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1. La Meta es la Santidad

La santidad es la meta a la cual estamos llamados. Uno de los secretos de la perseverancia es no olvidarse de la meta.

Permanentemente debemos recordar este llamado.

La gramilla y las malezas crecen rápido; se los arranca, se les coloca productos para que no vuelvan a nacer, sin embargo se las ingenian y vuelven a nacer solos. Aquella planta que llena los ojos, que se cultiva por la flor o por la semilla, hay que sembrarla, cuidarla, resembrarla una y mil veces.

Los vicios en nuestro corazón nacen solos, en cambio las semillas grandes de Dios hay que resembrarlas constantemente porque la agitación de la vida no las deja crecer. Dice San Pablo en 1Cor 1,2: “Pablo saluda a la iglesia de Dios que reside en Corinto, a los que han sido santificados en Cristo Jesús y llamados a ser santos”. El salmo 80 expresa en el versículo tercero: “despierta tu poder, Señor y ven a salvarnos, ven a santificarnos”.

Si nos remontamos al principio, con la caída de Adán, el pecado desbarató el plan divino para la santificación del hombre. El pecado destruyó, desarmó el plan que Dios tenía para que el hombre fuera santo.

Nuestros primeros padres se hundieron en un profundo abismo de miseria, y al hundirse arrastraron a todo el género humano. Durante siglos el hombre gime en su pecado y construye una cima infranqueable donde de un lado está Dios y del otro el hombre. Para llevar a cabo lo que el hombre no puede, Dios promete un Salvador. Esto no pertenece solamente a la etapa previa al nacimiento de Jesús y a la constitución de la Iglesia, sino que se vuelve a reeditar en cada uno de nosotros.

Cuando nuestros padres nos engendran, están utilizando la capacidad que Dios Creador le dio al hombre, pero no pueden darnos la plenitud de la pureza, porque automáticamente nos contaminan con el pecado. En la etapa que va desde que fuimos engendrados hasta el bautismo, reeditamos el tiempo de espera del pueblo de Israel, reeditamos el tiempo de la promesa de un salvador.

La promesa estaba depositada en el pueblo de Israel pero era para todos, y es por eso que nosotros participamos de esa promesa: “y acudirán pueblos numerosos que dirán: vengan, subamos a la montaña del Señor, a la casa del Dios de Jacob; Él nos instruirá en sus caminos y caminaremos por sus sendas” (Is 2,3). Jesús lo confirma: “por eso les digo que muchos vendrán de oriente y occidente y se sentarán a la mesa con Abraham, Isaac, Jacob” (Mt 8,11). “Porque Él quiere que todos se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1Tim 2,4). “Dios amó tanto al mundo que entregó a su Hijo único para que todo el que crea en Él no muera sino que tenga vida eterna” (Jn 3,16).

De esta manera ha amado Dios al mundo: Israel fue el depositario de la promesa y debía transmitirla de generación en generación. Pero en el plan de Dios ya desde el principio, la promesa estaba destinada a toda la familia humana, y en esto se fundamenta nuestra actitud misionera. No solamente la actitud que debía tener el pueblo de Israel, sino nuestra propia actitud misionera, porque la promesa se ha cumplido. Pero claro, no existirá nunca una actitud misionera si primero no se tiene conciencia del mensaje, de la acción redentora, de que la salvación llegó para uno y para todos.

No se puede llamar a los demás a ser santos, si primero no se lo entiende para uno. ¿Cómo se podrá decir que Dios ama si primero no se experimentó que Dios ama? ¿Cómo se podrá decir que Dios llama si primero no se experimenta que Dios llama? ¿Cómo se podrá decir que Dios mandó a su Hijo y que murió en la cruz, si primero no se experimenta que murió en la cruz por uno? Si a nosotros Pablo nos enviara una carta, también, la podría encabezar del mismo modo: “ustedes, llamados a ser santos”.

En función de la consagración por el bautismo, estamos llamados a ser santos. Por lo tanto, la santidad es ofrecida a todos los hombres.

