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ОглавлениеCAPÍTULO II
La fábrica de subjetividad
Es exacto afirmar que las masas no piensan. Pero ésta es precisamente la razón por la que siguen a aquéllos que piensan. La dirección espiritual de la humanidad corresponde al pequeño número de hombres que piensan por sí mismos; estos hombres ejercen de entrada su acción sobre el círculo capaz de acoger y de comprender el pensamiento elaborado por otros; por esta vía, las ideas se difunden por las masas, donde se condensan poco a poco hasta formar la opinión pública de la época.
Ludwig von Mises, Socialisme
I
Así como la globalización se correspondió con nuevas y decisivas formas de homogeneización que no sólo pusieron en cuestión la persistencia del Estado-nación (al menos esa era la creencia dominante en el tiempo «glorioso» de la economía global de mercado allá por la década de 1990), también quedaron sepultadas especificidades y diferencias que tendieron a unificar la política a gobernanza mundial, las tradiciones ideológicas a piezas de museo, las clases sociales a antiguallas de un pasado perimido, el trabajo a robotización, precarización y casi extinción, y el sujeto supuestamente autónomo del sueño moderno-ilustrado reducido a ciudadano consumidor. Palabras de orden que se desplegaron por un mundo atrapado en las redes de la financiarización que parecía iniciar, ahora sí, la consolidación definitiva de un Sistema-mundo capaz de realizar las promesas de eternidad subvirtiendo el carácter finito de todo lo que habita en el tiempo. Como nunca antes en la historia de las sociedades, la uniformidad del mercado y el dominio de las tecnologías capaces de penetrar cada intersticio de la vida hicieron del mundo una extraña ficción en la que, grados más, grados menos, todos aspiraban a vivir en la sociedad invernadero. Sin importar, claro, el espanto de las desigualdades y de las asimetrías que condenaban a regiones enteras del planeta a la indigencia y que avanzaban aceleradamente en la precarización de los Estados de bienestar en los países centrales. Una homogeneidad ficticia que se afincó, como no podía ser de otro modo, en los imaginarios culturales hegemónicos y en los dispositivos digitales capaces de reducir las distancias y las diferencias a la velocidad con la que la información traspasaba todas las fronteras materiales e inmateriales. El individuo, por supuesto, se convirtió en el principal objetivo de la nueva fábrica de subjetividad, sin la cual resultaba imposible consolidar la promesa de eternidad de la que era portador el neoliberalismo. Cada país conoció y conoce las diferentes variantes de estas usinas de subjetivación. Me detengo, apenas a modo de ejemplo, en las estrategias discursivas y publicitarias que permitieron a la derecha neoliberal macrista no sólo llegar al gobierno sino, en medio de la más colosal transferencia regresiva de ingresos de la historia argentina, penetrar el sentido común de una significativa parte de la población. Un rápido viaje por el laboratorio social y cultural en el que fue convertido el país me permitirá destacar rasgos que podrán reencontrarse en otras latitudes y adentrarnos en la fabricación de subjetividades que apuntan a un alcance global.
El macrismo, sus frases y sus gestos, que, de tanto repetirse, van vaciando su capacidad para sorprendernos pero no para ir generando un clima de época que entremezcla el revival de los 90 y la novedad de una nueva derecha cool, naif, revanchista y represiva. Pareciera que estos cuatro rasgos son contradictorios entre sí, que, si se tratase de una «nueva derecha» cool y naif, el revanchismo y la represión no le cabrían, y, sin embargo, esos rasgos pueden convivir sin grandes problemas atendiendo, como hace obsesivamente el macrismo, a lo que los focus group les van informando respecto al humor, la sensibilidad, las prioridades y otras cosas de la ciudadanía, que, bajo esa lógica, es reducida a ser una muestra estadística operada por publicistas, encuestadores y psicólogos que tienden a focalizar en las respuestas afectivas y viscerales. Su consultor estrella, Durán Barba, interpreta los resultados de esas «investigaciones de mercado ciudadano» y las convierte en estrategia gubernamental. De este modo, el macrismo, cuya ideología constituye un pastiche de emprendedorismo, exaltación de la meritocracia y vulgata antipopulista, todo salpicado de neoliberalismo explícito y muy escasa complejidad argumentativa, construye un tipo de interpelación que puede pasar de un apoyo al tratamiento parlamentario de la despenalización del aborto (incluyendo a algunos de sus legisladores como integrantes de la reivindicación feminista) a la elaboración de un nuevo protocolo para las fuerzas de seguridad que incluye disparar por la espalda y habilitar, bajo el eufemismo de la lucha contra la delincuencia, el fusilamiento discrecional. Al mismo tiempo que se esfuerza por ofrecer la imagen de la diversidad cultural y de género, militariza la protesta social y criminaliza la pobreza, como viene haciendo desde que gobierna la ciudad de Buenos Aires. Si la economía, lejos de rendirle frutos, lo pone contra la pared, enturbiando sus posibilidades electorales para 2019, la estrategia será ir por el andarivel del orden y la seguridad bajo la influencia de la onda expansiva de Bolsonaro y el neofascismo capilar que habita el tejido de la sociedad. Su lado cool y naif mutará rápidamente hacia la mano dura (que, en un juego impúdico, denominan «mano justa»), ofreciéndose como el garante de los ciudadanos decentes y trabajadores ante el desorden y el peligro que provienen de esa masa amorfa y negra lista para apropiarse de lo ajeno. De este modo, la fábrica de subjetividad, propia del neoliberalismo, va adaptando sus engranajes de acuerdo a lo que el mercado social y político vaya exigiendo. Claro que para que funcione la estrategia propagandística de la derecha macrista, para que los diseños al uso de Durán Barba alcancen sus objetivos, es decisiva la complicidad de los grandes medios de comunicación, verdaderas usinas productoras de subjetivación. Sin periodistas, parafraseando a Karl Kraus, el mal y la degradación de la vida social no serían transformados en imágenes y palabras que, de a miles y miles, bombardean la cotidianidad «pesadillesca» de una ciudadanía en estado de pánico.
