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Nadie vendrá a vernos

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Valerio llegó a la universidad cuando sonaban las campanas de la Basílica. Al punto de las seis de la tarde. Caminó por el pasillo y cruzó el pórtico del edificio. Un nudo en la boca del estómago lo hizo pasar saliva. Sopló por las vidrieras un viento de las tierras del sur que despeinó a tres mujeres balbuceantes.

Valerio saludó al grupo con el pulgar levantado y avanzó hasta al hemiciclo. Lo miraron pasar como un muerto viviente. Quedó en el recinto un silencio apretado. Valerio tomó el plumón y lo agitó en el aire. Sus ojos quedaron fijos ante la pizarra. Dejó de escuchar murmullos y rechinidos de bancas. El escozor de las miradas encima de su cuello lo mantuvieron cautivo por un momento. Giró su cuerpo 180 grados y presenció un auditorio atento y extrañado. Inhaló el oxígeno que colmaba el espacio hasta que no se llenaron sus pulmones. Tiñó la primera frase de su discurso con poder. Dejó de escucharse afectado por el golpe moral que le acababan de dar en la oficina de becas. Sabía que entregar la erudición en ese muladar era el fiel reflejo de su medianía. Quizá porque ahora tomaba decisiones vesiculares en vez de usar la retórica de siempre. El timonel de su vida le agarraba las bolas a su antojo. Era sólo un autómata de sololoy que con impulsos escalofriantes quería llegar a casa.

El arado, la espada y el libro eran los temas de su sesión. Explicaba con una voz la conformación de la sociedad por esa tríada, aunque sus neuronas iban diluyéndose entre el hemisferio izquierdo, para recordar a un Valerio calzando en chanclas lo que Valerio profesor echaba afuera de su casa. Todo era tan amable. Estábamos tan bien. Nos estás jodiendo.

En San Pancho reinábamos con el libro. A nuestro antojo. Todo pagado. Todo listo. Sin mover un músculo, sólo las neuronas briagas. El cheque puntual cada mes. El arado no falla. Sin problema. Escribías. Leías. Apostado en la casa de campo de la tía Armenia.

Ahorita estaríamos en chanclas y con una medida de güisqui. En cambio, estoy atrapado en un campo de arroz mojado. En un instituto que no me ayuda. No hay tiempo libre. En una casa de paredes azules y apestando a formol. A vieja seca. Con una vieja moribunda en jaque. Pero todo iba a ser rápido. Tres semanas y dos horas conectada al respirador y de cuajo sacó la intravenosa y abrió los ojos. La conclusión era irremediable según los cálculos. Dos meses de vida. No más. Son ocho meses limpiando la baba de Armenia que tiene todo muerto menos el cerebro. Recorte presupuestal de mis parrandas porque en la casa todo está pagado. Y con el colmo de asistir cada tres horas a la vieja tía Armenia con su dosis de medicina. Trapear el piso. Cambiar pañales. Estrujar la piel enmohecida de una anciana tacaña.

La alarma tintineante del reloj sonó a los 45 minutos. “Hagamos una pausa”. El grupo salió por café. Valerio Miró el esquema de la lección sobre la pizarra. Se sacudió las manos como si tuviera cal y comenzó a borrar las palabras y los dibujos. Dejaba su alma debajo de la franela; huérfano otra vez de sus ideas sueltas, los grandes proyectos. Borró las esquinas. Se diluían en una mezcla altanera de orgullo y melancolía. Las 40 ideas de clase quedaban sepultadas bajo el fieltro borrador.

Decía que no dejaría para el siguiente maestro la basura mental. Intentó apuntar sus ideas fantasmagóricas de los discursos de clase en su libreta. Al final todo era confuso, sólo líneas muertas, embrollos y apuntes iniciales. Un caos que no le permitía dar el paso siguiente.

Se había borrado a sí mismo. Al final del semestre, si bien le iba, le otorgarían el diploma al mejor maestro con una palmadita en la espalda.

La alarma del reloj de pulsera sonó a los cinco minutos. Tomó el termo y se dirigió a la cafetería. En el rubor de la media tarde, le tomó del brazo Jacobo. “¿Oíste que entregarán las becas para profesores?” Valerio se detuvo como si un péndulo cayera al suelo. Jacobo enfurruñó el rostro.

Recordó a la mujer escondida en su miserable escritorio. “En este periodo no hay recursos –dijo la secretaria–. ¿Lo puedo ayudar en algo más?”

–No sabía –dijo Valerio–. Increíble

Miró el reloj y sacudió el brazo. Jacobo vapuleado por la respuesta quedó atrás y siguió su camino.

Sirvió el café y las gotas ardientes le quemaron el metatarso. “Maldita vieja. Si fuera protegido otro gallo me cantaba. Pero para andar tejiendo ilusiones aquí, nomás no. ¿Qué hago aquí? A ver Valerio, respóndeme. A ver. Todo por no meterle la gruesa a Clementina. Total, mínimo de asistente. Fácil; una invitación a la Dama de las Caléndulas. Una botella de ron antillano. Una coca cola de tres litros. La halitosis regular tirando a jodida. Los senos intoxicados de silicona. La celulitis desparramada en los costados de las nalgas. El Botox corriente. La cara de sorpresa. Y la noche cuesta arriba con esa arpía. Pero como soy un jodido maestro. Discriminado y jodido.”

Cerró el termo, pero en espíritu mantuvo la confrontación con él. Ya había ocurrido una decepción cuando atravesó la puerta del director y recibió cuatro horas a la semana. “Algo es algo”, pensó, pero en dos meses esa decisión lo estrangulaba. Vio en ese momento un futuro pomposo como maestro. “Soy bueno. Estudioso. Reconocimiento cum laude. El otro día le regalé a Clementina la idea para la tesis de su hija. Qué digo idea. El trabajo completo. Seis noches desvelado, corriendo de un lado a otro de la biblioteca. Tejido a mano. Un trabajo de lujo para una niña destetada. Al final, un miserable cheque como sinodal”.

Sonó la alarma, debía entrar al salón. Jacobo sólo le arruinó algunos segundos. Entró al aula como si hubiera caído desde un jet en un paracaídas viejo. Pensamientos. La vida quieta que le había proporcionado calma y paz estaba encarnada en un lugar sin sitio. Palpitaba. Dio una segunda oportunidad a esa vida desidiosa hasta que concluyera la clase.

Terminó con tiempo exacto la sesión y despachó a sus alumnos.

Jacobo lo esperaba fuera del aula. “Oye, Valerio. Tienes un minuto”. Miró el reloj. Si todo iba bien llegaría con un espacio de tres minutos a la casa de la tía Armenia. Jacobo lo tomó del brazo. Avanzaron hasta la oficina de proyectos especiales del instituto. En la sala de espera, tecleaban dos jóvenes en sus IBM. Otro par contestaban llamadas con auriculares. