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ОглавлениеII. EL ALFABETO COMO ARGUMENTO ARTÍSTICO. ED RUSCHA Y OTROS ARTISTAS TANTEANDO LA CALLE
¿Cómo era posible que, habiendo sólo letras, yo
viera solamente imágenes?
J. J. MILLÁS: El mundo, 2007
Proponemos una lectura del alfabeto y de sus inmensas aplicaciones gráficas y lingüísticas a partir de la vertiente amplia y saludable del arte. Fomentamos una mirada estética, crítica y creativa para redimensionar la apuesta cotidiana de la observación y el deleite. Las letras permiten que el lenguaje verbal se descomponga y se multiplique en numerosas direcciones. Las diferentes lecturas que podemos hacer de un mismo texto pueden variar considerablemente sus significaciones en función de las formas que adopten, o de la coyuntura en la que nacen y se desenvuelven. Aprovechar esta riqueza es una tarea de construcciones a partir de la cual planteamos las ideas de nuestro proyecto. Creemos que el arte de todas las épocas ha reverenciado las posibilidades comunicativas del alfabeto. No hace falta retroceder a las culturas prealfabéticas, que con sus signos ideográficos llegaron a generar multitud de interpretaciones (es conocida la afición de ciertos historiadores a rodear los pictogramas egipcios y sumerios de voluptuosidades religiosas). Centrándonos en el alfabeto latino, disponemos de infinidad de ejemplos con los que podríamos ilustrar varios siglos de herencia gráfica. Desde las mayúsculas impe riales de la columna Trajana (maravillosamente conservada en Roma) hasta llegar a las arquitectónicas incisiones del patio columnario del Palazzo Ducale de Urbino (una obra maestra del Renacimiento) observamos de qué modo se extendieron catorce siglos de tradición escrita sobre los muros de los edificios. Durante esos siglos también hubo evolución escrita más allá de la representación incisa sobre piedra. Los calígrafos y escribas adecuaron a cada época las formas y necesidades que se gestaban, en función de los nuevos materiales de escritura. Desde las instancias del poder se manifestó siempre una auténtica preocupación por unificar criterios de legibilidad y reproducción. Por todo ello, hemos de permanecer en alerta ante las diferentes disposiciones del texto, así como frente a los mecanismos que permiten evolucionar a las diferentes modalidades de escritura. Todo ello no únicamente desde la perspectiva histórica (conservada tanto en documentos como en edificios patrimoniales), sino también observando nuestro entorno inmediato, nuestras calles, edificios, anuncios, señales, etc. El placer de contrastar lo cotidiano con aquello que nos ha precedido fomenta un mayor conocimiento de nosotros mismos en tanto que define nuestra implicación personal y social en el devenir de nuestras experiencias.
Estamos muy acostumbrados a observar textos. Escritos en libros, periódicos y revistas impresas, diseñados en carteles y reclamos publicitarios, serigrafiados sobre las más diferentes superficies y materiales, transformados sobre las pantallas del cine, de la televisión, del ordenador o del teléfono móvil. Los textos y sus letras invaden muchos de los territorios que transitamos visualmente. Por ello resulta chocante que le dediquemos en general tan poca atención a las características formales, culturales y sociales de las escrituras. Conscientes de que aquí no vamos a poder abarcar semejante complejidad de aplicaciones, y respetando los siglos de tradición a los que nos enfrentamos, optamos por detenernos especialmente en el lenguaje del arte, que si bien resulta complejo como ámbito, al mismo tiempo clarifica en su dimensión el escenario que nos interesa. Desde el arte disponemos de una perspectiva bastante más centrada en los usos atractivos de las letras como elemento gráfico. Las tremendas consecuencias que provocan un mayor y mejor conocimiento de las letras nos animan a adentrarnos en esta maraña de gestaciones. Cuando nos referimos al arte estamos en realidad promoviendo una «mirada» mucho más activa e implicada por parte del espectador. Seremos nosotros, como usuarios, quienes decidiremos qué elementos nos interesan. La profusión de imágenes en el actual sistema poscapitalista, nos empaña a veces desde la profusa saciedad que impone. Queremos fomentar la mirada de la ciudad desde una perspectiva de público observador de artefactos visuales, del mismo modo que si paseásemos por las salas de un museo, con una actitud muy receptiva, y por tanto manteniéndonos atentos a los mensajes que recibimos. El trasiego de imágenes que impone la ciudad se puede concretar a partir de las características de los textos. Y nuestra mirada subjetiva y personal resulta idónea para disfrutar de este paisaje urbano preñado de signos.
