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De lo abstracto y virtual a lo material y concreto: el Covid-19 y el freno de emergencia de la locomotora del progreso

Vivíamos bajo la lógica de lo abstracto, lo ficticio y lo virtual. No sabíamos diferenciar entre el valor de uso de un objeto, cualquiera sea, y su valor de cambio. Nuestras vidas las vivíamos a través de los medios de comunicación, que se encargaban de fabricar una experiencia convertida en mercancía de rápida y fácil digestión. El sentido común se había escindido de la materialidad de la vida para devenir una pura artificialidad teledirigida. La mayor de todas las abstracciones, el dinero, se convirtió en el modelador único de nuestras vidas deseantes, en el ejecutor de nuestros éxitos y de nuestras derrotas. El mundo se redujo a una agencia de turismo transformando las diferencias y particularidades en una masa amorfa de productos intercambiables y pasteurizados. Las palabras con las que habíamos aprendido a recitar casi de memoria el catecismo neoliberal de repente estallaron en mil pedazos y se convirtieron en cadáveres tumefactos, el lenguaje quedó maltrecho y todavía estamos buscando en el desván de los recuerdos las palabras que sabíamos usar antaño para dar cuenta de la realidad sin tener que dejarnos «decir» por los ideólogos del sistema. Nuestra «normalidad» ha sido sacudida por un virus. Difícilmente, al finalizar esta larga cuarentena global, podamos regresar a la vida «normal» que hoy está suspendida. La vertiginosidad del instante se transformó en un tiempo expandido, improductivo, inútil desde los cánones de la rentabilidad burguesa, mientras lo más concreto, lo indispensable para el vivir, volvió a ponerse delante nuestro y a mostrarnos que no todo es virtualidad y ficción. Que hay un otro invisible pero muy concreto que, emanando de las fuentes más arcaicas de la vida, nos coloca delante de nuestras carencias y desarma nuestras sugestiones de seres semidivinos capaces de conquistar hasta el último de los secretos de la naturaleza poniéndola a nuestro entero servicio. ¿Se ha roto la abstracción y regresa el cuerpo concreto como plantea Bifo Berardi? ¿Es el capitalismo lo real de la economía mostrando hoy toda su crudeza y maldad estructural como nunca antes a los ojos de una humanidad desconcertada pero inquieta? ¿Puede el redescubrimiento del valor de uso y de la materialidad de la vida desplazar la abstracción del semiocapitalismo o estaremos en los umbrales de un tecnototalitarismo de mercado? Preguntas inquietantes en el interior de un tiempo de ruptura.

El viejo Gastón Bachelard acuñó el concepto de obstáculo epistemológico para explicar la imposibilidad y la ceguera de la comunidad de científicos para romper con los paradigmas vigentes y aceptar la emergencia de novedades disruptivas. Tal era la fuerza del imaginario y de la trama simbólica, que literalmente se volvía imposible ver aquello que ponía en cuestión la cosmovisión dominante. En cada nueva pregunta que se formula, se guarda, como potencia disruptiva, la novedad que vendrá a quebrar lo establecido. Alexander Koyré se dedicó profusamente a explicar el giro copernicano que se dio en la concepción del mundo entre el Renacimiento y el inicio de la Modernidad, destacando que se trató del pasaje del «mundo cerrado al universo infinito», pasaje que modificó radicalmente nuestra visión de todo lo aceptado hasta ese momento. Así como la ciencia fue rompiendo con paradigmas que la ataban a certezas que ya no se correspondían con los nuevos métodos de investigación, las sociedades también son constituidas por verdades y certezas que organizan sus cosmovisiones y sus ideologías dominantes. Entre nosotros, y en las últimas cuatro décadas, ese paradigma que atravesó todas las fronteras para instalarse en el centro de toda significación posible, fue el neoliberalismo, verdadera usina donde se trabajó con las subjetividades como materia prima para alcanzar una completa reformulación del sentido común y adaptarlo a las exigencias del capitalismo financiarizado hasta extremos nunca antes experimentado en el viaje hacia la pura abstracción.

