Читать книгу El derrumbe del Palacio de Cristal - Ricardo Forster - Страница 6
ОглавлениеEntre la literatura, la vida encerrada y la cuarentena de la crítica
No tengo un plan trazado. Voy dejando que el correr de la escritura y de los días vaya eligiendo sus caminos, que pueden ir llevándome hacia distintos lugares. Hay momentos en que percibo en mí cierta euforia en medio del aislamiento, como si la apertura del tiempo tuviera sus efectos liberadores. Resulta anómalo vivir sin obligaciones, sin la necesidad de cumplir el pacto que desde siempre establecimos con la sociedad, y dejarse llevar por lo que cada instante nos demanda. Es seductor y peligroso. Me recuerda a algunas reflexiones de Boris Groys en relación al tiempo en la vieja Unión Soviética. La nostalgia que él siente al recordar sus años juveniles en los que el día se deslizaba sin apresuramientos ni exigencias vinculadas a la rentabilidad cronométrica ni a demandas de agilización y velocidad. Un tiempo sin tiempo productivo, sin tener que correr hacia una meta que siempre se aleja. Nostalgia de un ocio desmarcado de la industria del entretenimiento que también ha sabido capturar para su mercantilización el tiempo de descanso. Fluidez de una temporalidad que no diferencia entre hacer y meditar. Groys relata sus despertares en la Unión Soviética, el lento desperezarse mientras permanece sin apuro en su cama, sabiendo que no hay por delante ninguna exigencia lo suficientemente decisiva e importante como para acelerar sus movimientos. Entre nosotros, en nuestro lenguaje porteño, hay una palabra que se nos ha ido perdiendo y vaciando: la fiaca (inmediatamente que la evoco viene a mí la imagen de Norman Briski y su consumada representación de lo que significa hacer fiaca, dejarse llevar por la fiaca, habitar el día desde y con ella). Peligro para el sistema que de esta seguramente larga cuarentena salgamos valorando el tiempo sin tiempo, el ocio y la fiaca, la creatividad sin desemboque mercantil, la cercanía con uno mismo y con los otros, el hartazgo de la metafísica burguesa del tiempo que dominó nuestras vidas y que hoy se ve locamente interrumpida por la invisibilidad del virus. O, para quienes hayan conocido Cuba, esas imágenes de La Habana con gentes conversando tranquilamente, sin ningún apuro, en los umbrales de las casas, en las interminables colas para tomar un medio de transporte, fumando un puro mientras se escucha música, caminando sin destino fijo, amasando el tiempo y convirtiéndolo en un pan que nosotros nunca degustamos. Una cotidianidad escindida del productivismo que va buscando su propia relación con el paso de las horas.
Una lectura de una novela leída hace mucho y que, releída en las actuales circunstancias, adquiere otra significación y me invade de otro modo que poco y nada tiene que ver con aquella otra lectura lejana. En la ociosidad obligada en la que estoy, recorro sin prisa y bajo la lógica del azar mi biblioteca. Dejo que mis ojos elijan en qué libro posarse. Se trata de una novela de C. E. Feiling, gran escritor de mi generación que murió demasiado pronto. Agarro el libro, lo huelo y, complacido, descubro que aún guarda el aroma de las impresiones hechas con papel de otras épocas, ese que al envejecer nos otorga la dicha, al menos para mí, de un viaje a la infancia. Recuerdo que, cuando lo leí aquella primera vez, me deparó la alegría de saber que Feiling era uno de esos escritores capaces de ofrecernos el banquete de la literatura. Ahora busco, en medio de esta extraña cuarentena, algo de aquel aroma y de aquella impresión. ¡Los vuelvo a encontrar!
