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3. Amar a Dios

Marcos 12,28-34

Ante la pregunta que un letrado de la Ley le hace a Jesús, éste responde con mucha claridad. Lo que no significa que siempre lo entendamos con claridad. “Escucha, Israel: el Señor nuestro Dios, es el único Señor. Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser. Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay ningún mandamiento más importante que éstos”.

El Señor afirma que amar a Dios y al hermano, vale mucho más que sacrificios y holocaustos ofrecidos para Él. No cabe la menor duda que un sacrificio, una promesa, algo que nos cuesta, al brindárselo a Dios vale... pero vale infinitamente menos que amarlo.

Se genera entonces la siguiente serie de preguntas: ¿qué significa amar a Dios? ¿Qué es amar a Dios? ¿Cuál es el alcance de esa expresión de Jesús: “Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser”? Podemos decir: “yo lo quiero a Dios con todo mi corazón”. Al comparar con la expresión de los novios que se dicen mutuamente: “yo te quiero con todo mi ser, con todo lo que soy”; o cuando el hijo le dice al papá o a la mamá: “te quiero un montón, te quiero más allá del cielo”... Pareciera que estas expresiones significaran mucho. Pero... ¿será así? ¿será que estoy amando?

Todo esto es expresar solamente un sentimiento, y es bueno expresar un sentimiento tan grande: “yo amo a Dios infinitamente”. Es un hermoso sentimiento, muy noble, muy grande. ¿Lo llevamos a lo concreto? Porque nos podemos quedar solamente en las palabras lindas de una frase elaborada. ¿Qué significa todo ese sentimiento en lo concreto? ¿Cómo podemos llevar, proyectar esa expresión a nuestra vida real, a la vida de todos los días, de cada momento? De lo contrario, como se afirmó anteriormente, nos quedamos en palabras, en sentimientos superficiales. Pero Jesús dijo: “... con todo el corazón, con toda el alma, con toda la mente, con todo el ser”.

Si unimos lo dicho por Jesús a otras muchas expresiones, que generalmente encontramos en San Pablo, cuando le habla a las primeras comunidades, descubriremos qué significa llegar a amar a Dios con un corazón que ama como ama Dios. Porque si no, no es compromiso decir: “yo te quiero mucho, Señor”. Tenemos que amar lo que ama Dios, lo que quiere Dios.

“Con toda tu mente”. Pienso en Dios todo el día... ¿Bastará sólo con eso? No. Que mi mente, mi capacidad de pensar, lo haga como piensa Dios.

Cuando vamos haciendo este proceso de maduración de nuestro corazón y de nuestra mente, también avanzamos en el logro de que el corazón ame lo que ama Dios y que la mente piense como piensa Dios; recién en ese momento, podremos decirle al Señor: “te amo infinitamente”.

Amar es la capacidad de darse plenamente uno al otro. A la vez, Dios nos dijo, a cada uno, que nos ama. Es darle lugar a que Él esté en uno.

¿Por qué existen los celos? (los naturales, no los enfermizos). Porque cuando uno ama, pone parte de su ser en otro.

Quien ha vivido amistades muy profundas, ha vivido la experiencia de llegar a ser entre los dos plena unidad, una sola sustancia, sabe que amar es poner parte de su ser en el otro. Más aún: los que se aman se van haciendo muy parecidos. Es el caso de los matrimonios, se los ve muy parecidos desde afuera, aunque aún existan diferencias. Ocurre que, si tomamos como parámetro un total de cien puntos, es probable que coincidan en noventa y siete y aquellos pocos puntos que faltan, son los que a ellos les parece que los están haciendo sentir alejados, porque miran el problema desde dentro. No obstante, en el caminar juntos, esos puntos de divergencia se irán reduciendo. Vemos, además, que tienen el mismo modo de pensar, que hacen las mismas opciones, que defienden los mismos valores. En una palabra, fueron amando lo mismo.

¿Cómo es entonces, decimos que amamos a Dios, y pensamos tan distinto a Él? ¿Cómo podemos decir que amamos a Dios, mientras nuestro corazón no ama lo que Él ama? ¡A veces hay tanta diferencia! Sólo se puede decir a Dios: “te amo sobre todas las cosas”, cuando se está amando lo que Él ama. La voluntad quiere lo que Él quiere, cuando se está pensando lo que Él piensa, cuando la inteligencia concibe las cosas como las concibe Él. En definitiva, es el trabajo de la fe. Como decía Boecio: “la fe es ver como con los ojos de Dios”.

Cuando la fe es trabajada en uno como capacidad de ver como Él ve, se está amando lo que ama Él y desechando lo que Él no ama. Pensando como Él piensa y no pensar lo que Él no piensa. Si es así, podemos decirle: «Señor, realmente te amo».

“Amarás a tu prójimo como a ti mismo”. Lo plantea Jesús como segundo mandamiento, aunque muy cerca del primero, porque prácticamente, es igual al primero. Aparecen aquí dos amores; a uno de ellos Jesús lo está dando por supuesto: “como a ti mismo”. No es pecado amarse a uno mismo. En oportunidades pensamos: esta persona es egoísta porque se quiere a sí mismo. No, el egoísta no se quiere a sí mismo, porque hay algo que le molesta dentro de su propia vida que no termina de “digerir”, que no lo hace feliz.

Amarse a sí mismo es querer lo mejor, el bien, la felicidad para uno, porque para eso hemos sido creados. Es querer la salvación, porque hacia allá vamos, al encuentro definitivo con Dios. Amarse a sí mismo es querer todo eso para sí. Por eso, el Señor dice: “ama a tu prójimo como a ti mismo”. Si uno quiere el bien para sí, la felicidad y la salvación para sí, hay que desear también para el otro: su bien, su felicidad y su salvación. Y quererlo significa ponerse a su servicio.

Entonces: nada más grande para brindarnos a Dios, que amarlo. Amarlo significa: con todo nuestro ser, corazón y mente. Esto implica que el corazón ama como Él ama: ama a todos.

Cristo decide en mi vida

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