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III. TURISMO DE LETRAS

Siempre me gustó viajar. Creo que se trata de una afición compartida por la mayoría de las personas. Puede que sea un rasgo de inquietud, de deseo de conocimiento, de necesidad nómada por transitar espacios en los cuales encontraremos posibles respuestas y desde luego generemos nuevas preguntas a partir de aquello que detectamos. Nos encanta descubrir sitios intuidos, conocer gente que vive en otras realidades geográficas, sociales, culturales, lingüísticas, económicas. El ansia de desplazar nuestro cuerpo, al tiempo que enriquecemos nuestra mente alimentando nuestra memoria, nos lleva a indagar en los territorios más increíbles. En ocasiones los desplazamientos y viajes son motivados por el trabajo. En otros casos son debidos a cuestiones más o menos puntuales, como puede ser el nacimiento del hijo de una persona querida, o por el contrario a causa del entierro de algún familiar o conocido; tal vez el traslado es debido a un error de cálculo o a una necesidad de salud. Pero el instante en el que decidimos viajar por placer, ya sea por cubrir el período de unas vacaciones, o bien porque nos apetece tremendamente conocer un sitio, en ese momento aumentan las posibilidades de convertirnos en espectadores privilegiados. Me referiré a los visitantes de la ciudad como usuarios y espectadores, aunque ya de antemano sabemos que su potencial creativo puede llevarles también a generar imágenes (insistimos en fomentar el uso de cámaras, defendiendo la parcela creativa del tránsito). Estos turistas urbanos están muy emparentados con los visitantes del museo. Todos sus sentidos están mucho más receptivos a la llegada de información y sensaciones. El olor a especias de los mercados de Estambul; la impresión casi cinematográfica de grandeza y cosquilleo que impone en nuestra piel un paseo por la Quinta Avenida de Nueva York; el regocijo de la mirada al disfrutar de una librería de París o de un cruce de calles en Londres; el amasijo de gente en el que llegas casi a flotar cuando caminas por las Ramblas de Barcelona o por la Avenida 18 de Julio de Montevideo; el placer al pisar y oler las piedras perfumadas de historia de la plaza del Renacimiento o del Palazzo Ducale en Urbino. Todos y cada uno de los restos que conservamos de estas experiencias tienen algo en común: en todos aquellos lugares había letras, textos, indicaciones, señales, carteles, pintadas. Se trata de los rastros y los restos de nuestra huella, la marca humana por excelencia: la palabra escrita. Se trata de un código universal que forma parte de cualquier escenario humano al que accedemos. ¿Por qué no le dedicamos un poco más de atención a dicha cartografía plasmada con signos escritos?

La capacidad comunicativa del letrero en los espacios transitables de las metrópolis del mundo nos convierte en visitantes privilegiados de una escenografía escrita, bien sea por la historia, por la publicidad o por las reivindicaciones más dispares. En este sentido, cada persona realizará su propia visión y reflexión sobre lo visto. Las formas con que miramos están muy emparentadas con nuestras características y peculiaridades, incluso con el momento y la coyuntura en que se realiza la observación. No vemos con los mismos ojos ni prestamos la misma atención en base a las diferencias que marcan nuestro género y sexo, nuestra edad, nuestra procedencia, nuestra ocupación, nuestra raza, la educación que hemos recibido, o el ambiente familiar y social en el que hemos crecido o en el que nos movemos de adultos. Por suerte, no es igual la mirada, ni son idénticos los intereses, ni tampoco la situación que se da en cada caso. Esto suele evidenciarse cuando recomendamos a alguien un viaje que antes hemos realizado. Puede que lo maravilloso que nosotros habíamos encontrado en aquella plaza o en aquel rincón haya sido un fiasco importante para la persona que después decidió ir allí aconsejada por nuestro emotivo relato. Incluso a nosotros, ante el paso de los años, una nueva visita a un escenario ya conocido puede significar el más entrañable de los reencuentros, o bien la nefasta evidencia de que ya no nos interesa lo más mínimo aquel ambiente. Insistimos en comparar al turista de la ciudad con el visitante del museo, teniendo en cuenta que el tipo de estudios e investigaciones que se han realizado en las últimas décadas sobre las peculiaridades del visitante de museos nos interesan mucho más que las estadísticas que suelen bailar cuando se habla de turismo (vid. fi g. 9).