A la derecha ya no hay que ir a buscarla exclusivamente a las zonas dominadas por la moralina o la represión de los instintos sexuales, ella ya no mora en las habitaciones oscuras de esas casas semiderruidas que apenas si son testigos de otra época en la que la voz del Gran Inquisidor imperaba sobre la cotidianidad de los hombres recordándoles los horribles fuegos del infierno. A la derecha, a la que ejerce el poder económico y político, no a los restos retóricos de personajes antediluvianos, no le interesa la cuestión moral ni la defensa de las venerables tradiciones; lo que le importa, aquí y ahora, es captar adecuadamente los reflejos espontáneos de la gente, hacerse cargo de sus secretos más íntimos, apropiarse de sus prejuicios y de sus exigencias no siempre expresadas pero intactas en sus deseos. Si no entendemos este giro histórico, no podremos descifrar el eclecticismo que caracteriza a la derecha contemporánea, un eclecticismo que le permite pasar de posiciones que remiten a su genealogía más reaccionaria y represiva, cuando sus acciones se correspondían con su concepción del mundo, pero que también le ofrece la posibilidad de apropiarse de símbolos, banderas, lenguaje y tradiciones otrora progresistas (multiculturalismo, políticas de género, onegeísmo y defensa de la libertad de expresión son algunas de las máscaras que utiliza sin rubor la derecha buscando, siempre, interpelar aquello que en cada momento conforma la sensibilidad de época y que atraviesa a la multitud de ciudadanos-consumidores).
Dentro de los anacronismos de la época por la que transitamos, está, sin dudas, la presencia en la sociedad estadounidense (y que reaparece con fuerza en la espectacular participación de las Iglesias evangélicas y pentecostales en posibilitar el triunfo de la extrema derecha brasileña y que han desempeñado un papel significativo también en la ola que llevó a Donald Trump a la presidencia de Estados unidos) de los discursos y las prácticas de las más variadas Iglesias que siguen infectando el imaginario de vastos sectores de la población y que, incluso, alcanzan con intensidad la retórica del poder. En la Administración republicana del inefable George W. Bush se asociaron elementos absolutamente descarnados y pragmáticos con portadores de un neopuritanismo que hundió sus raíces en las más venerables tradiciones del protestantismo conservador y en el misionerismo del alma estadounidense que se creyó elegida por Dios para conducir a la grey humana esgrimiendo la espada de la venganza contra los «hijos del demonio». Tal vez como ninguna otra sociedad del mundo contemporáneo, la norteamericana sea expresión de alquimias sorprendentes en las que la más brutal fuerza modernizadora y secular impulsada por los vértigos del mercado se entrelaza con dispositivos que reclaman un regreso a los «buenos y sanos» tiempos en los que el espíritu religioso articulaba vida y muerte de los seres humanos. No deberíamos subestimar la potencia de ese maridaje que sigue desplegándose en el país en el que reina una mezcla de Walt Disney, consumo desenfrenado, apoteosis místico-religiosa y megalomanía redencional que se asocia a la condición de pueblo elegido por un dios absolutamente estadounidense. Extraña parábola en la que la apelación a valores tradicionales se entrama con mecanismos en los que se estimula a los consumidores para que rompan todas las barreras, para que se dejen llevar por el exceso y alcancen el paraíso del país de Jauja del shopping center. Entre nosotros, la «revolución de la alegría» y los globos de colores con los que le alcanzó a Macri para dar por primera vez en la historia un triunfo electoral a la derecha, vinieron a ocultar una profunda restauración conservadora, que utilizó, como no podía ser de otro modo, los lenguajes de lo aspiracional, del emprendedorismo y de lo políticamente correcto, mientras desplegó una estrategia de transformación radical y regresiva de la vida social y económica.
