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CAPÍTULO I

Las paradojas de la libertad

El mayor logro del nuevo complejo cognitivo-militar es que la opresión directa y obvia ya no es necesaria: los individuos están mucho mejor controlados e «impulsados» en la dirección deseada cuando siguen experimentándose como agentes libres y autónomos de sus propias vidas.

Slavoj Žižek

I

La capacidad del Sistema para capturar el sentido común de la época constituye uno de los problemas ineludibles a los que debe enfrentarse el pensamiento emancipatorio, aquel que todavía piensa en términos de la dialéctica «individuo-colectivo», que quiere seguir apostando a una sociedad en la que se puedan conjugar los deseos de libertad con las demandas de igualdad. Ese «sentido común» que hoy parece corresponderse con una claudicación de los principios de la igualdad en detrimento de lo común, de lo público y de lo participativo-político, tiene uno de sus pilares en la naturalización de la idea (performativa) de libertad asentada en la tradición del viejo y del nuevo liberalismo (con las consiguientes diferencias que no hay que dejar de señalar entre la doctrina promovida por John Locke y la que en la actualidad lleva el nombre de neoliberalismo, diferencias que giran alrededor de una escisión, cada vez más abismal, entre el individuo llamado al goce solipsista del consumo y el antiguo concepto de responsabilidad del yo para con la comunidad que subsistía en aquel liberalismo anglosajón de los siglos XVIII y XIX, y que todavía giraba alrededor de valores universales que, eso sí, se correspondían con los intereses, las necesidades y la forma de dominación de la burguesía emergente de la revolución industrial. El caso emblemático es el de la relación entre ideólogos del liberalismo –como John Locke, Thomas Jefferson o John Calhoun– y la continuidad del sistema de esclavitud[1]). La hipérbole de un individualismo salido de cauce, absolutamente autorreferencial y de espaldas a lo común, constituye el centro de la deflagración de la vida social contemporánea. Si bien es posible y necesario seguir la línea genealógica que va del liberalismo clásico al neoliberalismo, es también fundamental destacar sus diferencias, en especial aquella que nos ocupa y nos preocupa en este capítulo y que se relaciona directamente con la cuestión del individuo y la libertad. La novedad tiene que ver con esa hipérbole que lleva al individuo a un radical desplazamiento entre él y la sociedad, haciendo del Yo el eje del mundo representado sin prestar atención a la paradoja a la que es sometido por las demandas del mercado: su masificación consumista y su solipsismo ignorante de las redes que lo conectan con un orden que determina su existencia en grados asfixiantes, pero recubiertos por la fantasía de una libertad nacida supuestamente de su propia voluntad.

En la exacerbación de este carácter egoísta se monta la estrategia de un Sistema que no ha dudado en dinamitar la relación, siempre compleja y no exenta de conflictos, entre la tradición igualitarista y la tradición de la libertad individual (precisamente señalo lo de «individual» como uno de los rasgos, no el único, de la idea y la práctica de la libertad que ha sido sistemáticamente empobrecida a medida que se fue desplegando el dominio planetario del capitalismo). Ese llamado al goce paga el precio de transformar al individuo, no en el centro de una sociedad capaz de seguir arbitrando los vínculos intersubjetivos a partir de la defensa de lo común, sino como puro mecanismo de un poder económico fragmentador que busca despolitizar, a la par que mercantiliza, todas las relaciones en el interior del mundo social (una extendida forma de la intemperie y la desolación asolan la cotidianidad de los habitantes del tardocapitalismo). «Las políticas sociales destinadas a disciplinar a las poblaciones vulnerables –escribe con elocuencia William Davies, que hace foco en esas nuevas formas de intemperie y desolación que van acorralando a amplios sectores populares y de clase media– se han vuelto igualmente increíbles. De acuerdo con el régimen de “sanciones de prestaciones” británico, las prestaciones sociales en dinero pueden suspenderse repentinamente durante un mes por incumplimientos triviales, sin ningún sentido de razón procedimental acerca de cómo se aplicarán las normas. Un hombre sufrió un infarto cardiaco de camino a una cita, pero aun así lo sancionaron; otro perdió su prestación por ir al entierro de su hermano y no poder contactar con el centro de empleo. Más de un millón de británicos han sido sancionados por una razón u otra. Miles han muerto después de que los gestores privados subcontratados por el Estado para administrar el nuevo modelo de work-fare los declarasen “aptos para trabajar” y les retirasen sus prestaciones por discapacidad. Las políticas sobre el mercado laboral incorporan ahora dudosas técnicas de activación conductual, desde programación neurolingüística hasta lemas autopublicitarios. Los participantes deben leer “afirmaciones” como “Mis únicas limitaciones son las que me pongo a mí mismo”, que son casi cómicamente distantes de la realidad de quienes viven con bajos ingresos, enfermedades crónicas y miembros dependientes en la familia»[2]. Tomando el caso británico, que no es el más grave ni el peor del capitalismo avanzado, Davies muestra la precariedad y la fragilidad de la vida de los trabajadores en el neoliberalismo, el avance demoledor de políticas que van destruyendo sin misericordia no sólo los antiguos derechos ganados en los «treinta gloriosos» años de posguerra sino convirtiendo la «libertad» en un dispositivo que habilita el desamparo y la exclusión de millones. Ejercer la libertad como un modo directo de vulnerar los propios derechos, ser autorresponsable de la pérdida de aquello que debería garantizar una vida digna, he ahí la gran paradoja del ejercicio neoliberal de la «libertad de elección», que se vincula, a su vez, con la hipérbole de «la deuda» en el interior de una sociedad que ha hecho del endeudamiento asociado a la culpa un mecanismo sutil y terrible de sujeción y de apropiación del futuro. El otro rasgo, sobre el que habrá que volver, es el de la reaparición, bajo nuevas condiciones, de lo sacrificial en el interior de la sociedad del tardocapitalismo, allí donde el Sistema ha logrado convencer a una gran parte de la ciudadanía de que debe «sacrificarse en beneficio de la reconstrucción de la macroeconomía». Culpabilizar a los usuarios de los sistemas de salud y jubilación, arremeter contra el «excesivo gasto público», introducir el concepto neopuritano de «austeridad», mientras se rescata a los grandes bancos con el dinero de las arcas estatales sólo se ha vuelto posible cuando, a la par, se logró despertar el sentido de lo sacrificial. La descomposición del Estado de bienestar corre pareja con una doble, y aparentemente contradictoria, percepción social: por un lado, el llamado al goce consumista y a la ruptura de los lazos de responsabilidad entre individuo y sociedad, y, por otro, el reclamo al gran sacrificio sin el cual se vuelve imposible recuperar la salud económica. Un individuo que se ha vuelto autorreferencial, que vive en una atmósfera social de fragmentación y ruptura de los vínculos de solidaridad, es exigido a ofrecerse como víctima propiciatoria de un capitalismo voraz. Lo trágico es que ese individuo está convencido del valor de su sacrificio para salvar a quienes lo han conducido a la crisis.

La trilogía «individuo, propiedad y libertad», base sacrosanta del liberalismo en todas sus tipologías, ha logrado penetrar hasta el corazón de la subjetividad borrando las huellas de aquellas culturas y formas sociales en las que la experiencia de la libertad no era reducible al «goce individual» y a la posesión privada de los bienes como sus únicos atributos. La ideología funciona allí donde no se trata sólo del engaño, de la falsa conciencia o del error sino de la proyección de una «verdad» interiorizada en el individuo como si fuera la esencia indiscutible de su travesía como especie, es decir, bajo la forma de su naturalización. No se trata, entonces, de la ignorancia servil de una sociedad atrapada en las mentiras del Sistema o de una falsa conciencia que espera el momento de la «iluminación», ese «para sí» capaz de sacar a los seres humanos de las oscuridades de la caverna. Se trata, antes bien, de la confluencia entre ideología del dominio y proyección imaginaria de subjetividades propositivamente inclinadas a sentirse productoras de «su» libertad[3]. Por eso, no suele haber nada más escandaloso, para ese statu quo del individuo contemporáneo, que las amenazas que se yerguen contra la libertad desde los proyectos de matriz popular-democrática, es decir, populistas e igualitaristas, que han venido, una vez arrojado el comunismo al museo de la historia, a constituirse en la nueva bestia negra de la época. El populismo recuerda vagamente al individuo del «goce infinito» que una amenaza indescriptible surge del reclamo de igualdad y de derechos de esa multitud indiferenciada y negra, según su visión alucinada, que está allí, a su alrededor, para limitar sus fantasías. El odio y el rechazo, unidos a la descalificación y el revanchismo, fueron la materia prima que alimentó tanto el repudio de los años kirchneristas[4] (homologados a lo peor del populismo, la demagogia y la corrupción) como su arrojarse a los brazos envenenados de la restauración neoliberal, que prometía a ese sujeto del goce una carambola a dos bandas: por un lado, permitirle ejercer su libertad de consumir –aunque más no fuere que en el terreno de lo imaginario si es que su situación económica no le permitía abalanzarse con avidez sobre los bienes y los dólares tan deseados–, y, por otro, gozar infinitamente, aunque al precio de su propio empobrecimiento y servidumbre, con el triunfo sobre los «negros de mierda», que, ahora sí, volverían al redil del que nunca debieron haber salido.

Extraño periplo el de una parte mayoritaria de la clase media. El goce de la libertad como una clara señal de diferenciación; como, recurriendo al símil teológico calvinista, una suerte de «predestinación» que hace de ese sujeto de clase media el actor y el dramaturgo de su propia historia, con independencia de fuerzas externas y de limitaciones sociales. Ser elegido, ser diferente, valerse de la propia astucia, inteligencia y fuerza, asociable todo esto al valor regulador de la meritocracia: ahí radica, a su vez, la intensidad utópica de la libertad como bastión del individuo contemporáneo, como santo y seña de quien ha logrado pasar del «lado de los ganadores» valiéndose de su propio esfuerzo y superando los obstáculos que se le han interpuesto en su camino hacia el éxito. Libertad y egotismo van de la mano, se complementan y se necesitan. La subjetivación neoliberal trabaja en el interior de este vínculo, lo refuerza y lo expande hasta convertirlo en el centro imaginario de la autoconsciencia del individuo gerenciador de su propia vida convertida en capital humano que hay que saber administrar con astucia y sin ahorrar esfuerzo y autoexplotación. En la figura de la libertad como deseo y práctica del sujeto consumidor se manifiesta, en su máximo grado, la hipérbole del oxímoron, es decir, la contradicción que desgarra la existencia de ese individuo: creerse dueño de sus propias decisiones cuando no es otra cosa que parte de la estrategia del poder para someterlo a una nueva forma de esclavitud. La libertad como autosojuzgamiento.

II

En un libro conceptualmente valioso e inquietante en sus mecanismos deconstructivos de la racionalidad neoliberal, Wendy Brown hace eje en el problema de la libertad, en sus metamorfosis desde los tiempos del liberalismo clásico hasta la llegada a la época de la consolidación del «capital humano» como núcleo distintivo del neoliberalismo. «Si bien en las democracias liberales modernas el homo politicus se ve obviamente adelgazado, es sólo a través del dominio de la razón neoliberal que el sujeto ciudadano deja de ser un ser político para convertirse en uno económico, y el Estado se reconstruye de uno que se fundamenta en la soberanía jurídica a uno modelado a partir de una empresa»[5]. En ese giro decisivo se monta el nuevo dispositivo de subjetivación del neoliberalismo que someterá al individuo tardomoderno a una presión descomunal hasta lograr que se quiebre la antigua relación forjada en el interior de la democracia liberal –con sus contradicciones y languidecimientos– entre el individuo, su libertad y lo común, además de ese otro vínculo entre lo público y lo privado engarzado por la máquina estatal con todos sus chirridos pero que no dejó de funcionar habilitando la dimensión política del vínculo entre ambas esferas, dimensión que será una de las víctimas principales del cambio de paradigma iniciado hacia finales de la década de 1970 y que sigue dominando la sociedad del capitalismo global. «Cuando el neoliberalismo –continúa Wendy Brown– somete todas las esferas de la vida a la economización, el efecto no es solamente la reducción de las funciones del Estado y del ciudadano o el aumento de la esfera de la libertad en su definición económica a expensas de la inversión común en la vida pública y los bienes públicos. Por el contrario, es la atenuación radical del ejercicio de la libertad en las esferas social y política. Esta es la paradoja central, quizá incluso el ardid central, de la gobernanza neoliberal: la revolución neoliberal ocurre en nombre de la libertad –mercados libres, países libres, hombres libres–, pero destruye su fundamento en la soberanía tanto en los Estados como en los sujetos». Por eso, afirma la politóloga estadounidense, se profundiza la tendencia a que «[l]os Estados se subordinan a los mercados, gobiernan para el mercado y ganan o pierden legitimidad de acuerdo con las vicisitudes del mercado; los Estados quedan atrapados en la encrucijada del impulso del capital hacia la acumulación y el imperativo del crecimiento económico nacional».

