orden del superior, se ponía a dar término a su hagiografía, que debía contribuir al desarrollo del proceso. Por último, se efectuaban informaciones para dejar testimonio documental de hechos prodigiosos ocurridos después de la muerte de Urraca. Se esperaba que el arzobispo, en el corto plazo, diera las instrucciones del caso para iniciar el proceso ordinario por su beatificación.

LA “FABRICACIÓN” DEL SANTO. ETAPAS Y DIFICULTADES

Las políticas y procedimientos

En este apartado nos limitaremos a destacar, a partir fundamentalmente de fuentes secundarias, los aspectos esenciales de las políticas y procedimientos sobre canonización que puso en práctica la Santa Sede en las épocas Medieval y Moderna, como una manera de facilitar la comprensión que tuvo el desarrollo de la causa de Urraca. El fenómeno de la centralización pontificia en materia de nombramiento de los santos se remonta a la Baja Edad Media. Antes, en la etapa final de la Antigüedad, los santos eran proclamados en las Iglesias locales por el pueblo cristiano, sin que se requiera alguna intervención de la jerarquía. Después, en la Alta Edad Media, a raíz del desarrollo del culto a los mártires, que eran los santos por antonomasia de la época, los obispos tendieron a intervenir cada vez más; como responsables de la liturgia, regulaban las fiestas en que se conmemoraba el aniversario de la muerte del santo. También, su papel se vio fortalecido al surgir un nuevo tipo de santidad, la de los denominados confesores o padres de la Iglesia, que habían defendido la ortodoxia ante la herejía, como San Atanasio y San Agustín. Incluso muchos prelados serán considerados santos en sus regiones por el papel que desempeñaron como protectores de la comunidad ante el poder real y las adversidades. Pero si bien los obispos intervenían en el culto, no gozaban de potestad legal para canonizar; esta labor seguía correspondiendo al pueblo cristiano, cuya percepción acerca de quién era santo constituía, en último término, la base de toda canonización66. Desde el siglo VII se produjo una proliferación desordenada de santos como consecuencia de los intereses de los monasterios e incluso de prelados, lo cual generó una reacción que favoreció el aumento del control episcopal sobre el culto67.

Será a partir del siglo XII cuando el Papa comience a intervenir en las canonizaciones, sin que eso signifique que los obispos dejen de participar. A estos los consultará menos, reemplazándolos por varios cardenales que actuarán como consejeros específicos en esas materias. Un paso decisivo en ese proceso centralizador del papado fue su intento por ejercer en exclusiva el derecho a canonizar, que comienza a manifestarse a partir de Alejandro III y cuyos sucesores terminaron por considerarlo un privilegio que les pertenecía. Se precisa jurídicamente el punto en las Decretales de Gregorio IX (1234), al incorporar el principio a la legislación de la Iglesia. Con posterioridad a esa fecha, dejaron de efectuarse canonizaciones episcopales68. Esa reserva pontifical traerá como consecuencia un control indirecto sobre algunas manifestaciones de religiosidad popular, también sobre los intereses desmedidos de las órdenes y congregaciones religiosas e, igualmente, sobre las prácticas supersticiosas69. También generará la necesidad de desarrollar un procedimiento para nombrar a los santos. Ya en el siglo XI Urbano II, ante la solicitud de canonización de un abad, señaló que no podía hacerse sin una información sobre los milagros que le atribuían. A comienzos del siglo XII estaban dadas las bases de lo que sería el futuro proceso de canonización: un examen de testigos y lectura de hagiografías. De acuerdo con estas, los signos de la santidad eran los dones de profecía y taumatúrgicos y la muerte en “olor de santidad”. Sin embargo, a fines de ese mismo siglo, con Inocencio III, aquellos conceptos experimentarán un cambio. Él señaló que para ser considerado santo se requerían dos requisitos: la virtud en las costumbres y la veracidad de los signos. Esto implicó un cambio importarte porque se equipararon los milagros con las obras, cuando la gran mayoría asimilaba la santidad fundamentalmente con los hechos prodigiosos. En forma paralela, se fijaron mejor las reglas a las que debía ceñirse la investigación de la vida y milagros del candidato. Como antes de iniciarse un proceso se solicitaba que la postulación fuera respaldada por el obispo y personas influyentes, eclesiásticos y laicos, terminó por generalizarse la formación de un proceso informativo diocesano, que se hacía llegar a la consideración del Pontífice70. Hasta fines de la Edad Media, el procedimiento se fue perfeccionando, pero sin cambios fundamentales.

En el siglo XVI, en consonancia con el espíritu de Trento y en respuesta a los cuestionamientos a la santidad por la Reforma Protestante, la Santa Sede trató de crear los instrumentos que garantizaran de mejor forma que las canonizaciones recayeran en quienes realmente tenían los méritos suficientes para ello. En ese contexto, se estableció en 1588 la Sagrada Congregación de los Ritos, que estará integrada por cardenales consultores designados por el Pontífice, y que por una parte tendrá jurisdicción sobre la tramitación de las causas de los santos y por otra la regulación del culto divino. Se otorgaba esa competencia dual en la medida que el Siervo de Dios, al ser canonizado, ingresaba al culto de la Iglesia71. Otra de las grandes reformas postridentinas impulsada por el papado se orientó a marcar las diferencias entre las dos fases procesales: la referente al proceso informativo u ordinario, de carácter local, a cargo del obispo donde vivió el candidato, y el proceso apostólico, de significación universal, que se efectuaba por autoridad delegada del Pontífice72. Para pasar de una fase a otra, el primero debía ser aprobado por los cardenales de la Sagrada Congregación. Esta, a continuación, instruía al obispo del lugar para que procediera al segundo proceso, pero ahora siguiendo las instrucciones precisas que se le hacían llegar. De vuelta en Roma toda la documentación era examinada por los consultores, uno de los cuales actuaba como relator. El proceso apostólico también se dividió en dos etapas: la que debía aprobar las virtudes in genere (en general, es decir, la fama de santidad) y la denominada in specie, (donde se veía cada una de las virtudes en particular)73. Finalmente los consultores se pronunciaban por la aprobación, suspensión o interrupción definitiva. De ser el voto favorable, quedaba libre el camino para la beatificación, que a partir de 1610 fue considerada una etapa obligatoria y previa a la canonización. Dos milagros se exigían para ser reconocido como beato y otros dos para alcanzar la santidad.

Modificaciones sustanciales introdujo en el procedimiento el Papa Urbano VIII, especialmente en los decretos dictados en 1625, 1634 y 1642. A través de ellos se pretendía controlar las expresiones de culto a quienes, habiendo muerto con fama de santidad, carecían del reconocimiento oficial. Específicamente se prohibía la colocación de imágenes (u otras cosas que denotaren culto o veneración) en oratorios, iglesias y lugares públicos o particulares. Igualmente se prohibía la impresión de libros referentes a ese tipo de personas que relataran sus hechos, milagros y revelaciones sin que contaran con la previa aprobación del ordinario, aconsejados por teólogos y varones doctos74. En el decreto del 5 de julio de 1634 se insiste en el control a las manifestaciones de culto a los santos populares no reconocidos oficialmente. Pero se agrega un elemento nuevo muy importante, que consistía en la obligación de realizar, antes de iniciar cualquier causa de beatificación, un denominado proceso de non culto, es decir, debía efectuarse una formal información para determinar que el Siervo de Dios no había recibido culto público alguno75. Esta última disposición no dejaba de plantear una cierta contradicción, pues para abrir un proceso de canonización se requería que el Siervo de Dios hubiese tenido fama de santidad en vida y después de muerto. Pero era evidente que la fama se mantenía si se desarrollaba algún tipo de culto al fallecido. El punto se aclaró por los canonistas explicando lo que se entendía por culto público: aquel que era rendido oficialmente en nombre de la Iglesia por un ministro de ella (oficios en su honor, dedicación de templos, exposición de reliquias). El culto privado, en cambio, sí se permitía y era el que se tributaba por los fieles a un Siervo de Dios en sus funerales o los ruegos para que intercediera por ellos ante Dios76. El decreto de 1642 unifica y ordena los anteriores e introduce algunos elementos nuevos, como la exigencia de una protesta del autor de toda hagiografía, al comenzar y al terminar la obra, de que se atenía a lo establecido por estos decretos sobre publicación de libros con revelaciones, milagros y atribuciones de santidad. En la segunda parte de ese decreto se considera el modo de proceder en las causas de los santos, recogiendo y sistematizando la legislación anterior. En uno de los puntos referentes al proceso apostólico se instruye al obispo para que recoja todos los escritos del Siervo de Dios y los envíe a la Congregación para su examen. En caso de que existieran tales escritos, no podía avanzarse en la causa sin que primero se hubiese efectuado su examen, para desechar la eventual presencia de errores contra la fe, la moral y la tradición doctrinaria77. Se estableció un periodo de 10 años entre el término del primer proceso y la apertura del segundo78. Otra reforma importante que efectuó Urbano VIII fue la creación del oficio de Promotor de la Fe (conocido popularmente como el “abogado del diablo”), en 1631, encargado de plantear las objeciones a la causa en el transcurso de su tramitación. También se fijó un plazo de 50 años entre la muerte del Siervo de Dios y el inicio de la discusión de sus virtudes79. Esta disposición, como muchas de las anteriores, fue incorporada en los mismos términos en el canon 2101 del Código de Derecho Canónico de 1917, que recoge las normas sobre beatificación y canonización de los siglos XVII y XVIII80.

En 1678 fueron establecidos los testigos ex officio, que podía nombrar el Promotor de la Fe. Y ya en el siglo XVIII un aspecto a destacar se refiere a los milagros requeridos para la beatificación. Pero lo más significativo correspondió a la publicación de la obra de Próspero Lambertini De Servorum Dei beatificatione, et beatorum canonizatione (1734-1738). En ella recoge su experiencia como miembro de la Sagrada Congregación de los Ritos y sistematiza toda la tradición existente sobre la materia exponiendo los criterios y normas que regulaban la canonización de los santos. Entre otras materias importantes, él definió el concepto de “virtud heroica” y respecto de los milagros argumentó que debían investigarse con el fin de eliminar las eventuales causas naturales que pudieran haberlo generado81. Con esta obra, que se convertirá en fuente y guía para los consultores de la Congregación, culmina la etapa de renovación de los procedimientos, que, como hemos visto, se caracterizó por una consolidación del centralismo papal, una sistematización procesal y un control más preciso de algunas expresiones de culto popular, a la vez que fijó los criterios acerca de lo que debía ser la santidad. De ahora en adelante, como lo destaca Jean-Robert Armogathe, ya no se podrá hacer el santo que se quiera, sino aquel que la Santa Sede, con el apoyo de la Inquisición82, considere conveniente. Esta política de control la sufrirán, entre otros, las congregaciones y órdenes religiosas que tendían a estimular con bastante libertad el culto a algunos de sus miembros83.

Causa de Urraca. Aspectos formales y proceso de non culto

A los pocos días de conocerse en Lima la noticia de la canonización de Santa Rosa, el procurador general de la Orden de la Merced de la provincia del Perú, Fr. Juan Pérez de Valenzuela, el 30 de julio de 1671, solicitó al cabildo en sede vacante84 que se abrieran informaciones “sobre la santidad, vida, virtudes, muerte y milagros del venerable Padre y Siervo de Dios, Fr. Pedro de Urraca” 85. Fundamentaba la petición, que la hacía en nombre del provincial Fr. Juan Zenteno, en que era público y notorio que había tenido una vida ejemplar, que había muerto el 7 de agosto de 1657 con fama pública de santo y que se habían realizado muchos y particulares milagros por su intercesión. Al mismo tiempo solicitaba que se volvieran a publicar los decretos de Urbano VIII, de 1625 y 1634, en los que “se da la forma en que se ha de proceder en estas diligencias” para así ajustarse a ellos en todo86. El deán de la catedral, como presidente del cabildo, recibió la petición y le dio curso, mandando que se publicasen los decretos en cuestión y, dado que no podía asistir a la causa por enfermedad, remitió la petición al arcediano Juan Santoyo de Palma, a quien nombraba como juez de ella con el encargo de proceder en la materia de acuerdo a lo establecido en el Concilio de Trento y Bulas Apostólicas. Al mismo tiempo, nombraba por notario de aquella a Francisco Blanco, que lo era de la audiencia arzobispal, para “que ante él pasen y hagan cualesquier autos e informaciones tocantes a esta dicha causa” 87. Finalmente, nombraba como fiscal de esta a Juan de la Cerda.