Las tipologías de los visitantes de la ciudad pueden emparentarse con las de los visitantes a museos. Desde que Pierre Bourdieu, hace ya casi medio siglo, pusiese una primera piedra en el interés por conocer el gusto, intereses y motivaciones de los visitantes de los museos europeos (Bourdieu & Darbel: 2003), hasta hoy mismo en que surgen estudios en todos los países sobre las características y posibilidades del llamado turismo cultural (así como de los públicos de museos), asistimos a una relevante inquietud por detectar en qué medida se gesta el evidente deseo humano por explorar parajes desconocidos, o bien por redescubrir aquellos que ya ha pisado. La gran ventaja, algo que ya destacó Bourdieu, es que a los públicos se los identifica con sus características peculiares. En la actualidad sería absurdo hablar de «masas», en el sentido marxista del término, que tanto se difundió en los estudios sobre comunicación. Hemos optado por referirnos a los diferentes públicos, que en ocasiones son planteados como audiencias (tal y como se encargan de remarcar los medios de comunicación), ya que el término «públicos», usado en plural, no únicamente se refiere a las diversas personas con intereses definidos por sus características y grupos a que pertenecen, sino también porque semánticamente el término «público» está en la esencia de nuestra demanda de una mayor preocupación institucional por los espacios de uso general: parques, calles, museos. Aquí entraría de forma más amplia la idea de servicio público, como derecho de ámbito fundamental, para la inmensa mayoría de los individuos. Nuestro posicionamiento: todas las tipologías de públicos son susceptibles de disfrutar con el turismo de letras.

Del mismo modo que entendemos que la ciudad no es únicamente un entorno urbano o arquitectónico, sino un espacio humano, también creemos que las letras no representan únicamente al lenguaje, sino también a la creatividad humana, a su deseo de comunicar y transmitir. Las letras gestionan el espacio gráfico de las palabras, del lenguaje. Pero no es ésta su principal o única misión. Si éste fuera el único entorno de desarrollo del alfabeto, entonces las letras serían susceptibles de padecer cierta afinidad con el control y el rigor que determina el lenguaje (tradicionalmente marcado por la voluntad del hombre blanco occidental). Cuando las letras se convierten en imágenes, mojan con su esplendor los muros y las calles de la ciudad. En esta metamorfosis, las letras ya no pertenecen al lenguaje, sino a la ciudad, a sus consecuencias.

La tradición moderna ha mantenido la idea de que la imprenta democratizó el saber. Ésta y otras cuestiones relacionadas con la comunicación y el poder fueron celebradamente planteadas por numerosos autores –entre ellos nos interesa Benjamin (1983)–, y han tenido un elocuente desarrollo posterior, corroborado y actualizado por trabajos de autores tan representativos de la Escuela de Frankfurt como Theodor Adorno y Franz Horkheimer, así como más recientemente Ramírez (1981), Briggs & Burke (2002), etc. Pero quisiéramos aquí alentar un nuevo punto de vista al respecto. Puede que la imprenta democratizase el saber en términos de ampliación de los públicos que accedieron a la escritura impresa: de hecho, hoy en día todos leemos textos en diferentes formatos. Pero si bien la presencia de la letra impresa supuso un auge del conocimiento, también forjó las bases de lo que sería la escuela como foro de formación y como derecho de las personas. En última instancia, ha sido la escuela como institución la que ha asumido históricamente el papel de democratizar la cultura escrita. Muy cercana a mi reflexión estaría la impresionante película Buda explotó por vergüenza (Duddha collapsed out of shame, Irán, 2007) de la directora iraní Hana Makhmalbaf, en la que se relata la increíble ilusión de una niña por asistir a la escuela en un entorno talibán que se lo impide. Con documentos como éste se nos plantea de manera emotiva hasta qué punto la escuela puede convertirse en zona de ímpetu democrático y conciliador. Todo el mundo tiene derecho a la lectura y la escritura como medio de crecimiento personal y cultural. Todos tenemos derecho a expresarnos mediante la escritura, y a convertir las letras en un lenguaje cercano a nuestras ilusiones y deseos. Todos podemos acceder al regocijo de conocer mejor la expresión gráfica de la escritura que habita nuestras ciudades si se nos instruye en la riqueza gráfica del alfabeto. A esto nos referimos cuando hablamos de características diferenciadas de los públicos, pero sin perder de vista un derecho universal para las personas como es el del aprendizaje: poder leer y escribir, escolarizarse y socializarse, estudiar y aprender, en definitiva, crecer conociendo sus derechos, sus obligaciones, y su compromiso con la sociedad.