Hoy, en medio de un acontecimiento parteaguas, la lengua de la economía global de mercado se deshace como si fuera un trapo viejo. Todos sus recursos simbólicos y culturales, su capacidad de fabricar a destajo sentido común y subjetividades al uso del capitalismo «salvaje» –como se lo ha llamado incluso en un editorial del Washington Post–, hoy están en una crisis quizá terminal. Romper el «obstáculo epistemológico» de los sujetos sujetados por la matriz hegemónica es, sin duda, la enorme tarea del momento. Paradójicamente es un «bichito» invisible el que vino a desnudar el contenido ominoso de ese modelo de dominación que nos ha dejado desprotegidos ante el vendaval de la epidemia. Nada será sencillo y mucho menos desarmar un engranaje que viene funcionando a toda máquina. Quebrar el sentido común de época es una tarea ciclópea que, en este caso, tiene la inestimable ayuda de una realidad que nos devuelve a la fragilidad y la incerteza de nuestro vivir. Desaprender lo aprendido no resulta un ejercicio agradable. Nos movemos entre la angustia de la incertidumbre y la potencia de la novedad. Entre el desasosiego y el entusiasmo. Entre la persistencia de una virtualidad mentirosa y una materialidad que tenemos que reaprender a comprenderla mientras la experimentamos en nuestra atribulada cotidianidad. La invisibilidad de la amenaza se trastoca en mutación de prácticas y conductas que van modificando percepciones y sensibilidades. Se abre, para el día después, la pregunta por el alcance y la potencia transformadora que guardan estas novedades que hoy están atravesando nuestra experiencia de aislamiento social. Se avecinan cambios que involucrarán lo individual y lo colectivo, lo público y lo privado, lo material y lo inmaterial, lo económico y lo socio-cultural, lo democrático y lo normativo. Resulta difícil imaginar que el día después se convierta en un ejercicio de mera repetición global y acrítica de lo que nos condujo hacia la pandemia y la crudeza de lo que ésta puso al descubierto. Nada será igual.

La furia de la incertidumbre, los alcances de una experiencia inédita, la vivencia del miedo, el redescubrimiento de otro modo de la cercanía y de la temporalidad. La yuxtaposición de roles, su intercambio espontáneo, la cabalgata hogareña que saca a luz lo que se infravaloraba del trabajo generalmente realizado por las mujeres, son apenas algunas de las prácticas que están en plena ebullición. Pero también, como aquello que dejó en evidencia y al descubierto el huracán Katrina en Nueva Orleans, la cruda exposición de la maldad estructural de un sistema de la economía-mundo organizada alrededor de la desigualdad más radical, la concentración de la riqueza más exuberante de la historia humana y la exclusión de miles de millones de personas condenadas a la humillación, el hambre y la miseria. La continuidad de un sistema de la maldad se vuelve intolerable en el interior de un mundo en crisis. Las palabras bienestar y Estado, igualdad y derechos, lo común y solidaridad, para nombrar sólo algunas, comienzan a sonar de otro modo, saltándose la censura de cuatro décadas en las que el neoliberalismo las condenó al tacho de los desperdicios. Pero, como no podría ser de otro modo, la salida de la pandemia trae, también, sus peligros y sus oscuridades, que no podemos dejar de indagar y poner sobre la mesa de discusión. La sombra de una regresión autoritaria se manifiesta como posible alternativa que no debemos subestimar.

