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Pandemia y capitalismo: el círculo vicioso

Leo a mi amigo Jorge Alemán que escribe desde un Madrid fantasmal, desolado no sólo por la invasión de lo invisible sino por la oscura percepción de un real que ha dejado de ser una amenaza metafórica para convertirse en una presencia absolutamente extraña, eso que siempre estuvo pero que tratábamos de no ver ni convocar. Esperábamos a Godot con complacencia intelectual, como quien sabe lo que la mayoría desconoce o no quiere conocer, pero que lo ha confinado, a su vez, al buen resguardo de las teorías capaces de explicar lo inexplicable sin, por eso, tener que hacerse cargo de la llegada de lo siniestro. Hoy, más que nunca, tengo la sensación de ser herederos de Casandra, profetas de una catástrofe que, de tan anunciada, se había vuelto inverosímil. Paradoja de quien anuncia lo que está por ocurrir, si es que ya no viene ocurriendo, y nadie le cree. «Desde hace tiempo –escribe Alemán– se viene anunciando una catástrofe mundial en forma de pandemia. Pero si algo caracteriza la marcha del actual Capitalismo es que hace ya mucho que lo que se anuncia, lo que se sabe que va a ocurrir, ya no cuenta de un modo operativo. Ninguna advertencia, por veraz y horrible que sea, cambia la marcha ilimitada, acéfala, del Capitalismo». Su mirada es pesimista. No percibe ninguna señal, salvo bajo la forma de la consumación de la catástrofe, que esté anticipando el final de la economía-mundo que se ha ido tragando todo con su hambre insaciable. La pandemia, para Jorge, es lo real del capitalismo, su núcleo más íntimo, su inevitable marcha hacia la autodestrucción que asume la forma de lo ilimitado, de lo que ya no puede echar el freno de emergencia. La metáfora del virus que se replica infinitamente cuando logra encontrar nuestros cuerpos como lugar de potenciación, como si fuera una cadena de producción que nunca se detiene, remite directamente al corazón de un sistema que ha hecho de esa replicación infinita de sí mismo –incluso allí donde captura a sus oposiciones– lo propio de la expansión viral.

Pero no se trata sólo de las consecuencias médicas, de los muertos que se pueden contar por centenares de miles e incluso más; se trata, también, del tipo de sociedad que surgirá una vez que se deje atrás la pandemia. Byung-Chul Han lo ha dicho con crudeza, y en parte lo reseñamos páginas más arriba: si el modelo exitoso de contención del Covid-19 es el resultado del big data funcionando a pleno en el marco de un Estado híper-vigilante y policial junto con sociedades culturalmente inclinadas a priorizar lo colectivo a lo individual, lo que nos espera es un pronunciado proceso de «orientalización» de nuestras sociedades, más inclinadas a la protección de la privacidad, menos a priorizar lo colectivo a lo individual, más dispuestas al ejercicio y al reclamo constante de la libertad como valor supremo. Habría que atemperar las afirmaciones de Byung en lo que tienen de prejuiciosas y de occidental-liberales, allí donde reduce la complejidad de lo «oriental», particularmente del Sudeste asiático, a un modelo uniforme en el que los individuos acatan colectiva y acríticamente las decisiones de las autoridades, y en el que el confucianismo chino –según el filósofo coreano-alemán– se convierte en papilla ideológica y pedagógica de países y colectivos socio-culturales diferentes entre sí. El mundo habitado por hombres y mujeres de ojos rasgados es, para la mirada occidental, un amasijo indiferenciado en el que todos, absolutamente todos, actúan del mismo modo y de acuerdo a un mismo patrón de obediencia y disciplinamiento; de ahí que resulte extraño que alguien como Byung comparta esa visión falaz y errónea de un mundo de pluralidades y diferencias que sólo ante una mirada cargada de ignorancia y prejuicio puede aparecer como liso y homogéneo. En esa geografía –así se lo proclama desde la atalaya de la democracia y la libertad que dice representar Occidente– no cuenta el individuo sino el nosotros de la primera persona del plural. Rápida y astuta reducción de lo colectivo a autoritarismo y vigilancia, a aceptación pasiva de las órdenes que emanan de un Estado omnipresente que, además, ha logrado hacerse con las tecnologías del big data, que le permiten controlar cada movimiento y cada gesto de esa masa de ojos rasgados. El coronavirus –según esta mirada– vino a cerrar el abrazo de oso del poder sobre una ciudadanía inerme. Mientras tanto, nosotros, en este lado del mundo, tendremos que elegir entre el caos de un individualismo que nos lanza directamente hacia la muerte pandémica o la importación del modelo chino con todas sus prestaciones. Un cruce por el estrecho de Escila y Caribdis. Una promesa que sólo promete más de lo mismo. Una visión desencajada de la historia que tiene la fortuna de ser lo suficientemente simple y fácil de explicar como para convencer a unos cuantos defensores de la añeja y descascarada doctrina de la guerra de civilizaciones, haciendo de China hoy el heraldo de un neocapitalismo de Estado autoritario capaz de salir airoso de la batalla contra el virus y, también, contra Estados Unidos.

