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PRÓLOGO

El alfabeto está en la calle. Itinerarios letristas

No puedo estar más de acuerdo con Ricard Huerta cuando afirma que «las letras siempre han estado en la base de la enseñanza y que deberían ser tratadas como un elemento gráfico de transmisión cultural, más allá de ser consideradas como superficies decorativas del mero significado verbal de los textos».

Hemos aprendido el valor fonético y semántico de las letras y a articularlas entre sí para la representación verbal y visual de unidades con sentido propio: las palabras. Y, de este modo, la composición de unidades más complejas estructuradas según parámetros convencionalmente establecidos a priori que definen conceptos, plantean argumentos y fijan en nuestra memoria –o en las páginas de un libro– las ideas e inquietudes que explican nuestra visión del mundo.

Pocas veces nos paramos a pensar que esas diminutas formas –a las que llamamos letras– conllevan en su diseño su propio carácter, su propia voz. Y es ese carácter aquello que impregnará todo el texto, dotándolo de significado más allá de aquel que la convención del lenguaje le haya otorgado.

El diseño de tipografía se nutre de todo cuanto le rodea. «La forma de la letra refleja el espíritu de cada época» –nos indica el tipógrafo Adrian Frutiger–, por lo que se intuye que hay valores culturales, más allá de los propiamente tecnológicos, que van a transmitirse en paralelo al mensaje que un determinado tipo de letra va a vehicular.

Incluso las interpretaciones históricas en tipografía están realizadas sobre la base de unas premisas –culturales y técnicas– establecidas desde una visión con temporánea de la historia. Es decir, por ejemplo, cuando seleccionamos un determinado diseño del tipo Garamond estamos empleando una determinada manera de entender esa forma grabada por el célebre Claude Garamond hacia 1545 (y que a su vez éste interpretó de aquellos tipos utilizados por Aldo Manuzio en la Venecia de finales del siglo XV).

La forma de la letra es un arquetipo resultado de una larga evolución en la práctica de la escritura. La forma tipográfica, como diseño, constituye uno de los elementos fundamentales de nuestra cultura gráfica visual.

La letra, como elemento omnipresente en nuestra vida diaria, ejerce un papel importantísimo no sólo en la transmisión de contenidos, como he apuntado anteriormente, sino también como «voz» visual del paisaje cotidiano que nos rodea.

Nuestras calles son un verdadero espectáculo, un hervidero de voces –de colores y formas diferentes– que nos invitan a leer.

Esas formas nos hablan no sólo de «aquello que dicen» sino de «cómo lo dicen». Nos lo cuentan con esplendor, con elegancia, con complicidad, con exuberancia, con rotunda seguridad, de manera vulgar, con amor, con indiferencia, descaradamente, con alegría... Son infinitas las maneras, como también lo son los tonos de voz que empleamos para hablar de un determinado modo.

Ésta es, también, la función de la tipografía: comunicar plásticamente, mediante la forma de las letras.

Y son todos esos rótulos, letreros, carteles... que atrapan nuestra mirada los que constituyen buena parte del paisaje urbano. Un alfabeto con multitud de formas –incluso otros sistemas de escritura que atraen la mirada a nuevas formas jamás leídas– en todas las letras posibles.

Si nuestro conocimiento pasa por el aprendizaje de nuestro alfabeto latino... ¿Podemos aprender a leer la ciudad, a conocerla, a partir de una lectura tipográfica de la misma?

Cualquier ciudad puede ser «leída» desde un punto de vista tipográfico, por lo dicho anteriormente y por todo lo que Ricard nos expone en su libro Museo Tipográfico Urbano, dándonos, además, algunas herramientas para ello.

Leer la ciudad desde la tipografía nos permitirá observar las diferentes maneras de expresarse de los ciudadanos: los rótulos como señal de identidad de un determinado negocio, las señales como sistemas gráficos con voluntad universal, el graffiti como expresión social espontánea, los carteles como soportes de comunicación institucional...

Podemos construir nuestro relato a partir de una lectura alfabética del espacio, buscando nuestro propio alfabeto entre la gran cantidad de propuestas tipográficas aplicadas a nuestro entorno. Ello no dejará de ser un experimento divertido.

Construir nuestro alfabeto urbano a partir del paseo sin rumbo –una A de aquí, una B de allá– es diseñar nuestro propio alfabeto visual.

Mi ciudad –Barcelona– me permite dar infinidad de paseos en los que encontrar, descubrir, recuperar, cientos de alfabetos posibles: me gusta iniciar mi itinerario con la A de Brossa, una estupenda escultura que se encuentra en el parque del Velódromo de Horta, en lo alto de la ciudad, y terminar con la Z del bar Zoo, en pleno barrio gótico, con alguna cerveza de más.

Con todas las letras recopiladas visualmente en la memoria establezco un relato de mi ciudad –uno de los muchos posibles– que deambula por parte de su pasado reciente y atraviesa la historia dando saltos mortales hacia adelante y hacia atrás: la letra B modernista con cierta organicidad en sus formas que nos habla de un encuentro con la naturaleza; una E esculpida en una pequeña lápida detrás de la catedral; el carácter N del alfabeto Flash, de Crous-Vidal, que nos transmite su actitud dinámica con ese zigzagueante brillo en sus formas; la geometría aparente de una O en caja alta en lo alto de un edificio; una divertida letra R con luz propia que nos remite a la Barcelona de los años sesenta; la sensual letra S –del tipo Sirena comercializado por la Fundición Tipográfica Neufville, a mediados del siglo XX– vista en la fachada de una tienda de lencería fina; el trazo fugaz del spray que dibuja una X en medio de una pared en el barrio de Gracia, y así hasta completar todo el alfabeto de formas posibles.

Un rompecabezas de formas que al final consiguen encajar en ese personal relato tipográfico.

La ciudad nos muestra y nos enseña.

Las formas de las letras nos invitan a leer y a comprender. Significados y significantes se confabulan para ofrecernos posibilidades infinitas.

Están ahí fuera, esperando a ser vistas y ser interpretadas.

Agosto, 2008

ANDREU BALIUS

Museo tipográfico urbano

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