En las reflexiones de Byung-Chul Han, la amenaza de una salida tecnototalitaria se volvía muy concreta allí donde desde el Sudeste asiático se nos ofrecía la mejor estrategia para combatir exitosamente al Covid-19 utilizando las tres variables claves en ese combate: la presencia total del Estado, la utilización a destajo del big data y el predominio de lo colectivo sobre lo individual. En la lectura de Byung, la alternativa China se asemeja, en su tensión inversa con la alternativa occidental, a aquella idea de Martin Heidegger en Introducción a la metafísica, escrito del año 1936, cuando señaló la doble amenaza que pendía, bajo la forma de una tenaza representada, de un lado, por el comunismo soviético y, del otro, por el liberalismo estadounidense, sobre Alemania y su destino como patria de la cultura, de la heredad griega y de la autenticidad. La diferencia entre Heidegger y Byung, además de la envergadura filosófica incomparable entre ambos, radica en que el primero creía que la Alemania del nacionalsocialismo tenía una misión superadora respecto a las opciones del comunismo y el americanismo, mientras que para Byung en verdad, salvo que se dé el milagro del reencuentro con el buen vivir en armonía con la naturaleza, no existe otro destino que el que marca la forma de la economía-mundo en la era de la digitalización, el big data y la autoexplotación del sujeto[1]. En todo caso, en la lucha de opuestos pareciera que los dados caerán inexorablemente del lado oriental, conduciéndonos hacia una sociedad tecno-capitalista-autoritaria. Se trataría, entonces, de una doble captura del sujeto contemporáneo: la que se produce bajo la forma engañosa de un acto de libre sujeción –sobre todo en el modelo occidental, que ha logrado llevar la autoexplotación de los individuos a niveles de exquisita sofisticación– y la que ahora se ofrece como superación político-estatal en nombre de la capacidad oriental, es decir, colectiva y disciplinada, que estará en condiciones de redefinir el capitalismo bajo la dirección de un modelo tecnoautoritario. A la decadencia del imperio estadounidense, que arrastrará también a Europa, le sucederá la hegemonía de una China capaz de fusionar su antiguo confucianismo y su comunismo metamorfoseado en capitalismo autoritario de Estado. La libertad del sujeto, patrimonio de la tradición occidental, caerá bajo los efectos demoledores de la pandemia. Pero en el fondo, y siguiendo con la metáfora heideggeriana de la tenaza, Estados Unidos y China son idénticos en un «sentido metafísico». El desfiladero se estrecha cada vez más.

Más allá de estas lucubraciones en torno a quién aprovechará lo que dejará vacante la pandemia, si entraremos en un régimen tecnototalitario o preservaremos las libertades propias de las democracias occidentales, si estamos ante un capitalismo todavía más salvaje y concentrado o, por el contrario, se abre la oportunidad de revisar a fondo las consecuencias desastrosas del sistema, se nos plantea una realidad, la de la cuarentena y la de la expansión del Covid-19, que ha alterado profunda y dramáticamente nuestras vidas. Una alteración que nos deja perplejos respecto a lo que advendrá una vez que superemos esta circunstancia viral. David Le Breton, estudioso del cuerpo y de sus múltiples cartografías, ha señalado que a partir del distanciamiento social obligatorio.

[r]edescubrimos con asombro el precio de las cosas que no tienen precio: el simple hecho de desplazarse a otro barrio, de recorrer los bosques, de encontrarse con amigos, de tomar un café en la terraza, ir a un cine o a un teatro, a una librería… Una cierta banalidad envuelve estos comportamientos cotidianos, y encuentran hoy su dimensión de sacralidad, su valor infinito. La crisis sanitaria en ese sentido es un memento mori, el recuerdo de nuestra incompletud y de una fragilidad que no dejamos de olvidar. Restablece una escala de valores banalizada por nuestras rutinas. La privación vuelve deseable lo que estaba dado sin siquiera pensarlo. Sólo tiene precio lo que nos puede ser arrebatado. El hecho de desplazarse era tan obvio que no se percibía como un privilegio[2].