Entre los artistas que mejor han sabido reflejar la vibración que generan las letras en las ciudades se encuentra nuestro admirado Ed Ruscha, quien ha conseguido combinar con sabiduría el tándem ciudad-letras a lo largo de su carrera profesional, siempre de forma contundente. No fue fácil para él iniciar su trayectoria como creador en una ciudad alejada del foco neurálgico del arte americano, siempre pendiente de lo que ocurría en Nueva York. La hazaña de Ruscha consiste en funcionar desde los márgenes, trabajar de forma coherente, y no dejarse engatusar por las mieles que le ofrecía el ambiente de la todopoderosa Nueva York. Nuestro artista, junto con otros compañeros de la costa oeste, respaldados por algunos críticos y teóricos del arte, genera a partir de los primeros años de la década de 1960 un discurso conceptual y trabado que casi siempre ha contado con el signo gráfico y la letra como factor decisivo. Si bien Ruscha ha utilizado las letras y la tipografía en la mayoría de sus obras (especialmente pinturas, dibujos y grabados), es en el retrato de ciertos edificios y zonas urbanas donde aparece el acento y la intensa evocación por los paisajes de sus ciudades. A nadie se le escapa que precisamente Los Ángeles dispone de un elemento geo/gráfico característico: las letras dispuestas en la montaña que componen la palabra Hollywood. Evidentemente Ruscha ha desatado su peculiar mirada también sobre este icono no solamente paisajístico, sino ante todo de la mitología del cine. Cuando entramos en este territorio casi resulta imprescindible hacer alusiones al cine de los años sesenta, evocando de paso los maravillosos trabajos de Samuel Bass para los créditos de algunas películas legendarias. Del mismo modo que han quedado atrapadas en nuestra retina las letras dibujadas por Andy Warhol en sus piezas replicantes de los envases de sopas Campbell o del detergente Brillo. Todo este engranaje forma parte de un modelo cultural anglosajón que logró ensalzar la tipografía a nivel de elemento artístico, utilizando las letras que, provenientes de la publicidad comercial, irrumpían descaradamente en el discurso del arte. Puede que la tradicional separación entre bellas artes y artes aplicadas (siempre más difusa en el panorama anglosajón) se rompiese con este sencillo mecanismo de equiparación: las letras. Actualmente a nadie se le ocurriría excluir del rango artístico las obras de Robert Indiana, tremendamente tipográficas en su concepción formal.
Para Yve-Alain Bois, Ruscha es el artista esencial de Los Ángeles (Bois, 2005: 71), lo cual refuerza nuestra postura con relación a la mimética influencia que desprenden el artista y su ciudad. Él representa con fuerza la cultura californiana de los sesenta, un ámbito que ha tomado mucha fuerza entre los jóvenes artistas actuales, debido a que marcó un modelo propio, justamente al desmarcarse de la implacable Nueva York. La historia del arte Pop ha puesto a Ruscha en el lugar que le correspondía, ya que su modelo está en realidad impregnado de la tradición conceptual, y sus letras en la ciudad participan activamente del legado de Marcel Duchamp, Tristan Tzara o Joseph Beuys. La modestia de Ruscha, siempre equilibrado desde su ciudad musa Los Ángeles, viene acompañada de una gran visualidad, puede que engrandecida por el cine como fabulación mediática. En los trabajos de Ruscha no solamente se respira la tradición surrealista y conceptual, sino también «una extraña mezcla de humor, placer y desenvoltura» (Peter Schjeldahl, citado por Schwartz, 2005: 40). De Ruscha nos interesa su mirada en todas direcciones. Para él puede servir tanto una gasolinera como una cabina de teléfono, en ocasiones pintadas con una perspectiva forzada, anguladas a la manera de un contrapicado cinematográfico, como aquella fuga imposible que le dedica al logotipo cuya profundidad nos lo muestra en tres dimensiones, el de la productora 20th Century Fox. También las letras que inundan el asfalto han sido fuente de inspiración para Ed Ruscha, quien ha llevado en series recientes esta temática a un nivel mucho más complejo, utilizando como imagen para sus cuadros montañas nevadas, sobre las que leemos el nombre de calles de Los Ángeles: Alvarado, Hoover, Vermont, Western... La disposición del nombre de dichas calles suele estar relacionada con su situación en el mapa, o incluso en la dirección que toman. De este modo, el artista elabora un complejo y entrañable patrón de medidas visuales, ya que combina los nombres y sus palabras con su disposición geográfica, lanzándolos después hacia otros ámbitos, sin que pierdan por ello la referencia inicial. Ruscha desmenuza lo que otros habían tanteado, como Edward Hopper en algunas de sus pinturas, o Walker Evans y Dennis Hopper en otras tantas fotografías. Pero además Ruscha transforma sus fotografías y pinturas en bellos homenajes a la ciudad, a su ciudad, convirtiendo así Los Ángeles en el escenario por excelencia de su producción, en el plató de su biografía.