Uno de los logros de la subjetivación neoliberal ha sido el de haber multiplicado la lógica de la competencia y del individualismo asociándolos con la expansión de la libertad e interiorizando esos valores como arquetípicos de los deseos de la sociedad. La vida de derecha ha colonizado el sentido común y se ha convertido en el eje de la representación hegemónica que los sujetos sujetados por el mercado acaban por definir como lo verdadero y justo. Esta nueva fenomenología de la vida cotidiana que se asocia, casi de un modo ontológico, con la derecha lo hace ofreciendo un discurso de lo posideológico y de lo antipolítico que vuelve un resto anacrónico aquello que, a lo largo de gran parte de la modernidad, se fue configurando como una visión y una cultura de izquierda arraigadas en la clase obrera y en amplios sectores medios, visión que hoy se ha ido empequeñeciendo como nunca antes. La profunda brecha social, ensanchada hasta dimensiones alucinantes por el capitalismo neoliberal, ha distanciado, cada vez más, a sujetos sociales que, hasta no hace mucho, podían cruzarse y compartir valores y creencias. Con cierta desesperación, los que experimentan en carne propia la violencia sistémica se refugian en lo poco que les queda: la fe. Mientras las clases medias marchan aceleradamente hacia el vacío del shopping center. En el interior de esta dialéctica se expresa la capacidad de la derecha por hegemonizar la cultura de la época.
Una pregunta inquietante surge a partir de estas alquimias que van configurando los escenarios de derechas, cada vez más extremas, que parecen recostarse en un retorno de la religiosidad, afincada, sobre todo, en amplios sectores populares. Esa pregunta tiene que ver con la brutal corrosión que las prácticas globalizadoras generaron en el interior de las sociedades de mercado, llevándolas hacia experiencias de fragmentación y desocialización nunca antes conocidas. Agujereada la vida colectiva, desnutridos hasta su casi extenuación los valores del reconocimiento y la solidaridad, multiplicada la precarización de la existencia como resultado directo de un capitalismo depredador, vaciado el sentido del vivir allí donde lo único que predomina es el consumismo, desprestigiada la política como sinónimo de corrupción, expandido el sentimiento de rechazo y odio por la cultura de las clases «libertinas y elitistas» identificadas con el resto sobreviviente de una cultura de izquierda despreciada por los cultores de los valores tradicionales, lo que se consolida, en la vastedad de los mundos de las clases más pobres, son los dispositivos y los discursos de una neorreligiosidad que apela a valores, creencias, esperanzas y lógicas de salvación que vienen a llenar el vacío de vidas dañadas hasta la médula. El progresismo de clase media, refinado y abierto, no alcanza a comprender la intensidad de estos sentimientos que aceleran el rechazo de parte de quienes no disfrutan de los goces que el mercado sólo ofrece a los que pertenecen a la esfera socialmente incluida. Están convencidos de que la oscuridad y el reaccionarismo provienen, centralmente, de esos mundos excluidos, mientras que no alcanzan a identificar al neoliberalismo como el portador del mal. La culpa de los males no la tiene un sistema que ha ido degradando la vida colectiva, sino las creencias de la religiosidad popular, que son deconstruidas como si fueran la quintaesencia de la oscuridad, el analfabetismo y lo retrógrado. En un giro si se quiere paradójico, amplios estratos de la clase media creen que son los pobres, los excluidos, los responsables de los males que los aquejan, a ellos y a los otros, como si el crecimiento de derechas cada vez más radicalizadas, que ya pueden exhibir algunos triunfos significativos en países como USA, Brasil, Italia, Hungría, Filipinas, Polonia, sin mencionar el crecimiento electoral en muchísimos otros de larga tradición democrática, fuese el producto de la ignorancia de los más pobres y de la influencia de las Iglesias pentecostales y evangélicas de diverso cuño entre los más desfavorecidos. Han sido, sin embargo, las clases medias las que han votado y han alentado el crecimiento del neofascismo en Europa y en América. Han sido ellas, las más capturadas por la cultura neoliberal, las que, ante el desencanto y la precarización que muchos de ellos sufren, acaban por volcarse hacia opciones de derechas que apelan al nacionalismo xenófobo, al reaccionarismo del retorno a «valores» religiosos y neocomunitaristas, homofóbicos y antimigrantes, logrando enlazar a sectores de trabajadores precarizados con otros de clase media atemorizados por el hundimiento de sus economías domésticas y por los «peligros» que supone «la invasión de los nuevos bárbaros». En Argentina, el macrismo, una derecha sin los rasgos extremos del neofascismo de, por ejemplo, Bolsonaro, sin embargo también logró movilizar los prejuicios de la clase media, e incluso de sectores populares, contra los más pobres, apelando a un doble discurso: reivindicación del individuo libre como administrador de su capital humano, por un lado, y demonización de los «parásitos» que son mantenidos desde un Estado populista, que ya no trabajan y que reciben dádivas y derechos que «los honestos ciudadanos» pagan con sus impuestos, por el otro lado. La derecha macrista ha sabido explotar esta pulsión de violento rechazo hacia los más débiles, así como la exacerbación de lo que he llamado el cuentapropismo moral: la tendencia a suponer que uno mismo es el autor de su éxito al mismo tiempo que rechaza las funciones del Estado social como confiscatorias de sus esfuerzos y como productoras de parásitos entre los pobres.
