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Оглавление2. Hombres Nuevos
Ezequiel 36, 22-38
“...Les daré un corazón nuevo, y pondré dentro de ustedes, un espíritu nuevo. Les quitaré del cuerpo el corazón de piedra y les pondré un corazón de carne. Les daré un corazón nuevo...”
Convertidos, fascinados por Cristo Jesús, para ser hombres nuevos.
Cuando el corazón de una persona está enfermo, le impide hacer de todo y tiene que estar dependiendo permanentemente de medicinas. Tiene que controlarse, porque no está bien su salud.
Pero un día, en una intervención quirúrgica le colocan un nuevo corazón y comienza a tener otra vida. Ya no vive como antes, limitándose de todo, sino que cambió su corazón herido por un corazón nuevo y su vida comienza a ser nueva. Puede hacer lo que antes no hacía, tal vez comenzar a trabajar y dejar las medicinas anteriores.
Hay cristianos, que como este hombre con corazón enfermo, llevan una vida precaria, enferma, deprimida; actúan poco, mal y con desgano.
A veces los cristianos van por la vida, con desaliento, vencidos. Arrastran la cruz. Para ayudarse se sirven de ciertos medicamentos: algunas normas que cumplen, o cierto miedo a Dios, hacen alguna oración y participan de la misa más en cuerpo, que en espíritu. La palabra en Ezequiel: “les daré un corazón nuevo y les infundiré un espíritu nuevo. Arrancaré del pecho el corazón de piedra y les daré un corazón de carne”, vale para el de fe débil, para el que vió fracasar sus ilusiones
Aquella persona que tuvo que operarse para poder vivir de un modo nuevo, con el corazón que le implantaron, no solamente cambia el ritmo de su sangre o de su corazón, sino toda la vida.
Lo mismo ocurre con la conversión, con este corazón nuevo que da el Señor, corazón de carne que reemplaza el corazón de piedra. La conversión es un cambio que afecta a toda la personalidad, sobre todo a la afectividad, ya que la conversión constituye el núcleo de la afectividad del hombre. La conversión no se reduce a admirar intelectualmente al Señor y apreciar los valores evangélicos, sino que es sobre todo, dejarse fascinar, atrapar por Él.
Enamorados, seducidos y fascinados: todo esto pasa por la afectividad del hombre.
La adhesión de nuestro ser al de Cristo es una acción afectiva, no es intelectual. Por supuesto que después la mente y el corazón tendrán que adecuarse a la mente y al corazón de Cristo. Nuestro modo de pensar y amar tendrá que ser el modo de pensar y amar de Cristo, pero, la primera adhesión a Jesucristo es afectiva. Nos fascina Él, ¡corazón nuevo, espíritu nuevo! Corazón de carne, no corazón de piedra. Corazón de amor.
El hombre nuevo se define por un hombre de amor. Amor que cambia toda la vida. Sólo el amor cambia totalmente la visión de la vida y la relación con las personas y las cosas. Cuando el amor penetra el corazón de alguien seguramente que éste comienza a ver la vida, sus circunstancias y a los demás de un modo diferente.
Es muy común, especialmente en pueblos o ciudades pequeñas, donde la gente se suele ver todos los días, después de la conversión, del encuentro con Cristo, se la ve distinta.
Hay un corazón cambiado, la cara que antes no le decía nada, hoy le dice mucho. Cuántas veces ocurre que entre vecinos todo les molesta: Las travesuras de los chicos de al lado, cuando ponen la televisión con alto volumen o que la gallina del vecino se pase de lado y les coma la lechuga de su huerta y mucho más. Pero un día, se conocen más o comparten una experiencia o fueron los dos al Encuentro de Matrimonios, y de allí en más, no solamente, no les molesta más lo que los otros realizan, sino que les parece positiva la convivencia. Cambió el corazón.
Hay un ejemplo de la conversión de un matrimonio. Vivían en una ciudad relativamente chica y enfrente de su casa había un matrimonio de dos viejitos, que no les importaba nada de ellos
Cuando él volvía del trabajo, a veces cansado o apurado, llegaba en el auto, bajaba; el viejito lo saludaba con la mano y él le contestaba de mala gana. Pensaba: “este viejo siempre me saluda y me saca del tema que tengo en la cabeza”. Hicieron el encuentro y cambiaron el corazón. Cambiaron en su familia. Pero también, cambiaron hacia fuera.