Entre los artistas que han retratado la ciudad queremos rendir merecido homenaje a los fotógrafos que interpretan sus calles, relatándonos el devenir de la gente y de los edificios, de las tiendas y de los anuncios, haciéndonos testigos del bullicio que el trajín urbano lleva consigo. Rescatamos así los maravillosos trabajos de Cartier-Bresson en París, o los retratos de Català-Roca en Barcelona, al igual que el relato gráfico de Miguel Cuadrado en la Valencia de los años de la posguerra. Se trata de instantáneas que nos transmiten un cierto estadio histórico, aunque en realidad también nos hablan de un artista embelesado por su ciudad. Este arraigo hacia la letra escrita en la ciudad nos transporta hacia imágenes en las que ambos elementos (la letra/la ciudad) se han ensamblado y ya forman parte de un mismo sentido visual. El escenario de la palabra escrita en una página nos lleva a las letras pintadas sobre el lienzo, de manera que la representación pintada de la palabra acaba convirtiéndose en un signo, un símbolo y una imagen. Los trabajos de Edward Ruscha invocan aquella pregunta que Roland Barthes se hacía a partir de sus pesquisas sobre los cuadros de Cy Twombly: «¿qué está pasando aquí?». No resulta nada simple responder, al contrario, ya que en el momento en que las palabras y los textos invaden el plano artístico del papel o el lienzo, nos ponen en un aprieto interpretativo. Esto es algo que los artistas norteamericanos han sabido explotar, como han hecho de manera contundente Jasper Johns, Roy Lichtenstein, Joseph Kosuth o Robert Rauschenberg. También los representantes del movimiento Youth British Artists han hecho lo propio, tal y como se comprueba en los trabajos de Tracey Emin o Damien Hirst. Los componentes semánticos del texto se agolpan en nuestra mirada, generando así interpretaciones que también responden a nuestro propio bagaje como ciudadanos. Las letras, su disposición en las obras, y las consiguientes lecturas que de ellas hacemos, siguen flotando en nuestra mente después de haber invadido nuestro repertorio particular, un arsenal de composiciones tipográficas que acumulamos en cada paseo, en cada recorrido urbano, pero también en los cuadros de los artistas a quienes admiramos. Los rituales nos ayudan a concretar los comportamientos sociales. La ciudad, al ser interpretada por Ruscha, puede estar habitada por sus escenarios favoritos: estaciones de servicio, aparcamientos, avenidas, edificios, hoteles... Y es así como este escenógrafo de la letra consigue articular un mundo fascinante plasmado en cuadros ya clásicos como Large Trademark with Eight Spotlights (lienzo al óleo de 1962) o en Standard Station, Amarillo, Texas (óleo de 1963), ambos del mismo formato y tamaño, acentuando la perspectiva de las letras (en el primer caso, de la imagen de 20th Century Fox; en el segundo, de una estación de servicio de la marca Standard). Lo extraordinario del arte de Ruscha, en sus diferentes períodos creativos, es que siempre ha sabido conjugar las posibilidades significativas del texto con las ideas que deseaba interpretar, bien a través de composiciones tipográficas con mensajes contundentes, incluso extraños o esquivos (Thermometters Should last Forever, 1973; Nice, Hot Vegetables, 1976; Screaming In Spanish, 1974), bien manipulando los materiales, especialmente líquidos comestibles, en algunas de sus composiciones más conocidas. Celebramos en Ruscha su siempre manifiesta ironía, algo que permite releer en cualquier momento sus trabajos sin que pierdan un ápice de interés.