El binarismo interpretativo de Byung-Chul Han es llamativo para alguien que proviene precisamente de ese mundo asiático transformado por la mirada de Occidente en «orientalismo» (Edward Said se rebelaría desde su tumba contra esta simplificación cargada de prejuicio y de proyección universalista de la concepción occidental de individuo, comunidad y libertad como supuesto de lo que deberíamos reivindicar como paradigma de democracia ante el autoritarismo oriental). Pero volvamos al llamado de atención, necesario y valioso, respecto a los peligros que se ciernen a partir de la proliferación del big data y del algoritmo, expresiones no sólo de sociedades como la china, la coreana, la japonesa o la taiwanesa, sino núcleo del semiocapitalismo contemporáneo que se despliega a nivel global y que no sabe de fronteras culturales o religiosas que lo detengan (Silicon Valley expresa el perfil brutalmente económico de lo que puede ofrecer el lado occidental de la digitalización: concentración exponencial, manejo discrecional de información privada, cooptación algorítmica y ampliación de las redes de consumo teledirigido, además de una alianza estrecha con los poderes corporativos y políticos globales). En todo caso, la generalización de los instrumentos de vigilancia y control que surgen de las tecnologías de la información son el resultado de un sistema económico que, en su actual etapa, se ha volcado masivamente hacia esa lógica algorítmica y digital. El miedo ante la peste y su proliferación no hacen más que acelerar, en el interior de la vida subjetiva dañada, el reclamo de más «seguridad y vigilancia» como sinónimos de protección de la vida ante la invisibilidad del virus. ¿Hasta dónde llegará nuestro despojamiento con tal de salvar la vida[1]?

Nuevas y extendidas formas de control extraídas de las enseñanzas de la pandemia que acelerarán –si no se las cuestiona y frena desde las sociedades– la panoptización tecno-comunicacional hasta límites espantosos. Nada de nuestra intimidad quedará sin ser fisgoneado en nombre de la salud pública. Estamos obligados a interrogar críticamente el desemboque político-instrumental de este tiempo pandémico. Giorgio Agamben, que prácticamente fue fusilado en la plaza pública por objetar la exacerbación del Estado biopolítico a partir del temor al Covid-19, es un cabal ejemplo de la censura que comienza a desplegarse sobre nosotros en medio de una habilitación social para alcanzar una unidad sin fisuras. Nunca como hoy se vuelve más evidente aquella sentencia que decía que la primera en caer en una guerra era la verdad. Hoy podríamos decir que la primera renuncia que se nos exige es la del pensamiento crítico, que, por definición, no puede ser binario ni aceptar como palabra santa la que se pronuncia en nombre de la lucha contra la pandemia. Caminamos irremediablemente por un desfiladero cuya amenaza está a ambos lados. ¿Cómo impedir que nos inclinemos ante el poder imbatible de la univocidad que convierte en enemigo a todo aquel que intenta introducir la más mínima sospecha respecto a las bonanzas del dispositivo económico y científico-tecnológico? ¿Se perseguirá, se censurará y, por qué no, se encarcelará en nombre del biopoder que crece en medio del horror a la muerte pandémica? ¿Se volverán clandestinas las críticas a ese aparato capaz de devolvernos la vida a cambio del silencio cómplice?