Hacia afuera había dos viejitos que ellos no sabían lo que les pasaba. Se acercaron y encontraron toda una realidad durísima, tristísima. El viejito enfermo y la viejita casi ciega; ella solita hacía la comida para los dos; la casa con una mugre impresionante, ya que ella casi no se podía mover, no veía y no podía limpiar. Él poco podía moverse. Aquellos dos ancianos que la mayor parte de los días no le decía nada, o que molestaba su saludo, de pronto se transformó en una gran ocasión de amor.
Asearon al viejito, lo hacían curar, lo acompañaron, hasta su muerte. Ellos estuvieron siempre a su lado, limpiaron la casa, le ayudaban con las comidas. Algunos días preparaban dos porciones más en su comida y se la alcanzaban ya hecha. Cuando quedó sola la viejita la acompañaron hasta que se la llevó un familiar.
Encontraron vecinos nuevos. Porque ellos eran nuevos. Jesús puso un corazón nuevo. Sacó el corazón de piedra que hacía mucho daño a su propia familia y a sus alrededores y se lo cambió por un corazón de carne.
¿Por qué un padre, una madre, son capaces de quitarse el pan de la boca por sus hijos? Renuncian, a veces, al sueño, al descanso. Cuando llega un hijo, lo reciben con tanta alegría, amor, sin rezongos se levantan cada tres horas a la noche o tienen en sus brazos al niño que está llorando ¿Por qué hacen todo esto? Por amor, no por otra cosa. Por otro lado, tantos que salen al cruce de una necesidad del otro, familiares, nietos, yerno, nuera, hijo. Cuando un papá o una mamá donan un órgano a un hijo, lo hace porque ama a ese hijo.
Estas realidades humanas nos ayudan a descubrir el amor, para motivarnos a actuar con un corazón nuevo, con un cristianismo vivido, convertido, en las exigencias del Evangelio, que pide que amemos dando absolutamente todo lo nuestro, siendo un Evangelio no de opresión sino que nos presenta una gozosa liberación en el amor.
Quien ve al Evangelio como un peso, vive con un corazón de piedra. No sabe compartir, todavía no se ha fascinado por Jesucristo. No le ha dado la oportunidad a Dios de arrancar su viejo corazón y ponerle un nuevo corazón.
A veces en nuestras homilías, guías, consejos, orientaciones, cuando escuchamos de alguien: “a mí me cuesta levantarme temprano, hacer tal cosa, estudiar, tratar con tal persona”, se le dice, ofrézcanselo a Dios.
¡No!... lo que te cuesta no se lo ofrezcas a Dios. ¡Escóndelo!, porque es tristísimo que te cueste. Lo que no te cuesta ofréceselo a Dios porque es grande. Si esta persona te cuesta cómo le vas a ofrecer a Dios el trato con ella. Si está costando es porque no se la ama. Es tristísimo que cueste el trato con esta persona.
Si se tiene un espíritu grande, se es capaz de amar, por lo tanto, no va a costar tratar con ella, aunque haya que soportar muchas cosas. Aunque haya que poner la cruz de esa persona sobre el propio hombro.
Qué le dirían a una mujer que dice que le cuesta estar al lado del esposo enfermo. ¡Cómo le va a costar estar al lado del esposo enfermo! Si lo ama, lo hace con mucho gusto. O si está enfermo el hijo, y la madre todo el día reniega, diciendo que está cansadísima, sin dormir, porque el hijo está enfermo. ¿Qué pensarían?
Las cosas que cuestan no hay que ofrecérselas a Dios porque son las tristezas que se acarrean. Lo que se debe ofrecer a Dios son las cosas positivas. Cuando se tiene un corazón capaz de amar.
Tenemos que ir creciendo, hay situaciones que hoy cuestan y mañana no. Cuando no cueste, entonces se lo ofrecemos a Dios, no ahora que cuesta.
Que diríamos de un novio que dice que tuvo que hacer un sacrificio bárbaro, porque trabajó horas extras para hacer un regalo a su novia. Tristísimo. La expresión más clara de un amor maduro es la espontaneidad. La alegría, la satisfacción del servicio a la persona que se ama.
Con alegría... servir, servir, servir. La vida, cuando es alegría, es también servicio. Se imaginan un sacerdote que dice: “a mí me cuesta la Misa, me canso en la Misa” ¡Qué triste! Es un servicio tan grande a Cristo y a la comunidad. Amén, de que es realmente un encuentro con Cristo. La Misa no puede cansar nunca. O como aquel seminarista que dice: “tuve que ayudarle dos Misas al padre, ¡estoy cansado!” ¡Qué poca capacidad de amar!
El culmen del amor es cuando se llega a una actitud psicológica, en la cual, ya no se puede no amar.