El siguiente paso del procurador de la orden fue solicitar que se hiciese información sumaria para determinar que no se había efectuado culto público al Siervo de Dios, de acuerdo a lo establecido por el decreto pontificio de 1634; es decir, pedía que se efectuara el denominado proceso de non culto. Específicamente, solicitaba que se verificase que ni en la sepultura ni en ningún otro lugar del convento había o hubo láminas, imágenes, medallas, bultos de cera, exvotos “de personas que digan haber recibido favores por la intercesión del dicho padre, ni incurrido en alguna de las cosas prohibidas por las dichas bulas y letras apostólicas” 88. El 9 de septiembre de 1671, Juan Santoyo, arcediano y juez de la causa, mandó al notario público a que fuese a la tumba de Urraca, la hiciera abrir y reconociera la forma y estado en que se encontraba el cuerpo; también debía revisar la iglesia y el convento para ver si hubiese alguna de las cosas prohibidas por las letras apostólicas. A la semana siguiente el notario presentó el informe de la visita efectuada. A continuación se fija hora, días y lugar en donde se examinarían los testigos. A comienzos de octubre se realizan los interrogatorios a los testigos presentados por el procurador. Finalmente, el 8 del mismo mes se dictó la sentencia en que se señalaba haberse respetado los decretos de Urbano VIII y que respecto de la sepultura e imágenes del Siervo de Dios no se había hecho ni se halló cosa alguna que fuere contra el tenor y forma de dichos decretos89. El 14 de octubre de 1671, el procurador de la Orden, Fr. Juan Pérez, de Valenzuela solicitó al juez de la causa que le diese traslado de la anterior sentencia para ser presentada ante el Papa y la Sagrada Congregación de los Ritos.

El proceso ordinario: Cuestionario y testigos

Junto con aquella solicitud, el procurador también pidió al tribunal que, en relación con la causa referente a la vida, muerte y virtudes del Siervo de Dios, se examinaran los testigos que presentaría y se señalara el lugar, días y horas en que se efectuaría esa diligencia, de acuerdo a las preguntas que adjuntaba. El mismo día, el juez dictó un auto autorizando el examen de testigos, los que debían presentarse los días de trabajo en las mañanas de ocho a once y en tarde de dos a cinco, en las casas del arzobispado90. El cuestionario estaba formado por 23 preguntas que, como se infiere de la solicitud presentada, fueron elaboradas por miembros de la orden entre los que sin duda estuvo Fr. Francisco Messía, el gran impulsor de la causa y el mejor conocedor de la vida del Siervo de Dios. Los cuestionarios en los procesos de beatificación respondían a ciertos parámetros, por lo que había bastante similitud en las preguntas a los testigos de las diferentes causas. Sin embargo, desde el punto de vista formal, podía haber diferencias más o menos importantes, ya sea en cuanto al número de ellas o a su configuración. Por ejemplo, en el caso del proceso de Santa Rosa, las preguntas fueron 32 y el enunciado de la mayoría era bastante extenso, con mucha información. Esto no ocurre con el cuestionario de Urraca, en el cual las preguntas son más bien escuetas y no entran en mayores detalles aclaratorios. En este había cuatro preguntas de corte biográfico, referidas a su origen, padres e ingreso en religión. Varias se referían a los ejercicios devocionales, al cumplimiento de los votos religiosos y a la práctica de las virtudes, distinguiendo algunas, en preguntas separadas, sobre la caridad, la humildad y la fortaleza. Otras tantas aludían al don de profecía que se le atribuía, a la relación con las personas, sobre todo principales, y a lo relacionado con su muerte y con los fenómenos extraordinarios que ocurrieron en ese momento y con posterioridad. Por último había tres que se referían a la devoción que se manifestaba junto a su tumba y a los milagros que por su intercesión se habían producido91.

Desde la Edad Media se consideraba que el número de testigos tenía una gran significación de cara a la beatificación de un sujeto. Mientras más numerosos fueran, mayores eran las posibilidades de que el postulante llegara a ser santo. La cantidad contribuía a darle fuerza y carácter de veracidad a las palabras y hechos que se declaraban. De ese modo, se expresaba que el santo debía serlo primero en su comunidad y sólo después llegaba el reconocimiento oficial por el Papa92. Al parecer no existía un número considerado mínimo de testigos y, por lo mismo, nos encontramos con que había bastante variación al respecto. En el proceso ordinario de Santa Rosa declararon 75 testigos93, en el de Martín de Porres fueron 63 94 y en el del Siervo de Dios hispano-chileno, Fr. Pedro de Bardeci, fallecido en 1700, sólo lo hicieron 39, pero la causa no ha tenido un resultado favorable95. En el proceso ordinario de Urraca declararon 159 testigos, de los cuales 66, es decir, el 41,5 por ciento, pertenecían al clero. La mitad de ellos (33) correspondía a monjas; los religiosos sumaban 27 y seis los seculares. La distribución de los regulares estaba muy desproporcionada a favor de los mercedarios, que aportaron 23 testigos96. Las otras órdenes en cambio, tenían una representación mínima, figurando dos dominicos y uno sólo por los franciscanos y agustinos, respectivamente. En cuanto a las monjas, su distribución tampoco era equilibrada, predominando las del convento de Santa Catalina, con 18 testigos, seguidas por las de Santa Clara con nueve y de la Concepción con seis. En cuanto a los laicos, que constituían la mayoría de los testigos, el predominio se inclinaba ampliamente hacia las mujeres, que sumaban nada menos que 76; en cambio la participación de los hombres, con 17, era muy escuálida97.

Esta información estadística respecto a los testigos resulta significativa en varios aspectos. En primer lugar llama la atención la escasa participación en el proceso de las otras órdenes y congregaciones religiosas. No figura ningún jesuita como testigo y apenas un miembro de cada una de las otras órdenes mendicantes. Es curioso, pues al parecer, a las exequias y rituales efectuados con motivo de la muerte de Urraca asistieron en corporación representaciones de dichas órdenes, como era costumbre que lo hicieran cuando fallecía una persona que había gozado de fama de santidad. Francisco Messía, en su hagiografía y en sus declaraciones como testigo en el proceso, hace mención a ello, aunque a la pasada y sin detalle98. Otros testigos que entregan testimonios detallados de esos acontecimientos nada dicen al respecto, no obstante que sí mencionan la presencia del virrey, de la Real Audiencia y de los cabildos secular y eclesiástico99. ¿Cuál será la razón de la mínima presencia de religiosos de otras órdenes como testigos? ¿La competencia entre las órdenes por imponer sus propios candidatos? En las mismas fechas en que se iniciaba la causa de Urraca, los jesuitas estaban postulando a los padres Francisco Castillo y Juan de Alloza, los dominicos a Martín de Porres y Juan Macías, los franciscanos a Francisco Solano y los agustinos a Diego Ruiz Ortiz y Luis López de Solís; todo ello ocurría, como lo hemos indicado, justo cuando acababa de ser canonizada Rosa de Santa María, que los dominicos consideraban como propia. Con respecto a los testigos que pertenecían a la Órden de la Merced, la mayoría eran religiosos profesos, sin cargos; también había cuatro hermanos legos, cinco padres definidores, un vicario y cuatro padres maestros, uno de los cuales era además el provincial100.

El resto de las cifras de testigos, sin considerar a los compañeros de religión, constituye una buena muestra de la orientación que tuvo la labor apostólica de Urraca. Entre ellos están sus devotos, sus hijos e hijas de confesión y sus discípulos de espiritualidad. Casi todos eran individuos que lo habían conocido personalmente y habían mantenido con él algún vínculo de ese tipo, lo cual era bastante lógico por lo demás, pues sólo habían pasado 14 años desde la muerte del Siervo de Dios101. Figuran bastantes monjas como testigos en la medida que Urraca concentró buena parte de su labor sacerdotal en la confesión y guía espiritual de las religiosas de los tres conventos mencionados, aunque en Lima por ese tiempo ya existían otros102. Y entre aquellos son amplia mayoría las monjas de Santa Catalina porque Urraca tuvo especial predilección por dicho convento, como quedó reflejado en la donación en vida que le hizo de una reliquia de la cruz de Cristo, un lignum crucis. Además, en él se experimentaron unas milagrosas visiones de cruces en el cielo, poco después de la muerte de Urraca, de las que se sacó testimonio para ser presentado en el proceso de beatificación103. Pero fueron las mujeres laicas las que conformaron el grueso de sus hijas de confesión. A ellas era a las que atendía en el confesionario del convento grande y a las que visitaba en sus casas o, cuando ya estaba muy mayor, recibía en casa de una familia a donde le llevaban.

Con respecto a la condición social de los testigos laicos, parece claro que corresponden mayoritariamente a sectores medios y acomodados o incluso a la elite social limeña. Las mujeres modestas que hemos detectado no pasan de cinco y se caracterizan por desempeñarse como sirvientas en casas principales, con las que el Siervo de Dios tuvo estrecho contacto. Del total de testigos mujeres, la gran mayoría pertenecía a hogares de situación social y económica sobre la media. Muchas eran casadas con mercaderes, propietarios de predios rurales, jefes militares, caballeros de órdenes militares y con funcionarios de la administración real. En ciertos casos figuran como testigos varias mujeres de una misma familia; esto ocurre con doña Isabel de Cabello y sus cuatro hijas de apellido Salvatierra: Magdalena, María, Julia y Mayor; y la sirvienta Juana de Solís. Algo similar sucede con doña Andrea Jacoba de Garay, diversas parientes del mismo apellido y la prima política doña Isabel López de Zúñiga. Entre los hombres, varios casados con mujeres que también figuran como testigos, predominaban aquellos que se identificaban con grados militares, aunque además tenían en algunos casos condición nobiliaria y propiedades104. A ellos les siguen profesionales poseedores de grados académicos de licenciado y doctor y que ejercían la abogacía105.

Según los hagiógrafos y algunos testigos, Urraca desarrolló una activa labor social, preocupándose de manera especial por mujeres desamparadas, en peligro de caer en actividades moralmente reprobables para subsistir. Con todo, entre los testigos no aparecen mujeres que hubiesen recibido ese tipo de ayuda por parte de Fr. Pedro, pero sí figura por lo menos una monja que ingresó al convento gracias a él, pues, al morir su padre, la familia se había empobrecido106. En todo caso, como ya lo indicamos, es evidente que los testigos reflejan la relación que tuvo el Siervo de Dios con los sectores medios y acomodados de la sociedad limeña y que, si bien en materia apostólica estuvo abierto y acogió a personas de la más diversa condición, la nómina de testigos nos muestra que Urraca, condicionado por su espiritualidad mística, en parte se centró en la dirección espiritual de religiosas y de personas con un nivel cultural capaces de comprender aquella forma de oración.

Los interrogatorios a los testigos se iniciaron el 20 de octubre de 1671 y los primeros en declarar fueron los religiosos de la Órden de la Merced, concluyendo esa etapa el 26 del mismo mes. Luego se continuó con las declaraciones de las monjas, que se realizaron en sus conventos y por los capellanes de los monasterios. El proceso siguió con cierta lentitud durante los dos años siguientes, para culminar en abril de 1674. El 20 de dicho mes, el procurador especial de la causa, Fr. Francisco Messía, solicitó la entrega de una copia textual de todas las informaciones realizadas para remitirlas a Roma, a la Congregación de los Ritos. Cabe hacer notar que el procurador, con anterioridad, había hecho llegar al tribunal una copia certificada de la profesión religiosa de Urraca, una información sobre las visiones de las cruces que ocurrieron pocos días después de la muerte del Siervo de Dios y un ejemplar de su libro de espiritualidad. Sólo en 1678 la documentación llegó a Roma.