II
Repasemos algunas de las frases más ilustres con las que han diseñado, aunque no lo parezca, una clara ideología de lo que para el macrismo son el país y su sociedad: «Los patriotas habrán sentido angustia cuando declararon la Independencia» (Macri), «El carnicero es un buen vecino que merece estar tranquilo con su familia» (Macri), «La nueva campaña del desierto, esta vez sin espadas, con educación» (Esteban Bullrich), «Vengo a pedirles perdón a los empresarios españoles», «La grasa militante y los ñoquis de la administración pública» (Alfonso Prat Gay), «La clase media baja pensó que podía comprarse un plasma y viajar a Miami» (González Fraga), «Los pobres tienen que entender que van a seguir siendo pobres» (Gabriela Michetti), y continúan las frases a gusto del lector. O esas puestas en escena que nos muestran a Macri y a su mujer paseando en bicicleta por el Central Park, besándose en medio de la asamblea de las Naciones Unidas o inventando un viaje en colectivo, rodeado de vecinos, en el Gran Buenos Aires. Una alquimia de desenfado new age, espontaneidad preformateada cuidadosamente en los laboratorios del duranbarbismo, falsa credulidad, ignorancia, sentido de clase, agresividad edulcorada, desprecio y revanchismo convertidos en «políticas del consenso y la diversidad» son, apenas, algunos de los giros y tropos lingüísticos del presidente y sus funcionarios. ¿Errores?, ¿descuidos?, ¿ingenuidad del recién llegado a las mañas y los disfraces de la política?, ¿ejemplo, como muchos tienden a creer, de chatura intelectual y de desprecio por la memoria histórica? ,¿descuidos públicos de quienes han sido educados en los peores clichés de la clase dominante? Preguntas inmediatas de quienes sienten un rechazo visceral por lo que está ocurriendo en el país. Que nacen al toparse con un tipo de práctica política y de semblante mediático que, en general, prefiere optar, en muchos críticos del macrismo y porque resulta más fácil, por el desprecio ante la barbarie de una derecha sin pátina alguna de cultura, expresión sin más de la nueva clase de gerentes de empresa que sólo tienen tiempo para los negocios y el consumo de alta gama. Preguntas que quizá pierden de vista lo que hay detrás de esas frases y esos gestos, que prefieren la respuesta fácil a la indagación más ardua y compleja que conduce al reconocimiento de nuevas prácticas cuya capacidad para incidir en el sentido común y en los imaginarios sociales es enorme.
Tendemos a olvidar que la operación política y económica que se está desplegando en el país apunta no sólo a producir cambios estructurales encapsulados en el indescifrable mundo de las altas finanzas, el mercado mundial y la circulación del capital, sino que, junto con esas transformaciones, se vuelve necesario, para garantizar esos patrones de acumulación, trabajar en la producción de nuevas subjetividades, en la invención de nuevas relaciones entre las personas, en el desmantelamiento de memorias y gestualidades que remiten a otras historias y a otras prácticas sociales e individuales. La «ingenuidad» y la supuesta «ignorancia» de muchas de las frases que escuchamos cotidianamente se vinculan con la imperiosa necesidad de construir personalidades que se correspondan con las novedades que trae esta nueva derecha. Hay una búsqueda sistemática de identificación y empatía especular. Lo que para algunos puede parecer un error, una falta de tacto, un fallido, un desliz por el que se pone de manifiesto lo que no querían decir pero lo hacen, constituye, sin embargo, lo real de la sociedad a la que se dirige el discurso de funcionarios que construyen una imagen del mundo que se corresponde vis-a-vis con la ideología que sustenta el núcleo duro del macrismo. Hay una parte nada desdeñable de la sociedad que no se siente incómoda ni dañada por ese tipo de frases. Todo lo contrario. Se identifica con ellas, las asume como aquello que siempre pensó y que guardó para la intimidad de la familia o los amigos, y que ahora, y gracias a un gobierno que la representa cabalmente, se pueden decir sin avergonzarse y como dispositivo de una verdad antes impronunciable. Las frases del macrismo operan sobre la lengua cotidiana, se inscriben en la fabricación de subjetividad y encuentran su eco en las cadenas mediáticas y en la onda expansiva de las redes sociales. Así como líneas más arriba, y como al pasar, mencioné a Karl Kraus y la agudeza de su crítica del periodismo en el comienzo del siglo XX, una crítica rápidamente olvidada y relativizada como proveniente de alguien que cultivaba una perspectiva elitista y aristocrática de la cultura de su tiempo, habría que decir que sin el aparato de los medios de comunicación sería inimaginable la capacidad del sistema para ir modelando conductas, visiones, sentido común y núcleos afectivos propios del universo neoliberal. Hay en la «metafísica del periodismo», para usar ahora una interesante imagen de George Steiner, una potencialidad para configurar climas de época, al mismo tiempo que penetra, discursiva y subliminalmente, en el interior de las conciencias direccionando opinión pública y sentido común[1]. Sin este universo mediático asociado con la sociedad del espectáculo, el capitalismo, en un sentido literal, no hubiera logrado sostenerse, expandirse y ofrecer la imagen de su eternización. Mientras que la metafísica del periodismo hace del instante su tiempo reduciendo al ser a la fugacidad, el capitalismo neoliberal logró convencer a una parte nada desdeñable de la sociedad de que no hay ninguna alternativa superadora ni ninguna posibilidad de un más allá de la globalización. Ideología en estado puro.