Esa sensación de pérdida corre pareja, me atrevería a decirlo, con una experiencia contraria allí donde la propia dimensión del enclaustramiento nos permite añorar aquello que teníamos naturalizado. Quiero decir que, si bien tendemos a revalorizar aquello que antes banalizábamos o que simplemente aceptábamos como algo cotidiano y rutinario, también es cierto que es otra la luz que arrojamos sobre esas acciones, otra la perspectiva desde la que recogemos los hilos del telar de nuestras cotidianidades desaparecidas. Lo que hasta unos días atrás no merecía ninguna reflexión particular cobra hoy un sentido superlativo, como si estuviéramos observándolo con una lupa capaz de aumentar su dimensión ofreciéndonos aspectos que antes no veíamos ni valorábamos. Cada objeto, cada vivencia «normal» (ir a un café, salir a caminar por la ciudad, perderse en un parque, dejarse llevar por el azar de un encuentro amoroso, disfrutar recorriendo los anaqueles de una librería, alentar en el estadio al equipo de futbol favorito, o cualquier otra cosa que se inscribe en la normalidad de nuestra existencia), adquiere una aura que antes no tenía, como si, de repente, nos volviésemos coleccionistas memoriosos de aquellas prácticas que hoy se nos prohíben. Es regresar al «valor de uso» del que hablaba páginas atrás, a lo particular y único de aquello que constituye una vida en sus multiplicidades cotidianas pero sintiendo con mayor intensidad la falta de su materialidad y lo irreemplazable de ésta. Lo virtual, encerrado en la pluralidad casi infinita de las ofertas provenientes de las plataformas audiovisuales, no hace otra cosa que acelerar nuestra nostalgia ante lo material perdido. Pero es también, contrastando negativamente la mirada de Le Breton, una inquietud que surge en el interior de la temporalidad de la cuarentena –ese tiempo que suspende el tiempo de la aceleración, el pragmatismo y la valoración propios de la sociedad del consumo y el productivismo en la que vivíamos anteayer– y que pone en entredicho esa misma vida a la que nostálgicamente convocamos en medio de las interdicciones. Descubrimos sus opacidades, sus vacíos, su locura, sus insignificancias, la violencia que muchas veces rodeaba esa vida vivida en medio de una sociedad desigual e injusta que, pese a eso, nos permitía vivir nuestras existencias gozando de los beneficios de quienes no quedan fuera del sistema. La cuarentena nos muestra más clara y dolorosamente la desigualdad de antes y la de ahora, del mismo modo que nos permite auscultar el latido enfermo de una sociedad organizada alrededor de la rentabilidad, la explotación y la enloquecida reproducción de sí misma sin medir costos hasta alcanzar el nivel de la autofagia. Un día descubrimos que lo virtual, tan festejado antaño, se fue devorando nuestras experiencias hasta desmaterializarlas por completo, sustrayéndolas del valor de uso para inscribirlas como mercancías con valor de cambio (¿o no es lo que hace Facebook, por ejemplo, con nuestra intimidad al convertirla en una mercancía cuyo valor se cotiza cada día más alto en la bolsa del big data y la digitalización generalizada?). La cuarentena quizá tenga la cualidad, algo insólita, de cambiar nuestras miradas, como si nos estuviera ofreciendo esa lupa que amplía lo que antes no veíamos.