La ironía mueve los hilos de la obra de Ruscha, pero es también su enlace con los trabajos atrevidos de los surrealistas (René Magritte, Man Ray, Max Ernst, Ives Tanguy), de quienes el artista absorbió su fuerza y energía, entumecida por los estragos de la Segunda Guerra Mundial. Estados Unidos recogió de las ruinas de Europa la tradición de la ironía en el arte. En realidad es el juego barroco el que impregna la sofisticación del arte americano de la segunda mitad del siglo XX. A partir de este enlace entre ambos lados del Atlántico podemos entender los suculentos trabajos artísticos de Cy Twombly. Con el siglo XX no terminó únicamente una centuria, también se disolvió la obstinación de occidente por convertir su tradición en el arte por excelencia. En este inicio del siglo XXI han sabido emerger tantas voces como tipologías de letras existen en los lenguajes del mundo. Ahora las culturas ya no se someten al rigor del alfabeto latino. Gracias a ello, y a la posibilidad de tantear otras opciones, nuestro alfabeto occidental emerge como uno más entre el resto. Las otras voces servirán para que conozcamos mejor la nuestra propia. Como ejemplo: gracias a los estudios feministas, en la actualidad somos capaces de generar indagaciones atrevidas sobre la masculinidad. Se trata de una ironía del acontecer. Los europeos nos podremos conocer mejor si existen otras miradas que llegan y nos interpretan (vid. fig. 4).
A pesar de contar con las siempre edificantes aportaciones de los artistas, no debemos perder de vista a los fotógrafos, profesionales del instante, que son capaces de construir complejos universos de significados a partir de los mismos elementos que nosotros encontramos de forma cotidiana en nuestros paseos. El investigador Paul Duncum (2008) recoge la animadversión que existe entre la mayoría de educadores y críticos de arte a contrastar los aspectos estéticos y las repercusiones ideológicas que conllevan las obras de arte tradicionalmente ligadas a las llamadas bellas artes. Si bien reconocemos que en las películas de Disney se remarcan ciertos estereotipos sexistas y racistas, nos cuesta aceptar que las pinturas medievales o las del renacimiento y el barroco también están cargadas de esquemas controvertidos. La problemática se extiende ante los ojos de los educadores en arte cuando cuesta reconocer que el placer es un ingrediente fundamental en la experiencia subjetiva de la cultura visual, que nunca es inocente. Al juntar los términos estética e ideología iniciamos una serie de repercusiones problemáticas. Aunque si bien este tipo de actitudes negligentes eran comprensibles en la tradición moderna (hasta finales del siglo XX), lo cierto es que a estas alturas del siglo XXI ya no nos podemos permitir el lujo de esquivar la validación social que manejan las artes visuales. Desde aquí queremos lanzar una proclama a favor de las letras, con especial énfasis en el papel que juegan al convertirse en personajes de la geografía visual urbana. Puede que en ocasiones la implicación ideológica de ciertos carteles resulte incluso obscena. Pero obsceno es también, a veces, el lenguaje del arte (vid. fig. 5).