El proceso apostólico

Una vez traducidas las actas enviadas de Lima, se prepararon los documentos para la introducción de la causa, lo que llevó poco más de dos años. Culminó esta etapa en abril de 1682, admitiéndose el estudio de la causa de acuerdo a la petición realizada por Fr. José Linás107. Aunque se cumplía con el plazo de 10 años fijado por la legislación canónica entre uno y otro proceso, no deja de llamar la atención, pues desde el cierre del primero y la apertura del segundo había pasado justo el período y la tendencia era más bien a dejar un lapso de tiempo mayor, pues la autoridad apostólica buscaba, con la separación de las instancias, asegurar que la fama de santidad no fuera transitoria, sino que se mantuviera firme en el tiempo108. Lo efectivo fue que el 18 de marzo de 1684 se expidieron las Letras Apostólicas Remisoriales y Compulsoriales dirigidas al Arzobispo de Lima, en virtud de las cuales, el Papa y la Sagrada Congregación de los Ritos, lo autorizaban, en conjunto con el cabildo eclesiástico, para que pudieran efectuar proceso, examinar testigos y realizar todas las demás diligencias en orden a la beatificación y canonización de Fr. Pedro de Urraca109. Fueron recibidas en Lima el 20 de noviembre de 1686 y se realizó una solemne ceremonia en la catedral el día 24, presidida por el Arzobispo Melchor Liñán y Cisneros y el cabildo eclesiástico, a la que asistió el virrey, la Real Audiencia, el cabildo de la ciudad y otras autoridades civiles, junto a las órdenes religiosas, la Real Universidad y gran concurso de fieles110. Además, las letras traducidas se publicaron por la ciudad mediante pregonero y avisos instalados en las puertas de las iglesias, para que los fieles se enteraran de que iban a examinarse testigos con vistas a la beatificación del Siervo de Dios111.

En los meses siguientes se constituyó formalmente el tribunal y se efectuaron los preparativos para los interrogatorios, que debían ceñirse a pautas muy precisas enviadas de Roma. El tribunal apostólico fue integrado por el deán Luis Joseph Merlo de la Fuente, que lo presidía; Agustín Negrón de Luna, Tesorero del cabildo catedralicio, y los canónigos doctores Diego de Salazar, Bartolomé de Velarde, Juan González de Oserín y Manuel Artero de Loayza. En representación del Promotor de la Fe, actuaba el doctor José de Lara Galán, presbítero y abogado, promotor fiscal general y mayor del arzobispado; también como subpromotor fue nombrado por el tribunal el doctor Diego de León Pinelo Gutiérrez, racionero y rector de la Universidad. Como notario público y actuario de la causa se designó a Miguel Pérez de Marieta. Se fijó la capilla de los Reyes Magos de la catedral como el lugar donde se realizarían las audiencias. Para que lo actuado por el tribunal tuviera validez debía ajustarse a las instrucciones sobre su funcionamiento, en las que se especificaba la forma de proceder en los interrogatorios y las formalidades que era necesario guardar112.

Por lo mismo, el cuestionario al que debían ser sometidos los testigos también había sido preparado en la Congregación de los Ritos a partir de la información que allí se disponía por el proceso ordinario. El nuevo interrogatorio difería del anterior en diversos aspectos. En primer lugar, se contemplaban varias preguntas referentes al testigo con el fin de garantizar la veracidad y validez de sus declaraciones. Para hacer esto posible se requería que el testigo fuera católico, piadoso y de costumbres intachables, lo cual se trataba de saber a través de ese examen preliminar. Incluso más, al inicio de la audiencia se le hacía jurar solemnemente, de rodillas, las manos sobre los evangelios y delante de una imagen de Jesucristo, que iba a decir la verdad sobre todo lo que se preguntare y que guardaría secreto de lo declarado, bajo penas de perjuro y de excomunión. Las preguntas mismas referentes a su persona, a parte de su identificación (lugar de origen y de residencia, edad, antepasados y actividad u oficio), pretendían evaluar si había entendido el significado del juramento realizado; también, conocer su compromiso religioso, es decir, cuándo, dónde y con quién se había confesado y comulgado; enterarse de su comportamiento social, para lo cual se le preguntaba si había sido procesado por alguna causa113; saber si había incurrido en algún delito sancionado por los tribunales eclesiásticos con la excomunión; y por último, a los jueces les interesaba asegurarse de que el testigo no estaba preparado, es decir, de que no lo habían instruido acerca de lo que debía declarar114. En las preguntas referentes al candidato, las dos primeras pretendían obtener información sobre el tipo de relación que le unía al Siervo de Dios y las circunstancias en que lo había conocido; las siguientes se referían a aspectos específicos de su biografía, como las que inquirían sobre el lugar de nacimiento, padres y hermanos y paso a las Indias. Luego, la mayoría tenía que ver con la religiosidad y santidad de Urraca. Aquí se preguntaba sobre la práctica de las virtudes, penitencias, fama de santidad y dones sobrenaturales, específicamente sobre el don de profecía y las visiones celestiales que habría tenido. A continuación se preguntaba sobre la muerte y entierro de Fr. Pedro, para terminar con varias preguntas sobre los milagros que se habrían producido gracias a su intercesión. En total eran 25 preguntas. Pero a ese interrogatorio se agregaba una segunda fase durante la cual al testigo le iban leyendo los diversos artículos, a veces agrupados, de una versión preliminar de las posiciones redactadas por el promotor de la causa. En el caso de Urraca llegaba a los 96 artículos y tocaban los diversos aspectos de su vida, la práctica de las diferentes virtudes, tanto cardinales como teologales, la observancia de los votos religiosos, los dones sobrenaturales, la fama de santidad, su muerte, el concurso público en sus exequias, la fama de santidad después de muerto y los milagros en vida y después de muerto115. Se pretendía que los testigos pudieran aprobar lo que se les leía o explayarse más allá de lo expuesto sobre alguno de esos temas en la primera serie de preguntas. Con todo, en la práctica ocurrirá que la mayoría de ellos se limitaba a reafirmar lo declarado con anterioridad, sin aportar mayores antecedentes, aunque a veces sí lo hacían en alguno de los artículos.

En este proceso apostólico declararon 129 testigos, 30 menos que en el ordinario116. Pero las diferencias no sólo fueron cuantitativas, sino que también se dieron en otros aspectos. Desde ya la proporción entre hombres y mujeres fue mucho más equilibrada, pues estas últimas representaron en esta oportunidad sólo el 51,9 por ciento del total. Y si bien la proporción entre laicos y miembros del clero se mantuvo igual que en el anterior proceso, hubo cambios en relación con los religiosos: disminuyó el número de mercedarios y aumentó levemente el de las demás órdenes religiosas. También se produjeron variaciones en cuanto a las monjas, que disminuyeron en términos generales, ya que declararon sólo 22, con un incremento de las clarisas y una menor presencia de las de Santa Catalina, que ya no predominaron de manera absoluta. Equilibra la representación del clero, la mayor presencia de sacerdotes seculares, que sumaron 12, incluido al inquisidor más antiguo del Tribunal de Lima. En esta etapa no participó como testigo Fr. Francisco Messía debido a que estaba imposibilitado por su calidad de confesor de Urraca. Pero lo que más llama la atención de este conjunto de testigos es su heterogeneidad, sobre todo si lo comparamos con la serie anterior. Hubo una mayor presencia de personas pertenecientes a los sectores más modestos de la sociedad. Incluso declaró una esclava y un indigente, aparte de varios artesanos y de mujeres sin recursos, ya fuesen solteras o viudas, que vivían de su trabajo como costureras o cuidando a personas mayores. Con todo, el perfil social que predomina continúa siendo el acomodado. La comparecencia de ocho maestres de campo, cuatro mayorazgos y otros tantos caballeros de órdenes militares, un oidor, un alguacil mayor y un regidor perpetuo, junto a varias viudas de prohombres con cargos y medios de fortuna importantes, es lo que termina por darle el carácter al conjunto117. Esto se ve reforzado si se considera que las monjas de velo negro de los conventos pertenecían socialmente a los estamentos superiores. Por lo mismo, aunque ahora con más matices, siguió dándose esa identificación entre Urraca y las elites sociales de Lima. Pero por otra parte, ese importante grupo de personas con situación económica precaria al mismo tiempo refleja que la imagen de Urraca también se posicionaba en sectores más amplios de la sociedad.

¿Por qué los elementos populares no figuraron mayormente en la etapa ordinaria o informativa? ¿Se debió fundamentalmente a que Urraca orientó su apostolado más bien hacia las elites? ¿O también fue consecuencia de la manera como se gestó y organizó el primer proceso, a partir de la iniciativa de Fr. Francisco Messía, quién en gran medida habría estructurado la nómina de testigos? Es muy posible que la respuesta a la primera interrogante la encontremos en una combinación de las dos preguntas siguientes. Como lo adelantamos al analizar el primer proceso, es evidente que Urraca centró parte de su labor espiritual en familias y personas socialmente conocidas. Pero también realizó una labor apostólica importante entre los pobres y desamparados, lo que no se reflejó en la nómina de testigos. En este segundo proceso, sin embargo, ellos tendrán una presencia de cierta significación. ¿A qué se debió ese cambio? Pensamos que esto fue producto, por lo menos en parte, de la forma como se procedió con la nominación de testigos en el proceso apostólico. Aquí, como ya lo indicamos, hubo un llamado general y público a todos los que tenían algo que decir en esta causa para que se presentaran al tribunal, lo que alguna influencia tuvo en ampliar el espectro de participantes. Como consecuencia de esto, en la concurrencia de los testigos influyeron factores variados; hubo personas que se enteraron de la convocatoria por la difusión que se hizo, otros que respondieron al llamado del procurador de la causa, el cual tenía la obligación de llamar como testigos a todos aquellos que hubiesen tenido alguna relación con el Siervo Dios; tampoco faltaron los que fueron citados a declarar por el tribunal en función del oficio que desempeñaban. Esto último ocurrió con 17 testigos y la mayoría de ellos fueron miembros del clero, sobre todo de órdenes religiosas. Pero a la hora de explicar la menor presencia de testigos pertenecientes a sectores sociales más modestos, no se puede omitir que la Sagrada Congregación asignaba mayor veracidad a las declaraciones de testigos que pertenecieran a la nobleza o que fueran personas letradas, honestas y prudentes, que tendían a asimilarse a los miembros de la elite118, lo cual por lo demás formaba parte de la mentalidad jurídica del Antiguo Régimen. Por lo mismo, lo que ocurre en este aspecto en la causa de Urraca también se produce en las causas de santos en Europa, específicamente en Nápoles en la Época Moderna119. Incluso, aunque con matices, es posible, al parecer, detectar un fenómeno similar en otras causas de santidad en América. Esto acontecería, por ejemplo, en las causas de Santa Rosa, Martín de Porres y Pedro Claver, en donde el número de testigos de los estratos superiores es significativo a pesar de que se encuentran testificaciones de bastantes personas socialmente modestas e incluso esclavos, lo que no era de extrañar sobre todo en el caso de los candidatos hombres, puesto que uno era mulato, hijo de una esclava liberta, y el otro centró su labor apostólica en ellos120. Pero de todo lo anterior no se puede concluir que la santidad fuera un fenómeno alejado de lo popular. Estos tenían una presencia activa muy intensa más allá de la menor o mayor intervención directa en el proceso. Se manifestaban en las exequias del santo, en la concurrencia a su tumba a requerir favores121 y, en suma, en la pervivencia y acrecentamiento de su reputación. A esto debe agregarse que cuando se habla de santidad popular la Iglesia no la entiende en el sentido sociológico moderno, sino en cuanto expresión de la universalidad del pueblo cristiano122.