Hoy más que nunca tenemos que estar abiertos a las diversas interpretaciones de este tiempo civilizatorio en crisis. El colectivo Chuang –grupo de intelectuales y académicos de izquierda chinos que cuestionan el régimen del Partido Comunista Chino[2]– hace algo muy importante cuando politiza la ciencia e interpela a la política emancipatoria desde la ciencia, buscando dialectizar lenguajes que, por lo general, marchan en paralelo o uno se devora al otro. Se trata, en su perspectiva y analizando lo que sucedió en Wuhan, de una interrelación de lo social-económico (bajo la forma de la sociedad de las mercancías), de lo científico-técnico-industrial (que se ha convertido en un instrumento clave para la expansión del capital y de su rentabilidad; junto con la multiplicación de una interfaz entre lo humano y lo no humano que está en la base de los coronavirus, entre otras cuestiones que atormentan nuestro presente ligado también al calentamiento global y sus consecuencias, pero también como instrumento, la propia ciencia, para ir por otros caminos capaces de encontrarse con una perspectiva emancipatoria), de lo político-insurreccional (entendido como la capacidad de la sociedad de generar sus resistencias y sus rupturas del encadenamiento sistémico bajo la lógica del capitalismo). Para el colectivo Chuang, la pandemia desatada por el Covid-19 pone al descubierto el funcionamiento del sistema, sus debilidades y su potencia autodestructiva. «No es el momento de un simple ejercicio de “Scooby-Doo marxista” que quite la máscara al villano para revelar que, sí, de hecho, ¡fue el capitalismo el que causó el coronavirus todo el tiempo! Eso no sería más sutil que los comentaristas extranjeros olfateando el cambio de régimen. Por supuesto que el capitalismo es culpable, pero ¿cómo se interrelaciona exactamente la esfera socioeconómica con la biológica, y qué tipo de lecciones más profundas se podrían sacar de toda la experiencia?». Es ésta una pregunta fundamental que va más allá de la respuesta simplista que, una vez formulada, no agrega nada significativo ni ofrece alternativa alguna salvo la multiplicación de la angustia, al modo del dispositivo retórico puesto en funcionamiento por Byung-Chul Han, que, apenas si en el final apresurado de su artículo, lo único que ofrece es una bucólica reconstrucción del vínculo de las personas con la tierra y una mayor solidaridad entre ellas, sin, claro, historizar los motivos de la pandemia ni, mucho menos, incursionar en un análisis de lo socioeconómico y su perversa y brutal ligazón productivista con la esfera de la vida animal y vegetal.

De poco sirve describir la escenografía por la que se desplaza el virus, destacar las diferencias «culturales» que separan a los países del Oriente de las democracias occidentales, pontificar incluso sobre el peligro que supone ganarle al virus a costa de la pérdida de la libertad individual, si se desdibuja cualquier análisis riguroso que desmonte el sistema económico-biológico-tecnológico-capitalista como soporte de estas infecciones cada día más graves y destructivas para la vida humana. Y a ese vuelo de paloma sobre la pandemia y su relación con un modelo productivo que ha exacerbado la interfaz de los humanos con los animales a través de una industrialización perversa de estos últimos, se le agrega un pesimismo aristocratizante que hace de esa crítica algo equivalente a la tarea del entomólogo que observa una lucha a muerte entre un grupo de hormigas y una avispa. La distancia estoica del filósofo ante la crueldad del mundo de la vida y de la muerte.

«Cuando esta interfaz entre humanos y animales cambia –sostienen los críticos de Chuang–, también cambian las condiciones dentro de las cuales tales enfermedades evolucionan. Detrás de los cuatro hornos, por lo tanto, se encuentra un horno más fundamental que sostiene los centros industriales del mundo: la olla a presión evolutiva de la agricultura y la urbanización capitalistas. Esto proporciona el medio ideal a través del cual plagas cada vez más devastadoras nacen, se transforman, son inducidas a saltos zoonóticos y luego son vectorizadas agresivamente a través de la población humana». Y la conclusión que extraen es clara y fulminante: «El coronavirus más reciente, en sus orígenes “salvajes” y su repentina propagación a través de un núcleo fuertemente industrializado y urbanizado de la economía mundial, representa ambas dimensiones de nuestra nueva era de plagas político-económicas […]. La idea básica en este caso es desarrollada más a fondo por biólogos de izquierda como Robert G. Wallace, cuyo libro Big Farms Make Big Flu (Las grandes granjas hacen la gran gripe), publicado en 2016, expone exhaustivamente la conexión entre la agroindustria capitalista y la etiología de las recientes epidemias, que van desde el SARS hasta el Ébola». Una conexión sin la cual resulta imposible comenzar a desmadejar el ovillo de una pandemia que no sólo amenaza con dejar un tendal inmenso de muertos, sino que tampoco se alcanza a comprender la hondura de la crisis desatada por un sistema económico cuyo único norte es la maximización de la ganancia sin medir los daños irreparables que genera en su expansión ilimitada.