Paul Duncum estructura desde la cultura visual sus ideas respecto a los artefactos visuales y la educación de las artes. Sus análisis nos sirven para inyectar ciertas consideraciones que favorecen la concepción del usuario como persona con argumentos propios, y también como miembro de un grupo de público que reinterpreta sus observaciones. Si bien la ideología ha sido un término denostado por la literatura del arte de las últimas décadas (huyendo de la arrogancia con que se habían servido de dicho concepto algunos regímenes políticos totalitarios), hemos de dar paso a un uso desacomplejado del binomio estética-ideología. Estética lo utilizaremos como concepto inclusivo que incorpora toda percepción visual y sus efectos, no solamente lo bello y lo sublime, sino también lo desagradable o feo. Esta concepción enlazaría con el sentido que tiene aesthesis en la tradición griega. Retomamos la idea tras haber sucumbido durante siglos a la tradición moderna, según la cual tenía más importancia la actividad intelectual que no las sensaciones transmitidas por el propio cuerpo a través de los sentidos. Actualmente operamos en la línea de integrar los procesos de cuerpo y de la mente, dotando a ambos de equilibrio perceptual. Un paseo por la ciudad es un gozo para los sentidos. Entran en juego nuestros conocimientos sobre arte, así como todo aquello que nos llega desde los medios de comunicación. Al placer que puede suponer un paseo para los sentidos, se añade la exploración de nuestras sensaciones corporales, y la reflexión de lo que conocemos mediante la observación de los signos que detectamos. Muchos de estos signos son precisamente letras. Los efectos que en nosotros producen las apariencias visuales se enriquecen con nuestro bagaje personal. Y por tanto será nuestra ideología la que caracterizará nuestras ideas, ideales, sentimientos y valores, implementados por aquello que hemos visto.
La ideología la expresamos mediante nuestros sistemas culturales. De hecho, toda práctica cotidiana es ideológica, ya que nuestras actividades están enlazadas con los sistemas culturales y sociales en que nos movemos. Vivimos saturados de mensajes visuales, cuyos significados simbólicos apelan a nuestros deseos, miedos, expectativas, certezas e incertidumbres (Duncum, 2008: 126). Las imágenes que nos abruman por su desmedida cantidad ofrecen modelos descriptivos y retóricas muy elaboradas. Necesitamos herramientas que nos ayuden a recomponer y redefinir tal cantidad de figuras, normalmente cargadas de estructuras asimétricas de poder e influencia. Para poder salir airosos del reto, vale la pena asumir nuestra condición de espectadores ideologizados, con una mirada estéticamente receptiva, y desarrollar estrategias de coordinación. Todo ello, en nuestra propuesta, lo facilitan los mensajes escritos de la ciudad, auténticos refugios de conocimiento, activadores de sensaciones (vid. fig. 6).
En un momento de poscapitalismo como el actual, los mecanismos de producción, distribución y consumo apelan al juego de la estética para fomentar el deseo. Pero ante ello debemos utilizar el arte y los artefactos visuales no como un escenario ajeno, sino como celebración de la cohesión social. Las obsesiones que fomenta el deseo consumista debemos reorientarlas hacia especulaciones mucho más enriquecedoras. Un discurso crítico y creativo, abierto a la experiencia personal, puede ayudarnos a establecer una relación intensa con la ciudad, con las letras, con la tipografía en general, con el arte. Los educadores tenemos la responsabilidad de transmitir estas ideas tanto al alumnado como en nuestro entorno cercano. Necesitamos convertir la supuesta inocencia estética en experiencia mágica, para averiguar y comprender cómo las estéticas que se nos ofrecen trazan en realidad argumentos que acaban estructurando nuestra vida en sociedad. Conscientes de ello, nos dejaremos seducir, pero entenderemos y aprovecharemos mejor la imaginería visual (vid. fig. 7).
De los creadores tipógrafos aprenderemos que el diseño de letras ha de estar al servicio de las personas, más allá de las modas o los caprichos artísticos. De los diseñadores de logotipos y carteles absorberemos su capacidad para enlazar signos alfabéticos con otras imágenes, en composiciones que verifican sus propuestas. De los artistas que utilizan letras y órdenes escritos en sus obras rescataremos su particular visión del mundo y las relaciones que establecemos con él. Si llegamos a entender de qué modo se crea un alfabeto, o cómo se ubica correctamente en un espacio diseñado, entonces estaremos en mejores condiciones de disfrutar nuestros paseos urbanos. Si nos animamos a llevar una cámara, entonces también podremos generar nuestro propio argumento visual, relatando las impresiones personales a través de las fotografías y los vídeos. En ese caso, nuestro cuerpo se deleita con la indagación, y nuestras ideas se plasman en forma de imagen construida desde la motivación personal. Es muy probable que la calle transitada en múltiples ocasiones recobre interés al ser fotografiada.