Otro fenómeno interesante que se produce en relación con los testigos es la figuración, en el entorno de las elites, de grupos familiares y de clientelas. En la causa de Urraca aparecen varias familias que tienen un papel protagónico por el número de testigos que aportan a la causa y por el tipo de relación que tuvieron con el candidato. La incidencia del fenómeno se aprecia mejor al considerar en conjunto los dos procesos. De la familia de los Daga hubo cuatro testigos; cinco de los Garay e igual número de los Salvatierra123. A estos se agregan sirvientes de las familias y amistades, con lo que el círculo de influencia se ampliaba bastante. Pero la significación de estos grupos familiares en el proceso se manifiesta no sólo por el número de testigos que proporcionan, sino también por los estrechos vínculos que tuvieron con el Siervo de Dios, como lo reflejan sus declaraciones. Por último, ese nexo aparece fortalecido y acrecentado con milagros y hechos maravillosos que involucran a alguno de sus miembros como protagonistas y que ocurren merced a la intercesión de Fr. Pedro, en vida o después de muerto. Esas manifestaciones sobrenaturales prestigiaban a la familia, la cual se encargaba de difundirlas, con la ayuda de su círculo y de la hagiografía, al punto que pasaron a formar parte de la leyenda que se fue configurando en torno a la imagen del Siervo de Dios. Sobre el particular es especialmente significativo lo que refieren los miembros de la familia del capitán Juan de la Daga y Vargas, ya fallecido al momento de la encuesta, quien poseía un mayorazgo y entre otros bienes una hacienda en Quipico, a unas 20 leguas de Lima. Estando don Juan en dicha hacienda, junto a varios miembros de la familia, pocos días después de la muerte de Urraca y, ante el recuerdo de su persona, tuvieron la visión de unas cruces muy luminosas en el cielo. Esta visión se habría repetido pocos días después, ante expresa súplica del dueño de casa, en presencia de otros sujetos principales que habían pasado por la hacienda y que dejaron testimonio de lo sucedido. Incluso se realizó una información sobre el particular, que se hizo llegar al arzobispo de Lima y se adjuntó al proceso ordinario124. Al mismo tiempo, quienes estuvieron presentes en la hacienda se encargaron de difundir lo ocurrido; el relato lo recogió Fr. Francisco Messía, quien lo incorporó en la hagiografía y fue mencionado en el proceso por varios testigos125. Por su parte, todas las mujeres de la familia Salvatierra Cabello se confesaban con el Siervo de Dios, comenzando por la madre, Isabel, cuya casa frecuentaba. Los miembros de esta familia acomodada referían varios hechos que probaban el don de profecía de Urraca y destacaban especialmente la predicción que hizo del nacimiento de un hijo, futuro sacerdote y “honor de su linaje”, de una de las hermanas que llevaba 15 años de casada sin procrear126. Por último, citaremos el caso de la familia de Sebastián Ortiz y su mujer Ana de Zárate, que fueron los que tuvieron una relación más estrecha con el Siervo de Dios, al punto que fue su casa la elegida para que diariamente concurriera, cuando ya estaba muy mayor y enfermo, a reunirse con sus devotos. Doña Ana, que tenía una relación de compadrazgo con Juan de la Daga, fue uno de los testigos de la causa que aportó mayor información sobre el candidato, pero en relación con los milagros enfatiza aquellos relacionados con los dones taumatúrgicos del Siervo de Dios. Relata la curación de unos tumores de su madre y la recuperación de su hija de cuatro años y de una joven sirvienta de la casa después de ser atropelladas por carruajes. Estos últimos sucesos también fueron recogidos por Messía en su hagiografía y pasaron a formar parte de la leyenda127.

Dado que la separación entre de los interrogatorios de un proceso y otro sólo fluctuó entre 15 y 20 años, hubo un número no despreciable de 18 testigos que estuvieron presentes en ambos; no obstante lo cual, es evidente que hubo un predominio significativo de aquellos que declaraban por primera vez y, por lo tanto, en la medida que desde la muerte de Urraca habían pasado alrededor de 40 años, podría esperarse algún cambio en la visión o imagen que presentaban de él, cuestión que trataremos de determinar más adelante. Otro aspecto interesante de destacar se relaciona con la condición de los testigos. En razón de los años que por lo general pasaban entre la muerte de un candidato y la apertura del proceso apostólico, se esperaba que en esta fase disminuyera de manera sustancial el número de testigos de vista. Pues bien, eso no ocurrió en el proceso de Urraca a raíz de la peculiaridad que presentó en el plazo de apertura. Hemos detectado un mínimo de testigos de oídas, no más de 10 en total. Por otra parte, la Congregación de los Ritos igual valoraba las declaraciones de aquellos que no habían conocido al candidato, pues podían reflejar la intensidad y permanencia de su fama128. En suma, la amplia mayoría de los testigos que depuso en ambos procesos fueron personas que conocieron personalmente a Urraca y un número importante fueron sus hijos espirituales o de confesión. Sin embargo, en el proceso apostólico también se aprecia una variación en ese aspecto. Continúan predominando los que lo conocieron, pero algunos no tuvieron mayor trato con él. Hubo varios testigos que dijeron haberlo conocido siendo niños, cuando acompañaron a algún pariente que se entrevistaba con el Siervo de Dios o que lo vieron cuando pasó a visitar la casa en que estaban129. Esto implica que de hecho ese tipo de testigos era más bien de oídas que de vista, elevando así el número de aquellos. Todo lo cual no deja de tener consecuencias para la imagen que transmiten del personaje, que termina siendo una formada por la proyección de su fama, transmitida oralmente y reafirmada con experiencias personales que lo asocian a su intercesión ante situaciones angustiosas.

El tribunal tenía un plazo de cinco años, fijado por la Congregación de los Ritos, para concluir el examen de los testigos. En mayo de 1687, a instancias del procurador de la causa y provincial, Fr. Juan de Velasco, comenzó el interrogatorio con las declaraciones del maestre de campo y caballero de la orden de Santiago, Juan Nicolás Roldán. A partir del segundo testigo, asumió como notario y actuario el bachiller, presbítero Blas Valera. El proceso se desarrolló sin mayores contratiempos hasta el 20 de octubre aquel año, en que un violento terremoto destruyó gran parte de la ciudad, incluyendo la capilla de la catedral donde se realizaban las audiencias. Ante esa situación se paralizó la tramitación del proceso hasta julio de 1688, en que se reanudaron los interrogatorios en una capilla provisoria que se levantó en la plaza de Lima, frente a la catedral. El procurador de la causa, Fr. José Pacheco, anticipándose a eventuales incumplimientos de plazos, solicitó al tribunal realizar una información, con todas las formalidades del caso, en que se mostraran los impedimentos que se habían tenido para la prosecución de los interrogatorios. En el mismo mes se reanudaron las testificaciones con doña Ana de Zárate, que se extendieron por varias sesiones, hasta fines de agosto. Ahí, volvió a paralizarse el proceso hasta junio de 1689, en que se reactiva con el interrogatorio, todavía en el emplazamiento provisorio, al presbítero Juan de Bustamante. Al mes siguiente, concluida esa testificación, el proceso volvió a detenerse, ahora como consecuencia de la prioridad que el tribunal, constituido por canónigos, le otorgó a la última etapa de la causa de Toribio de Mogrovejo, que se vino a concluir en diciembre de 1690 130.

El proceso de Urraca tomó su cauce regular en enero de 1691, realizándose las sesiones en la capilla de la Visitación de Santa Isabel. Pero dado que en noviembre de ese año se cumplía el plazo para concluir esta etapa fijado por la Sagrada Congregación, el procurador de la causa solicitó una prórroga argumentando que el terremoto y sus réplicas, junto a la causa de Mogrovejo, habían impedido avanzar con regularidad131. En la Sede Apostólica se acogió la solicitud y se otorgó un nuevo plazo de cinco años. Las testificaciones continuaron con regularidad, siendo las únicas novedades ciertos cambios que, fundamentalmente, por razones de salud afectaron a la composición del Tribunal, algunos de los cuales tendrán consecuencias en la etapa siguiente, ya en Roma. Los interrogatorios a los testigos concluyeron en noviembre de 1695 con las declaraciones del inquisidor Francisco Valera. A continuación, en febrero de 1696 el tribunal, ante algunos testigos y siguiendo diversas formalidades de las que se dejó constancia escrita, procedió a exhumar el cadáver de Urraca y se constató que los huesos correspondían a él por estar claramente identificado el ataúd que los contenía132. A requerimiento del procurador de la causa se adjuntó a la documentación un expediente con la lista de las diferentes obras impresas en que se mencionaba al Siervo de Dios, incluyendo copia textual de los párrafos en que se le citaba133. Por último, se ordenó sacar copias de los autos originales de la causa, que conformaron 16 cuadernos o legajos, los cuales, junto a las disciplinas y cilicios, fueron colocados en una caja de madera que se envió a Roma, en septiembre de 1696, a la Congregación de los Ritos, acompañada de varias cartas dirigidas al Papa, una de las cuales era del arzobispo de Lima, Melchor Liñán y Cisneros. En agradecimiento a Dios por el término de las informaciones, e realizó un acto público de celebración con procesión, repique de campanas y fuegos de artificio, con participación de autoridades, personas principales y gran cantidad de fieles134.

La etapa controversial: Los tropiezos

Una vez en Roma, en la Sagrada Congregación, se inició el arduo trabajo de traducción de todos los expedientes, que se extendió hasta 1714. A continuación comenzó a prepararse la Positio, es decir, el expediente impreso conteniendo una especie de sumario de la causa, dividido en diferentes capítulos, con el que trabajarían los jueces y demás personas involucradas. En 1728 se inició un proceso para validar los realizados en Lima tanto por autoridad ordinaria como apostólica. Este resultó complejo debido a que el Promotor de la Fe hizo varias observaciones a lo actuado por los jueces de ambos procesos. Eran todas cuestiones formales, pero que, a su juicio, por no respetar las normas existentes sobre el particular hacían nulo todo lo obrado. Las principales objeciones se referían a diversos defectos en que se incurrió en la toma de declaraciones a varios testigos, como la falta de firma que validaran lo expuesto; la recepción de testificaciones de monjas en el proceso ordinario sin licencia de sus superiores; la toma de declaraciones a monjas sólo por el capellán del monasterio sin presencia de los jueces; y al nombramiento como notario y actuario de la causa, en el proceso apostólico, de Fr. Gregorio Silva en reemplazo de Blas Valera quien estaba muy enfermo. El problema, como en su momento lo hizo notar al tribunal el subpromotor de la fe, era que Fr. Gregorio pertenecía a la misma orden del candidato, lo que contravenía las disposiciones al respecto y hacía suponer una vehemente sospecha de especial afecto a él y duda de imparcialidad135. Después de un fallo negativo de la Congregación, en que daba por nulo todo lo obrado, en agosto de 1731, el Papa otorgó una dispensa y se decretó la validez del proceso apostólico. Poco tiempo antes se había iniciado la revisión de los escritos de Urraca, que correspondían a algunas cartas enviadas a sus hijos de confesión y al librito de espiritualidad, todos los cuales fueron aprobados en septiembre de 1730136.

A esas alturas se había cumplido con el plazo de 50 años desde la muerte del postulante para comenzar la discusión de las virtudes, sin embargo, la tramitación de la causa experimentó una parálisis de más de 70 años. No están claras las razones de esa situación y por falta de documentación al respecto sólo podemos conjeturar. Es evidente que la activación de un proceso dependía de diversos factores, entre los cuales los de carácter económico y político no estaban ausentes. Se requerían recursos para pagar copistas, procuradores, porte de correos y trámites de diversa naturaleza. Respecto a los aportes en dinero para financiar los costos del proceso, hemos encontrado escasa información. Una de las pocas referencias corresponde a un escrito del mercedario Fr. Francisco Velasco, vicario general de la provincia, en el que asume a título personal el pago del trasporte de los cajones con la documentación del proceso hasta llegar a Roma137. Otra tiene que ver con lo señalado en su declaración en el proceso por Fr. Ventura Guizado, quien dice que el virrey conde de Lemos habría aportado dos mil pesos, pero para solventar los gastos del proceso informativo en Roma; y, por último, en el proceso apostólico figuraran dos o tres testigos declarando que iban a contribuir con dinero para la tramitación en Roma138. La maquinaria que se movía en torno a las causas de beatificación y canonización era muy grande; muchas personas participaban, desde traductores del español al latín y al italiano; postuladores encargados de elaborar escritos, formular peticiones y defender la causa, hasta secretarios. A eso se agregaban los gastos de papelería e impresión, que no eran pocos. Por lo mismo, mientras más recursos hubiera, más rápido podía andar la tramitación del proceso. Por ejemplo, el cabildo de la catedral de Lima donó 14 mil pesos, en 1669, para la beatificación de Toribio de Mogrovejo, cuyo proceso estaba en pleno desarrollo139. En 1673, ante una petición expresa que aludía a la paralización de la causa por falta de fondos, el Monarca a través de la Real Hacienda hizo un aporte de cinco mil quinientos pesos140. Por su parte, el procurador de la causa de Francisco Solano, en un informe de 1685, señalaba que desde el año 1669 había remitido a Roma para la conclusión de la misma más 50 mil pesos141