Esa lógica de subordinación no sólo ocurre con el Estado que acaba convertido en un instrumento del mercado y de su consiguiente proceso de reducción de todas las esferas de lo público a la dimensión económica y empresarial, sino que también se extiende hacia el mundo privado, hacia el territorio de las vidas individuales, asumiendo la forma de una decisiva revolución cultural capaz de modificar las coordenadas de la subjetividad contemporánea. «Los sujetos, liberados para buscar su propia mejora como capital humano, emancipados de todas las preocupaciones por lo social, lo político, lo público y lo colectivo, así como de la regulación de éstos, se insertan en las normas y los imperativos de la conducta del mercado y se integran en los propósitos de la empresa, la industria, la región, la nación o la constelación posnacional a la que está atada su supervivencia.» La libertad, que antaño todavía se asociaba a esas múltiples dimensiones que ampliaban y enriquecían a los sujetos, queda, ahora y bajo la impronta de la economización generalizada, reducida a una supuesta libertad para administrar el «capital propio» y disputar en el mercado con los otros individuos que, bajo la forma de la competencia, sólo se mueven en el interior de la esfera de la inversión y la rentabilidad. «En una repetición fantasmal de la irónica “libertad doble” que Marx designó como un prerrequisito para que los sujetos feudales se proletarizaran en los albores del capitalismo (la libertad de la pertenencia de los medios de producción y la libertad para vender su poder laboral), una nueva libertad doble –del Estado y de todos los otros valores– permite que la racionalidad instrumental de mercado se convierta en la racionalidad dominante que organiza y restringe la vida del sujeto neoliberal.» Es esta «restricción» la que remodela la idea y la práctica de la libertad que ha sido finalmente «aliviada» de la pesada carga de las responsabilidades sociales, culturales y políticas para simplemente privilegiar la cruda competencia en la esfera del mercado. La «repetición fantasmal» de la que nos habla Wendy Brown pone en evidencia que la libertad ya no se corresponde con la busca de un sujeto político ni se despliega en el ámbito de lo público. Su ámbito es el de la autorreferencialidad inversora de un sujeto «gerencial» vaciado de la dialéctica que todavía subsistía en el interior de la modernidad burguesa aunque bajo la forma de una persistente tensión. Es difícil subvalorar este proceso de vaciamiento de lo común en el interior de la sociedad neoliberal, un proceso que transforma a los individuos en consumidores, en administradores de su capital humano y en competidores[6]. Es lo que Wolfgang Streeck definió como el gigantesco mecanismo de desocialización que ha puesto en movimiento el neoliberalismo de un modo antes desconocido. El fundamento de esto ha sido el reduccionismo economicista de todas las esferas de la vida. La libertad, núcleo y fundamento de la ideología contemporánea, se convierte en un ejercicio antagónico al que fundaba lo propiamente democrático e, incluso, lo republicano. El individuo, solo con su aventura mercantilizadora, sepulta, sin saberlo, la propia experiencia de la libertad al colocarla en el interior de una lógica del cálculo y de la rentabilidad. Lo que creía una parte inescindible de su individualidad acaba siendo un engranaje más de su objetivación. En el pasaje hacia la digitalización –el estadio actual del capital y de su despliegue global– queda aún más reducido al lenguaje del algoritmo que lo personaliza vaciándolo de su personalidad.

«Mientras el homo politicus –reflexiona Wendy Brown siguiendo las consecuencias de esta mutación histórica– se encontraba también en el escenario democrático liberal, la libertad, concebida de modo mínimo como autogobierno y de modo más robusto como la participación en el gobierno a cargo del demos, era fundamental para la legitimidad política, pero cuando la ciudadanía pierde su morfología claramente política y con ella el mando de la soberanía, no sólo pierde su orientación hacia lo público y hacia los valores que consagran, digamos, las constituciones, también deja de tener la autonomía kantiana que apuntala la soberanía individual. En este punto es necesario recordar la promesa democrática liberal esencial desde Locke, que la soberanía popular y la individual se aseguran entre sí. Dicho en el sentido inverso, en la modernidad el homo politicus se arraiga simultáneamente en la soberanía individual y señala la promesa del respeto social, político y legal de ella.» He aquí la transformación no sólo del individuo, el vaciamiento de su autonomía –más allá de las limitaciones reales que ésta tuvo siempre en el interior del capitalismo clásico–, sino también la profunda reformulación del principio de soberanía individual que estuvo en los fundamentos de la revolución burguesa y que el neoliberalismo dinamita sin contemplaciones, y su impacto sobre la soberanía popular que definía la marcha de los asuntos comunes bajo la forma del Estado y de lo público. Wendy Brown da un paso más a la hora de mostrarnos la metamorfosis de la libertad junto con la invención de un individuo que se vuelve gerente de su propia vida al precio de abandonar la dialéctica entre la esfera de lo común y, claro, de lo político con su narrativa individual. Ya que «[c]uando el homo politicus se desvanece y la figura del capital humano toma su lugar, ya no todos tienen derecho a “buscar su propio bien de modo propio”, como lo planteó Mill. Ya no existe la pregunta abierta de lo que uno busca de la vida o de cómo uno desearía confeccionar el yo. Los capitales humanos, como todos los demás capitales, están restringidos por el mercado, tanto en su participación como en su producción, a comportarse de modos que superen la competencia y se alineen con buenas valoraciones de hacia dónde se pueden dirigir esos mercados». Son ahora los mercados los que determinarán el rumbo de los individuos «capitalizados», una nueva teleología arbitraria, fantasmal y en muchas ocasiones caótica y persistentemente amenazante será el escenario de vidas subordinadas a una lógica cada vez más abstracta en la que lo único que cuenta es la habilidad para invertir adecuadamente el capital propio. Una mala inversión de ese capital conlleva el hundimiento personal sin que el Estado, y mucho menos la sociedad, se tenga que hacer cargo de ayudar a quien ha sido lanzado a la intemperie. Una nueva forma de indiferencia se despliega como la peste mientras cada individuo lucha, en soledad, contra fuerzas que se sustraen a su capacidad de comprensión e, incluso, de manipulación. El fracaso ya no lo es de un proyecto social y político, ya no es el resultado de un orden económico injusto y avaricioso, sino la consecuencia directa de una mala «inversión del capital propio». Solo y desamparado, el individuo inmerso en la competencia no alcanza a vislumbrar otra cosa que no sea su propia ineptitud e incapacidad para formar parte de los winners. Sabe, ahora, que tendrá que pagar el precio de su fracaso haciéndose cargo, como señalé antes, de la inevitabilidad de su sacrificio para contribuir a sanear una economía de la que es incapaz, por otro lado, siquiera de comprender en la lógica de su indescifrable funcionamiento. Lo único que alcanza a comprender, ya frente al abismo, es que él ha sido el responsable de sus malas decisiones. El goce y la deuda –polos dialécticos del Sistema– han abierto la necesidad, interiorizada bajo las nuevas formas del desamparo y el desasosiego, del sacrificio. Enfrentado a su responsabilidad –que el llamado al goce hacía invisible e innecesario–, el individuo del neoliberalismo se ofrece como víctima propiciatoria allí donde hay que subsanar los excesos del goce y del gasto bajo el nombre de la macroeconomía, que, como si fuera lo incomprensible sagrado, es adorado como el dios del mercado[7].

«La hegemonía del homo economicus y de la economización neoliberal de lo político –concluye Wendy Brown– transforma tanto al Estado como al ciudadano cuando ambos se convierten, en identidad y en conducta, de figuras de la soberanía política a imágenes de empresas financializadas. Esta conversión a su vez lleva a cabo dos reorientaciones importantes. Por un lado, reorienta la relación del sujeto consigo mismo y su libertad. Más que una criatura de poder e interés, el yo se convierte en capital en el que invertir, mejorado de acuerdo con criterios y normas especificados así como con contribuciones disponibles. Por otro lado, esta conversión reorienta la relación del Estado con el ciudadano. Los ciudadanos ya no son en el sentido más importante elementos constitutivos de la soberanía, miembros públicos o incluso portadores de derechos […]. Además, el sujeto que es el capital humano para sí mismo y para el Estado se encuentra en riesgo persistente de redundancia y abandono. Como capital humano, el sujeto está a la vez a cargo de sí mismo, es responsable de sí mismo y es, no obstante, un elemento potencialmente prescindible del todo»[8]. La libertad, materia prima de la subjetividad moderna, queda sometida a las fuerzas disgregadoras del mercado y su antigua soberanía convertida en recuerdo de otra época, en el mejor de los casos en melancólico repaso de lo que ha quedado definitivamente subordinado a las duras condiciones del mercado y su razón de ser, la competencia de individuos que se han transformado en inversores de un capital construido sobre la base de una vida abstraída de sus condiciones biográficas, culturales, sociales y políticas. Libertad para la precarización, libertad para ser engullido por las fauces del mercado.

George Simmel, en el comienzo del siglo XX, acuñó la idea de «la condición trágica de la cultura moderna» allí donde se había producido una escisión entre la cultura subjetiva y la cultura objetiva (que en Simmel representaba literalmente todo aquello que modificaba tecnológica, artística y económicamente el paisaje de la vida humana y de la naturaleza); una escisión que ponía en evidencia la incapacidad del sujeto de comprender la profundidad, los alcances y el sentido de las mutaciones de esa misma cultura objetiva, al punto de resultarle indescifrable el movimiento acelerado de lo que había surgido de su propia acción transformadora. La escisión en el interior del sujeto se corresponde a esa otra fractura entre su aspiración a la libertad postulada por el discurso ilustrado y la reducción de esa misma libertad a lógica patrimonialista condensada, en su punto más álgido, en la libertad contractual para vender la propia fuerza de trabajo. Allí donde la libertad queda sujeta a las normas del mercado y a la supuesta decisión individual de administrar el capital humano, lo que queda dramáticamente suspendido es el ejercicio de autonomía que debiera fundar el acto libre. La trampa del capitalismo neoliberal es el resultado de internalizar en el individuo la supuesta conciencia de ser el responsable único de su éxito o de su fracaso. La libertad supone, así lo sostiene el sistema, ser responsable de las propias acciones sin tener que exigirle a un tercero (por ejemplo, el Estado) que se haga cargo de las consecuencias erróneas de esas mismas acciones. «La sociedad no existe… sólo existe el individuo», frase paradigmática de Margaret Thatcher, que expresa, con economía de recursos expresivos, la ficción neoliberal que reduce las redes complejas de lo social al solipsismo del sujeto autosuficiente y que, a la vez, lo deja completamente solo ante sus dificultades, sus angustias y su sobreexigencia.

III

Quisiera darle otro giro al desvío necesario que vengo haciendo a partir de la lectura del valioso libro de Wendy Brown, libro en el que es posible sumergirse en las profundidades de la estrategia neoliberal que pone a su servicio no sólo una nueva forma de racionalidad, sino que alcanza a apropiarse de la idea de libertad hasta el punto de disolverla en el interior de los intereses de la economización de todas las prácticas esenciales de la vida social. «La definición clásica de la corrupción política –argumenta W. Brown– se refiere a la acomodación sostenida del interés público a intereses privados, y la identifica como una enfermedad casi imposible de curar una vez que se ha arraigado al cuerpo político. Dicho significado no se puede incluir en la racionalidad neoliberal, en la que sólo hay intereses privados, contratos y acuerdos, y en la que no existe algo como el cuerpo político, el bien público o la cultura política. Por consiguiente, si bien las grandes corporaciones obviamente harán uso de su poder financiero en la esfera política en busca de fines propios (considérense, por ejemplo, los bancos de inversión que escriben nuevas regulaciones, las compañías farmacéuticas y de seguros que escriben partes importantes del Obamacare, o la industria agrícola que desarrolla leyes de derecho de propiedad intelectual para organismos genéticamente modificados), esto no califica como acomodación del interés público al privado, porque, por un lado, el neoliberalismo elimina la idea misma de interés público y, por otro, las corporaciones ahora tienen situación de personas cuyo discurso es público y “todos pueden juzgar su contenido y su propósito”»[9]. Quizás el triunfo principal de la ratio neoliberal haya sido, precisamente, que las corporaciones adquiriesen estatuto de personas y sean juzgadas y aceptadas con los derechos y las obligaciones de las personas físicas, o, más grave todavía, que se constituyan en modelos de prácticas reguladoras de la vida pública. No deberíamos perder de vista que la fábrica de subjetivación supone que en la esfera del lenguaje, que es también la de las nominaciones y, por lo tanto, la que alimenta el sentido común, el neoliberalismo ha logrado convertir en verdadero aquello que no es más que una posición de dominio y sujeción. Esta interiorización que en el sentido común concluye por superponer lo corporativo y lo individual, lo privado y lo público, es el eje alrededor del que gira el minucioso trabajo de neoliberalización de las conciencias hasta el punto de volver invisible el mecanismo por el cual esto se ha logrado. Ideología es, siguiendo esta reflexión, aquello que es vivido como real y verdadero aunque se sepa que es ficticio y falso. En el renunciamiento del ciudadano democrático a su propia condición de persona diferenciada de una corporación económica ordenada a partir de la rentabilidad y la ganancia –que siempre es propia y nunca parte de lo común– se instituye el triunfo cultural del neoliberalismo. Aquello que antaño se comprendía y se vivía como «lo público» ha sido desdibujado hasta volverlo una figura fantasmagórica envuelta en los humos de la economización. Los miembros de esta sociedad desfondada, carentes de referencias y, por lo tanto, de tradiciones, se dejan llevar por los flujos volátiles e indefinidamente infinitos de lo único inmaterial que cuenta como dador de sentido: el dinero en tanto figura ordenadora de la esencia sin esencia del capital y sus formas irreales pero constituidoras de lo único real, en el imaginario subjetivo, del orden socio-económico. Friedrich Mauthner pensaba que «el lenguaje es recuerdo»[10], mientras que la mercancía, y obviamente el dinero, no sólo carece de lenguaje[11], sino que debe fundarse en una lógica de la fugacidad y del olvido. Por eso, aunque esto nos llevaría hacia otras cuestiones no menos importantes, junto con los mecanismos de desocialización el neoliberalismo necesita, también, transformar radicalmente la percepción espacio-temporal de los sujetos hasta hacer vaporosa la relación del presente con el pasado. El capital se mueve en la dimensión del olvido; en su enloquecida marcha hacia ninguna parte no hay ni pasado ni futuro, sólo la eternización del presente. De ahí la insistencia de las derechas neoliberales (que ahora se asocian en muchos lugares con los neofascismos) por ejercer una política del olvido asociada con una proyección imaginaria hacia el futuro. Mirar hacia atrás, sostiene este discurso, es dejarse atrapar por la melancolía y volverse improductivo y carente de la fortaleza necesaria para afrontar los grandes desafíos que debe asumir el individuo contemporáneo.

Intentar dar cuenta de la corrupción sin analizar el paso del interés público como fundamento de la acción política al interés privado como dominio extendido de la economización neoliberal de todas las esferas de la vida constituye el punto débil de las críticas «progresistas» a la problemática de la corrupción reducida a la cosa pública y a la política. Los ejemplos que da Brown son elocuentes y hablan por sí solos de la conquista del sentido común por parte de las corporaciones que logran imponer sus intereses en la esfera de lo público utilizando su poderío financiero y su fuerza de lobby sin que esto sea considerado como corrupción. Cuando el neoliberalismo captura la democracia y fija las nuevas estructuras legislativas y jurídicas, cuando logra que el interés privado se apropie del interés público sin que la ciudadanía considere que allí hay corrupción y debilitamiento ostensible de los bienes públicos, lo que se vacía y se corrompe son la propia democracia y las instituciones republicanas. El exhaustivo análisis al que Wendy Brown somete la opinión sostenida (en representación de la mayoría) por el juez de la Corte Suprema de Justicia de Estados Unidos, Anthony Kennedy, constituye un punto clave para desentrañar uno de los núcleos del universo discursivo e ideológico neoliberal. El caso al que hace referencia es Citizens United vs. Federal Election Commission, 558 U.S., 2010, en el que la Corte Suprema dio vía libre a las corporaciones para intervenir en el financiamiento electoral equiparándolas a una persona física a través de la idea de persona de discurso y apoyándose en la Primera Enmienda de la Constitución, que defiende el derecho a la libertad de expresión. Lo que propone el juez Kennedy es, señala Brown, la eliminación de la distinción entre «personas ficticias (corporativas) y naturales (humanas) en la asignación de derechos de libertad de expresión, subvierte los esfuerzos legislativos y populares para limitar la influencia corporativa en la política y anula los fallos previos de la Corte Suprema destinados a restringir modestamente el poder del dinero en la política» (pp. 208-209). La opinión emitida por el juez Kennedy, en representación de la mayoría de la Corte, habilita, de un modo brutal, que el dinero corporativo «inunde las elecciones de Estados Unidos», y lo hace apropiándose de derechos básicos que se correspondían con personas físicas para trasladarlos al mundo de las corporaciones, que, según esa opinión del juez Kennedy, si no pudieran participar libremente del financiamiento de la política, verían coartado su derecho a emitir un discurso que sería efectivamente censurado por una decisión gubernamental.

¿Se puede definir como cínico este argumento que busca favorecer escandalosamente al más fuerte? Lo que Brown concluye, entre otras apreciaciones, es que el juez Kennedy cierra el círculo, de manera consecuente, a la matriz ideológica que fundamenta la importación, hacia la esfera de lo público y político, de la lógica y las acciones del mercado. Es el triunfo pleno de la esfera privada, que, ahora, devora aquello que debería haber quedado fuera de las relaciones comerciales. Es, finalmente, la plena «economización de los campos políticos, sus actividades, sujetos, derechos y propósitos» (p. 208). Sigamos la lógica de esta opinión. La Corte Suprema, su mayoría a través del juez Kennedy, relee, invirtiendo su sentido original, aquello que se planteaba en la Constitución y lo hace, eso no cabe duda, para redefinir el papel de las corporaciones en el interior de la esfera pública y como núcleo de la propia democracia. Para eso toma la Primera Enmienda, pieza clave de la Constitución liberal, y dice que ella no debe limitarse a personas naturales, como ya se señaló, sino que, a la hora de introducir el punto de mira y de interés de las corporaciones, se debe interrogar por la igualdad de oportunidades y la consecuente eliminación de toda posibilidad de censura respecto de un discurso que, si no se revieran las consecuencias de la Primera Enmienda en relación a este derecho, quedaría fuera de juego, privando a la ciudadanía de un punto de vista importante. «Todos los hablantes –argumenta el juez Kennedy– utilizan el dinero que acumularon en el mercado económico para financiar su discurso, y la Primera Enmienda protege el discurso resultante.» Estamos, destaca Brown, ante la reconstrucción de la esfera política como un mercado y «reconstruye al homo politicus como homo economicus». La consecuencia de esto es clara y siniestra: «[…] en la esfera política, las y cualquier otra asociación operan para mejorar su posicionamiento competitivo y su valor de capital» (p. 210). Nos encontramos, siguiendo las reflexiones de la pensadora estadounidense, ante «la representación del discurso como algo análogo al capital en el “mercado político” […]. En otras palabras, en el momento en el que el juez Kennedy considera que la riqueza desproporcionada es irrelevante para el ejercicio de los derechos igualitarios en el mercado, el discurso adquiere el estatus de capital y es valorado especialmente por sus fuentes irrestrictas y su libre flujo» (p. 214), es decir, se ha convertido en una mercancía que circula, en igualdad de condiciones, en el interior del mercado, en este caso, del mercado político democrático, que no tiene inconvenientes en aceptar, sin sonrojarse, que una corporación multinacional tiene los mismos derechos que un simple ciudadano. La democracia muta en su contrario y el discurso político se convierte en un mero valor mercantil.

La avidez devoradora del mercado sólo puede ser detenida con la fuerza normativa del Estado; librados a merced de la lógica mercantil, los seres humanos, y su capacidad de decisión política, quedan reducidos a una variable más en el ilimitado deseo de rentabilidad del capital. Claro que esta tendencia inherente a la economía de mercado no opera sólo y exclusivamente sobre la esfera del intercambio, sino que penetra en lo profundo del sentido común, diseñando un imaginario extendido a partir del cual los individuos transfieren al mercado la decisión final sobre sus vidas y sus derechos. Ésta es la debilidad y la fortaleza de la lengua política: debilidad allí donde es reducida a «administración burocrática» o a fuerza de policía que sostiene los intereses del capital y de su reproducción; fortaleza allí donde su irrupción en la esfera pública supone, si sigue la lógica de su lenguaje, una intervención directa sobre la monótona recurrencia del dinero a expandir su multiplicación por fuera de las necesidades sociales. Lo político es portador del conflicto de intereses, pone en evidencia lo irresuelto en el interior del capitalismo y desnuda los peligros de su deseo de infinitud. Cierta izquierda radical (entre los que se cuentan los cultores de la teoría crítica del valor encabezados por Robert Kurz) no comprenden esta dimensión rupturista de lo político allí donde logra desprenderse, como diría Jacques Rancière, de su función de policía y se constituye como potencia litigante que evidencia la disputa por la igualdad[12]. El peligro que subyace a ciertos análisis radicales es que quedan pegados a un economicismo lineal o a un voluntarismo sin politicidad. Para ellos, el sujeto carece de la mínima posibilidad de autonomía al ser radicalmente configurado por la lógica del trabajo abstracto y de la valorización del valor que acaba por constituir aquello que Marx denominó el «sujeto automático». Sólo la inevitable catástrofe autodestructiva que atraviesa al capitalismo es portadora de algún tipo de esperanza, eso si es que no viene acompañada de una regresión barbárica o de la liza y llana destrucción generalizada. Entre Rancière y Groys, siguiendo sus reflexiones sobre lo político, es posible encontrar una cierta, aunque carente de garantías, potencia descentrante capaz de ofrecer un más allá del capitalismo. Libertad, en todo caso, para postular un resto del sujeto no contaminado por la fabricación neoliberal de subjetividad.

«La economización de lo político –continúa Brown– no ocurre a través de la simple aplicación de principios de mercado en campos que no pertenecían a él, sino mediante la conversión de los procesos, los sujetos, las categorías y los principios políticos en económicos» (p. 214). De este modo, el círculo se cierra y el universo de la democracia queda, también, sometido al imperio del mercado y de la economización de todas las esferas de la vida. El juez Kennedy llevó, de modo implacable e impecable, el argumento de la libertad de expresión defendido en la Primera Enmienda de la Constitución hasta su máximo alcance para garantizar, de ese modo, una construcción ficticia de igualdad (y, por tanto, de libertad) entre el poder brutal de las corporaciones y la presencia endeble e ineficaz del ciudadano individual. Garantizar el flujo de dinero en proporciones descomunales desde las corporaciones a la financiación de la política y de los políticos constituye, como no podía ser de otro modo, el triunfo de la abstracción dineraria, materializada ahora en sostenimiento de candidaturas y proyectos de gobernanza (favorables para los objetivos corporativos), sobre los intereses de la ciudadanía (que será bombardeada por la publicidad «política» financiada por esas mismas corporaciones, convertidas, por obra y gracia de la Corte Suprema, en sujetos de discurso portadores de los mismos e inalienables derechos fijados por la Primera Enmienda a los sujetos naturales –carentes de unidad, fragmentados y devorados por el aparato mediático dominado por la estrategia neoliberal–). Lo virtual, lo abstracto, lo inmaterial, el mercado absorben lo físico, lo material, lo concreto, lo individual, lo común, y lo dejan expuesto a lo que efectivamente es: masa sacrificable según los intereses y las necesidades del Estado, que, en el neoliberalismo, expresa y representa a los grandes grupos económicos. El cierre del círculo «virtuoso» asfixia, quizá de modo insalvable, a la propia democracia y clausura, por inactual, la relación indispensable entre libertad e igualdad, al resolver, a favor de las corporaciones, el predominio del sujeto ficticio y de discurso sobre el sujeto físico, único portador, desde la propia tradición de la democracia liberal, de los derechos a la libertad y la igualdad (aunque sea, esta última, exclusivamente) de oportunidades. El desfondamiento de la vida pública y el vaciamiento de la lengua política son apenas el punto de cierre de la brutal hegemonía de lo privado, de sus intereses, de su lógica economicista, sobre lo público y lo común. La libertad, finalmente, como pieza de orfebrería, astutamente diseñada, para garantizar la reproducción y perpetuación del dominio neoliberal que deja al pueblo, como gráficamente lo destacara en su título Wendy Brown, «sin atributos».

IV

Reflexionando sobre el tema de la libertad en el espacio digital y de las redes sociales, cada día más personalizadas y liberadas de toda responsabilidad que agreda y limite el goce personal (quizás el eje de la «novedad» que trae la etapa neoliberal del capitalismo), e Slavoj Žižek va más allá, como tratando de eludir la tentación de quedar fascinado en la contemplación autorreferencial de los circuitos informáticos y comunicacionales, y nos interroga sobre la cuestión de la apropiación «ideológica» de la libertad por el Sistema, una apropiación capaz de redefinir, como nunca antes, la inversión de la idea de «libertad» hasta el punto de convertirla en su opuesto. Pocas cosas más dramáticas y farsescas que el convencimiento del individuo contemporáneo de ser el artífice de su vida, el gerente administrativo de su tiempo y de sus bienes, el constructor «libre» de su destino, tanto de aquello que tiene de reluciente como de aquello otro que conduce a la derrota y el desamparo. Como si por fuera de esta mónada no existiese nada, apenas las proyecciones alucinadas de una conciencia especular que vaga solitaria por el universo del mercado. «Es algo –esta paradójica inversión, escribe el filósofo esloveno– que no se limita al espacio digital. Permea completamente la forma de la subjetividad que caracteriza la sociedad liberal “permisiva”. Puesto que la libre elección se eleva a un valor supremo, el control y la dominación sociales ya no se ven como algo que viola la libertad del sujeto, sino que han de verse (y sustentarse) como la mismísima experiencia del individuo como sujeto libre.» Es aquí, en este núcleo del Sistema que ha logrado penetrar muy profundamente al individuo de la sociedad contemporánea, donde Žižek descubre el significado disolvente de la libertad, porque esta «falta de libertad a menudo aparece so capa de su opuesto: cuando nos vemos privados de asistencia sanitaria universal, se nos dice que es porque se nos está otorgando una nueva libertad de elección (escoger quién nos va a proporcionar esa asistencia); cuando ya no confiamos en el empleo a largo plazo y se nos obliga a buscar un nuevo empleo precario cada par de años o quizá incluso cada par de semanas, se nos dice que ahora gozamos de la oportunidad de reinventarnos y descubrir nuestro potencial creativo inesperado; cuando tenemos que pagar por la educación de nuestros hijos, se nos dice que somos “empresarios del yo”, que actuamos como un capitalista que tiene que escoger libremente cómo invertirá los recursos que posee (o ha pedido prestados) en educación, en salud, en viajes […]. Incapaces de romper este círculo vicioso por nosotros mismos, como individuos aislados, puesto que cuanto más actuamos libremente, más nos esclaviza el sistema, necesitamos despertar de este sueño traumático de falsa libertad zarandeados por la figura del Amo»[13].

La aguda crítica de Žižek a «la dialéctica de la libertad», allí donde la fantasía de lo abierto no logra sustraer al individuo de la sociedad de mercado de las gruesas mallas que ha tejido el capitalismo para sujetarlo y robarle tiempo y vida, se completa con esa otra línea de análisis que hace pie en las primerizas y anticipatorias reflexiones de Walter Benjamin sobre «el capitalismo como religión» que ya he citado largamente pero que siempre permiten darle una vuelta más a la configuración del sujeto sujetado en el interior de la sacralidad del capital. Reflexiones que fueron retomadas, entre otros por Giorgio Agamben, como una pista decisiva a la hora de intentar descifrar la marcha dominadora de un Sistema que ha sabido apropiarse de la conjunción de pasado-presente-futuro arracimando la temporalidad en un «aquí y ahora» absoluto que se ofrece, sin embargo, como apertura de un porvenir siempre cargado de oportunidades, pero que ya nada tiene que ver con el «principio esperanza» de Ernst Bloch ni con la idea de proyecto asociado a una humanidad libre que sueña el mañana desde la perspectiva de una libertad entramada con la igualdad. La apropiación del futuro –promete el neoliberalismo sin ruborizarse– pertenece a los emprendedores, a todos aquellos que se atreven a jugar el juego del mercado, de la innovación y del riesgo a cambio de alcanzar el éxito[14]. Cada cual es el responsable de su triunfo o de su fracaso. Como la mónada leibniziana, el individuo del capitalismo tardío es un mundo cerrado sobre sí mismo que, a partir de sus ventanas, se relaciona con el universo exterior. La libertad se asocia, de forma inmediata, no sólo con la autorreferencialidad sino también con la moral meritocrática. A esos rasgos distintivos que definirán al individuo moderno-burgués, Benjamin agregará el componente religioso del capitalismo que introduce la tenaza deuda-culpa como núcleo de su culto y como fundamento último de su predominio histórico. La eficiencia de esa tenaza constituye uno de los soportes de la continuidad del capitalismo allí donde deja solo al individuo ante su responsabilidad, bloqueando la imprescindible relación que debería establecer entre el derrotero de su vida y el todo social. Una falsa autonomía que nada tiene que ver con la propuesta kantiano-ilustrada que imaginaba un sujeto capaz de hacer un uso crítico de su entendimiento, alcanzando de ese modo la «mayoría de edad». La violencia que supone gerenciar el propio «capital humano», violencia que se disfraza de «acto libre», es la que también evidencia la gravedad, siempre en aumento, de los padecimientos mentales que, como una peste, asolan a la sociedad de mercado y asumen la forma de la depresión y del burnout (especialmente extendido entre el personal jerárquico de las empresas y en los freelance del universo digital). La multiplicación inédita de la soledad es proporcional a la destrucción de los lazos sociales. La dupla deuda-culpa deja al individuo sin el otro con quien compartir sus esperanzas o sus sufrimientos. El capitalismo neoliberal escupe, sin misericordia, al derrotado, a quien no ha sabido afrontar los desafíos del libre emprendimiento. La internalización, en gran parte de la sociedad estadounidense, de la lógica del mérito –relacionada con su genealogía protestante, pero que ha sabido ir mucho más allá– fundamenta el desprecio que cae sobre aquellos que han quedado del otro lado de la línea que separa el éxito del fracaso. «Soy, así lo internalizan, el responsable de mi suerte y no puedo ni debo pedirle a la sociedad que me rescate de aquello que yo mismo he causado: mi derrota.» Tener o no tener dinero es, qué duda cabe, el sustrato último de la «espiritualidad» de una sociedad que ha sido, y sigue siendo, el centro del culto del capitalismo. Un culto que tiene sus víctimas sacrificiales y sus caídos en el largo camino hacia del goce supremo.

Lo paradójico de la «sociedad del riesgo», de esta hipertrofia de la «libertad» y del gerenciamiento del yo, es que ni siquiera los que «triunfan» tienen garantizado el paraíso en el interior de una época que se mueve bajo el vaivén de lo maníaco-depresivo y que literalmente exprime a los individuos hasta dejarlos como pellejos vacíos. Siempre recuerdo cuando, al finalizar una conferencia a mediados de la década de 1990, se me acercó un señor muy bien vestido que dijo ser gerente de un importante banco. Sacudido por mi descripción de la posmodernidad (ese era un término muy usual en aquellos tiempos de neoliberalización extrema, término que hoy ha quedado prácticamente olvidado), me comentó dos cosas que no dejaron de sorprenderme e interesarme: «A nosotros, los ejecutivos, nos comen como si fuéramos una aceituna y después escupen el carozo», y agregó de un modo todavía más sombrío: «nuestros hijos viven a 24 grados de temperatura todo el año, como si estuvieran en un invernadero. El mundo que ven se reduce a una microsociedad del barrio privado o el country club en el que viven sin saber absolutamente nada de lo que pasa fuera de los muros protectores». Una libertad perfectamente cercada y protegida de cualquier supuesta intromisión externa que acaba por configurar individuos formateados para entregar todo a un sistema que les devuelve la ficción de ser ellos los que deciden, de forma autónoma, su camino en la vida. Pero regresemos a ese fetiche inmaculado que es el dinero, sostén último del imaginario autogestivo del individuo mercantilizado.

Profundizando en los rasgos destacados por Walter Benjamin que hacen del capitalismo una religión, Giorgio Agamben despliega los argumentos que le permiten desentrañar las consecuencias de lo teológico en el interior de la economía-mundo y del proceso a través del cual el dinero, fetiche absoluto de la sociedad de la mercancía, deja de referirse a cualquier sostén material (el oro) como fundamento de su convertibilidad para devenir inmaterial y ficticio como si fuera el Espíritu Santo. Se pregunta Agamben:

¿Qué ha significado para esta religión la decisión de suspender la convertibilidad en oro? Ciertamente, algo así como una aclaración de su propio contenido teológico, comparable a la destrucción mosaica del becerro de oro o al establecimiento de un dogma conciliar. En cualquier caso, un paso decisivo hacia la purificación y cristalización de su propia fe. Ésta –en forma de dinero y crédito– se emancipa ahora de todo referente externo, cancela su nexo de idolatría con el oro y se afirma en su carácter absoluto. El crédito es un ser puramente inmaterial, la parodia más perfecta de esa pistis , que no es sino «la sustancia de lo que se espera». La fe –así rezaba la famosa definición de la Carta a los Hebreos– es sustancia –ousia, término técnico por excelencia de la ontología griega– de lo que se espera. Lo que Pablo quiso decir es que el que tiene fe, el que ha puesto su pistis en Cristo, toma la palabra de Cristo como si se tratara de la cosa, el ser, la sustancia. Pero es precisamente este «como si» lo que la parodia de la religión capitalista elimina. El dinero, el nuevo pistis, es ahora inmediatamente y sin residuos sustancia. El carácter destructivo de la religión capitalista, de la que hablaba Benjamin, aparece aquí en plena evidencia. La «cosa esperada» ya no existe, ha sido destruida, y tiene que serlo porque el dinero es la esencia misma de la cosa, su ousia en el sentido técnico. Y, de esta manera, se quita de en medio el último obstáculo a la creación de un mercado de la moneda, a la transformación integral del dinero en mercancía[15].

Antes que Giorgio Agamben, Karl Polanyi había alertado respecto a la tendencia del capital a transformar en «mercancías ficticias» la tierra, el trabajo y el dinero, leyendo ese proceso como destructor de la idea de convivencia que sostiene el sentido de la vida en común, pero, también, llevando a esa misma sociedad hacia el desastre de una expansión ilimitada del mercado que acaba por devorar todo lo que se le pone delante. El individuo atrapado en la ilusión de una libertad narcisista no sabe que, a cada paso que da, cierra todavía más el torniquete del sometimiento y de la autoflagelación[16]. Polanyi estaba convencido de que era posible modificar esta tendencia solipsista del capitalismo de mercado, de que un socialismo distribucionista y democrático podía y debía impedir los peligros que conllevaba dejar que el capital siga su tendencia a lo ilimitado. Hoy, después de que tantas cosas han sucedido, aquella ilusión de Polanyi nos suena ingenua, aunque, de eso estoy seguro, no podemos sino seguir insistiendo en «otra alternativa» ante la potencia destructiva de un Sistema que nos conduce a ritmo acelerado hacia la catástrofe. Vuelvo, siguiendo esta dialéctica entre oportunidad y desastre que subyace a nuestra actualidad, a la diferencia planteada por Boris Groys entre la economía que carece de lenguaje y sólo se mueve entre números, cifras y algoritmos que se autojustifican bajo la matriz de la rentabilidad, y la política, que él llama «comunista», que sigue hablándole a la sociedad de los humanos del «destino» como norte de otro modo de vivir.

V

Me detengo entonces, siguiendo las conclusiones de un valioso ensayo de Cuauhtémoc Nattahí Hernández Martínez[17], en la cuestión de la deuda y la culpa como núcleos centrales de la religión capitalista, porque considero que nos encontramos uno de los problemas cruciales para pensar el actual estado de cosas. «A partir del regreso del trabajo servil y de la apropiación del tiempo que lleva a cabo la deuda, lo que sucede en última instancia es que es el propio capitalismo el que asegura y gestiona el futuro». He aquí un punto nodal en la producción contemporánea de subjetividad que se asocia, sin dudas, a la revolución del crédito y a la generalización de la tarjeta de crédito que se va desplegando, de modo cada vez más masivo sobre todo desde las últimas tres décadas del siglo pasado, hasta configurar la cartografía de una deuda inconmensurable que define la cotidianidad de las sociedades tanto centrales como periféricas. Continúa Hernández Martínez:

Con el mecanismo de la deuda y el sistema de crédito, el capitalismo «dispone de antemano del futuro», porque las obligaciones contraídas para con él permiten prever, calcular y medir las conductas y los comportamientos venideros tanto de los individuos como de las poblaciones deudoras. El mecanismo del crédito, en este sentido, es un conjunto de técnicas que permiten al capitalismo desplazarse y extenderse hacia el futuro, pues a través de esas técnicas es el propio futuro el que queda embargado, en tanto que el flujo temporal queda asegurado a través del flujo permanente de dinero que el servicio de deuda hace posible.

Sin embargo, el tiempo y el futuro aquí referidos deben ser entendidos en un sentido radical y distinto al sentido cronológico, pues la gestión del tiempo y del futuro que la deuda implica es una gestión esencialmente de las bifurcaciones posibles que encierra el tiempo y una neutralización de las posibilidades que encierra el futuro. Lazzarato afirma que lo importante aquí es que se reduce el futuro y sus posibilidades a las relaciones de poder actuales.

Como si el capitalismo en su fase neoliberal hubiese engullido, de un bocado monstruoso, la idea y la vivencia del futuro, propia de la modernidad, para sustraerle su potencialidad de novedad y ruptura al punto de disolverla en lo que Benjamin llamó «el infierno de lo siempre igual», de una repetición que hace del instante la suma de una temporalidad vacía, lineal y homogénea. Escenario de la multiplicación al infinito de la dominación. Insisto con esta apropiación neoliberal del tiempo –en este caso, del futuro y a través del mecanismo de la deuda– como la evidencia de una mutación civilizatoria que redefine la relación entre lo humano y la temporalidad allí donde pasado-presente-futuro quedan atrapados en un presente continuo y homogéneo que constituye la esencia vacía del capital, el dominio de lo ficticio que supone, como no podía ser de otro modo, la desmaterialización de las relaciones intersubjetivas al punto de hacer de los individuos sujetos pasivos y determinados por la santidad del dinero. Endeudar la vida pareciera ser el eslogan del capitalismo neoliberal hasta el punto de volver indistinto el aquí y ahora y el mañana. Entre otras condiciones decisivas de la libertad, al menos en el imaginario liberal clásico, una de las más relevantes era la de poder proyectar, cada quien, su futuro de acuerdo a sus méritos y a su capacidad. Con la invención de la deuda como motor de la sujeción económica, los individuos, aunque no lo sepan, renuncian a su libertad, se la entregan al mercado y a la avidez del capital financiero, que busca apropiarse tanto de los bienes materiales como de los inmateriales (y el tiempo es, probablemente, el más «valioso» de los que habitan la imaginación humana: «el tiempo es dinero» constituye la frase de cabecera del burgués, aquella a través de la cual Mefistófeles terminó por comprar el alma de los seres humanos).

Desde este punto de vista, la deuda es sobre todo un instrumento de control del tiempo, en este sentido de neutralización de lo posible y de subordinación de toda posible decisión que pueda encerrar el futuro a la reproducción de las relaciones de producción y de poder existentes. La gestión del tiempo y del futuro que implica la deuda, le permite al capitalismo reducir lo que será a lo que es y reducir el futuro y sus posibilidades a las relaciones actuales. Todavía, como sostiene Lazzarato, en las sociedades industriales subsistía un tiempo abierto bajo la forma del progreso o de la revolución; en nuestros días, por contra, el futuro y sus posibilidades son aplastados bajo la forma de un presente que alcanza el futuro a través de la deuda. El futuro, en este sentido, termina entre nosotros transformándose ya con anticipación en presente, en tanto que el por-venir no es más que una mera anticipación de la dominación y la explotación actualmente existentes.

Lúcido análisis que explica por qué la perspectiva del futuro, que antaño llevaba en su interior las promesas utópicas quedieron forma a los ensueños revolucionarios o, incluso, a la ilusión de un progreso continuo, hoy ha sido, en gran medida, capturada por la «deuda» y sus determinaciones allí donde los sujetos sujetados a ella, lejos de ver en el futuro una oportunidad, ya lo han gastado a cuenta. El «tiempo» de la deuda es, también, el de la culpa y el del temor. La promesa del «goce perpetuo» se trastoca en el miedo a un mañana que ya ha sido contaminado por la demanda insaciable de la devolución financiero-bancaria. El crédito ha metamorfoseado el futuro de acuerdo a la necesidad de control del capitalismo quitándole cualquier resto de novedad y sorpresa disruptiva y convirtiéndolo en «servidumbre voluntaria». Así como, al finalizar la Segunda Guerra Mundial, los laboristas ingleses comprendieron que, de algún modo, tenían que contener a las tropas que regresaban de los campos de batalla ofreciéndoles, entre otros mecanismo «reparadores», acceso a viviendas a larguísimo plazo que tuvieron un doble efecto: descomprimir las protestas y la carga de violencia anómica que podía devenir violencia antisistema, junto con la invisible penetración del conservadurismo en una clase social que ahora quedaba endeudada por décadas. Crédito, deuda, tiempo, libertad para endeudarse, quedan asociados en el nuevo giro del capitalismo de posguerra, que incluirá, también, la construcción del Estado de bienestar. Mientras duró, permitió disimular el proceso de cooptación de la clase obrera que eligió políticas de pleno empleo, seguridad social, educación y salud públicas a los viejos sueños de la revolución y el socialismo. En todo caso, fueron 30 años de una abundancia distributiva que incubaron, aunque eso pasaba desapercibido, lo que luego sería la gran revancha del capital a partir del giro neoliberal de finales de los años 1970. Cuando se acabó la abundancia, cuando se terminó el proceso ascendente del poder adquisitivo de los salarios, cuando se hizo patente la crisis de acumulación y el descenso de la tasa de ganancia junto con el estancamiento endémico del crecimiento, lo que quedó, intocado y multiplicado, fue el endeudamiento. Sobre él, acelerándolo, llevándolo a los confines del planeta, penetrando la vida individual y la colectiva, se reconstituyó la maquinaría de dominación del capital que había tenido que adaptarse a las turbulencias de la posguerra y a las amenazas tanto del comunismo como de la descolonización tercermundista. Agazapada, siempre dispuesta, estaba la «deuda» para recuperar la rentabilidad perdida durante los años del «despilfarro populista». Se abría una época dominada por el miedo a la bancarrota, por la caída en picado hacia la exclusión y por nuevas formas de intemperie y fragmentación social. En el mismo momento histórico en que se eleva al individuo al pedestal como dueño de su vida y gerente de sus decisiones, se lanza a miles de millones de seres humanos a la más cruel de las experiencias de egoísmo, maltrato, violencia, explotación y marginalidad como nunca antes había vivido la humanidad. Pero se hace estableciendo el dominio sacrosanto de la democracia liberal y globalizando las relaciones de mercado hasta no dejar nada fuera de sus ávidas fauces. Una nueva fantasmagoría, heredera de la invención moderna del ciudadano y del sujeto autónomo, hace su aparición bajo la forma, enmascarada y siniestra, de la deuda y la culpa. El salvataje por parte de los Estados-nación de la colosal bancarrota de los bancos y las compañías financieras durante la crisis iniciada en 2008 sólo se pudo hacer convenciendo a los ciudadanos europeos y estadounidenses de que ellos, y no los bancos ni los grandes especuladores, eran los responsables de la crisis. A pagar antes de que se acabe el mundo…

La astucia del Sistema, como no podía ser de otro modo, apuntó a desnutrir las políticas del Estado de bienestar, amplificando, a su vez, el crédito asociado al consumo masivo de bienes no durables y desarmando las viejas solidaridades entre los trabajadores y un Estado que garantizaba, antaño, los servicios sociales. Junto con golpes concretos sobre legislaciones y sindicatos, se desplegó una multifacética acción discursivo-ficcional dirigida a descalificar y desprestigiar el modelo bienestarista, convertido ahora en el causante de todos los males asociados a la pérdida de competitividad, a la caída de la productividad y a la proliferación de políticas demagógicas que llevaban a las economías nacionales al borde del colapso. Caído el bloque socialista, desarmada la amenaza revolucionaria que tuvo su última oleada en los años 1960, el gran enemigo pasó a ser el populismo, al que era imprescindible convertir en la expresión de la decadencia, la ineptitud y la corrupción. Pero, a diferencia del otrora enemigo comunista, el nuevo debía ser demonizado atacando las bases del sentido común que fue propio de los sectores subalternos durante las décadas hegemonizadas por el Estado de bienestar. No era fácil desacreditar políticas distribucionistas asociadas, en la memoria popular, a gobiernos democráticos y de raíz progresista. Había que bombardear lenguaje y sentido común destruyendo creencias y experiencias reales que debían ser transformadas en manifestación del horror populista con su demagogia y sus infinitas formas de corrupción. A eso se abocó la industria cultural dominada por la ideología neoliberal. Se ocupó de penetrar la capilaridad de la vida individual y colectiva. Se puso en funcionamiento una profunda y decisiva revolución cultural que apuntó a redefinir las formas de subjetivación de la masa consumidora, llevándola, cada vez más, hacia la valorización de lo individual sobre lo común, el emprendedurismo sobre lo colectivo y asociado, lo privado sobre lo público, el imaginario de la riqueza y de los ricos sobre la antigua solidaridad de los pobres. Para ello, una nueva alquimia de libre elección, expansión de los medios de comunicación, acceso al crédito, pérdida de las referencias históricas, desideologización y despolitización fueron parte central de esa insistente producción de subjetividades absorbidas por el mercado y sus exigencias. El espejo invertido del narcisismo neoliberal muestra la imagen del desamparo y la soledad mientras proliferan las promesas de paraísos artificiales[18].

Hernández Martínez precisa:

Lo que expropia hoy el capital es sobre todo este tiempo abierto, esta temporalidad como posibilidad, que la deuda achata y reduce al tiempo cronológico propio del capital, al tiempo puntual, homogéneo, vacío y continuo de que requieren esas actividades mercantil-capitalistas como son la compra, la venta, el consumo, la producción y el crédito. Nada más alejado de aquel tiempo mesiánico, pleno, discontinuo y signado por la decisión, que, al momento de redactar sus Tesis sobre el concepto de historia, Benjamin de seguro tenía en la cabeza cuando pensaba la revolución como una interrupción y destrucción del tiempo cronológico. En «Destino y carácter» […] Benjamin sostiene que «el destino se muestra cuando observamos una vida como algo condenado, en el fondo como algo que primero fue condenado y, a continuación, se hizo culpable». Lo que esto significa es que el destino es un orden cuyos fenómenos constitutivos son la desdicha y la culpa, y en el cual no hay camino pensable de liberación. Algo que es destino es, al mismo tiempo, algo que está en la desdicha, en la culpa y que está condenado. La dialéctica de la modernidad supuso, entre otras cosas, posibilitar esta inversión que transformó la idea revolucionaria del porvenir –como aquello asociado a la realización del sueño mesiánico– en la aceptación pasiva del futuro como el tiempo del ajuste de cuentas. Es decir: el tiempo sin tiempo de una ilusión desbastada por el endeudamiento y la venta a saldos de los sueños desiderativos que, en la concepción de la utopía de Ernst Bloch, constituía la energía revolucionaria de la humanidad, el reservorio de un mañana mejor. Los reclamos de austeridad que proliferan en todos los países –sean ricos o pobres– no se contraponen al «espíritu del capitalismo», sino que lo expresan de manera acabada. «A consumir, que se termina el mundo» ya no es la frase de cabecera de los dueños del capital, porque ha sido reemplazada por «a pagar, que el futuro ya llegó». La libertad, trama fundacional del imaginario moderno, se ha convertido en una nueva forma de sujeción allí donde lo que predomina es la deuda y su constitución sacrificial. El esclavo no podía contraer deudas porque no era libre para decidir sobre su vida y el modo de gastar bienes que no le pertenecían. Era el amo el sujeto único de la libertad y aquel que, además, podía, por derecho adquirido, otorgársela al esclavo del mismo modo que podía darle la muerte. Los ex siervos que se convirtieron en trabajadores libres –para vender su fuerza de trabajo en el nuevo mercado industrial– se sometieron, sin saberlo, a innovadoras formas de sujeción que, a diferencia del antiguo esclavo o del campesino reducido a la servidumbre, se basaban en la libertad para intercambiar su único bien convertido en fundamento de esa «liberación». Primero, en el devenir del orden del capitalismo, fue liberar al siervo de la tierra y de sus instrumentos de producción, después fue, pasado el tiempo y expandido el mercado y sus necesidades siempre insatisfechas para garantizar la tasa de ganancia, abrir las fauces del endeudamiento y liberarlo para dar en garantía el futuro. Sin deuda, el capitalismo se muere de inanición. Con deuda, la utopía revolucionaria se transforma en conformismo y conservadurismo.

Y continúa:

La situación a la que hemos arribado –Hernández Martínez– con la lógica sacrificial de la deuda en el neoliberalismo, se parece mucho a la situación que Benjamin describe. A través de la captura del tiempo abierto que lleva a cabo el mecanismo de la deuda y el sistema de crédito, las relaciones sociales de producción capitalistas se convierten en «destino» en el sentido del autor de las Tesis de filosofía de la historia. La extraña sensación de vivir en una sociedad sin tiempo, sin génesis ni télosis, en una sociedad cosificada y sin posibilidad de ruptura, tiene en la deuda una de sus explicaciones, pues a través de la deuda y el crédito el capitalismo gestiona el futuro y el tiempo e intenta convertirlos en destino, en un orden de la desdicha y de la culpa y del que no hay salida. Es así como el mismo por-venir es ahora lo que es sacrificado en el altar al capitalismo.

Entre el dominio de la deuda, la consecuencia culpable que ella genera en el individuo,y la ficción de la libertad se ha ido construyendo la máquina de dominación neoliberal.

VI

Desde otra perspectiva, y anticipándose a quienes en la actualidad hacen eje en estas paradojas de la libertad, de lo virtual y del simulacro como formas dominantes de la sociedad de mercado global, Jean Baudrillard contrapone la idea de lo universal a la idea de lo mundial, el punto exacto en el que se abandona la referencia a valores, propia de lo universal, para pasar al dominio de lo abstracto, que es propia del intercambio. «En lo mundial –dice el filósofo francés–, todas las diferencias se borran, se desvanecen en favor de una mera y simple circulación de los intercambios. Todas las libertades se esfuman en favor de la desregulación de los intercambios. Mundialización y universalidad no van de la mano, son más bien excluyentes. La mundialización se da en las técnicas, en el mercado, en el turismo, en la información. La universalidad es la de los valores, los derechos del hombre, las libertades, la cultura, la democracia»[19]. La paradoja es que esas «libertades que se esfuman a favor de la desregulación de los intercambios» afirman el predominio de una «genuina libertad» que, a ojos del ciudadano medio, constituye el meollo de lo deseable e innegociable. El desplazamiento de la universalidad de los valores, propia de la herencia ilustrada y del viejo liberalismo que también fue compartida por las tradiciones igualitaristas, se corresponde con la proliferación de prácticas de intercambio que diluyen, en la pura abstracción dineraria, lo que antes suponía una relación con el otro e, incluso y siguiendo a Žižek, con la «figura del Amo», aquella que habilitaba la lógica del conflicto y del reconocimiento. Un nuevo egoísmo se proyecta hacia fuera y hacia dentro de la vida de individuos hablados por la fascinación que emerge de las mercancías y de su multiplicación ilimitada. El desplazamiento de lo universal se corresponde con el decisivo desfondamiento de subjetividades que ya no son portadoras de herencias y tradiciones organizadas alrededor de diferentes dispositivos de valores. El dominio de lo mundial, y Baudrillard es muy preciso en eso, supone el triunfo tanto de la abstracción dineraria y mercantil como de la expansión hacia la esfera de la realidad de lo virtual. En el interior de ese pasaje que modifica radicalmente el mundo de valores previos, lo que emerge es un sujeto desorientado, insulso y atravesado por dispositivos que simplemente lo convierten en ciudadano-consumidor-de-una-realidad-pantalla. El lenguaje de lo universal se estructura como una política y es portador de un destino; el lenguaje de lo mundial se corresponde, en cambio, con el cálculo y el algoritmo, y su ámbito es la técnica, el mercado, el consumo y lo virtual. El sujeto de lo universal no puede sino establecer un vínculo con los otros; el sujeto de lo mundial es una cifra en el orden de una lógica del intercambio.

«El capital –sostiene con agudeza Maurizio Lazzarato– es un operador semiótico, y no lingüístico; la diferencia es muy considerable. En el capitalismo, los flujos de signos (la moneda, los logaritmos, los diagramas, las ecuaciones) actúan directamente sobre los flujos materiales, sin pasar por la significación, la referencia y la denotación, categorías de la lingüística que son incapaces de explicar el funcionamiento de la máquina capitalista»[20]. Es en este sentido que la sociedad del capitalismo neoliberal ha ido transformando, de un modo cada vez más intenso y radical, el vínculo entre las personas allí donde el lenguaje, lo propio de una comunicación ordenada de acuerdo a valores y expectativas, es literalmente abandonado por la operación semiótica que, como bien destaca Lazzarato, captura los «flujos materiales» vaciándolos de contenido y dejando fuera lo que define al lenguaje del sujeto. En esta época de un silencio ruidoso, los individuos carecen de recursos para intervenir críticamente aquello que los constituye, ya no desde la esfera del ideal autonómico, sino como pura heteronomía respecto a los signos sin contenidos. Vuelvo a citar a Lazzarato, que se apoya en Pasolini a la hora de describir esta oscura mutación del lenguaje:

A comienzos de la década de 1970, un poeta, fino conocedor de la lengua, anuncia que hemos entrado «en un periodo de la historia en que el lenguaje verbal es completamente convencional y vacío (tecnicizado) y el lenguaje del comportamiento (físico y mímico) tiene una importancia decisiva». Nuestra cultura actual se expresa, ante todo, a través de este último, «más cierta cantidad –completamente convencional y de extrema pobreza– de lenguaje verbal». En contra, por tanto, de lo que creen los partidarios del giro lingüístico y los lacanianos, el lenguaje no tiene el papel central en el capitalismo posfordista. Al igual que la comunicación o el consumo, la producción no actúa sobre la subjetividad en primer lugar y exclusivamente por la palabra. «La fiebre del consumo es la fiebre de la obediencia a un orden no enunciado.» No enunciado lingüísticamente, sino por muchas otras semióticas que, sin pasar por «ideas expresadas» o «valores conscientemente vehiculados», actúan de manera directa sobre lo «existencial», lo «vivido». El «bombardeo ideológico» no pasa por la palabra, ni siquiera en un medio «hablado» como la televisión: «del todo indirecto, está íntegro en las cosas». El sistema de signos «físico-mímicos» es explotado en primer lugar por la publicidad, cuya eficacia no se deduce de la «fuerza ideológica» y «discursiva», sino de la capacidad de abrevar en la semiótica del mundo (el «lenguaje de las cosas», para decirlo con Pasolini) y pegarse a ella[21].

Cuando el lenguaje publicitario, articulado desde la semiótica, se ocupó de lleno de la política, de la disputa de candidatos, de la apropiación mercantil de las ideas y proyectos, no hizo otra cosa que transferir a ese ámbito no sólo la lógica del negocio y de la busca de rentabilidad para un producto (cualquier producto), sino que fundamentalmente transfirió el arsenal del «lenguaje del comportamiento» –que opera sobre y con lo físico y lo mímico– apuntando a la interiorización afectiva de los mensajes y convirtiendo al votante en un ciudadano-consumidor de candidaturas cosificadas. A partir de ese giro estratégico del poder sobre la esfera del consumo político, la propia esfera de lo democrático quedó atrapada en la red del capital y de su lógica, abandonando el lenguaje verbal para moverse gustosamente con ese otro lenguaje destacado por Pasolini y que anticipa lo señalado por Boris Groys en su Posdata comunista allí donde el filósofo alemán señala la distancia absoluta entre el lenguaje hablado, el que permite a los seres humanos diseñar imaginariamente su destino, y el léxico económico, que opera con cifras y cálculos, y que se mueve en una esfera donde los hablantes se callan.

En La nueva razón del mundo, Christian Laval y Pierre Dardot sostienen que

el nuevo sujeto ya no es sólo el sujeto del ciclo producción/ahorro/consumo, típico de un periodo maduro del capitalismo. El antiguo modelo industrial asociaba, no sin tensiones, el ascetismo puritano del trabajo, la satisfacción del consumo y la espera de un goce apacible de los bienes acumulados. Los sacrificios consentidos en el trabajo (la «desutilidad», de desutility) eran compensados por los bienes que se podían adquirir gracias a los beneficios, utility. Como lo hemos recordado más arriba, D. Bell había mostrado la tensión cada vez mayor entre la tendencia ascética y el hedonismo del consumo, tensión que, según él, había alcanzado su culmen en los años 1950. Así se entreveía, sin poder todavía observarla, la resolución de esta tensión en un dispositivo que identificaría rendimiento y goce, cuyo principio es el del «exceso» y la «superación de uno mismo». Porque ya no se trata de hacer lo que se sabe hacer y consumir aquello de lo que se tiene necesidad, en una especie de equilibro entre desutilidad y utilidad. Lo que se requiere del nuevo sujeto es que produzca «cada vez más» y goce «cada vez más», que esté así conectado con un «plus-de-gozar» que ya se ha convertido en sistémico. La vida misma, en todos sus aspectos, se convierte en objeto de los dispositivos de rendimiento y de goce[22].

Estos dispositivos culminan, a su vez, en la generalización de padecimientos psíquicos, particularmente la peste de la depresión y su medicalización correspondiente, hasta el punto de poner en evidencia la dialéctica perversa que se da entre los «dispositivos de rendimiento y de goce». Ahí radica uno de los «secretos» del Sistema, su potencia para vulnerar la vida individual y compartida exacerbando un individualismo atrapado en nuevos y sofisticados mecanismos de autodestrucción. Nada más difícil de superar desde una perspectiva emancipatoria que la compleja urdimbre de la servidumbre voluntaria, aquella que no nace de la violencia opresiva, del sometimiento descarado y de la explotación directa, sino la que se construye en el interior del sujeto como núcleo de un goce perverso. La «libertad» como forma superior del autosometimiento del yo constituye la astucia última del Sistema. De ahí que resulte tan opaca y velada la conducta de los sujetos allí donde predomina la mercantilización de todas las relaciones junto con la proliferación de la industria de la cultura y la sociedad del espectáculo. La pregunta naif que suele aparecer cuando se profundizan los mecanismos del sometimiento a través del consentimiento de los explotados es aquella que no comprende por qué los incontables aceptan ser dominados. Desde Etienne de La Boetie, con su opúsculo genial que nombró para siempre la «servidumbre voluntaria», el pensamiento crítico fue buscando enhebrar distintas respuestas inconclusas y provisorias, respuestas que no dejaron de chocar con el sentido común de cada época.

Lo mundial, al decir de Baudrillard, se conjuga con lo virtual y con el dominio abrumador de signos sin referencia. «El estadio del espejo ha cedido el sitio al estadio del vídeo. Ya nada escapa a esta especie de tomavistas, de toma de sonido, de toma de conciencia inmediata, simultánea. Ya nada tiene lugar sin la pantalla. Ya no es un espejo. La identidad viviente, la del sujeto, suponía el espejo, el elemento de la reflexión»[23]. Sugestiva la contraposición entre el «estadio del espejo» y el «estadio del vídeo», entre la reflexión que supone un afuera, la presencia de una otredad, de una diferencia, y la proyección de lo igual, de una simultaneidad indiferenciada. «Esta diferenciación –continúa Baudrillard– procede de la filosofía moral. Se ha desarrollado toda una historia del sujeto y del individuo en oposición a lo social, pero hoy ese sujeto está hechizado, ha perdido su libertad, ya no es dueño de sus orígenes ni de sus fines, es el rehén de la red. La prioridad está en la red y no en los abonados de la red. La identidad está del lado de la red y no del individuo. También lo colectivo pasa a la red. La hiperrealidad virtual ha engullido ambos términos a la vez. La polaridad individual/colectivo se borra»[24]. La fantasmagoría que recorre la conciencia de la libertad se expresa, bajo las condiciones de la mundialización neoliberal, en que, allí donde se supone plenamente libre, el individuo queda prisionero de las redes y el mercado. Lo que no puede ni quiere es poner en cuestión esta inversión de la libertad; por el contrario, la radicaliza más allá de toda reflexión y como puro gesto de una espontaneidad artificial. Nada más arduo y difícil que romper esta coraza, que como una segunda naturaleza cubre la conciencia individual, cada día más sumergida en las aguas del mercado, del dinero y de las redes. Es esta extraña dialéctica la que amplía la «servidumbre voluntaria» en nombre de la defensa irrestricta de la libertad. El capitalismo, mientras tanto, se deja gozar bajo la forma de una nueva infinitud promotora de mayor desigualdad, exclusión y destrucción ambiental.

Siguiendo las estelas de los diversos autores que he citado, pero en particular tratando de imaginar un lugar, todavía, para el homo politicus, creo necesario escapar a la fatalidad de un presente convertido en futuro inevitable y de clausura para cualquier alternativa que busque sustraerse al abrazo de oso del neoliberalismo. Por eso, insisto con esto, dar cuenta de las transformaciones que se han operado en el imaginario de la libertad penetrando en las consecuencias que ellas –las transformaciones– trajeron aparejadas se convierte en una estrategia teórico-política sin la cual será imposible cartografiar la actualidad del sujeto en un mundo sometido a las fuerzas combinadas del capital, del mercado y de la digitalización. Desentrañar el funcionamiento de la maquinaria de subjetivación, despejar la idea del «crimen perfecto» del resto no succionado por el Sistema de sujetos que siguen buscando modos, sueños y prácticas emancipatorias, constituye un gesto político, un acto intelectual y práctico de ruptura con el sentido común dominante. Se trata, quizá, de inventar nuevas figuras que nombren de otro modo la libertad, que aspiren, otra vez, a enlazarla con la igualdad (el neologismo de Étienne Balibar «igualibertad» expresa con fuerza el objetivo emancipador de reunir lo que fue separado, pero poniendo en evidencia, a la vez, que esa reunión pase a resignificar ambos términos). No hay política de la emancipación renunciando a la disputa por el sentido de aquellas tradiciones construidas alrededor de palabras-conceptos portadoras, desde la lejanía de los tiempos y de los sueños, quizás imposibles pero imprescindibles, emanados de la «igualibertad». Como diría Jorge Alemán: el crimen perfecto sería capturar ya no sólo la subjetividad del individuo contemporáneo, sino penetrar al sujeto hasta el fondo del habla dejándolo, ahora sí, en silencio. Si hay política, es porque queda ese resto que permanece, todavía, más allá de las garras del neoliberalismo.

[1] Domenico Losurdo ha escrito un libro decisivo –Contrahistoria del liberalismo– en el que ha logrado demostrar la inextricable relación que existió entre algunos filósofos y políticos del comienzo de la tradición liberal anglosajona y la esclavitud. «¿Se puede ser liberal y esclavista al mismo tiempo?» se pregunta Losurdo, y su respuesta es contundente y erudita en la recopilación de citas de diversos autores que establecen ese vínculo ominoso. Después de citar largamente las opiniones de Calhoun en las que este reivindica la esclavitud como «un bien positivo», por qué –se interroga el filósofo italiano– silenciar el argumento, previo y anticipador, de Locke que será retomado por el vicepresidente de los Estados Unidos a mediados del siglo XIX. Locke –cita Losurdo a David Davis– «es el último filósofo que trata de justificar la esclavitud absoluta y perpetua». Sin embargo, «esto no le impide denigrar con palabras de fuego la “esclavitud” política que la monarquía absoluta quería imponer». Tanto Calhoun como el filósofo inglés están relacionados con la trata: el primero es propietario de esclavos y el segundo tiene sólidas inversiones en el comercio de negros. La lista de liberales que sostuvieron el régimen esclavista es larga: Andrew Fletcher (Jefferson lo define como un patriota), James Burgh (Thomas Paine lo cita con complacencia en el opúsculo más célebre de la revolución norteamericana –Common Sense–). Incluso pensadores como John S. Mill, que criticó ásperamente a los liberales ingleses por haberse alineado con el Sur esclavista contra el Norte comandado por Lincoln, no deja de reconocer en el sistema esclavista un paso necesario en la tarea de educar a las «tribus salvajes». «La esclavitud –destaca Losurdo siguiendo la reflexión de Mill– es en ocasiones un paso obligatorio para conducirlas al trabajo y hacerlas útiles a la civilización y al progreso.» Más grave todavía es el recordatorio que hace el filósofo italiano: «En la revolución norteamericana, Virginia desempeña un papel relevante: aquí está presente el 40 por ciento de los esclavos del país; pero de aquí proviene el mayor número de protagonistas de la revuelta que ha estallado en nombre de la libertad. Durante treinta y dos de los primeros treinta y seis años de vida de los Estados Unidos, quienes ocuparon el puesto de presidente fueron propietarios de esclavos, provenientes, precisamente, de Virginia. Es esta colonia, o este estado, fundado en la esclavitud, el que proporciona al país sus estadistas más ilustres; baste pensar en George Washington (…) y en James Madison y en Thomas Jefferson (autores respectivamente de la Declaración de independencia y de la Constitución Federal de 1787), los tres, propietarios de esclavos» (Domenico Losurdo, Contrahistoria del liberalismo, Barcelona, El Viejo Topo, 2005, pp. 13 y 22). Sintetizando a Losurdo: la dialéctica de la civilización nos muestra, una y otra vez, el lado oculto de un proyecto histórico que, en nombre de los ideales ilustrados –la libertad y la igualdad–, desplegó niveles de violencia nunca antes conocidos, tormentos sobre lo humano que se revistieron de embelesados relatos civilizatorios. Así como Karl Marx describió con crudeza, en el capítulo sobre la «acumulación originaria» de El Capital, los «métodos» utilizados para expropiar a los campesinos y conducirlos hacia las fábricas, la explotación de los niños, las extenuantes horas de trabajo en nombre de la «libertad de contrato» asociado al disciplinamiento de aquellos que no estaban acostumbrados al «trabajo» y que serían acusados de holgazanería por la eticidad puritana de la burguesía emergente, Losurdo, y otros autores, nos recuerdan el papel de la esclavitud, siempre silenciado, en la construcción del capitalismo (recordemos, de paso, el significado central que para Francia, y su acumulación de riqueza, tuvo su colonia haitiana y el golpe que para sus intereses supuso la rebelión y posterior declaración de independencia de los esclavos negros).

[2] William Davies, «El Nuevo neoliberalismo», New Left Review 101, segunda época (noviembre-diciembre de 2016), pp. 129-144.

[3] Como sostiene Terry Eagleton, «después de todo, la ideología requiere una cierta subjetividad profunda en la que operar, una cierta receptividad innata a sus dictámenes; pero si el capitalismo avanzado convierte al ser humano en un ojo espectador y un estómago devorador, no hay suficiente subjetividad para que la ideología eche raíces. Los sujetos menguados, sin faz y agotados de este orden social no son receptivos al significado ideológico, ni tienen necesidad de él. La política es menos cuestión de prédica o adoctrinamiento que de gestión técnica y manipulación, de forma más que de contenido; una vez más, es como si la máquina avanzase sola, sin necesidad de pasar por la mente consciente. La educación deja de ser cuestión de autorreflexión crítica y se sume en el aparato tecnológico, certificando nuestro lugar en él. El ciudadano típico es menos el entusiasta ideológico que exclama “¡Viva la libertad!” que el narcotizado y satinado telespectador; con una mente tan lisa y neutralmente receptiva como la pantalla que tiene ante sí» (Terry Eagleton, Ideología, Barcelona, Paidós, 1998).

[4] En este caso nombro al kirchnerismo, pero cualquier otro de los gobiernos democrático-populares de América Latina calificaría para este tipo de rechazo visceral de parte de amplios sectores de clase media atizados por los grandes medios de comunicación, que han hecho del populismo la nueva bestia negra de la época. La paradoja es que han sido esos proyectos los que han vuelto a colocar en el centro de la escena la imperiosa necesidad de reconstruir, bajo las condiciones actuales, el Estado de bienestar asociándolo a una política de ampliación de derechos y repolitizando fuertemente sus sociedades. El debate sobre el populismo lo desarrollo más ampliamente en el Capítulo 10.

[5] Wendy Brown, El pueblo sin atributos. La secreta revolución del neoliberalismo, Barcelona, Malpaso, 2015, p. 145.

[6] Hay en el análisis de W. Brown una cierta inclinación a otorgarle a la forma liberal-republicana una cualidad política superlativa que pareciera haber sido brutalmente removida por la economización neoliberal de todas las esferas de la vida incluida, como no podía ser de otro modo, la que se corresponde con lo público y con la participación ciudadana. Si bien es cierto que, en comparación con las formas previas de la dominación burguesa, la actualidad del capitalismo financiarizado expresa un radical vaciamiento de la dimensión propiamente política, también resulta importante recordar que el proceso de abstracción y el reduccionismo economicista están en el origen de la sociedad de las mercancías. Hay una tendencia a la «neutralización» –como diría Carl Schmidt– que es inherente al liberalismo clásico y que, en todo caso, se radicaliza en la actualidad en conjunto con la revolución de la microelectrónica y las nuevas tecnologías digitales. Señalo esto para no caer en una suerte de nostálgica visión de un pasado en el que la política se ofrecía como el lenguaje central de la esfera común. Así como hay una «ideologización» de origen en el concepto liberal-ilustrado de libertad, algo semejante ocurre con la cuestión de la relación público-privado y política y economía.