Cuando leí Un poeta nacional al comienzo de los años 90, sentí que estaba frente a una pluma privilegiada. Ahora, cuando acabo de terminar la segunda lectura, reafirmo mi convicción de aquel entonces y siento la nostalgia de esa muerte temprana que nos privó de una obra que hubiera sido formidable. Con Feiling viajé a principios del siglo pasado, me encontré con un joven Leopoldo Lugones transformado en Esteban Errandonea (como si Feiling hubiera querido conjurar también el espectro de Echeverría, ese otro poeta fundador de nuestra tradición literaria bajo las metáforas de sus títulos: El matadero y La cautiva, que no dejan de estar presentes en el volumen que saco del estante de la biblioteca). Algo muy profundo del país que habitamos recorre las páginas del libro. El poeta que sueña con una grandeza que debiera esperarlo en algún lugar de esta geografía del fin del mundo. La traición de los sueños y las ilusiones de la primera juventud. La presencia prepotente de la cultura europea que no le permite, al joven poeta, encontrar su escritura y su sensibilidad sin tener que caer, todo el tiempo, en la cita erudita, en la lengua de Virgilio o en el francés de los poetas del siglo XIX. También, por qué no, una novela de iniciación y de ruptura. Un viaje hacia el sur del sur, hacia las entrañas de una Patagonia en la que se mezclan malamente los engranajes del poder oligárquico, la idiotez contumaz y represiva de los militares, el saber escéptico del negro Julio que nos devuelve a ese lugar equívoco de los negros en nuestra historia, la sombra furtiva de un anarquismo sin destino, las pequeñas Inglaterras en cada una de las estancias patagónicas y un aire conradiano que habita en un personaje memorable: Ricardo Pires –de padre judío y de apellido portugués que ha preferido dejar en el pasado–, el capitán del barco que los lleva a Puerto Taylor y con quien Errandonea tejerá una relación especial; la irredenta Elizabeth Askew que anticipa feminismos por venir y amores trágicos y violentos; el absurdo mayor Varela, en el que confluyen, bajo la forma de la ironía, la maldad estúpida y el autoritarismo grotesco, los militares que contribuyeron a expandir el virus de la barbarie en la geografía nacional. Feiling penetra por los pliegues de nuestra historia, se detiene en los entresijos que le dieron forma y movimiento a la Argentina, a sus sueños de grandeza apadrinados falsamente por los británicos. Una historia de violencia y de amor que hurga en la personalidad de un Lugones que se sabe fundacional, pero que le teme a la imitación grandilocuente. Un libro que me llevó al invierno patagónico y a sus paisajes deslumbrantes y solitarios. El poeta que no sabe bien qué hacer con los poderosos, que intuye que su viaje guarda la desgracia. Un hiato que desde un comienzo distancia a la política –y sus instrumentos– de la poesía, pero que vuelve a reunirlos en el amasijo imposible de la pasión amorosa y de sus traiciones. Lugones-Errandonea que, para consumar su viaje hacia su cometido de ser el Gran poeta nacional, tiene que matar en él a sus antiguas insurrecciones y, tal vez, a la furia verdadera del amor. Reencontrarme en estos días insólitos, distintos, repetitivos y abiertos con Feiling constituyó una azarosa excursión hacia las entrañas de nuestra laberíntica travesía como nación y un viaje, aunque literario, por paisajes disparadores de antiguas nostalgias. Nada mejor para convocar a una escritura que se resiste, que una lectura incitante capaz de conmover y despertar recuerdos y reflexiones.