Los apoyos variados a una causa, sobre todo los de carácter político, eran muy importantes y de uso frecuente. En la de Urraca encontramos cartas al Papa de apoyo a su postulación de parte del arzobispo Melchor Liñán y Cisneros y de los diferentes miembros del cabildo catedralicio142. De especial relevancia eran los apoyos del poder temporal. Normalmente, el cabildo de la ciudad, la Real Audiencia y el virrey enviaban a Roma, vía Madrid, su adhesión a la causa destacando las virtudes del candidato. También respaldaban la postulación los provinciales de las diferentes órdenes religiosas. Por último estaba el compromiso del Monarca, que se involucraba de manera a veces muy directa con las causas de los candidatos de sus dominios. De hecho el papel del Rey a través de su embajador ante la Santa Sede era por lo general determinante. El Rey instruía a su embajador que hiciera presente al Papa el interés que tenía para que determinada causa se apurase y llegara a buen término. Y el Monarca actuaba a su vez en respuesta a los requerimientos que le llegaban de las autoridades espirituales y temporales de las diversas regiones. Entre la documentación de la embajada de España ante la Santa Sede se encuentran diversos expedientes con peticiones de beatificación de numerosos Siervos de Dios. En relación con el virreinato peruano figuran Rosa de Santa María, Toribio de Mogrovejo, Francisco Solano, Juan Macías y Nicolás de Dios. Específicamente sobre Francisco Solano hay varias cartas del Rey al embajador instándolo a apurar la conclusión de la causa. En una le dice que se adjuntan cartas al Papa y al cardenal Albano sobre el particular y agrega: “Vos las pondréis en sus manos y solicitaréis con toda instancia, el logro de esta materia, en la forma que tuvieres por más conveniente”143. La única referencia a la causa de Urraca en el archivo de la embajada de España ante la Santa Sede se encuentra en una carta del cabildo de Lima al Rey, de 1690, en que le pide que interponga su influencia en las diversas causas relacionadas con el Perú que estaban tramitándose en la Congregación de los Santos144. La falta de noticias sobre el proceso de beatificación de Urraca tanto en el Archivo de Indias como en el Ministerio de Asuntos Exteriores podría ser producto de la pérdida de documentación en el transcurso del tiempo, lo cual resultaría especialmente válido en lo que respecta al segundo de los repositorios, parte de cuyos papeles sufrieron los efectos de un incendio, que se aprecia en los expedientes muy deteriorados de la sección Santa Sede. Pero también, y por esto tendemos a inclinarnos, puede significar un indicio de la falta de apoyos que habría tenido esta causa145. Cabe hacer notar que durante el siglo XVII la Orden de la Merced logró la canonización de varios de sus miembros, comenzando por el fundador San Pedro Nolasco y concluyendo con María de Cervelló, fundadora de la rama femenina de la orden; incluso en el siglo XVIII consiguió la canonización de San Serapio y la beatificación de Mariana de Jesús, sobre todos los cuales sí hay referencias en el Archivo de asuntos Exteriores. Es extraño, por lo tanto, que no existan para los casos de Urraca y de Gonzalo Díaz Amarante, el lego mercedario del Callao, cuya causa se tramitaba en paralelo a la de Fr. Pedro.

Finalmente, en 1807 se publicó la Positio, que incluía una sistematización de las declaraciones de los testigos en los procesos ordinario y apostólico, un resumen de las mismas declaraciones ordenadas por preguntas, las objeciones del Promotor de la Fe y la respuesta a ellas dada por el postulador. En consecuencia, ahí se encuentran los argumentos que esgrimió el “abogado del diablo” para rechazar la postulación. Ellos se centran fundamentalmente en dos aspectos: el ejercicio de las virtudes y el goce de los dones sobrenaturales. A partir de las declaraciones de testigos, aquel cuestiona, pone en duda o rechaza, la práctica de determinadas virtudes o el que gozara efectivamente de algunos dones sobrenaturales que se le atribuían. Pone en entredicho el ejercicio por el Siervo de Dios de las virtudes de la caridad y de la prudencia, basándose en las declaraciones de varios testigos sobre hechos y situaciones diversas. Una de ellas, narrada por dos testigos, se refiere al consejo que dio a una afligida joven que había abandonado la casa de sus padres siguiendo a un mozo bajo promesa de matrimonio, de la que después se arrepintió. Ella, a instancia de amigas, recurrió al Siervo de Dios, quien le habría dicho que volviera donde el sujeto, el cual se casaría con ella “y que de ese matrimonio nacería una hija muy bella”; todo habría resultado como lo señaló Fr. Pedro146. Otra intervención que le cuestionaban al candidato se refería a un consejo que entregó a una mujer que, viviendo mal avenida con un hombre rico del Callao, quería salir del pecado contrayendo matrimonio. Ella se acercó a Urraca para que la encomendara a Dios por la celebración del casamiento y este le señaló que no se casara, que para salvarse no era necesario; la mujer le habría replicado que estaba embarazada de él, ante lo cual Fr. Pedro habría insistido en su predicamento, agregando que la recomendaría ante Dios y que el barco que aquel poseía podía naufragar y el hombre perder toda su hacienda. Ella finalmente experimentó un cambio en su corazón gracias a la intervención del Siervo de Dios y abandonó a su amigo, quien intentó numerosas veces hacerla desistir. El barco se hundió y el hombre se arruinó, viviendo después en la miseria147.

El Promotor de la Fe, Jerónimo Napoleone, también hizo presente algunos casos que incidirían en el ejercicio de la virtud de la moderación, como parte de la templanza. Uno de ellos se refiere a lo que cuenta una mujer soltera, esclava, testigo del proceso informativo, sobre un encuentro con Urraca, junto a su ama, en el que le habría dicho que no tratara, como pretendía, de abortar el niño que esperaba; de hacerlo se habría ido al Infierno, pues moriría en el intento; que no recibiría ningún castigo por su embarazo y que más bien pronto alcanzaría la libertad y, poniéndole la mano en el vientre, le habría agregado que la criatura que iba a parir era para el cielo. Poco tiempo después, efectivamente, la mujer quedó libre y el niño murió a los seis años148. Otro de los casos que menciona el Promotor fue lo acontecido con una mujer que lloraba con gran pena en las misas matinales que decía Urraca en el convento de Belén. Este, como al quinto día, le envió un recado para que le esperase, que quería conversar con ella. Allí le contó que estaba embarazada de ocho meses y que su marido había estado fuera desde hacía bastante tiempo y ahora regresaba y de seguro, enterado de su fragilidad, le quitaría la vida. Fr. Pedro le dijo que cuando estuviera de parto fuera al convento. Él la llevó a lugar oculto donde tuvo la guagua, que se la entregó a su padre, el cual la crió y después la ingresó a un convento donde fue monja profesa. La mujer, retornó a su casa con mucha simulación, sin que nadie se enterara de lo ocurrido. A los ocho días regresó su marido, quien nunca supo de la situación y la mujer enmendó su vida149. Sobre el ejercicio de la misma virtud, el Promotor de la Fe objeta el rigor de las penitencias que practicaba Urraca. Se hace referencia a los cilicios, a las disciplinas, a los callos en las rodillas por las horas en que pasaba en esa posición mientras oraba. En suma, se planteó que debido a esas exageraciones se había enfermado gravemente, hasta llegar a la muerte150. También, se puso en entredicho el ejercicio de la virtud de la humildad. Al respecto, cuestionó la actitud que habría tenido el Siervo de Dios con el pago de unos dineros al artesano que le fabricó un altar. Cuando este aparecía Urraca se suspendía en éxtasis y decía con una sonrisa en la boca: “Dios mandará el dinero”. Otro dice que cuando pasaba a verlo, ordinariamente estaba en éxtasis y que debía esperar largo tiempo de que volviera en sí. Luego decía: “Gracias a Dios Nuestro Señor, reiteradas veces. Si yo dijese lo que he visto, hermano, sea bendito Dios”151.

En todo caso será la posesión de diversos dones sobrenaturales y los milagros atribuidos al Siervo de Dios lo que más dudas le merezcan al Promotor de la Fe. Comienza por cuestionar el denominado milagro de las cruces, que se habría producido pocos días después de la muerte del candidato, al que considera producto de alucinaciones. Aún más, su aparición en el convento de la Concepción estaría asociada, al decir de un testigo, a una elección de abadesa que se celebraba en esos días y habría sido la señal solicitada al Siervo de Dios por una de las candidatas152. También, objeta muchas de las visiones que habría tenido el Siervo de Dios y se detiene de manera particular en una mencionada por Messía respecto a lo que le aconteció a Urraca estando en Quito, en un viaje por limosnas, en donde encontró una piedra como espejo de la que salió un hermosísimo gusano. Asociada a esas críticas estaban las que se centraban en la capacidad para encontrar objetos perdidos o robados, sobre todo joyas. Pero además de las visiones cuestionaba el don de profecía, el que, según muchos testigos, habría tenido. Pone en duda varios de sus anuncios de próximos fallecimientos de personas cercanas a alguno de sus devotos o los referentes a personas de las que no se tenía noticias por largos períodos. En esta desconfianza respecto a hechos maravillosos generados por Urraca, tampoco se omiten aquellos que destacaban su facilidad para caer en éxtasis y los que mostraban una especial relación del fraile con el Más Allá. Específicamente, el Promotor de la Fe recelaba de esa capacidad que el Siervo de Dios habría tenido, según propia confesión, para sacar almas del Purgatorio y para saber si alguien fallecido estaba en ese lugar o en el Cielo. Por último, tampoco faltaron las opiniones críticas respecto a los dones taumatúrgicos. El que hubiera sanado de un tumor en la cabeza a un joven, colocándole una cruz, o lograr que viviera una criatura desahuciada mediante oraciones o, por último, que hiciera algo parecido con un hombre que estaba en España postrado con fiebre por más de un año, al que además aconsejó por carta que comiera más y bebiera menos líquido; respecto de este último, poco después se supo que la enfermedad del sujeto era hidropesía y, tratándosela, sanó153. En definitiva, el Promotor de la Fe hizo presente las dudas que le merecían el ejercicio de determinadas virtudes por Urraca y especialmente hizo notar sus aprehensiones respecto a los dones de que supuestamente habría gozado. En ese sentido, lo que está cuestionando serían muchas de las manifestaciones de ese estrecho vínculo con lo sobrenatural que habría caracterizado la vida de Urraca según los testigos.

Los abogados de la causa respondieron a las objeciones en un extenso escrito, con lo que se suponía que en la Congregación de los Ritos debería aprobarse el ejercicio heroico de las virtudes y la fama de santidad del Siervo de Dios. La primera sesión para ver la causa, denominada “congregación antepreparatoria”, se realizó el 7 de julio de 1807. En esa oportunidad una abrumadora mayoría de los participantes votó por la suspensión de la causa, lo que implicaba que no se había probado el ejercicio heroico de las virtudes por parte de Urraca154. Normalmente la causa debió haber concluido ahí, pues, de acuerdo al derecho canónico, al no reunir más de un tercio de los votos favorables, quedaba impedida de pasar a la siguiente congregación. No obstante, quedaba una posibilidad: Que el cardenal Prefecto presentara el caso al Pontífice y este autorizara seguir adelante. Al parecer esto fue lo que ocurrió con esta causa, ya que se permitió una segunda congregación, conocida con el nombre de “preparatoria”. Para ello los postuladores debieron elaborar una nueva Positio, tratando de desvirtuar las objeciones del Promotor de la Fe155. Se celebró el 26 de noviembre de 1816 y el resultado volvió a ser negativo: 10 de los asistentes votaron que no constaba el ejercicio heroico de las virtudes; 11 lo hicieron por la suspensión y sólo uno votó que constaba156. Ahí, concluía la causa, pues no quedaban instancias a las que recurrir.

RAZONES Y REORIENTACIONES

El santo y sus devotos

¿Qué fue lo que pasó? ¿A qué obedeció el fracaso de la postulación? ¿La imagen y características de Urraca como santo eran muy diferentes a la de otros de la época? Sus devotos en Lima ¿por qué lo consideraban un santo? ¿Esa imagen era diferente al tipo de santidad que preconizaba la Santa Sede? En las páginas que siguen trataremos de dar respuesta a esas interrogantes.

Ya hemos visto que el número de testigos que intervino en los procesos era más bien reducido, pues no llegó a los 300, para una población de Lima en torno a las 40 mil personas a fines del siglo XVII157. Pero esto no era raro. Un proceso de canonización no era producto de un movimiento masivo y multitudinario; por el contrario, siempre quedaba circunscrito a un grupo reducido de personas, que eran las que actuaban como testigos. Este es un fenómeno general, que se daba tanto en los santos americanos como en los europeos158. Aunque, por otra parte, había una participación de la masa en las exequias de quien moría en fama santidad y esto pasaba a ser un elemento importante en la génesis del proceso. Pero la imagen del santo la configuraban las hagiografías y los testigos, que daban cuenta de la relación que tuvieron con el postulante y explicaban por qué lo consideraban un santo en vida y después de muerto.