Siguiendo las pautas de estudios recientes sobre públicos y museos (Chang, 2006; Huerta, 2007), aplicaremos algunos esquemas ya contrastados. En las últimas décadas se ha evidenciado el interés creciente por parte de amplios públicos hacia las visitas a museos. Veremos que este análisis puede ser válido para el visitante de la ciudad de letras que nosotros defendemos. Algunas variables que debemos tener en cuenta: factores demográficos, económicos, geográficos, coyunturales, y especialmente de orden personal y cultural:

La edad. Si bien el grupo más numeroso de visitantes a museos se encuentra habitualmente en los adultos entre 25 y 45 años con estudios medios o superiores, la franja de representatividad de los escolares que visitan con sus maestros los museos está muy cercana a la anterior, y además aumenta progresivamente el interés de las personas mayores de 60 años, en gran parte jubilados con una mayor disposición horaria para actividades lúdicas.

El género. No se detectan diferencias por cuestión de sexo o género. El equilibrio de cifras entre visitantes hombres y mujeres a los museos está vinculado al mismo equilibrio que verifican las estadísticas de ciudadanos de uno u otro sexo.

La raza. En este apartado encontraremos las mayores diferencias. Aunque disponemos de pocas estadísticas sobre la realidad en España, suponemos que los trabajos realizados en Estados Unidos pueden indicarnos cierta tendencia, ya que en USA, el grueso de visitantes está dominado por la raza blanca (caucasians, en sus investigaciones), mientras que asiáticos, afroamericanos y latinos no llegan a cubrir el 30% del total de las visitas. El escaso interés que despiertan las exposiciones entre los grupos minoritarios obedece a la escasa motivación que muestran los museos por programar temáticas afines a sus tendencias culturales y raciales.

El poder adquisitivo. Entre los adultos que visitan habiualmente museos, una mayoría gozan de salarios bien remunerados. Entre el público escolar, esta diferencia se minimiza, puesto que en todos los colegios suele haber programación de visitas a museos.

Las familias. La tendencia aumenta en el sector de padres e hijos que asisten juntos al museo. En un porcentaje alto, las asistencias vienen animadas por la visita previa de los escolares a las exposiciones.

Cada una de estas variables se concreta, además, en relación con las características y motivaciones individuales de cada sujeto. Por tanto conviene acercarse a dicha expectativa para conocer las necesidades que impulsan a los diferentes públicos en sus visitas a museos, lo cual estará en función de sus historias personales y culturales, de sus experiencias escolares, y de la participación que hayan tenido en asociaciones e instituciones. Cuando los padres llevan a sus hijos al museo, reconocen que juntos son capaces de aprender y mejorar, de encontrar nuevas informaciones, y de acrecentar su bagaje intelectual, aumentando incluso la complicidad entre generaciones.

Imaginemos que un análisis, tanto de los factores arriba reseñados como de las características del entorno, nos ayuda a mejorar y aumentar las visitas a museos. Supongamos que el interés de los públicos por acceder a la refl exión y al arte acaba prendiendo en una buena parte de la población. Entonces podemos también tantear la posibilidad de generar entre las audiencias una mayor expectativa hacia el conocimiento de la ciudad como museo tipográfico. La persona que disfruta y crece cuando conoce algo nuevo, está en predisposición de volcar su curiosidad hacia algo tan familiar como es el entorno urbano, ya que es el territorio que le resulta más familiar. Por lógica, deberíamos saber bastante sobre aquello que nos envuelve, aunque en la mayoría de los casos esto no funciona así. Estamos tan acostumbrados a funcionar por la ciudad, que no reparamos en indagar sobre aquello que nos resulta tan familiar y asequible. Nos motiva el arte por los misterios que suelen envolver las obras y sus autores. Pero pasamos ante una señal o un anuncio sin detenernos a desmenuzar sus aciertos o defectos. Conocer nuestros derechos como ciudadanos (lo cual implicaría disfrutar de un entorno planificado y bien resuelto) nos podría hacer más críticos, más concienciados, y más libres (vid. fig. 10).