Se transforma de tal manera la capacidad de amar y el amor como acto concreto, que el amor brota espontáneamente, habitualmente.
El hábito produce en nosotros como una segunda naturaleza. Los hábitos pueden ser buenos o malos. Cuando son buenos les llamamos virtudes y a los malos les llamamos vicios.
Una persona que logró el hábito de contestar bien, siempre contesta bien. No puede contestar mal, porque tiene el hábito de contestar bien. Cuando se hace naturaleza en uno, no se piensa, ya se actúa de modo natural.
La persona que adquiere el hábito de responder siempre ante las necesidades del otro actuará en consecuencia. Con el amor pasa lo mismo. Hay que llegar a que cada minuto de la vida se ame sin que cueste. Aunque sea la situación más difícil. Espontáneamente brota. Es el trabajo que hay que ir realizando; e ir disponiéndose a que Jesús vaya haciendo su obra en un corazón nuevo.
La persona que quiere amar de verdad no puede dejar de hacer feliz a la persona amada. El que tiene el hábito de amar, no puede no hacer feliz a quien ama. Cuando hace infeliz al que ama es porque no lo ama, o porque aún tiene que crecer mucho.
Veamos el caso de alguien que esté perdidamente enamorado. No puede no hacer feliz a la persona que ama. Quiere hacerla feliz. Es el caso de los santos. El amor para los santos no es una exigencia, sino una necesidad.
Cuando alguien logra el hábito de amar, tiene necesidad de amar. Para quien logra la necesidad de amar, es mucho sacrificio ser egoísta, porque tiene que ir contra el requisito que ya creó en su ser.
Nuestro ruego a Cristo debe ser pedirle un corazón nuevo, un espíritu nuevo. Nunca dejo de pedírselo. Todos los días. Le pido mi conversión, que Él haga en mi vida el corazón nuevo que necesito.
Cuando uno se convierte de corazón, cuando Cristo va modelando en el corazón de carne, va dando la oportunidad de pasar de la moral del “tengo que”, a la mística del “con mucho gusto”. Es decir, paso del “tengo que cumplir”, hacer esto o lo otro –así pesa, cuesta, no gusta, pero hay que hacerlo– al “con mucho gusto” hago esto.
Sucede cuando vive dentro del cristiano el hombre nuevo, resucitado. Cuando actúa movido, no por obligaciones, sino por el espíritu de los hijos de Dios. Es cuando vivir, es vivir en Cristo; es darle rienda suelta al amor; es realizar todo con mucho gusto.
No es el esposo más fiel el que resiste mejor las tentaciones de infidelidad, sino aquel para el cual la infidelidad es cada vez menos atractiva. Ni se le pasa por la cabeza porque vive tan sumergido en el amor a su esposa, que no ve las ocasiones de infidelidad.
Lo mismo el cristiano. El que tiene que estar viviendo del “tengo que”, está constantemente relacionado con alguna tentación de “no tengo que” o “no quiero que” o “no puedo”. En cambio, el que “con mucho gusto” va viviendo todo, cada vez está más lejos de la tentación del egoísmo, del yo, del no al compromiso.
Cristo vino a cambiar el corazón. A un alto precio. Es que la operación del corazón tiene un alto precio y mucho riesgo. Se necesitan grandes cirujanos, especialistas, aparatos de tecnología de última generación.
El corazón de carne que Jesús quiere poner en nosotros a cambio del corazón de piedra, también tuvo un alto precio. El precio de la entrega en la cruz. Toda su vida, su ser, su sangre derramada por esa operación, para quitar el corazón de piedra y poner un corazón de carne, para que quede atrás el hombre viejo y comience a ser el hombre nuevo. Para que deje la moral del “tengo que” y pase a la mística del “con mucho gusto”. Jesús viene a decirnos que nuestros comportamientos fluyen de la conversión del corazón.
El mensaje cristiano siempre es buena noticia. El anuncio de la liberación del hombre y la misma liberación la produce el amor. Las cadenas de las que debemos ser desatados se encuentran siempre, sobre todo, en nuestro corazón. Por eso, permitamos a Jesús este accionar, día tras día, minuto tras minuto, momento tras momento. No interesa si aún está lejos la meta. Lo importante es que se vaya caminando hacia ella. Somos seres humanos con etapas de crecimiento.
Es mucho más importante, fructífero y real, estar pasando del escalón uno al dos, en una escala de cien, que estar sentado en el cincuenta. El que está sentado en el cincuenta es muy probable que mañana esté en el cuarenta y nueve. El que está pasando del uno al dos ha dejado su corazón de piedra en manos de Jesús y le está permitiendo que Él vaya, poco a poco, transformándole ese corazón en uno de carne. Una operación de corazón lleva muchas horas. Jesús también se toma su tiempo. Nos va acompañando en una pedagogía de la paciencia.