Cambiar la mirada, dar ese giro copernicano que imaginaba Walter Benjamin y que, al darlo, nos permite observar de otro modo lo que antes veíamos con ojos obnubilados o que simplemente no estábamos en condiciones siquiera de ver. A nuestro alrededor el mundo parece haberse detenido. Lo que no podía ocurrir ocurrió: la maquinaria de la producción, del giro alocado de dinero ficticio y del consumo desenfrenado de repente se detuvo. La rueda de la fortuna de la economía-mundo del capitalismo, destinada a girar eternamente, se paró en seco, dejo de funcionar y, ante la sorpresa de todos, descubrimos que un buen día el sistema podía detenerse. Parecía una quimera o una ilusión trasnochada, el giro romántico de algún utopista fuera de época, anacrónico y descabellado. El capitalismo resistiría cualquier intento de domesticarlo o, peor aún, de superarlo, y lo haría apropiándose de la energía de sus adversarios. Se le atribuye a Fredric Jameson la frase de que «es más probable que estalle primero el mundo antes que se termine el capitalismo». Lo cierto es que no sabemos si el capitalismo se acabará junto con la pandemia, pero sí intuimos que estamos en los umbrales de cambios de alto impacto. Que sencillamente las cosas no pueden seguir como ocurrían el día antes del desastre. Se cortó el movimiento infinito del sistema, un virus o un «bichito» lo paró en seco. Sería una locura no sacar las enseñanzas de lo que nos está ocurriendo, de lo que le está ocurriendo al planeta mientras las máquinas del capital están casi sin usar, devolviéndonos un paisaje asombroso de ciudades vacías y silenciosas, casi sin automóviles, con cielos de un azul que ya no sabíamos que existía, sin aviones surcándolos, con puertos cerrados y zonas fabriles que nos devuelven imágenes sacadas de alguna de las tantas distopías de Netflix. Sería suicida no tomar nota de este colosal aprendizaje que nació de una pandemia tantas veces anunciada pero tantas otras subestimada. No se trata sólo, aunque eso ya supondría un giro trascendente, de ir más allá del neoliberalismo rearticulando, bajo nuevas condiciones, el Estado de bienestar. Tampoco alcanza con decretar que la salud y la educación no pueden ser una mercancía ni caer en el dominio del negocio privado, al igual que el agua y el acceso a la vivienda y a una alimentación saludable. Lograr esas cosas sería dar un salto cualitativo como sociedad. Se trata, también, de establecer otra relación con el planeta, con los métodos y las formas de producción, con la propuesta, siempre reiterada, de que hay que crecer como núcleo básico de toda actividad económica sin medir las consecuencias para la biosfera y para los seres humanos y no humanos. Las enseñanzas del Covid-19 apuntan a remover certezas y dogmatismos junto con prácticas económicas abusivas y destructivas para el ambiente y la vida en general.

Hemos cruzado un límite, nos adentramos en tierras desconocidas que definirán si el sufrimiento generado por el virus habrá servido para algo. Es angustioso pensar que regresaremos a los mismos paradigmas y a las mismas lógicas económicas que dominaron la historia del capitalismo hasta ahora. Hoy, como nunca antes, sentimos que se vuelve posible echarle el freno de emergencia al «tren del progreso». Que en realidad un factor exógeno ya lo causó, aunque algunos siguen pensando que, el día después, la locomotora volverá a funcionar como si nada hubiera pasado. Lo increíble es que han sido los gobiernos los que decidieron frenar el tren, parar la economía, demostrando que no era una ilusión descabellada la idea, de los ecologistas y de otros críticos, de que era necesario y que se podía detener la marcha autodestructiva de la economía-mundo. El peligro es lo que los globalizadores están dispuestos a hacer una vez que retornemos a la «normalidad». Ellos buscarán, como señala Bruno Latour, radicalizar las políticas que se venían llevando adelante; no retrocederán y buscarán ampliar su dominio. De ahí la importancia de entender la encrucijada en la que nos hallamos, ya no sólo como país sino como sociedad global. Latour habla de un nuevo discernimiento, de abrirnos a una realidad que nos desafía a formular nuevas preguntas y originales estrategias[3]. Por un lado, se abre la oportunidad de revisar críticamente el orden socio-económico-productivo-tecnológico y cultural-político que ha dominado durante las últimas décadas exacerbando todos los dispositivos autofágicos del capitalismo; por otro, el peligro lleva el nombre de más globalización bajo el signo del productivismo infinito, la digitalización ampliada y la concentración exponencial de la riqueza y de los recursos. Discernimiento significa que una ciudadanía que ha aprendido rápidamente a introducir transformaciones en su vida cotidiana, en especial el distanciamiento social, está en condiciones de no sólo comprender que se vuelve imprescindible cambiar una matriz productiva y económica, sino que se pueden diseñar las estrategias para que eso se vuelva posible como única alternativa a la consumación de la catástrofe.

El derrumbe del Palacio de Cristal

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