Recordemos las características de la actividad pastoral desarrollada por Urraca. Buena parte de su relación con los fieles los dedicaba a la dirección espiritual y a la confesión. Las monjas de varios monasterios y familias de la elite social estaban entre sus devotos más incondicionales. También lo seguía un grupo numeroso y heterogéneo de feligreses en sus misas. ¿Qué es lo que predicaba? ¿Cuáles eran las enseñanzas que transmitía a sus seguidores? Las testificaciones en ambos procesos prácticamente no entregan información que nos permita conocer acerca de las pláticas de Urraca. Casi todas las declaraciones se limitan a señalar que los instaba a no ofender a Dios y a amarlo al igual que al prójimo. Y si bien su confesor y hagiógrafo, Francisco Messía, destacaba el don de la elocuencia con que Dios lo había agraciado159, lo cierto es que los testigos sólo recordaban de sus misas los sollozos y lágrimas que derramaba y los éxtasis en que caía muchas veces al oficiar 160. En consecuencia, poco sabemos por esa vía de sus prédicas y enseñanzas. Pero en cambio, los testigos sí recordaban otras opiniones y consejos del Siervo de Dios, aquellas que se referían a cuestiones que les afectaban directamente y que por lo general eran el motivo por el cual se acercaban a él.

Los fieles recurrían a Urraca buscando consuelo ante sus aflicciones, fuesen materiales o espirituales y lo importante era que de esos encuentros salían reconfortados o pronto veían los efectos benéficos de su intercesión. Y esto último era lo fundamental en la valoración del personaje y en la configuración de su imagen de santidad. Uno de los aspectos que lo hacía diferente a un simple consejero era que la causa que originaba el requerimiento encontraba solución acorde a lo que se esperaba. Las acciones del Siervo de Dios iban confirmando su condición de ser excepcional, poseedor de dones y carismas que le permitían solucionar las aflicciones de las personas. Esta relación entre el santo y sus devotos es un fenómeno que encontramos con las mismas características en la región de Nápoles en el siglo XVII161 y todo parece indicar que constituye un elemento propio de la santidad masculina de la época, incluido el caso americano162. Merced a ese poder, el santo se constituye en una persona influyente en el ámbito de la comunidad en que actúa. Contribuye a la estabilidad social a través de la solución o tranquilidad que entrega a las personas. Evita la desesperación del sujeto, que le puede llevar a su autodestrucción, y le da un sentido a la existencia llevándolo a una actitud de conformidad con la situación imperante.

Pero más allá del consuelo general, los fieles iban donde Urraca con peticiones específicas, las que se referían a determinadas materias, de tal modo que podemos apreciar una cierta especialización en su labor auxiliadora. Uno de los ámbitos en que actuaba, y que le preocupaba por tanto, tenía que ver con la institución del matrimonio. Él nunca explicitó su pensamiento al respecto, pero de sus acciones queda claro que lo valoraba por los efectos sobre la vida cristiana, la estabilidad social y la moralidad pública. Es esta una de las pocas materias en que a veces interviene de motu proprio, sin ser consultado al respecto. En algunos casos hacía uso de sus dones sobrenaturales para manifestarle a alguien que estaba viviendo en pecado y debía enmendarse. La testigo Ana de Zárate relata el caso de un hombre casado en España, que vivía en Lima con otra mujer, a quien instó a volver a su tierra y enmendarse163. Todavía más preciso fue el confesor Francisco Messía, el cual relata en su hagiografía dos casos ocurridos en tiempos del virrey Esquilache, uno con un noble que vio peligrar su vida a causa de una relación extramarital y el otro de una mujer que aprovechaba las ausencias de su marido, en su hacienda distante de Lima, para verse con su amante. En esta segunda situación, Urraca habría ido a la casa de la mujer a increparla por su comportamiento164. Pero la mayoría de los casos en relación con este tema tenía que ver con desavenencias de pareja y relaciones extramaritales de uno de los cónyuges. El Siervo de Dios siempre lograba componer las situaciones hablando con el causante del problema o enviándole recados por escrito y, si este no reaccionaba, utilizaba otros recursos que, por lo general, consistían en alguna demostración de sus dones sobrenaturales, como aparecérsele en horas y lugares inesperados o en hacerle presente pensamientos secretos, que nadie podía saber165. Urraca también era consultado sobre la conveniencia o no de la realización de matrimonios o de dificultades que en torno a su celebración pudieran plantearse. Una de estas situaciones aconteció con un compromiso asumido por una pareja de buena situación económica, pero ante el que se interpuso un mercader, administrador de los bienes del pretendiente. La novia, por interpósita persona, recurrió al Siervo de Dios y este, ya mayor, en cama en la enfermería, le hizo presente su molestia por lo que ocurría y le mandó recado al causante diciéndole que si el matrimonio no se realizaba, sufriría las consecuencias y perdería su vida y fortuna. Finalmente el compromiso no se realizó y, poco después, en un viaje del sujeto a Panamá naufragó su barco, perdiendo la vida y todos sus bienes166. Otro de estos sucesos lo refiere el testigo Fr. Juan Báez, de la Orden de la Merced, quien lo supo de boca de la partícipe más directa. Doña Mencia Guzmán, madre de una joven que tenía contraído compromiso de matrimonio, el que estaba a punto de efectuarse, decidió consultar sobre el tema a Fr. Pedro, quien le dijo que volviese luego, que mejor boda esperaba a su hija. Dudosa regresó a su casa y al poco rato apareció un religioso de la Compañía que traía la proposición de matrimonio a nombre de Luis de Mendoza, sobrino del marqués de Montesclaro167.

Era frecuente que se pidiera la intercesión de Urraca ante situaciones angustiosas generadas por falta de noticias de algún ser querido ausente, por la realización de un viaje o por lo acontecido en un viaje que demoraba más de lo normal. Siempre daba una respuesta que tranquilizaba a la persona168. Le decía que no se preocupara, que su pariente estaba con vida y pronto volvería. La documentación es poco explícita en relación a los requerimientos económicos, salvo cuando se trataba de jóvenes que pretendían ingresar a un convento y carecían de dinero para la dote. En esas situaciones Urraca actuaba con diligencia, por lo general pedía a personas adineradas los fondos necesarios, en algunos casos con presiones y amenazas, que según los testigos, por lo menos en una oportunidad se cumplieron con un avaro comerciante que se había negado a contribuir 169. Los pobres de solemnidad al parecer también se acercaban a Fr. Pedro, quien, cuando tenía dinero les repartía limosnas (con autorización de sus prelados, según hacen presente los testigos) y pan que obtenía de sus devotas. En el otro extremo, tampoco faltaban personas importantes que recurrían a él para que intercediera y rogara a Dios por la obtención de un cargo o por el resultado de unas oposiciones a cátedra170. Se menciona el caso de otra persona que postula a una cátedra y que, no obstante el haberse encomendado a Fr. Pedro, no obtuvo la plaza; pues bien, volvió a ir donde él, quien lo consoló y le dijo que más adelante la sacaría, como efectivamente habría ocurrido171. Un oidor de la Audiencia, desplazado de su empleo por no respetar las disposiciones reales sobre matrimonio, fue uno de los que recurrió al poder intercesor de Fr. Pedro, obteniendo buenos resultados, pues fue reincorporado con una mejor plaza en otra Audiencia172. Asuntos menores de la cotidianeidad, como era la pérdida o robo de dinero y joyas, igualmente llegaban a Urraca, quien merced a sus dones sobrenaturales encontraba los objetos perdidos, a pesar de que estuvieran cubiertos por la tierra. Esta cualidad también se encuentra en los santos europeos de la época.

La otra gran materia que convocaba a los fieles ante Urraca, fue la relacionada con sus dones taumatúrgicos, que por lo demás estaban asociados de manera preferente, aunque no exclusiva, a la santidad masculina173. Fueron numerosos los testigos que declararon haber sido sanados por el Siervo de Dios. Recorriendo las testificaciones queda la impresión que Urraca curaba sólo cierto tipo de males, lo cual era un fenómeno común en la santidad barroca; se daba una suerte de especialización. Los testimonios de los procesos indican que Fr. Pedro sanaba dolores de cabeza, fiebres variadas, tumores o abscesos en diferentes partes del cuerpo, inflamaciones y dolores de garganta y estomacales y, ocasionalmente, traumatismos producto de accidentes. Esto último ocurrió con dos personas de la familia de Ana de Zárate, una de ellas su hija de cuatro años, que, como ya indicamos, cayó del carruaje y fue atropellada. Creyéndola en estado agónico recurrieron a Urraca, quien con sus oraciones habría logrado su recuperación. Aquí vemos una de las formas como el Siervo de Dios contribuía a la sanación: de manera indirecta, a través de la oración, intercedía por el enfermo ante Dios y la Virgen; pero también lo hacía en forma más directa, con imposición de manos en la zona afectada o con saliva, o en otros casos, colocando una cruz o una imagen de la Virgen sobre el enfermo. Después de muerto Urraca, se generalizó la utilización de las pequeñas cruces que había repartido y de reliquias varias, incluidas estampas con su imagen que circulaban entre sus devotos. Sallmann ha sostenido para el caso europeo de la Época Moderna, que, con posterioridad a la muerte de un santo, las sanaciones eran del mismo tipo de las que este hacía en vida y que nunca se iba a producir una curación de un mal no sanado antes174. Este fenómeno parece comprobarse también en Urraca, pues las declaraciones de los testigos mencionan para la etapa posterior a su muerte el mismo tipo de enfermedades sanadas en vida175.

El reparto de pequeñas cruces entre sus devotos está vinculado al afán que mostró Urraca por fomentar la devoción a este símbolo de la pasión de Cristo. Inspirándose en San Pedro Nolasco tratará de difundir entre los fieles la veneración por la cruz, con el fin de que se comprendiera el significado del sacrificio que hizo Cristo por los hombres. El Siervo de Dios emprendió esta campaña luego de experimentar una visión al respecto, que asoció a la conveniencia de darle un mejor destino a un lignum crucis que poseía. Este tipo de reliquia, supuesto trozo de la verdadera cruz de Cristo, era muy común en la época y en el mundo católico circulaban numerosos fragmentos conocidos con esa denominación latina. Urraca decidió donar su reliquia al convento de monjas de Santa Catalina. A partir de este hecho y de la visión señalada decidió mandar a elaborar pequeñas cruces para repartir entre sus conocidos. Al entregarle una a Joaquina Bazán, el Siervo de Dios le habría sintetizado los beneficios que le reportaría y la forma como debía proceder para obtener los resultados esperados. Según dicha testigo le habría dicho: “Hija observa, que tienes una gran reliquia, estímala mucho, y cuando te encuentres ante cualquier necesidad, repetirás tres veces el Padre Nuestro, el Ave María y el Gloria Patri por quienes están navegando, por quienes están en pecado mortal y por las ánimas del Purgatorio y luego la pondrás en la parte del dolor” 176.

Las personas iban donde Urraca al ver que la medicina no surtía efecto, aunque a veces recurrían en forma simultánea al médico y a él, para que rezara por el enfermo. Esto aconteció con el sacerdote Pedro de la Cruz, quien sintiéndose muy enfermo, con intensos dolores en el costado, llamó a dos cirujanos, quienes le diagnosticaron un apostema desarrollado junto al vaso, muy grave y difícil de abrir. Entre otras alternativas que al enfermo se le vinieron a la memoria, decidió encomendarse a Urraca y trató de obtener una estampa suya, la que finalmente consiguió, junto con un pequeño vaso en que le daban de beber. Invocando su intercesión bebió de él y pocas horas después expulsó toda la secreción del absceso, mejorando con rapidez hasta sanar del todo177. En ciertas ocasiones, a pesar de las peticiones para curar a algún enfermo, no intervenía con lo que la familia comprendía que la situación era irremediable178. Pero sí se preocupaba de tranquilizar espiritualmente al enfermo, comentando que era la salud del alma la que debía cuidarse y que había que conformarse con la voluntad de Dios179. A veces, al ser consultado sobre si la persona se salvaría, él respondía abiertamente que ya estaba en el cielo o que se iba a ir al cielo, pero al parecer lo decía de tal manera que terminaba reconfortando a los deudos. Así, a un padre que fue a pedirle que intercediera por la salud de su hijo, que estaba grave, le dijo que no se afligiera, que el niño ya estaba en el cielo y que Dios le daría muchos otros hijos180. En esta especialización sanadora de nuestro personaje, resalta su ayuda a las parturientas181. Aquí no actúa directamente, sino que lo hace a través de la oración y tranquilizando a la mujer y a la familia, a quienes dice que todo saldrá bien. Son numerosas las mujeres que cuando se acercaba el parto, especialmente si se suponía con complicaciones, iban a encomendarse a Urraca y pedirle que intercediera ante el Señor para un feliz alumbramiento. Su fama en esta materia llegó a tanto que una silla que usaba el religioso cuando estaba de visita en casa de doña Ana de Zárate, era solicitada por las parturientas para dar a luz en ella, pues el objeto les aseguraría que todo saldría bien182. En la medida que las actuaciones de Fr. Pedro en el campo terapéutico resultaban positivas para las personas afectadas, su fama de santidad se fortalecía. Por ejemplo, el sacerdote Dr. Francisco Ignacio de la Daga, visitador general del arzobispado, al declarar destaca que era un gran admirador de Urraca, de quien estaba muy agradecido porque gracias a su intercesión se curó de graves enfermedades183. Una manera de retribuirle era dando testimonio y aportando dinero para la tramitación de la causa en Roma.