Levítico 11,44: “los santificaré y serán santos porque yo soy santo”. Jesús lo puntualiza mucho más en Mateo 5,48: “sean perfectos, como perfecto es el Padre Celestial.” ¡Qué expresión tan cargada de un ideal alto, de una meta alta, llena de esperanza! “Sean perfectos como el Padre Celestial es perfecto”. Jesús, en el sermón de la montaña, se lo estaba proclamando a la multitud que lo seguía. Allí estaban todos, inclusive muchos que no entendían quién era Él. Pero igualmente les decía: “sean perfectos...” Esto marca una pauta muy grande para toda la vida de la Iglesia: no hacen falta pedestales para ser llamados a la santidad.

Todos estamos llamados a la santidad. ¡Con cuánta mayor razón quienes han dado pasos más cercanos en la relación con Dios! Porque han continuado el crecimiento en la vida de santificación, recibiendo sacramentos y hasta preparándose para vivir con Él. Por lo tanto, existe la posibilidad de ser santos. Jesús da los medios en Juan 10,10: “Yo he venido para que tengan vida y la tengan en abundancia, he venido para darles los medios para alcanzar la santidad”. La Iglesia marca el llamado a la santidad para todos los bautizados, no sólo para la jerarquía.

Esta conciencia que tiene el pueblo de esperar que el sacerdote o la religiosa sean santos, ¿no será porque en definitiva el pueblo sencillo capta que tienen más medios para poder alcanzarlo? ¡Todos están llamados! Todos pueden y tienen la gracia suficiente, pero parece que algunos tienen algo más que lo suficiente. Si para todos es deber responder a este llamado por estar bautizados, cuánto más para quienes viven una consagración. La tarea misionera y evangelizadora recuerda y nos recuerda que se está llamado a la santidad.

Santa Teresa de Jesús dice: “no puedo entender qué es lo que temen para ponerse en el camino de la perfección; estamos llamados a la santidad”. Uno puede preguntarse: ¿cómo santificarse? ¿Qué hacer para santificarse? Dice san Pablo en 1Cor 1,4: “doy continuamente gracias a Dios a propósito por la gracia que les ha sido otorgada en Cristo Jesús”.

La comunidad cristiana está llamada a la santidad, pero al mismo tiempo tiene una gracia para alcanzar esa vida de santidad. Por eso, San Pablo da gracias a Dios, porque le fue otorgada en Cristo Jesús. Esta gracia llega a la humanidad, a todos los hombres, a través de los méritos infinitos de Jesús.

Jesús, cuando muere en el sacrificio de la cruz, obtiene méritos infinitos para saldar la deuda que la humanidad tenía con Dios, que era infinita. La falla del ser humano, la ofensa, se mide no por quien ofende sino por a quién se ofende. No es lo mismo ofender a una persona que pasa por la calle que ofender al presidente de la nación. Los dos son personas humanas, pero una de ellas tiene un cargo diferente, una responsabilidad diferente en la comunidad humana; entonces es más grave ofender al presidente de la nación.

El pecado del hombre ofende a Dios. Dios es infinito. Por eso, el pecado siempre se transforma en una ofensa infinita. Esto significa que jamás el hombre por el hombre mismo puede repararla. Cuando uno va a confesarse y el sacerdote da una penitencia, ésta tiene un sentido reparador, pero es nada más que simbólico, porque nunca se podrá reparar la ofensa a Dios. Para reparar la ofensa a Dios hubo que esperar la venida de Jesucristo. Él también es Dios y podía poner un mérito infinito y ser el único capaz de saldar la deuda que tenía la humanidad. Esta gracia que proviene del mérito infinito de Jesús es concedida a cuantos creen en Él. Por lo tanto, fue concedida en el momento que se recibe el don de la fe, el día del bautismo.

El bautismo ha depositado en el cristiano el germen de la santidad: la gracia, germen fecundo que hace participar de la vida divina. Germen capaz de producir frutos preciosos de vida santa y de vida eterna, siempre y cuando la criatura colabore de buena voluntad a su desarrollo. Hay que entender: la santidad la da el Señor, uno colabora. No es que uno tenga que esforzarse y la gracia colabora.