III
En un libro fundamental dedicado a desentrañar la historia, las estrategias y la potencia hegemónica del neoliberalismo, los franceses Christian Laval y Pierre Dardot se detienen en el análisis minucioso de la dimensión cultural-simbólica, en las estrategias que sigue el capitalismo en su actual fase depredadora y expansiva para fabricar un «hombre nuevo» que pueda adaptarse a la vertiginosidad y a la potencia desestructurante que emanan de esa colosal mutación de la vida, en todos sus aspectos, que es la máquina neoliberal. El neoliberalismo se basa en la doble constatación de que el capitalismo ha abierto un periodo de revolución permanente en el orden económico, pero que los hombres no se han adaptado espontáneamente a este orden de mercado cambiante, porque fueron formados en un mundo diferente. En La nueva razón del mundo, Laval y Dardot sostienen lo siguiente:
Esta es la justificación de una política que debe tener como objetivo la vida individual y social en su conjunto. Esta política de adaptación del orden social a la división del trabajo es una tarea inmensa, escribe William Lippmann (uno de los primeros teóricos en fijar, desde una perspectiva que luego sería definida como neoliberal, el desafío del capitalismo ante el escenario abierto por la «Gran depresión» y la caída del viejo liberalismo del laissez faire en los años 30), que consiste en «dar a la humanidad un nuevo género de vida». Es particularmente explícito en cuanto al carácter sistemático y completo de la transformación social que se debe producir. Más todavía, la política neoliberal debe cambiar al hombre mismo. En una economía en perpetuo movimiento, la adaptación es una tarea siempre actual con el fin de recrear una armonía entre la forma en que se vive y piensa, y los condicionantes económicos a los que hay que someterse. Nacido en un Estado antiguo, heredero de hábitos, de modos de conciencia y de condicionamientos inscritos en el pasado, el hombre es un inadaptado crónico que debe ser objeto de políticas específicas de readaptación y de modernización. Y estas políticas deben ir hasta la transformación de la forma misma en que el hombre se representa su vida y su destino[2].
«Cambiar el hombre mismo», he ahí una decisión extraordinaria que nos muestra la complejidad del experimento que, desde hace por lo menos cuatro décadas, ha desplegado a nivel global el neoliberalismo[3]. Cambio que debe operar en lo más íntimo de la personalidad, que debe permitirle al individuo sentirse identificado y atraído por las señales y demandas que emanan de la sociedad de consumo. Pero, sobre todo, una mutación en el vínculo con los demás que ya no puede responder, como antiguamente, a valores de solidaridad, participación y desprendimiento. Lo que se exige ahora es una personalidad que se lance a la competencia, que piense primero en sí misma, que se disponga al goce incesante y que habite una cierta dimensión paranoica en la que los otros son portadores de riesgo. Sociedad de la fragmentación, hipérbole individualista que transforma a cada quien en supuesto administrador y gerente de su vida. «La organización posfordista –sostiene M. Lazzarato– le demanda sin cesar al individuo que, a partir de su “libertad” y su “autonomía”, arbitre continuamente no sólo entre situaciones externas, sino también consigo mismo. El trabajador independiente, cuyo modelo se exporta al salariado, funciona como una empresa individual y debe negociar en forma constante entre su “yo” y su “superyó” económicos, precisamente porque es responsable de su propia suerte […]. Aislado por su propia “libertad”, el individuo queda librado a competir no sólo con los otros, sino consigo mismo»[4]. La energía psíquica que el individuo invierte en maximizar su esfuerzo competitivo lo lleva, de modo casi inevitable, al sufrimiento y a la soledad mientras no puede escapar a una visión del otro contaminada por ese individualismo asfixiante. La libertad se ha convertido en autoexigencia hasta el punto de agotarlo emocional y físicamente. Ser libre es lanzarse a un combate cuerpo a cuerpo en el que su enemigo no sólo está afuera sino que también habita su interioridad como un superyó que no deja de martirizarlo. Cuanto supuestamente más libre, más está atado a las demandas de la competencia y del éxito. Es lo que Laval y Dardot han llamado «capitalismo pulsional», que es el modo a través del cual el Sistema logra explotar la insatisfacción que atraviesa la vida de las personas habilitando mecanismos adictivos que, en el interior de la sobreexigencia, son buscados como medio para llenar el vacío que, pese a todo, se hace más hondo e insoportable. La dialéctica de la libertad, que debería sostenerse sobre el principio de autonomía, acaba por producir una terrible experiencia heterónoma que no hace otra cosa que conducirlo a la extenuación depresiva cuando nada alcanza a la hora de gerenciar adecuadamente el capital psíquico. El problema es que la frustración que emana de esa imposibilidad de ejercer la libertad termina siendo dirigida contra aquellos que se le oponen en su lucha por triunfar, que se renueva circular e infinitamente, haciendo inviable el propio éxito. Esos otros, generalmente los más débiles, están allí como una amenaza velada y siniestra que le promete todas las desventuras si, como pareciera poder ocurrir, su fortaleza competitiva se debilita y finalmente es derrotado en su combate espectral. En su resentimiento, la energía que le queda se desplaza no contra el Sistema que lo ha llevado al delirio de la autosuficiencia, sino contra sus «competidores», que, por lo general, son tan débiles como él. La ideología de derecha se nutre de este resentimiento. El neoliberalismo se corresponde con el carácter maníaco depresivo. A la exaltación y la energía desbordante le siguen la apatía y la sensación de imposibilidad. Seducido por el mercado, sobreestimado por su ego, el sujeto que gerencia su vida como un capital inacabable se encuentra, a la vuelta del camino, ante lo abrumador del fracaso de no poder sostener la intensidad exigida por un orden de los cuerpos que requiere, siempre y en todo momento, de la manía y del «plus-de-gozar». Alguien ha dicho que la cocaína ha sido el estupefaciente del neoliberalismo; debería agregarse que se disputa la primacía con los ansiolíticos y con las drogas de última generación. Una libertad construida con el abotargamiento y la narcotización como figuras compensatorias del exceso de energía. La materia prima de la fábrica de subjetivación neoliberal no es otra que esa misma energía psíquica que se dirige, siempre, hacia la promesa de la realización individual. Si tiene éxito en su emprendimiento, es asimilado sin inconvenientes a los incluidos en el mercado; si fracasa, porque no soporta la presión que ejerce sobre sí mismo y porque ese mismo mercado lo declara prescindible y descartable, se paraliza y se deja atrapar por la telaraña de la depresión y la pasividad. La utopía de la libertad se transforma en el infierno de una injusticia incomprensible.