Los grandes santos llegaron a la necesidad de amar. No fue de un día para el otro. Fueron luchando, confesándose, pidiéndole a Jesús no volver a ese hombre viejo que tenían antes. Por eso fueron santos, porque lucharon, no bajaron nunca los brazos y permitieron que el amor viva plenamente en su corazón.
Pidámosle esa gracia a Jesús. A lo mejor nos la da como a algunos en un instante. Pero, normalmente la mayoría de las veces es un momento fuerte y desde allí, poco a poco, lentamente va modelando el corazón y lo va haciendo cada vez más perfecto.
La Madre Teresa de Calcuta, una religiosa mediocre, de la que nadie daba nada por ella, débil y enferma, un día descubre que Jesús era el que cambiaba el corazón. Se produce una gran conversión y ella da el gran salto. Aquel momento fue importante y después dejó todo el corazón a Jesús para que Él fuera modelándolo, haciéndolo cada vez más grande. Y aquella figura humana diminuta hace que su corazón sea muy grande. Pongo este ejemplo. Se pueden poner miles. Son legiones los que han sido santos.
¿Cuándo llegaremos a amar lo que es auténtico? Cuando lleguemos a amar lo que Cristo ama. Para esto es muy importante que recordemos nuestro Bautismo, donde surge el hombre nuevo. El Bautismo exige ser coherente. En las aguas del Bautismo sumergimos y ahogamos nuestro hombre viejo y brota y nace el hombre nuevo.
Los paganos cuando se bautizaban, se colocaban otro nombre. Ya no se llamaban del mismo modo, eran otra persona, hombres nuevos. Dejaban la ropa que tenían, tiraban todo, porque nada servía de las pertenencias del hombre viejo.
La realidad del pecado, del hombre viejo, debemos dejarla de lado, porque ya la enterramos en el Bautismo. Ha quedado sumergida. Cuando nos recuerdan el Bautismo se nos pide la coherencia.
El significado del agua nos da justamente más luz para entender el Bautismo. Al agua la usamos para dos cosas, para destruir y para dar vida. Cuando el piso está sucio, se lo lava con agua y elimina todas las manchas. Una camisa con una mancha, se la coloca en el agua y ésta limpia la mancha. Si se olvida la camisa se destruye también.
El agua tiene un poder destructor mucho más grande que el fuego. En un campo prenden fuego y al otro día lo aran. Un campo se inunda y tal vez no sirva nunca más. Lo lava de tal modo, que le destruye todas las riquezas. Una casa, se prende fuego y queda la estructura; si se inunda no queda nada, ni rastros. También, al agua se la utiliza para la vida. Donde no hay agua, no hay vida. No hay plantas, ni animales, ni hombres.
En el Bautismo, en esa agua destructora se introdujo el hombre viejo, el del pecado. Tratemos de que no vuelva a aparecer. De esa agua nació la vida nueva de los hijos de Dios, el hombre nuevo. Los primeros cristianos vieron en la piscina, el lugar donde se bautizaban, una sepultura y un seno. La sepultura, donde muere el hombre viejo, y el seno, donde surge la vida.
• Empezar una vida nueva (Rom 6, 3).
• Nacer de nuevo (Jn 3,3).
• Ser hombres nuevos (Ef 4, 22).
• Ser nueva creatura (2Cor 5, 17).
• Nuestro hombre viejo ha sido crucificado (Rom 6, 6).
• He sido concrucificado con Cristo (Gal 2,19)
Mi vivir es Cristo, decía Pablo (Fil 1,21). Que nuestro corazón sea de verdad el hombre nuevo. Mi vivir es Cristo. Cristo me hace nuevo.
La conversión es la cristificación del discípulo con el Señor. Es unirse, cristificarse con Cristo. Hacerse una sola cosa con Él. Dejarse llevar por Cristo. Dejarse conducir por su Espíritu. Dejarse convertir en otro Cristo. Identificarse con Él. Que cuando nos vean, vean a Cristo.
El Abat Pierre había ayudado generosamente a un padre de una familia numerosa en las afueras de París, a levantar una humilde casa. Este padre de familia era ateo. Frente al testimonio del sacerdote le dice: “No sé si existe ese Jesús que dicen los cristianos, pero si existe, debe ser como eres tú”.
¿Qué más quisiéramos que digan esto de cada uno de nosotros? Que un ateo venga a decirnos: «Si existe Jesús debe ser como tú».