[7] En un texto críptico y oscuro pero decisivo, Walter Benjamin desarrolló la provocadora idea del «capitalismo como religión», describiendo el sentido de su «culto» y la sobredeterminación, en él, de la «culpa» y de lo sacrificial. Me parece valioso, ya que no es un texto muy conocido ni divulgado, citar, algo extensamente, una parte de él allí donde estoy tratando de analizar la relación entre el sujeto «libre» de administrar su capital humano, y la presencia de lo «religioso» con su culto y su imbricación con la culpa y el sacrificio que están en el meollo de la lógica del capitalismo:

En el capitalismo puede reconocerse una religión. Es decir: el capitalismo sirve esencialmente a la satisfacción de los mismos cuidados, tormentos y desasosiegos a los que antaño solían dar una respuesta las llamadas religiones. La demostración de esta estructura religiosa del capitalismo –no sólo, como opina Weber, como una formación condicionada por lo religioso, sino como un fenómeno esencialmente religioso– derivaría aún hoy en una polémica universal desmedida. No podemos estrechar aun más la red en la que nos encontramos. No obstante, más tarde observaremos este aspecto.

Tres rasgos, empero, son reconocibles, en el presente, de esta estructura religiosa del capitalismo. En primer lugar, el capitalismo es una pura religión de culto, quizá la más extrema que jamás haya existido. En él, todo tiene significado sólo de manera inmediata con relación al culto; no conoce ningún dogma especial, ninguna teología. Bajo este punto de vista, el utilitarismo gana su coloración religiosa. Esta concreción del culto se encuentra ligada a un segundo rasgo del capitalismo: la duración permanente del culto. El capitalismo es la celebración de un culto sans rêve et sans merci [sin sueño y sin misericordia]. No hay ningún «día de semana» [,] ningún día que no sea festivo en el pavoroso sentido del despliegue de toda la pompa sagrada [,] de la más extrema tensión de los fieles. Este culto es, en tercer lugar, gravoso. El capitalismo es, presumiblemente, el primer caso de un culto que no expía la culpa, sino que la engendra. Aquí, este sistema religioso se arroja a un movimiento monstruoso. Una monstruosa conciencia de culpa que no sabe cómo expiarse apela al culto no para expiarla, sino para hacerla universal, inculcarle la conciencia y, finalmente, sobre todo incluir al Dios mismo en esa culpa [,] para finalmente interesarlo a él mismo en la expiación. Ésta no debe esperarse, pues, en el culto, ni tampoco en la Reforma de esta religión, que debería poder aferrarse a algo seguro en sí misma, ni en la renuncia a ella. En el ser de este movimiento religioso que es el capitalismo, reside la perseverancia hasta el final [,] hasta la completa inculpación de Dios, el estado de desesperación mundial en el que se deposita justamente la esperanza. Allí reside lo históricamente inaudito del capitalismo: en que la religión ya no es la reforma del ser, sino su destrucción. La expansión de la desesperación al rango de condición religiosa del mundo, de la cual debe esperarse la curación. La trascendencia de Dios ha caído. Pero no está muerto, está incluido en el destino humano. Este tránsito del planeta hombre a través de la casa de la desesperación en la absoluta soledad de su senda es el ethos que Nietzsche define. Este hombre es el superhombre, el primero que comienza a profesar de manera confesa la religión capitalista. Su cuarto rasgo es que su Dios debe ser mantenido oculto, sólo podrá invocárselo recién en el cenit de su inculpación. El culto es celebrado ante una deidad no madurada, cada representación, cada pensamiento en ella vulnera el secreto de su madurez (Walter Benjamin, «El capitalismo como religión», traducción, notas y comentarios de Enrique Foffani y Juan Antonio Ennis, Universidad Nacional de la Plata, mimeo. Fuente original: Walter Benjamin, (1985) «Kapitalismus als Religion», en Gesammelte Schriften, ed. Rolf Tiedemann y Hermann Schweppenhäuser, Frankfurt am Main, Suhrkamp, tomo VI, 1, pp. 100-103).

[8] Brown, El pueblo sin atributos, cit., pp. 144-148.

[9] Ibid., pp. 227-229.

[10] Joseph Casals, en su erudito y más que recomendable libro Afinidades vienesas, se detiene en la innovadora obra de Fritz Mauthner en torno al lenguaje y, entre varias cuestiones, hace hincapié en la estructura rememorativa que constituye la acción lingüística. Véase J. Casals, Afinidades vienesas. Sujeto, lenguaje, arte, Barcelona, Anagrama, 2003, pp. 202-215.

[11] En otro lugar de este libro me he detenido en las agudas reflexiones que Boris Groys despliega a la hora de señalar que la economía (entendamos su sentido al modo como lo plantea Wendy Brown y, en general, todos los intérpretes críticos del neoliberalismo, que, precisamente, muestran el modo como la economía constituye el eje alrededor del cual gira la vida en su totalidad) carece de lenguaje, ya que se maneja con cifras, cálculos y algoritmos, dejando fuera de su registro todo aquello que tenga que ver con la sociabilidad, el intercambio simbólico, la idea de proyecto y de destino. Véase Boris Groys, La posdata comunista, Buenos Aires, Cruce, 2015, pp. 9-14.

[12] Véanse de Jacques Rancière, El desacuerdo. Política y filosofía (Buenos Aires, Nueva Visión, 2007), En los bordes de lo político (Buenos Aires, La cebra, 2007), El odio a la democracia (Buenos Aires, Amorrortu, 2006).

[13] Slavoj Žižek, Problemas en el paraíso. Del fin de la historia al fin del capitalismo, Buenos Aires, Anagrama, 2016, pp. 74-75

[14] Fue Ulrich Beck uno de los pioneros en hablar de y conceptualizar, de modo favorable la lógica del capitalismo, la «sociedad del riesgo» (su libro fue publicado bajo el título de La sociedad del riesgo. Hacia una nueva modernidad en el año 1986). En pleno auge de las ideas y de las prácticas de gobernanza neoliberales, Beck se ocupó de redefinir la relación entre individuo y sociedad abriendo el juego a la idea del «riesgo» como potencia expansiva de un yo capaz de afrontar las dificultades desde su propia iniciativa y a su propia cuenta. Más allá de algunos señalamientos críticos respecto al modelo de la financiarización, lo que hay es una aceptación del «giro civilizatorio» que nos hace pasar de una sociedad basada en el reparto de la riqueza a otra basada en el reparto de los riesgos y ligada, de modo directo, a la teoría política del conocimiento en la sociedad del riesgo. Desatado el nudo que unía a los ciudadanos al Estado social, lo que queda es una inmersión individual en el riesgo propio de la competencia en el mercado. Entre los «riesgos» producidos por las nuevas tecnologías (tema que preocupa al sociólogo alemán) y los que surgen como resultado de una transformación de las formas de reproducción de la vida social y de las exigencias del capital, lo que se abre es una nueva época en la que se termina la seguridad propia del welfare state y en la que las tendencias creativas y destructivas se tensionan mutuamente redefiniendo la situación estructural del sujeto.

[15] Giorgio Agamben, «Walter Benjamin y el capitalismo como religión», [http://www.culturamas.es/blog/2016/10/16/giorgio-agamben-walter-benjamin-y-el-capitalismo-como-religion/].

[16] En un libro que sigue la estela dejada por la obra teórica de Robert Kurz y de la revista alemana Krisis, Anselm Jappe, prosiguiendo la revisión crítica de la teoría del valor, nos recuerda algo que resulta fundamental a la hora de desentrañar la relación del individuo con la sociedad y de «su» libertad con la abstracción capitalista. Jappe nos recuerda que, en la «producción mercantil, el productor individual, o la unidad particular de producción, a nivel material está mucho más socializado que en los modos de producción precedentes», en los que los productores se vinculaban, primero y únicamente, a nivel social como fundamento de su acción productiva, que se volcaba, como no podía ser de otro modo, a la esfera concreta de la comunidad, mientras que en la producción mercantil es la misma producción la que está socializada desde el comienzo, ya que siempre se produce «para una esfera anónima de intercambio». Sucede que estamos ante dos formas completamente distintas de socialización, ya que mientras la primera es conscientemente vivida por los productores, en la segunda es «sólo a posteriori, e independientemente de toda acción humana consciente», que «dicha esfera puede otorgar al trabajo un carácter social». Se puede decir, destaca Jappe, «que en la evolución del capitalismo, la socialización material y la socialización “social” son inversamente proporcionales y que esto constituye una de las mayores contradicciones de este modo de producción». La conclusión que saca Jappe, siguiendo a Kurz, es que cuanto más se convierten los trabajos en «trabajos privados», menos «independientes son el uno del otro» y esto en un «sentido concreto y material». (Anselm Jappe, Las aventuras de la mercancía, Logroño, Pepitas de Calabaza, 2016, pp. 57-58). Completamente anudado el individuo a una socialización que no comprende, acaba por vivir una libertad imaginaria cuyo carácter fantasmático es convertido, gracias al dominio del vínculo entre trabajo y valor propio del capitalismo, en fundamento de algo que nada tiene que ver con la relación consciente del individuo con su libertad. A diferencia del análisis de Polanyi, que se centra en la mercantilización de todas las esferas de la vida social y natural, Jappe y Kurz parten de la teoría crítica del valor como núcleo decisivo para desentrañar las contradicciones del capitalismo y su irreversible crisis. Más allá de estas discrepancias, que no son menores pero que no puedo desarrollar acá, me interesaba destacar, junto con la posición más que valiosa de Polanyi, la vuelta de tuerca que, recuperando la teoría del valor de Marx, le dan Robert Kurz y sus compañeros de viaje intelectual, ya que me permiten destacar mejor la contradicción insalvable que se da, en el interior de la sociedad del capitalismo –y más todavía en su fase neoliberal–, entre el individuo –falsamente proyectado al centro de la escena como actor consciente de su vida– y la libertad –ese bien que el liberalismo vinculó, de modo absoluto, a la propiedad, al mercado y, por ende, a la mercancía y a su intercambio–.

[17] Cuauhtémoc Nattahí Hernández Martínez, «La deuda como forma de gobierno y subjetivación en el neoliberalismo. Reflexiones sobre la culpa, el sacrificio y la desesperación en la religión capitalista», Revista Valenciana, estudios de filosofía y letras 21 (enero-junio de 2018), pp. 379-415.

[18] Mark Fisher, agudo observador de la cultura popular inglesa, nos hace una descripción entre crítica y desolada tomando como referencia lo que sucedió con el futbol, las modificaciones en los estadios y con los espectadores a partir de la «la tragedia de Hillsborough, en 1989, [que] fue el equivalente para el fútbol británico de la doctrina de shock de Naomí Klein. La tragedia –causada por la maliciosa incompetencia de la “policía de Thatcher”, la infame fuerza del condado de Yorkshire del Oeste– permitió una agresiva ocupación corporativa del fútbol inglés. Las tribunas populares fueron cerradas y se le asignó un asiento individual a cada espectador. De un solo golpe, toda una forma de vida colectiva había sido clausurada. La modernización de los estadios de fútbol en Inglaterra estaba sumamente atrasada; pero ésta fue la versión neoliberal de la “modernización”, que equivalía a la hipermercantilización, la individualización y la corporatización. La multitud fue descompuesta en consumidores solitarios; y el cambio de identidad de la primera división inglesa, que pasó a llamarse Premier League, y la venta de los derechos televisivos a Sky fueron presagios de la incontrolable desolación existencial que se abatiría sobre Inglaterra en el siglo XXI» (Mark Fisher, Los fantasmas de mi vida. Escritos sobre depresión, hauntología y futuros perdidos, Buenos Aires, Caja Negra, 2018, pp. 205-206).

[19] Jean Baudrillard, El paroxista indiferente. Conversaciones con Philippe Petit, Barcelona, Anagrama, 1997, pp. 23-24.

[20] Maurizio Lazzarato, Gobernar a través de la deuda. Tecnologías de poder del capitalismo neoliberal, Buenos Aires, Amorrortu, 2015, p. 24.

[21] Lazzarato, op. cit., pp. 190-191 (la referencia es a Pier Paolo Pasolini, Écrits corsaires, París, Flammarion, 1976, pp. 79, 95, 93).

[22] Christian Laval y Pierre Dardot, La nueva razón del mundo. Ensayo sobre la sociedad neoliberal, Barcelona, Gedisa, 2013, p. 360.

[23] Baudrillard, op. cit., p. 82.

[24] Baudrillard, op. cit., p. 84.

La sociedad invernadero

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