La Virgen de la Merced con San Pedro Nolasco y Ramón Nonato. ANÓNIMO CUZQUEÑO. EN TERESA GISBERT, El Paraíso de los Pájaros Parlantes.

Como vemos, Fr. Pedro era para la comunidad un factor estabilizador, al mitigar la angustia de las personas producto de las más variadas circunstancias de la vida. Por lo mismo no resulta extraño que los testigos también refirieran el encuentro con dos suicidas a los que logró hacer desistir de su intento. Con respecto a ellos actuó de “oficio”, es decir, sin que los involucrados solicitaran su intervención. Él, merced a sus dones sobrenaturales, supo lo que pretendían, los interpeló y los convenció de abandonar sus planes y de vivir en paz con Dios184. Tranquilidad y consuelo era lo que entregaba el Siervo de Dios a sus devotos y en este aspecto su intervención traspasaba la vida terrenal para incursionar en el Más Allá. A los afligidos que por voluntad divina habían perdido un ser querido, Urraca los consolaba diciendo que los había visto entrando al Cielo o junto a Dios185. En otros casos, les señalaba que estaban en el Purgatorio, de donde saldrían muy pronto. En cierta oportunidad, habría corrido a casa de una de sus devotas a decir que había visto a su padre salir del Purgatorio y entrar al Cielo186. Sus seguidores contaban con sobrados elementos para creer en la efectividad de lo que les decía. Urraca tenía fama de visionario y manifestaba una gran devoción hacia las ánimas del Purgatorio; siempre estaba rezando por ellas y todos quienes le conocían daban por cierto que sus oraciones las sacaban o les acortaban la permanencia en dicho lugar.

La imagen del santo

Esa relación que hemos visto entre Urraca y sus devotos nos da, por cierto, una imagen del personaje, pero ella no está completa. Necesitamos ahondar un poco más en las razones del porqué un determinado sector de la sociedad limeña lo consideraba un santo. Ya lo hemos señalado, lo consideraban como tal por la función que cumplía respecto a sus aflicciones tanto materiales como espirituales. Pero además, lo consideraban adornado de una serie de cualidades excepcionales. Los testigos dicen que para ellos era un santo porque lo percibían como un hombre virtuoso. Y entendían que alcanzaba tal categoría porque se comportaba de manera extraordinaria. Es decir, hacía cosas que al común de los hombres les resultaba imposible. ¿Cuáles eran aquellas cosas que llamaban la atención, más allá de lo comentado hasta aquí? Les impresionaba el rigor con que trataba a su cuerpo, ya fuese respecto a las comidas, ayunos y de manera especial a las disciplinas y el uso de cilicios. Aunque en el interrogatorio había una pregunta que daba pábulo a la materia, lo cierto es que casi todos hacían referencia al cilicio de metal que ceñía buena parte de su cuerpo y describían algunos hechos asociados a lesiones que su uso sostenido en el tiempo le provocó. También destacaban la virtud de la paciencia, pues muchos testigos lo conocieron en la etapa final de su vida y vieron su deterioro físico sin que manifestara la menor queja. Igualmente les parecía propio de un santo la preocupación que mostraba por el prójimo y la forma como lo afectaba un hombre pecador. Pero sin duda lo que más llamaba la atención eran sus dones sobrenaturales, y entre ellos siempre mencionaban los vinculados a la oración. Les impactaba mucho la facilidad con que caía en éxtasis, perdiendo en esas circunstancias todo contacto con la realidad. Todos los que declaraban haber ido a escuchar sus misas coincidían en el efecto que en ellos se producía al ver que se arrobaba, por lo general al momento de la consagración; incluso le ocurría estando de visita en casa de familias amigas. De la misma manera los conmovía el don de lágrimas que poseía; mencionan cómo en la misa, junto a los arrobos, estallaba en sollozos y las lágrimas lo embargaban. Esto también le sucedía cuando estaba de visita y se rezaba o se tenía noticia de una situación feliz atribuida a la intervención divina.

En esa gama de dones sobrenaturales, lo que más sustento daba a su reputación de santidad, además de los taumatúrgicos, eran sus cualidades como visionario y profetizador. A muchos el propio Urraca les señalaba que había tenido una visión en que figuraba algún deudo, santo o ser celestial. Otros experimentaban de manera directa ese don de Urraca: les decía cosas relacionadas con su persona que nadie podía saber, pues no las habían comentado con ninguna. Diversos testigos manifestaban que al ir a solicitarle un favor no tenían necesidad de exponérselo porque ya lo sabía. Según las declaraciones en los procesos, el Siervo de Dios conocía lo íntimo de los pensamientos o de los corazones, como lo refieren algunos187. Martín Rodríguez cuenta que un sacerdote que conocía fue encargado por una devota de Urraca de llevarle una limosna de 12 pesos. Él al ir al convento pensó que ese dinero era justo lo que necesitaba para comprarse un breviario. Pues bien, al entregárselos a Fr. Pedro, este se los devolvió diciéndole: tome padre, cómprese un breviario188. Compañeros religiosos refieren las visiones de la Virgen, de Cristo y de santos que habría tenido Urraca y que él se las narraba o les preguntaba, si estaban a su lado, si las habían observado. También cuentan de las visiones del demonio y a veces de los encuentros verbales con él, que en más de alguna ocasión terminaban con golpizas que aquel le propinaba. El don de profecía constituía otro de los elementos claves en la imagen de santidad de Urraca. Todos estaban ciertos que poseía esa capacidad y referían casos que lo demostraban, aunque varios repetían los mismos hechos, que se habían ido difundiendo con el tiempo. Para los testigos no cabía duda que Fr. Pedro podía conocer situaciones futuras, ya que lo que había adelantado finalmente se confirmaba. Una testigo relata como le comunicó a su marido la muerte de un hijo antes de que ocurriera y que iba a tener otros muchos hijos, como luego sucedió. La misma mujer refiere que estando la familia preocupada por la ausencia de cartas de su abuelo, el gobernador de Caylloma, Urraca les anunció que no las tendrían. Días después llegó la noticia de la muerte del gobernador189. Algunos testigos expresan que los fieles lo veían como un oráculo porque sucedían las cosas tal como él las había pronosticado190.

La orientación de la causa

El proceso de beatificación de Fr. Pedro de Urraca lógicamente quedará condicionado por la imagen que los testigos tienen de él. Así, el sujeto que fluye de la documentación es un ser extraordinario, con cualidades y capacidades fuera de lo común. El candidato habría practicado las virtudes en grado heroico, pero a la hora de mencionarlas destacan de manera especial algunas, aquellas que mostraban comportamientos extremos, lejos de un hombre común. Ya vimos, los testigos enfatizaban las virtudes de la fortaleza, paciencia y templanza. El verlo soportar sin quejas las terribles enfermedades que terminaron por dejarlo inválido y sobre todo el rigor con que trataba su cuerpo, más allá de lo razonable, fue lo que terminó por condicionar la imagen. A esto se agregaban los dones sobrenaturales, sobredimensionados por los testigos en el proceso. En las actas procesales figuran numerosos testigos que frente a varias preguntas, desde su nacimiento e infancia en España hasta buena parte de su etapa limeña, nada decían por falta de conocimiento, pero sí se detenían y entraban en detalles en aquellas que se referirían a las profecías y visiones. La posesión de esos dones gratuitos fue un factor determinante de su fama de santidad.

¿A qué respondía esa imagen de santo que tenían los testigos de Urraca? ¿En qué se sustentaba? ¿Era muy diferente a la de otros santos de la época? A la hora de analizar las razones de esa percepción es preciso detenerse en un aspecto: el tipo de espiritualidad practicado por Urraca. Los testigos declararon que pasaba muchas horas en oración191; que se arrobaba con gran facilidad; pues bien, esas eran manifestaciones externas de la práctica de la oración contemplativa; aquella que buscaba el encuentro espiritual del alma con Dios a través de la oración mental y mediante un método que permitía ir subiendo grados en la meditación. Con todo, cuando a diversos testigos los jueces les preguntaban si habían tenido conversaciones de espíritu con el Siervo de Dios, contestaban que no, que sólo se confesaban con él. Son muy pocos los que refieren que le consultaban “cosas de espíritu”192, pero no se indica en qué consistía la guía que efectuaba en ese aspecto. El problema es que la mayoría de los testimonios corresponden a personas que lo conocieron en la última etapa de su vida. Pero fue entre los 30 y los 50 años de edad la etapa de su vida en que más se dedicó a la enseñanza de la oración contemplativa. Recordemos que en 1516 publicó el librito con meditaciones, dedicado a la princesa de Esquilache; por esos años escribió otros que se perdieron y en la década siguiente orientó espiritualmente a diversas personas de la corte madrileña. La obra que llegó hasta nosotros es una súplica a la infinita bondad de Dios para que perdone al miserable pecador, que lo ha ofendido una y mil veces. Este se reconoce sin méritos y sólo esgrime a su favor el contar con los mejores intercesores posibles: Cristo, la Virgen y los santos. Con este libro Urraca pretendía enseñar a pedir perdón, porque el pecador era un ignorante que debía ser liberado de esa condición para poder alcanzar la salvación193. Al decir de su hagiógrafo confesor, esa obra la habría “colegido de San Agustín, San Bernardo, San Buenaventura y varones apostólicos contemplativos”. Otro documento referente a la dirección espiritual que poseemos es una carta que escribió en 1617 a las monjas de San José. En ella, utilizando como imagen la elaboración de vestidos para el niño Jesús que estaba desnudo, les organiza los rezos que debían hacer todos los días de la semana y los ayunos que debían practicar194. En suma, Urraca era un místico y como tal practicaba un tipo de espiritualidad muy particular, que se reflejaba, entre otras cosas, en esas manifestaciones externas que llamaban la atención de los feligreses.

Con todo, junto a su condición de místico, Urraca era un asceta, es decir, un hombre que mortificaba de manera sistemática su cuerpo con recursos variados que iban desde las disciplinas y uso de cilicios, hasta ayunos y abstinencias195. Como hemos indicado en páginas anteriores, lo hacía por imitación de Cristo, en expiación de sus pecados y los del prójimo. La pasión de Cristo como inspiradora de la vida espiritual fue un fenómeno que se desarrolló en Europa desde fines de la Edad Media, con un nuevo impulso en el siglo XVII, y que en el mundo hispano tuvo mucha acogida como tema de meditación para quienes practicaban la oración contemplativa y para aquellos que deseaban alcanzar una vida espiritual más perfecta. Estos místicos de la época, en la medida que centraban su inquietud en los valores del espíritu, miraban con cierto desprecio al cuerpo, perecedero, que se asociaba al pecado; por lo mismo, la visión del cuerpo desnudo era rechazada. Debe hacerse presente que el confesor de Urraca y varios testigos destacan que jamás este se desnudó y que cuando por razones médicas debió exponer partes de su cuerpo fue para él la prueba más dura que soportó en su vida. Para combatir el pecado era necesario castigar al cuerpo, por lo mismo la utilización de todos esos métodos penitenciales era la manera de mantener a raya las pasiones. Se trataba de evitar el uso de algunos sentidos, como el gusto en el caso de Urraca. Esta búsqueda del sufrimiento no era ni en Urraca ni en la generalidad de los Siervos de Dios una expresión masoquista, sino que tenía objetivos claros: lo hacían por amor a Dios196, esperando poder sentir o comprender en parte la magnitud del sacrificio que efectuó Cristo por los hombres. A partir de esa reflexión, lo máximo para Urraca era poder alcanzar el martirio. Vimos que lo buscó con ahínco y habría significado su plena realización personal; las mortificaciones eran un paliativo. En la Época Moderna la figura del mártir como modelo de vida había recobrado mucha fuerza a consecuencia de los procesos de evangelización del Nuevo Mundo y Asia197.