Las frases del macrismo, variopintas, apuntan a instalar un nuevo sentido común asociado a la meritocracia, el esfuerzo individual, la ética del emprendedor que se lanza a la conquista de los mercados, el repudio del populismo «asistencialista» que impide a los pobres asumir una «cultura del trabajo», la rebaja sistemática de la idea y la importancia de la soberanía, la admiración del éxito y la riqueza como valores supremos, el sueño de una libertad sin frenos ni límites que, en general, se asocia con la libertad de consumir y de comprar dólares aunque no se pueda hacer porque se carece de los recursos para ello, el aplanamiento de la memoria histórica, su pasteurización y el abrumador dominio del instante presente como centro absoluto de toda referencia. En verdad, la «ideología» de la derecha argentina se corresponde con el «ideal-tipo» propuesto por el neoliberalismo a nivel global, aunque en cada país asume rasgos propios de su idiosincrasia. El macrismo está convencido de que se trata de cambiar las estructuras culturales que definieron, durante décadas, el «ser argentino» llevándolo hacia diferentes formas de demagogia y populismo cuyo punto de partida no fue otro que el peronismo allí por mediados de los años 1940. La dupla goce-culpa funciona a pleno. Está allí para definir al ciudadano-consumidor, por un lado, cargado con sus ansias de vivir de acuerdo a la corriente eléctrica que emana del reino de las mercancías, a la vez que se afana por gerenciar su propio capital psíquico, que, en más de una ocasión, lo lleva al límite de sus fuerzas hasta la extenuación. Por otro lado, asume como propia la responsabilidad de haber «vivido por encima de sus posibilidades», de «haber gastado lo que no podía gastar», hasta el punto de internalizar una culpa que se asocia directamente con la deuda acumulada que resulta literalmente impagable. En España se vivió algo parecido cuando una parte de la población se asumió como responsable de la caída económica y creyó que debía pagar el precio de ese derroche aceptando el rescate público de la banca privada como parte de ese resarcimiento sin el cual el país no podría volver a funcionar. El endeudamiento como internalización de una culpa que diluye el futuro al contaminarlo con las demandas imposibles del presente que le recuerda, al individuo pauperizado, que él es portador del bacilo de su desgracia.
«Seguir creyendo –sostienen Laval y Dardot– que el neoliberalismo se reduce a no ser más que una “ideología”, una “creencia”, un “estado de ánimo”, que los hechos objetivos, debidamente observados, bastarían para disolver de la misma manera que el sol disipa las nieblas matinales, es equivocarse de combate y condenarse a la impotencia.» El neoliberalismo, piensan los autores, es un sistema de normas ya profundamente inscritas en prácticas gubernamentales, en políticas institucionales, en estilos empresariales.
Y también hay que precisar que este sistema es tanto más resiliente cuanto que excede ampliamente a la esfera mercantil y financiera donde reina el capital: lleva a cabo una extensión de la lógica del mercado mucho más allá de las estrictas fronteras del mercado, especialmente produciendo una subjetividad «contable» mediante el procedimiento de hacer competir sistemáticamente a los individuos entre sí. Piénsese, en particular, en la generalización de los métodos de evaluación, surgidos de la empresa, en la enseñanza pública: la larga huelga de los profesores de Chicago en septiembre de 2012 puso freno, al menos momentáneamente, a un proyecto de evaluación de los docentes en función de la tasa de éxito de sus alumnos, valorados mediante test hechos a medida para permitir la calificación de los profesores por parte de sus alumnos, con la posibilidad de despedir a aquéllos cuyo alumnado obtuviera resultados insuficientes. Piénsese, igualmente, en el modo en que el endeudamiento crónico es productor de subjetividad y acaba convirtiéndose en un verdadero «modo de vida» para cientos de miles de individuos[5].