Como si la estancia patagónica guardase, para el lector que soy, una veloz identificación con el presente que atravesamos. Su aire de enclaustrada soledad potenciada por el invierno, sus días helados y la nieve que purifica el mal que rodea la historia, encierra una perturbadora correspondencia con nuestra situación. Estamos aislados, nos volvemos sobre nosotros, sabemos que hay algo torcido en toda esta peripecia que tiene como antihéroe a un extraño virus que se ha metido subrepticiamente en nuestras vidas bajo la forma de una amenaza mortal y que amenaza con hacer volar por los aires todo el edificio de un sistema depredador que ha logrado transformar la vida humana en una enloquecedora apuesta mercadolátrica. La muerte atraviesa la novela de Feiling como hoy golpea en el corazón de ciudades atemorizadas que no pueden hacer otra cosa que encerrarse a esperar. Pero con la diferencia de que, en la novela, la muerte guarda un sentido, es el resultado de un juego de fuerzas, de acciones humanas, de violencias que se corresponden con una lógica capaz de abrir una disyuntiva moral; la peste se vuelve ominosa y miasmática, indescifrable, ajena a nuestra comprensión, vulneradora de todo sentido que no sea el de la propia expansión del virus. La literatura elige diversos caminos para ofrecernos la imposible claridad de un final que no hace otra cosa que dejar abiertas otras alternativas. La vida real, la que se organiza como poder y verdad, como conocimiento científico-técnico y como dispositivo de vigilancia, busca anular esa multiplicidad ambigua que constituye el enigma de la escritura y que suele ser ajena a la política. La uniformidad es antagónica a la literatura, pero también es enemiga de la reflexión autónoma.
La escritura que regresó después de meses de distancia y sequía. Su necesidad y su erótica, el misterio de envolverme de un deseo que estuvo contenido y adormecido pero que ahora me sorprende con su insistencia. Siento el entusiasmo de las palabras que van fluyendo. Monotonía de las horas que se estiran y que también reclaman ciertas rutinas. Ejercicios. Algo de yoga para desentumecerme. Tareas de limpieza que muy pocas veces emprendía en la otra vida y que ahora hago hasta con cierto placer. Conversaciones suaves que se mueven entre los tres que habitamos esta casa de la cuarentena. Algunas llamadas. No muchas. Mensajes por las redes sociales que hoy ocupan un centro casi absoluto. La alegría del cine guiado por mi hijo Javier, que siempre tiene una recomendación justa. La preocupación y el extrañamiento de los otros hijos que viven cerca pero a los que no puedo ver. ¿Deserotización? Lo pongo como pregunta porque no termino de interesarme por el tema. No estoy seguro de querer que se acabe lo antes posible la cuarentena o, por el contrario, que se extienda y me siga desafiando. Ayer me acosté sintiendo, por primera vez, la angustia del encierro, la desolación del bloqueo social. Hoy me levanté más liviano. Qué extraño darme cuenta de que se puede pasar de la tristeza del encierro a la serenidad de saberme en medio de una experiencia insólita que viene a conmover lo que constituía lo normal. ¿Una oportunidad? Al menos desde que comencé a escribir es la pregunta que ronda lo que intento pensar y desentrañar.
Mis inclinaciones benjaminianas me ayudan: siento que estamos en el interior de una ruptura, que el giro de los tiempos es inevitable y que lo nuevo está allí muy cerca y muy lejos. Aunque muchos repitan, casi al unísono, que la consumación de esta pandemia terminará favoreciendo la exponencial concentración de la riqueza y la solidificación de Estados más autoritarios y vigilantes. Sospecho de esas lecturas fatalistas y lineales, pese a que guardan, como no podría ser de otro modo, una posibilidad más que cierta y desmoralizante. «Que todo siga igual, a eso llamo el infierno» escribía Benjamin en otra encrucijada histórica. Que el Covid-19 sólo deje a su paso una estela de muerte, miedo y ampliación de los poderes reales resulta espantoso. Intento vislumbrar un giro de los tiempos, un cruce del Rubicón, tal vez una toma de conciencia que atraviese al planeta y ponga en entredicho la continuidad sin más de lo mismo, que puede tener su rostro estadounidense o su rostro chino. Algo nuevo y distinto, pero también arcaico y conocido, se mueve en el interior de sociedades en cuarentena. El temor que está a flor de piel, listo para mutar en terror y acabar como aceptación pasiva de lo peor. Pero también la apertura de algo otro, revulsivo, crítico y novedoso que sólo puede emerger en los momentos de dislocación y ruptura, cuando lo inesperado hace su aparición y desarma certezas y realidades naturalizadas. No sé, apenas si lo puedo intuir, cuánto de oportunidad trae aparejada la vivencia del virus y de su expansión aparentemente indetenible. Lo único que parece estar garantizado en la historia es la repetición de lo peor; lo demás carece de toda garantía y es apenas una débil posibilidad que dependerá de nosotros, que, eso también lo sabemos, no somos ejemplo de rebeldía en un mundo domesticado por el llamado al goce consumista y al hedonismo individualista. Ir, una vez más, contracorriente para romper el decurso lineal de los acontecimientos.