Historizar el Covid-19 implica hacer la genealogía de su aparición y de su expansión planetaria focalizando, como no podría ser de otro modo, en las condiciones de la economía-mundo que hacen posible la periódica recurrencia de nuevos coronavirus. No se trata del azar o de la casualidad, tampoco es atribuible a la costumbre china de comer animales salvajes (más allá de que ese pudo haber sido el vector disparador de este virus en particular), ni hacer de los murciélagos una suerte de responsables de su propagación a través de otro animal. Lo que se pone de manifiesto es un sistema de industrialización de los animales para el consumo humano junto con el maridaje creciente de la vida urbana, siempre en expansión, y las cada vez más reducidas superficies de naturaleza salvaje. La alquimia que se está produciendo a partir de esos factores está en la base de estas pandemias. «En enero de 2017 –escribe Ángel L. Lara–, en pleno desarrollo de la epidemia porcina que asolaba a la región de Guangdong, varios investigadores en virología de Estados Unidos publicaban un estudio en la revista científica Virus Evolution que señalaba a los murciélagos como la mayor reserva animal de coronavirus en el mundo. Las conclusiones de la investigación desarrollada en China acerca de la epidemia de Guangdong coincidieron con el estudio estadounidense: el origen del contagio se localizó, precisamente, en la población de murciélagos de la región. ¿Cómo una epidemia porcina había podido ser desatada por los murciélagos? ¿Qué tienen que ver los cerdos con estos pequeños animales alados? La respuesta llegó un año más tarde, cuando un grupo de investigadores e investigadoras chinos publicó un informe en la revista Nature en el que, además de señalar a su país como un foco destacado de la aparición de nuevos virus y enfatizar la alta posibilidad de su transmisión a los seres humanos, apuntaban que el incremento de las macrogranjas de ganado había alterado los nichos de vida de los murciélagos. Además, el estudio puso de manifiesto que la ganadería industrial intensiva ha incrementado las posibilidades de contacto entre la fauna salvaje y el ganado, disparando el riesgo de transmisión de enfermedades originadas por animales salvajes cuyos hábitats se están viendo dramáticamente afectados por la deforestación. Entre los autores de este estudio figura Zhengli Shi, investigadora principal del Instituto de Virología de Wuhan, la ciudad en la que se ha originado el actual Covid-19, cuya cepa es idéntica en un 96 por 100 al tipo de coronavirus encontrado en murciélagos a través del análisis genético»[3]. El cóctel fue preparado minuciosamente y ha sido servido. La maximización capitalista de la ganancia, la desesperada busca por ampliar la oferta de alimentos animales abaratando sus costos a través de una industrialización masiva de vacunos, porcinos y aviares, entre otras especies de consumo tanto humano como animal (no nos olvidemos de la utilización, durante la época de la «vaca loca» de alimentos balanceados que tenían, entre otros ingredientes, proteínas provenientes, por ejemplo, de los cerdos y los pollos, ni tampoco dejemos de lado las condiciones de brutal hacinamiento en las macrogranjas ganaderas y aviares, o los criaderos de salmones alimentados a base de antibióticos y la utilización de colorantes para que tengan esa coloración que atrae a sus comensales), la introducción en la dieta de esos animales de un arsenal de antibióticos y de alimentos a base de transgénicos (la soja sería un ejemplo mayúsculo para graficar su importancia en la producción de carne porcina). El fenómeno de la deforestación tampoco puede ser subestimado, junto con los efectos del calentamiento global, que inciden directamente sobre la fauna salvaje y la mutación de sus ámbitos naturales de vida. En todo caso, lo que la pandemia del Covid-19 está poniendo en evidencia es que no se trata de una oscura jugada del azar ni tampoco de un error de laboratorio o de la falta de salubridad en un mercado. Es algo mucho mayor y más complejo de resolver: es la existencia de un sistema económico-productivo-biotecnológico que va borrando las fronteras entre los humanos y los no humanos, que experimenta con la propia creación de vida, que altera el ADN bajo formas de manipulación cuyas consecuencias suelen escapárseles a sus gestores. Y todo eso en nombre de los «prodigiosos avances de las ciencias biológicas y de las tecnologías del conocimiento», instrumentos con los cuales lograremos sortear todos los peligros mientras se da satisfacción plena a las demandas de una humanidad cada día más exigente. Claro que no se dice, entre otras cosas y ocultamientos, que apenas un 20 o 30 por ciento de esa humanidad tiene pleno acceso a la abundancia de bienes industriales, alimentarios y habitacionales, mientras que la mayoría restante sólo paga las consecuencias espantosas que surgen de vivir en la pobreza, la precariedad y el hacinamiento.