En casi todos los países del mundo (ricos y pobres), la política de endeudamiento somete a los ciudadanos a un régimen de chantaje del que no pueden escapar. Pero también es decisiva la voluntad de penetrar en el interior de la vida psíquica revisando en profundidad las formas tradicionales que definían las conductas, el trabajo, los vínculos afectivos, las percepciones del tiempo y de los otros, es decir, la relación entre el presente y aquello que viene de atrás y esa supuesta promesa que nos espera en el horizonte –convertido, el presente, en un «ahora absoluto» y el futuro en deudor infinito del «gasto acumulado» que, a su vez, diluye toda relación con el pasado, que se difumina hasta ser una masa gaseosa alejada de nuestra actualidad–; y de los otros –concebidos como competidores, como amenazas, como desordenadores de la vida y de sus posibilidades, en especial cuando esos «otros» son extranjeros o pobres–. El individuo neoliberal vive bajo el signo de lo maníaco depresivo, acelerando hacia una promesa de goce perpetuo que se convierte en experiencia del endeudamiento, la falta y la depresión de no sentirse a la altura del desafío. La culpa no es sólo el producto del gasto excesivo, de «haber vivido por encima de las posibilidades», sino que también incluye la penuria del que vive su derrota como el resultado de su incapacidad. Literalmente es el responsable tanto de su «éxito», si lo consigue, como de su «derrota». En esa espiral infernal que resulta de la internalización de la responsabilidad (incluso en un sentido más dramático y radical que el de la ética kantiana heredera del pietismo suabo y que hacía de la interioridad del yo el reducto de la decisión moral, la sede del tribunal juzgador) es imposible que el sujeto salga liberado del sufrimiento psíquico. No es casualidad que la depresión sea la forma más visible y generalizada de la patología mental dominante en nuestra época. A mayor exigencia y manía, cuanto más debe gastar el individuo de su energía psíquica, más violenta la depresión que lo asalta nublándole su existencia. Mark Fisher ha escrito algunas páginas fundamentales para dilucidar el impacto del neoliberalismo en la vida anímica de las personas[6]. Su honda comprensión de la desmembración neoliberal de la vida en común, su clarividente análisis crítico de lo que implicó, en términos de daño social, el pasaje de una Gran Bretaña organizada alrededor del Welfare State a convertirse en una administración basada en la rentabilidad, la competencia, el gasto, la financiarización y el ajuste fiscal, lo llevó no sólo a evidenciar las consecuencias socio-económicas de ese giro epocal sino también a mostrar el impacto demoledor que sobre la cultura popular, los hábitos de vida y la relación con lo público tuvo el modelo implementado por Margaret Thatcher y continuado, y hasta ampliado, tanto por gobiernos conservadores como laboristas. Ese «hombre nuevo» proyectado por el neoliberalismo del que hablaban Laval y Dardot supone la degradación de aquellos vínculos de solidaridad que estructuraron la historia y la vida de las clases populares en los últimos dos siglos. Por eso no se trata de detenerse exclusivamente en lo económico como núcleo primero y último del capitalismo contemporáneo, como si allí estuviera expresado de modo acabado el alcance de su dominio (es obvio que, cuando pensamos en esos términos, nos hacemos cargo de lo que ha significado la «economización de todas las esferas de la vida», tal como lo plantea Wendy Brown en El pueblo sin atributos, e, incluso yendo más atrás, la comprensión que Marx tenía de «lo económico» como un concepto mucho más abarcativo). Es cuestión, a su vez, y como lo muestra Mark Fisher, de entender que el «hombre nuevo» atraviesa todas las dimensiones de la vida individual y social hasta alcanzar, esa sería la utopía neoliberal, la consumación de lo humano como pura administración de capital y como máquina competitiva.
El macrismo, que entre nosotros representa esta visión del mundo, apunta a convertirse en una cultura, no simplemente en un partido político más que se alterna con otros en el ejercicio del gobierno. Su principal objetivo es modificar el paisaje de la sociedad, apropiarse de las subjetividades para adaptarlas a las exigencias de la sociedad del conocimiento, de la información y de la competencia en el interior de un capitalismo cada vez más anárquico, depredador y desigual. Busca naturalizar los valores que se desprenden del capitalismo neoliberal capturando lenguajes y cuerpos, deseos y sueños. Y para ello echa mano de sus estrategias discursivas, de sus frases hilarantes, de su «ingenuidad» de recién llegado al que quieren hacerle pagar el derecho de piso pero que logra la simpatía del hombre y la mujer comunes. El macrismo es el intento de transformar la política en un instrumento jurídico-administrativo y en una retórica de gerentes de empresa. Discípulo fiel del neoliberalismo, busca instalar una fábrica inmaterial que produzca los insumos simbólicos indispensables para la consumación de la servidumbre voluntaria.