Todos los cristianos han recibido este don, por lo tanto todo cristiano puede hacerse santo. No hace falta hacer grandes obras para ser santo. Es necesario hacer fructificar, con la ayuda de Dios, la gracia recibida en el bautismo. Entonces, todo bautizado, automáticamente, es un santo de derecho. Pero no se puede quedar con el derecho, hay que serlo, también, de hecho, llevando una vida santa. Y se lleva una vida santa haciendo obras dignas de un hijo de Dios, de alguien que ha sido salvado y redimido por Cristo. Que el pensar, hacer y decir sean dignos de Aquél que murió por uno y por todos.

La gracia santificante la da el Señor constantemente a la Iglesia de la cual somos miembros. Tonto se es cuando no se sabe aprovechar de ella. Para que la gracia de Cristo dé frutos de santidad, es necesario que transforme por entero la vida humana, para que de este modo, quede santificada en todas sus actividades. No hacen falta grandes obras, pero que en la actividad se note una vida de santidad, la gracia de santificación. Los pensamientos, van a responder a los frutos de santidad que conlleva la gracia de Cristo. En los afectos, en las intenciones, en las obras, en todo, va a mostrarse la santidad.

Parecería poca cosa insistir en los detalles de la vida del cristiano, en los detalles de la vida comunitaria. Pero en el detalle también aparece la vida de santidad. Si no manifiesto frutos en el detalle, es porque todavía me falta ¡y mucho! Falta que fructifique más la gracia de Cristo en la santidad de nuestra vida.

El detalle negativo está denunciando que aún la propia vida no está plenamente transformada, que aún no se ha buscado el choque entre la gracia de Cristo y la vida, que no logra embestir para transformar. En la medida que la gracia crece y madura en el creyente, va ejerciendo en él un influjo cada vez más amplio y profundo, transformando hasta las mismas raíces. Cuando ese influjo se extiende efectivamente hacia todas las actividades, las orienta sin excepción hacia la voluntad de Dios y a su gloria.

Días pasados, leyendo un libro sobre el fundador, encontré una definición muy simple: el fundador es un hombre que hace lo que Dios quiere que haga. La voluntad de Dios la descubrimos a través de lo que Cristo quiere de nuestra vida. Cuando todas las actividades, el propio accionar responde sin excepción a la voluntad de Dios, entonces la vida alcanzó el objetivo que se había propuesto: ser cristocéntrica.

La santidad no existe en la grandiosidad de las obras exteriores ni tampoco en las riquezas de los dones naturales que da Dios. La santidad consiste en el pleno desarrollo de la gracia y de la caridad recibida en el bautismo. En la medida que se desarrolle esa gracia y la caridad, o sea, el amor de Dios derramado en nuestro corazón el día del bautismo, uno será santo.

El más humilde de los fieles, sin grandes dotes humanas, sin cargos, sin grandes misiones, puede llegar a la santidad. También lo dice Jesús: “te alabo Padre, Señor del cielo y de la tierra, por haber ocultado estas cosas a los sabios, a los prudentes y haberla revelado a los pequeños” (Lc 10,21). Un niño discapacitado mental aparentemente no tiene dones naturales, ninguna misión concreta y, sin embargo, tiene el don de la santidad y va al Cielo.

En el Seminario había un sacerdote que siempre nos recordaba el tema de la santidad, aunque de un modo equivocado. Siempre nos atacaba con la misma pregunta: ¿tú eres santo? Nunca pude responder si lo era o no; para él la santidad consistía en hacer determinadas cosas, en el propio esfuerzo de cada uno. Entonces, como no lo eras, no podías evangelizar ni trabajar en una parroquia. De todos modos, yo le agradezco a Dios que lo haya puesto en mi camino, porque despertó en mí, al menos, el intento.

Tiene que haber en el corazón un fuerte anhelo de santidad, pedirla una y mil veces, constantemente. Santa Teresa de Jesús decía: “por el valle de la humildad...” Si no le doy espacio a Jesús y a su gracia, difícilmente produzca frutos en mí. Para Teresa de Calcuta: “amar es santidad”. Es verdad, porque el santo ama, lo hace profundamente.

Podemos decir que la santidad es llegar a esa transformación de sentimientos, mente y corazón, para que a cada instante sea Cristo sintiendo, pensando, amando en uno; de modo que cada minuto de la vida llegue a ser un minuto de Dios en uno, para los demás.

Cristo decide en mi vida

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