Si bien es cierto que buena parte de los virus provienen del reino animal y que sus diversas transmisiones a los humanos han recorrido nuestra historia (por ejemplo, se estima que hace unos 2500 años la gripe fue transmitida cuando se inició la domesticación de las aves de corral), nunca como en esta etapa de la economía-mundo se han dado las condiciones extremas y desmadradas para su proliferación. Esto es así porque el «capitalismo global no solo está interconectado, sino que es una red con unos pocos nodos centrales. El colapso de alguno de ellos sería casi imposible de subsanar y se transmitiría al resto del sistema. Algunos ejemplos son: i) Todo el entramado económico depende de la creación de dinero (crédito) por los bancos, en concreto de aquellos que son “demasiado grandes para caer”. Además, el sistema bancario se ha hecho más opaco y, por lo tanto, más vulnerable con la primacía del mercado en la sombra. ii) La producción en cadenas globales dominadas por unas pocas multinacionales hace que la economía dependa del mercado mundial. Estas cadenas funcionan just in time (con poco almacenaje), son fuertemente dependientes del crédito, de la energía barata y de muchos materiales distintos. iii) Las ciudades son espacios de alta vulnerabilidad por su dependencia de todo tipo de recursos externos que sólo pueden adquirir gracias a grandes cantidades de energía concentrada y a un sistema económico que permita la succión de riqueza. Pero, a su vez, son un agente clave de todo el entramado tecnológico, social y económico»[4]. Es esta colosal interconexión la que hace, al mismo tiempo, potente y vulnerable a la globalización capitalista, del mismo modo que vuelve decisivo ir diseñando otras formas de producción y de intercambio si es que queremos alejar la proliferación de pandemias cada vez más virulentas y dañinas. La vida, al menos la que nos involucra a los humanos, está en juego. Los virus y los otros microorganismos seguirán su laberíntico camino capaz de reinventar, una y otra vez, la vida en la Tierra. Sin nosotros…

[1] No quiero dejar de citar, más allá de su extensión, una aguda, filosa y destemplada reflexión de Paul Preciado que se adentra en las profundas y decisivas transformaciones que se vienen operando en la subjetividad de los seres humanos contemporáneos y que encuentran en la pandemia del Covid-19 otro momento para su mayor ejecución y despliegue universales: «Hoy estamos pasando de una sociedad escrita a una sociedad ciberoral, de una sociedad orgánica a una sociedad digital, de una economía industrial a una economía inmaterial, de una forma de control disciplinario y arquitectónico a formas de control microprostéticas y mediáticocibernéticas. En otros textos he denominado farmacopornográfica al tipo de gestión y producción del cuerpo y de la subjetividad sexual dentro de esta nueva configuración política. El cuerpo y la subjetividad contemporáneos ya no son regulados únicamente a través de su paso por las instituciones disciplinarias (escuela, fábrica, caserna, hospital, etcétera) sino y sobre todo a través de un conjunto de tecnologías biomoleculares, microprostéticas, digitales y de transmisión y de información. En el ámbito de la sexualidad, la modificación farmacológica de la conciencia y del comportamiento, la mundialización de la píldora anticonceptiva para todas las «mujeres», así como la producción de las triterapias, de las terapias preventivas del sida o el viagra son algunos de los índices de la gestión biotecnológica. La extensión planetaria de Internet, la generalización del uso de tecnologías informáticas móviles, el uso de la inteligencia artificial y de algoritmos en el análisis de big data, el intercambio de información a gran velocidad y el desarrollo de dispositivos globales de vigilancia informática a través de satélite son índices de esta nueva gestión semiotio-técnica digital. Si las he denominado pornográficas es, en primer lugar, porque estas técnicas de biovigilancia se introducen dentro del cuerpo, atraviesan la piel, nos penetran; y, en segundo lugar, porque los dispositivos de biocontrol ya no funcionan a través de la represión de la sexualidad (masturbatoria o no), sino a través de la incitación al consumo y a la producción constante de un placer regulado y cuantificable. Cuanto más consumimos y más sanos estamos, mejor somos controlados» (Paul Preciado, «Aprendiendo del virus», Sopa de Wuhan. Pensamiento contemporáneo en tiempos de pandemias, Editorial ASPO [Aislamiento Social Preventivo y Obligatorio], 2020, pp. 171-172).

[2] Véase del colectivo Chuang, «Contagio social: guerra de clases microbiológica en China», en Lobo suelto!, 20 de marzo de 2020 tomado del sitio web Chuang del 6 de febrero de 2020.

[3] Ángel Luis Lara, «Causalidad de la pandemia, cualidad de la catástrofe», eldiario.es, 29 de marzo de 2020.

[4] Luis González Reyes, «Las lecciones que puede dar el corona virus a la especie humana», El Salto, 12 de marzo de 2020.

El derrumbe del Palacio de Cristal

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