La velocidad del deterioro al que ha llevado a la sociedad argentina sirve como una muestra de lo que, en las condiciones actuales, supone desplegar una estrategia basada en el ajuste fiscal como propuesta central y correctiva de sociedades que «vivieron por encima de sus posibilidades», la reprimarización de la economía en el caso de un país periférico que intentó otros caminos, la redistribución regresiva del ingreso, la sobrevaloración del papel del mérito como núcleo valorativo de la sociedad de mercado, la alineación ciega a las políticas de Estados Unidos (no importa que primero se haya apostado por el triunfo de Hillary Clinton para luego entregarse en cuerpo y alma a Donald Trump), la aparición de políticas de seguridad impregnadas de racismo antimigratorio y de disminución de la edad de imputabilidad de los menores, identificados –si son pobres– como una amenaza real y constante con la que debe lidiar la clase media, y, sobrevolando todo lo anterior, el fantasma del populismo como monstruo depredador de la democracia y de la libertad. Éstos son algunos ejemplos que se repiten en otros países, tanto periféricos como del llamado «primer mundo». Insumos de la fábrica de subjetividad que conduce a los individuos a identificar como amenazas aquello que, en otro contexto de su historia, constituyó la posibilidad de escapar a estructuras sociales jerárquicas y asfixiantes que condenaban a la eterna repetición. La ilusión de poder entrar al «invernadero» permaneciendo, ahora sí, bajo la protección de un capitalismo triunfante sin siquiera imaginar que la crisis vuelve a estar a la vuelta de la esquina, prometiendo, esta vez, más penurias y caída en abismo para aquellos que soñaron con poder pertenecer a la minoría de los exitosos. Como en otras partes del planeta, las políticas de la derecha macrista alimentan la máquina que busca reproducir y sostener al Sistema con las ilusiones y los fracasos de aquellos que han sido, son y serán sus víctimas propiciatorias.
[1] Creo que vale la pena citar más extensamente lo señalado por G. Steiner en un libro de finales de los años 80: «El genio de la época es el periodismo. El periodismo llena cada grieta y cada fisura de nuestra conciencia. Y es que la prensa y los medios de comunicación son mucho más que un instrumento técnico y una empresa comercial. La fenomenología basal de lo periodístico es, en cierto sentido, metafísica. Articula una epistemología y una ética de una temporalidad espuria: la presentación periodística genera una temporalidad de una instantaneidad igualadora. Todas las cosas tienen más o menos la misma importancia; todas son sólo diarias. En correspondencia con ello, el contenido, la posible importancia del material que comunica el periodismo se “saldan” al día siguiente. La visión periodística saca punta a cada acontecimiento, cada configuración individual y social para producir el máximo impacto; pero lo hace de manera uniforme: la enormidad política y el circo, los saltos de la ciencia y los del atleta, el apocalipsis y la indigestión, reciben el mismo tratamiento. Paradójicamente, este tono único de urgencia gráfica resulta anestesiante. La belleza o el terror supremos son desmenuzados al final del día. Nos reponemos y, expectantes, aguardamos la edición de mañana» (George Steiner, Presencias reales, Barcelona, Destino, 1998, pp. 40-41).
[2] Christian Laval y Pierre Dardot, La nueva razón del mundo. Ensayo sobre la sociedad neoliberal, Barcelona, Gedisa, 2013, pp. 87-88.
[3] David Harvey hace explícita esa necesidad, de todo sistema y en particular del neoliberalismo, de reconfigurar, lo más dramática y definitivamente que se pueda, al ser humano en su plano individual y afectivo:
Para que cualquier forma de pensamiento se convierta en dominante, tiene que presentarse un aparato conceptual que sea sugerente para nuestras intuiciones, nuestros instintos, nuestros valores y nuestros deseos, así como también para las posibilidades inherentes al mundo social que habitamos. Si esto se logra, este aparato conceptual se injerta de tal modo en el sentido común que pasa a ser asumido como algo dado y no cuestionable. Los fundadores del pensamiento neoliberal tomaron el ideal político de la dignidad y de la libertad individual como pilar fundamental, que consideraron «los valores centrales de la civilización». Realizaron una sensata elección, ya que efectivamente se trata de ideales convincentes y sugestivos. En su opinión, estos valores se veían amenazados no sólo por el fascismo, las dictaduras y el comunismo, sino por todas las formas de intervención estatal que sustituían con valoraciones colectivas la libertad de elección de los individuos (David Harvey, Breve historia del neoliberalismo, Madrid, Akal, 2007, p. 11).
[4] Maurizio Lazzarato, Gobernar a través de la deuda. Tecnologías de poder del capitalismo neoliberal, Buenos Aires, Amorrortu, 2015, pp. 183-184.
[5] Laval y Dardot, op. cit., p. 21.
[6] Constituye un documento extraordinario para abordar las consecuencias del neoliberalismo en la vida de la sociedad inglesa desde los años 1980 hasta la actualidad su libro Los fantasmas de mi vida. Escritos sobre depresión, hauntología y futuros perdidos, Buenos Aires, Caja Negra, 2018. La lucidez de Fisher resulta indispensable a la hora de buscar deconstruir esas consecuencias y, sobre todo, para comprender el daño estructural que el capitalismo, en su fase actual, genera tanto en la vida compartida como en la esfera de las existencias privadas.