Como esa película de un viejo Robert Redford, contumaz ladrón de bancos, que me hizo ver mi hijo en una de estas noches intercambiables de la cuarentena. Una historia bien norteamericana que nos habla del espíritu de la libertad como alfa y omega de una vida que no puede ni quiere aceptar la normalidad de la rutina, el ejercicio acomodaticio de la normalidad. Ante la seguridad, la calma y el amor otoñal, Redford sigue optando por la aventura de vivir más allá de las reglas y del dinero. Algo de eso va sucediendo mientras la vida de todos los días ha sido interrumpida y no tenemos seguridad alguna de que, al acabar esta bendita pandemia, todo vuelva a su curso normal e insulso, bajo el manto protector de la repetición. Una suspensión inesperada, casi un acontecimiento que anticipa la ruptura de lo establecido. Quizás una quimera como la que lleva al viejo ladrón a perseguir lo que nunca alcanza a colmarlo. La cuarentena es anticapitalista incluso allí donde no suponga el fin del sistema. Lo es porque interrumpe el flujo de las mercancías y del dinero, porque vuelve improductivas a las personas que se dedican a no hacer nada que se parezca al trabajo porque no hace del tiempo oro ni reduce cada acción a rentabilidad. Extraña paradoja en la que estamos situados y de la que, al salir, no sabremos, tal vez, hasta qué punto saldremos transformados.
Después del libro de Feiling se me impuso ir hacia La montaña mágica, reabrir sus páginas reactualizando un ritual que no he dejado de cumplir cada cierta cantidad de años y como tributo a una lectura para mí iniciática, insustituible y transformadora. Seguir a Hans Castorp mientras se aleja de su Hamburgo natal e inicia el ascenso serpenteante hacia el Berghof, el sanatorio para tuberculosos emplazado en el alto Engadina, muy cerca de las comarcas alpinas recorridas una y otra vez por Friedrich Nietzsche, otro de los personajes que uno no debería dejar de evocar cuando trata de iniciar una reflexión a contracorriente respecto al tiempo en la modernidad burguesa. El filósofo que rompió el mito positivista de la verdad y que resquebrajó la idea y la supuesta experiencia del tiempo como proyección lineal y homogénea. Con él regresó el mito arcaico del eterno retorno de lo mismo, la estructura cíclica de la temporalidad. No casualmente Thomas Mann eligió ese paisaje tan caro al autor del Zaratustra para construir la gran novela de ideas del siglo XX o, mejor dicho, la novela que cerró el siglo XIX dejando al lector abrumado por la entrada a un siglo caracterizado por la aceleración de todos los factores de la vida moderna: la extracción de riquezas del vientre de la tierra hasta su agotamiento cada día más próximo, la maquinización del trabajo, la masificación urbana, la industrialización de la muerte, la cultura como mercancía, la desposesión de pueblos enteros por obra de la mundialización del capital llevada a sus extremos, los fascismos, la racionalización burocrática de la sociedad, la expansión irrefrenable de los medios de comunicación capaces de expropiar la experiencia del hombre y la mujer modernos al punto de dejarlos sin palabras para narrar sus propias vidas, la entronización y la destrucción del Estado de bienestar, el aceleramiento híper-productivista y el desenfreno del consumo, la mitologización de la velocidad y la juventud, el reinado del automóvil, la economización de todas las esferas de la vida, el calentamiento global y, ahora, la pandemia que nos abruma y atemoriza. Thomas Mann escribe la historia de Hans Castorp como un modo de narrar el final de una época y la entrada a un tiempo completamente distinto. Un libro melancólico que anticipa las catástrofes por venir. Pero también una aventura que se sustrae al impulso maníaco que atraviesa al capitalismo; una peripecia de la lentitud en la que el tiempo se estira para dejar lugar a meditaciones sobre la vida y la muerte, la salud y la enfermedad, el amor y el erotismo, la verdad y la mentira, la racionalidad y el inconsciente, la reacción y la revolución. Todo está en esa novela magnífica que, sin embargo, se sustrae conscientemente a las exigencias de un sistema que privilegia la aceleración, lo fugaz e inmediato, el tiempo devorándose al tiempo. Me convenzo de que no hubo azar en el momento en que tomé La montaña mágica del estante de la biblioteca y, casi sin darme cuenta, recomencé una nueva lectura. Acaso una fuga hacia otra época, un intento de salirme de las demandas de un presente caótico. O, por qué no, una estrategia para pensar mejor lo que nos está sucediendo, un libro que se corresponde, en su deslizarse a lo largo de más de 800 páginas, con la apertura de una temporalidad sin apresuramientos.