Un aspecto que no hemos tratado aún es el del tiempo que dedicamos a observar, la duración de los paseos (en el museo, en la ciudad) en los que fomentamos hábitos de análisis. Deberíamos darle más importancia al tiempo que invertimos en aprender lo que nos ofrecen los museos y las ciudades. Entre los visitantes a museos que más tiempo emplean en realizar su recorrido, aquellos que desmenuzan con detenimiento cada elemento son también los que dedican mayor atención a los detalles de la exposición. Resulta habitual encontrar muestras en las que el texto ayuda al usuario a comprender mejor el engranaje de la exposición. Entre estos textos destacaremos las tradicionales cartelas (que dispuestas en el margen derecho inferior de las obras sirven para determinar autorías, títulos y fechas). Pero ya resulta muy habitual encontrar otro tipo de textos, bien en los muros, bien en paneles, distribuidos a lo largo del recorrido. Los diseñadores de montajes expositivos tienen muy presentes este tipo de escrituras y explicaciones, ya que servirán para orientar al usuario, e incluso para anclar los posibles significados de las piezas expuestas. Resulta casi impensable imaginar un museo sin textos orientativos escritos. Este tipo de elementos gráficos, indicadores, cartelas, etc. convierten las salas de museos y exposiciones en escenarios con letras. También en esto coinciden museos y ciudades.

Una marcada diferencia entre la sala convencional del museo y la calle como escenario para la mirada crítica e inquieta es precisamente la ausencia de paredes contenedoras que detectamos en el espacio público urbano. La calle ostenta su rango de espacio abierto, imbricado con el resto de ubicaciones públicas de la ciudad (parques, paseos, plazas, ágoras), mientras que el museo suele recordarnos el concepto de interior fortificado, lugar muy contaminado por ciertas obsesiones institucionales (seguridad, control, prestación económica), y por ello menos transitable o cómodo. Hemos indicado en anteriores ocasiones (Huerta, 2006: 35) que las calles de la ciudad son espacios abiertos, recorridos de entidad pública, por donde podemos circular libremente. A diferencia de los parques temáticos o los centros comerciales (supuestamente públicos pero en realidad espacios privados), las calles de la ciudad permiten que nos sintamos en terreno propio y que reafirmemos nuestra posición de individuos y transeúntes con libertad de movimiento. También hemos de luchar por conservar estos derechos, frente a una postura indiscriminada institucional y comercial que pretende eliminar territorios públicos de la geografía urbana. Para ello, consideramos el suelo transitable y las fachadas de los edificios como un lugar en el que la vista se regocija y retroalimenta. Cada ciudadano puede aportar constantemente elementos de interés visual a nuestro entorno próximo, tanto si decide observar detenidamente la ciudad, como si opta por restaurar la fachada de su casa, o incluso exigiendo una mayor coherencia en el tratamiento del patrimonio, que al fin y al cabo es responsabilidad de todos (vid. fig. 11).