Pero en la configuración de la imagen del Siervo de Dios desempeñó un papel clave la figura de su confesor Fr. Francisco Messía198. Este, en vida de Urraca, lo consideró un santo y se preocupó de reunir datos para una futura postulación. Cuando Fr. Pedro falleció, Messía emprendió una verdadera cruzada, con el apoyo de las autoridades de la Orden, para lograr que se autorizara la realización del proceso. Uno de los elementos importantes de esa política fue la hagiografía que terminó de escribir al mes de la muerte del protagonista. Esta obra fue fundamental en la imagen que los contemporáneos se formaron del candidato199. Toda la información que se tenía sobre sus primeros 40 años de vida salió de la hagiografía de Messía. Él lo entrevistó de manera regular, preguntándole detalles de todas las etapas de su vida. Eso se complementa con lo que el propio Fr. Pedro también contó, en sus últimos años, a doña Ana de Zárate y a algún otro devoto. Aquella, además, fue la fuente fundamental de la hagiografía de Colombo, que en muchas partes la copia textual y que sí se publicó y circuló en Lima antes del proceso apostólico200. La obra de Messía es fértil en la narración de fenómenos sobrenaturales y Urraca aparece como alguien excepcional, totalmente fuera de lo común. Aunque manuscrita, se hicieron varias copias que circularon con profusión. Numerosos testigos, de preferencia del proceso ordinario, declararon haberla leído, sobre todo los frailes mercedarios. El autor era un admirador incondicional de Urraca y, por cierto, crédulo de lo que contaba, de las intervenciones y diálogos con la Virgen, con Cristo y algunos santos, de sus luchas con el demonio y del goce efectivo del don de profecía. Urraca, como hombre de su época, criado en una familia de acendrada religiosidad, muy aficionado a la lectura de vidas de santos y místico, vivió con intensidad y sinceridad lo que contaba a su confesor y a alguno que otro devoto. Con el hagiógrafo ocurría algo parecido. También era un lector habitual de vidas de santos, que comentaba con Urraca y en las que los fenómenos sobrenaturales siempre tenían un gran protagonismo. Messía era especialmente crédulo en la realidad de los hechos de ese tipo, independiente de que fuera una persona con una formación académica sólida. Por ejemplo, siendo provincial de la Orden, en 1666, llevó desde el convento de Huanuco al de Lima una imagen pequeña de la Virgen de la Merced que había sido protagonista de un milagro visto por muchas personas y del que se había dejado constancia por escribano público. Según ese testimonio, en 1642 habían visto en la frente de dicha imagen una señal en forma de estrella, que se repetía en el cuello y además en la frente del niño Jesús que tenía en sus brazos. Messía consideró que en Lima se debía gozar de ese “celestial tesoro” y por ello ordenó su traslado 201.

Por cierto que para comprender la percepción que se tenía de nuestro personaje también es necesario considerar el imaginario que respecto de la santidad tenía la sociedad limeña del siglo XVII. Lo que los testigos del proceso declaran acerca del porqué consideran santo a Urraca es perfectamente coherente con lo que los fieles y eclesiásticos limeños esperan de un varón que merezca ese calificativo. Si vemos otros personajes que murieron con fama de santidad, vamos a encontrar reiterados los mismos elementos y características que se destacan de la personalidad de Urraca. Habrá diferencias de matices; en algunos, determinadas expresiones alcanzarán mayor relieve, pero en el fondo se repiten los aspectos sustanciales, aquellos que permiten la calificación de santo. Y entre ellos ocupan un lugar preferente los dones sobrenaturales y las mortificaciones. Por ejemplo, en el caso de Fr. Martín de Porres, su hagiógrafo y testigo en el proceso de beatificación destacaba entre sus virtudes las relacionadas con los rigores a los que sometía su cuerpo, ya fuese mediante enérgicas disciplinas que “regaban el suelo con arroyos de sangre”, el castigo a los sentidos del olfato y el gusto, impregnándose con lo inmundo y desabrido, o los intensos y frecuentes ayunos202. También hacía especial mención a la práctica de la oración mental, en la que alcanzó tal perfección que con facilidad caía en éxtasis e incluso levitaba. Todavía más énfasis ponía en sus dones taumatúrgicos y de profecía. Lo que más recalca respecto de otros Siervos de Dios es el ejercicio de la virtud de la caridad, con el prójimo y los animales. Pero en su conjunto, tanto el hagiógrafo como los testigos del proceso ponen de relieve elementos muy similares a los que hemos visto con Urraca203. Con el jesuita Francisco del Castillo ocurre algo parecido. La hagiografía escrita por el padre Joseph de Buendía abunda en acontecimientos sobrenaturales, el demonio y los seres del reino celestial son activos protagonistas y las visiones, los dones taumatúrgicos y las mortificaciones, son igualmente un ingrediente importante204. El propio padre Castillo en su autobiografía refiere las visiones que experimentaba y recoge hechos prodigiosos que vivió Antonio Ruiz de Montoya, otro jesuita, que gozó de fama de santidad205. Un texto de 1677 describe la personalidad de un religioso con las siguientes palabras:

“Fue tan admirable en sus rigurosísimas penitencias, cilicios y disciplinas, pues ellos jamás le faltaron del cuerpo, ni hubo noche que no tomase disciplina y las más de ellas con una rigurosa de hierro. Su abstinencia fue tan singular que lo ordinario era pasarse dos días enteros sin comer ni beber, habituado ya su débil y flaco cuerpo a esta singular abstinencia y a veces pasaba a más días… Su silencio fue asombroso, pues no había quien le oyese hablar, sino respondiendo lo que le preguntaban… Su pureza fue rara pues fue virgen, sin que hubiese sentido en toda su vida pensamiento que le pudiese macular esta soberana virtud de la virginidad… Los éxtasis y arrobos que tenía eran tan ordinarios, que continuamente le hallaban sus compañeros fuera de sí…”

Y así el escrito continúa en los párrafos siguientes describiendo las virtudes de este Siervo de Dios que, como se puede apreciar, eran muy similares a las de los personajes anteriores y de hecho podría pensarse que corresponde a la vida de cualquiera de ellos. Sin embargo, se trata de un lego mercedario llamado Fr. Diego de Jesús, que murió en 1652 y cuya reseña biográfica fue escrita nada menos que por Francisco Messía206.

Ese énfasis en la intensidad de las prácticas penitenciales que se refleja en la opinión de los testigos y en las hagiografías comentadas no era algo particular del mundo peruano o americano. Correspondía a una tendencia que presentaba la santidad en Europa desde la Baja Edad Media estimulada inicialmente por la Santa Sede. A partir del siglo XIII, al comentar las Decretales relacionados con la santidad, los canonistas tratan de fijar los criterios que permitirían diferenciar los méritos de los candidatos y uno de los que, a juicio de ellos, debía considerarse era la intensidad de las prácticas penitenciales, es decir, el ayuno, la abstinencia, el uso del cilicio, la austeridad en las costumbres y el ejercicio de la mortificación207. También a fines de la Edad Media, la Santa Sede, aunque no buscaba restringir el campo de los milagros, intentó disminuir su importancia en la valoración de la santidad, considerándolos como confirmación de una fama que la jerarquía había ratificado a partir de otros criterios208. Lo anterior es válido para los dones taumatúrgicos, que no serán puestos directamente en tela de juicio, pero se restringirán a los atributos del Siervo de Dios después de muerto209. En la misma época aparece como elemento nuevo, tanto en las hagiografías como en los procesos de canonización, la referencia a los carismas que poseían los santos merced a la intervención del Espíritu Santo, comenzando con el poder de leer los corazones o don de clarividencia y el de predecir el futuro o don de profecía210. En suma, considerando todos los cambios que se experimentan en la Baja Edad Media, lo cierto es que en la definición de la santidad la Iglesia pone el acento sobre lo extraordinario, lo antinatural, los comportamientos muy alejados del actuar esperable de un ser humano. Y la hagiografía, si bien deja de ser el relato de una vida como milagro permanente, siempre permanece en el ámbito de lo milagroso 211. Los encargados de llevar adelante los procesos aplican esos puntos de vista y los hagiógrafos recogen tales criterios; sus obras realzan el compromiso de vida del protagonista con esas prácticas y el goce de esos dones, con lo que se va trasmitiendo a los fieles una determinada imagen acerca de cómo debe ser un santo.

Pero si incluso en Europa los Siervos de Dios eran caracterizados en términos muy similares, ¿dónde estuvo el problema que hizo fracasar la postulación de Urraca? Como vimos, la Sagrada Congregación señaló que no se había probado el ejercicio heroico de las virtudes. Estimamos que se llegó a esa conclusión debido a un desencuentro entre las políticas de la Santa Sede sobre la santidad y la manera como los testigos y postuladores representaron al candidato. Si bien desde el siglo XIII la santidad era percibida como una conjunción de virtudes ascéticas y dones gratuitos o milagros, el Pontificado iniciará una política para valorizar el ejercicio de las primeras en detrimento de los carismas 212. En la Época Moderna se comenzará a usar de manera frecuente el concepto de ejercicio heroico de las virtudes y se aplicará jurídicamente en las causas de canonización con Benedicto XIV, en el siglo XVIII, asimilando heroicidad a excelencia de los actos 213. También, cada vez más, al hablarse de virtudes se está pensando en plural. Para algunos teólogos el santo debía ejercitar todas las virtudes y aunque esto no siempre era visto como condición suficiente para la santidad, sí se requería el uso frecuente de algunas que en el siglo XVII fueron muy valoradas, como la pobreza, la obediencia, la humildad y la mansedumbre. Desde el Papado se fue tratando de desarrollar un concepto de santidad cada vez más orientado a destacar su dimensión humana, poniendo énfasis en el esfuerzo de la persona, auxiliada del Espíritu Santo, y quitando valor a los milagros. Se trataba de que los santos fueran menos extraordinarios y más humanos. En palabras de André Vauchez, debían no sólo ser admirables sino también imitables. A fines de la Edad Media, “las concepciones que unían la santidad a la efusión de sangre, a la abundancia de milagros y al buen ejercicio de una alta función en la Iglesia o en la sociedad, no tendrán más derecho a ser citados”214. Con todo, en el campo hagiográfico215 y en la opinión común, continuó predominando la concepción tradicional de santidad. Pero a nivel de la Santa Sede y de algunos teólogos se busca generar el cambio ya indicado, que en el siglo XVII se ve estimulado por las desconfianzas hacia el misticismo y la condenación del quietismo, que estaban asociados a manifestaciones extraordinarias como los éxtasis, levitaciones y visiones216. Ya en el siglo siguiente, en parte como consecuencia de la reacción anti jansenista, el ascetismo extremo es puesto en tela de juicio, con lo que en materia de santidad la tendencia es cada vez más fuerte a cuestionar los excesos penitenciales y a delimitar de manera más precisa el campo de lo milagroso. Culmina esta orientación con la obra de Próspero Lambertini, De Servorum Dei beatificatione, et Beatorum canonizatione, publicada entre 1734 y 1738 y cuyos principios se aplicarán durante su pontificado como Benedicto XIV.


La cruz penitencial de Urraca. IGLESIA DE LA MERCED DE LIMA. Fotografía gentileza del padre Mario Grignani.

Adaptación a los tiempos

Según la Sagrada Congregación, los postuladores de la causa de Urraca no habían probado el ejercicio heroico de sus virtudes. Como expusimos, es muy probable que la elaboración por anónimo autor de la Vita haya sido una respuesta al rechazo que hizo la Congregación en 1807 para tratar de revertirlo en la siguiente de 1816. Como el resultado también fue negativo la causa se paralizó de manera indefinida. Posiblemente una conjunción de factores influyó en el letargo que experimentó el proceso por más de de 130 años. Los trastornos que se generaron como consecuencia del proceso de Emancipación de los pueblos americanos sin duda desempeñaron un papel, pero no para explicar la larga parálisis. Las órdenes religiosas en general experimentaron trastornos internos a raíz de la intervención napoleónica en Europa. Tal vez las autoridades generales de la Orden de la Merced durante el siglo XIX, con poca comunicación con la provincia peruana, consideraron que el rechazo de la Congregación por partida doble tenía un carácter definitivo, aunque en una nota manuscrita de la Congregación Preparatoria de 1816 se dejaba abierta la posibilidad a una posterior postulación217.

Santidad, falsa santidad y posesiones demoniacas en Perú y Chile

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