Así como Thomas Mann hace de una novela la oportunidad para despellejar a fondo el cuerpo de una civilización agotada y mortecina, nosotros, en medio de esta otra morbilidad exuberante, nos sentimos impelidos a revisar nuestros supuestos y nuestros paradigmas. La peste no sólo deja desnuda la vida humana, sino que abre la posibilidad de someter a crítica lo que hasta ahora parecía intocable, propio de la órbita de lo sagrado y eterno. El capitalismo cruje bajo el manto de una pandemia, y la desaceleración de casi todas las actividades productivas cuestiona el frenesí de un sistema incapaz de limitarse. Si bien los habitantes del Berghof pertenecen a una clase acomodada en un tiempo de decadencia y el propio Thomas Mann deja que su pluma exprese la nostalgia por un mundo ido, su lectura en medio de la cuarentena tiene algo de gesto mimético, de viaje hacia otro época en la que el tiempo –también dominado por la enfermedad– transcurre de otro modo y se opone a la marcha ineluctable del progreso que desembocará, como todo lector de La montaña mágica sabe, en la muerte industrializada que se devoró a millones de seres humanos en las trincheras de la Gran Guerra, cuando el viejo mundo decimonónico estalló en mil pedazos junto al cuerpo despedazado de Hans Castorp. ¿Estamos también nosotros, contemporáneos de una suerte de pacto suicida de los poderes de turno, contemplando el final de un sistema que se creyó inmortal? ¿Quiénes son nuestros Settembrinis y nuestros Naphtas capaces de disputarse el alma del joven Castorp? ¿Quiénes defienden la apertura del horizonte bajo la lógica del dispositivo tecno-científico que se ofrece como la única garantía para sacarnos de este pantano mórbido y angustiante? ¿Quiénes otros alzan sus voces para denunciar la monstruosidad del sistema y ofrecer, a cambio, la perspectiva de otra sociedad como consecuencia de la pandemia arrasadora? Thomas Mann confrontó, a través del ilustrado y progresista Settembrini y el reaccionario y jesuita mesiánico Naphta, lo que para él, hombre de un tiempo extinguido y habitante de una época de guerras, revoluciones y cambios tecnológicos, expresaba la disputa central de un mundo en crisis. Paradójicamente, el resultado del duelo entre ambos terminará con el enmudecimiento y la parálisis de los dos contendientes. El suicidio de Naphta deja inhabilitado y mudo a Settembrini. El progreso y la revolución se devoran mutuamente. ¿Qué otras instancias se abren para nosotros? ¿Cómo salir de la trampa del binarismo que nos paraliza al sellar cualquier otra oportunidad que no responda a esa lógica? Una lectura ociosa que me permite ir hacia la suavidad de la nostalgia mientras me aguijonea para seguir descifrando nuestras encrucijadas. Tendríamos que hacer, con el cuidado del caso, el elogio de la cuarentena. Seguramente volveré más adelante a darle vueltas a esta sensación.