Desde el ámbito de la educación artística, como docente comprometida, María Jesús Agra ha desarrollado proyectos en los que ha gestionado prácticas desde los intereses del propio alumnado, con el fin de incitarles a participar en desarrollos artísticos. A pesar de tratarse de estudiantes no vinculados a la formación artística profesional, los resultados son realmente impactantes, agudos, irónicos y pregnantes. Este tipo de experiencias positivas refuerzan nuestra idea respecto a las posibilidades de los públicos, ya que confiamos en los individuos como portadores de potenciales creativos, y creemos que la aproximación al arte, incluso al arte contemporáneo como misiva, puede convertirse en patrimonio de los ciudadanos. Según Agra (2007: 309) nuestro reto desde la educación artística consistiría en «adoptar una postura flexible, afín a las prácticas contemporáneas, sensible a la particularidad de cada situación y capaz de estructurar su acción docente desde diferentes perspectivas». La autora nos remite a las geografías personales como lugares donde detenerse, indagando en las peculiaridades de nosotros mismos, donde acechan cartografías secretas que pueden resultar incluso mágicas. Puede que la calle relatada por Juan José Millás en su libro El mundo contenga algunas de estas peculiares intimidades a las que alude Chus Agra. Al adentrarse en la ciudad, siguiendo los consejos de la autora, provocaremos introspecciones capaces de canalizar el contenido visual hacia una refl exión sobre lo cotidiano. Al convertirnos en productores de relatos artísticos generaremos cartografías mediante la utilización de narraciones, fotografías o videos, con los que componer una constante reinterpretación del paisaje urbano, como

forma de acercarse a la inmensidad de esa visión personal, única e intransferible de cada uno de aquellos que caminan por la ciudad. Geografías íntimas donde dibujar las sensaciones estéticas, las evocaciones, los sentimientos que nos provoca la ciudad como un modo de encontrar, de encontrarse con el otro y con el arte (Agra, 2007: 313).

Del incesante caudal que nos trasvasa su reflexión, recogemos ante todo el acercamiento entre cuerpo y ciudad, como partes indisociables y controvertidas, al tiempo que fértiles y sofisticadas. Más cerca de lo posible que de lo temerario, el discurso gráfico del texto grabado en la ciudad permitirá recorrer algunas de las sendas ahora indicadas. Cada uno de nosotros lleva inciso en su historia particular un buen número de elementos gráficos que le acompañan en su devenir personal. La ciudad relata, junto con nuestro cuerpo, el murmullo de posibles imaginarios.

Otra autora, en este caso norteamericana, que nos anima a procesar la experiencia urbana como territorio de representación personal y artística es Alice Wexler, quien sugiere a los educadores que canalicen la experiencia y memoria personal de los estudiantes hacia múltiples interpretaciones de significados, no únicamente contemplando y viendo piezas de arte (contemporáneo preferiblemente), sino creando propuestas personales. Sugiere innovar, y reconstruir el papel de los museos en nuestra orientación, criticando ciertas prácticas de la cultura tradicional del museo, revisando el papel preponderante que han adquirido los comisariados de exposiciones. Conviene explorar las nociones emergentes que surgen de las audiencias y de los públicos como grupos y comunidades, con estrategias pedagógicas que animen a los visitantes a replantearse aspectos como el patrimonio, la identidad y la representación de experiencias. (Wexler, 2007: 26). El proceso de desmantelamiento de los museos de arte como templos de representación trascendente se iniciaría implicando a los estudiantes y a las audiencias en la participación, el diálogo y el debate, a partir de aquellas propuestas más arriesgadas y de los museos cuyas muestras de arte comprometido fuesen realmente incisivas. De nada sirve regodearnos en la complacencia de lo ya conocido o asumido como estereotipo. Los significados culturales históricos se pueden retomar para reinterpretar desde nuestra visión actual. En este sentido, la calle se convierte en escenario propicio para activar alegorías relevantes. El activismo en las artes está ganando adeptos y ofreciendo nuevos modelos para mirar y para ver. La intersección de actuaciones sobre la tierra, la historia, la cultura y la política, se puede establecer desde el propio ámbito local. Cuando nos convertimos en turistas, y especialmente cuando optamos por ser turistas en nuestra propia ciudad, las calles recuperan su memoria, su historia, su atractivo visual, tanto para los artistas como para quien no se adscribe a este ámbito profesional. El conocimiento adquiere así rango de experiencia a través de la participación (vid. fig 12).

Al observar las letras de la ciudad nos podemos emocionar, escandalizar, enfurecer o incluso divertir. Cuando las retratamos y creamos narrativas propias a partir del alfabeto urbano, nuestros resortes culturales abren caminos imprevistos hacia un nuevo contexto identitario a varias voces: entre nosotros mismos, con la ciudad, y hacia el colectivo del cual nos sentimos partícipes.

Museo tipográfico urbano

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