Entendemos que se necesitan ciertas condiciones para favorecer la experiencia estética, tal y como propone Csikzentmihalyi (1990), ya que el ambiente será determinante en la producción de dicha experiencia. Los museos disponen de un entorno especialmente diseñado para facilitar el encuentro entre el observador y la obra. Además, estamos predispuestos a establecer un cierto grado de aproximación e interés cuando damos el paso de acudir a un museo (o mejor aún, cuando llevamos a nuestro alumnado de visita). El propio objeto estético plantea un desafío al observador, que puede disponer de las habilidades necesarias (información, alfabetización visual y estética, disposición receptiva) para disfrutar de dicha experiencia. Cuanto mayor y más prolongado sea el contacto con las obras, mejor será el conocimiento y el goce que provocarán en el espectador. Para Csikzentmihalyi, el papel del profesorado resulta fundamental en la adquisición de habilidades de percepción estética. Aunque el autor sugiere que hay ciertas personas (él los denomina «seres visuales») que desde la infancia manifiestan ya de forma precoz una mayor habilidad de observación y un interés por los detalles sensibles del mundo que les rodea, lo cierto es que el factor aprendizaje resultará imprescindible para desarrollar su sensibilidad estética. Para todo ello, anima a los niños a realizar actividades que fomenten la observación estética, que impliquen también el visionado de películas, de televisión, y de anuncios publicitarios. En este punto, nosotros aportamos la observación de la ciudad como foco de mensajes visuales, especialmente aquellos que comportan en calidad de mediadores los textos y las letras (vid. fig. 8).
Planteamos una nueva lectura de la ciudad que supone incitar al viaje, al recorrido, al contexto urbano como zona de conflicto en la que la letra se impone como elemento destacado. Podemos reinterpretar la ciudad en cada nuevo recorrido. Cada viaje de la mirada (y del propio cuerpo) generaría de este modo auténticas aventuras educativas, formativas y estéticas. Se puede recomponer cada trayecto, aunque se trate de nuestro paseo cotidiano, con el propósito de interpretar nuevamente factores tan diversos de la ruta como los rótulos de las calles, los anuncios, las fachadas de las tiendas, la decoración de bares y restaurantes, las impresiones sobre vehículos, y desde luego cualquier escultura o pieza artística que pueda contener en su composición las letras o signos que la identifiquen. Tal y como proclama Luis Errázuriz (2006) al defender una educación estética para los ciudadanos, hemos de estar preparados para «desarrollar la sensibilidad estética frente a lo cotidiano y la apreciación y reflexión en torno a las artes».
Para John Berger «cuando se presenta una imagen como una obra de arte, la gente mira de una manera que está condicionada por toda una serie de hipótesis aprendidas acerca del arte» (1980: 17). Dentro de esta tipología de criterios se suele hacer referencia a aspectos como la belleza, la forma, el gusto, el genio, etc. Por suerte, cuando miramos el entorno cotidiano, o incluso cuando paseamos por una ciudad como turistas, no partimos con este tipo de presiones o suposiciones. Según Berger, cuando miramos un paisaje nos situamos en él, mientras que cuando vemos el arte del pasado nos situamos en la historia. El arte del pasado «sigue mistificado porque una minoría privilegiada se esfuerza por inventar una historia que justifique retrospectivamente el papel de las clases dirigentes» –Berger dixit–, aunque puede que este tipo de pronósticos ya no tengan demasiado sentido en la actualidad.
Nos movemos en un territorio fronterizo. Sabemos que estas geografías siempre resultan un tanto arriesgadas para transitarlas. Pero vale la pena intentar gestionar este tipo de aventuras de carácter urbano. Los recorridos de la mirada por las letras de la ciudad generan cambios y acciones en nuestro devenir como espectadores, e incluso como creadores de imágenes si así nos lo proponemos. El alfabeto como medida del atractivo visual de las calles y las ciudades contiene muchas posibilidades a las que nos deberíamos acercar en la medida que pueden favorecer nuestro enriquecimiento visual. Algunos artistas han puesto el énfasis en las letras. También sus obras nos ayudarán en el conocimiento que generamos.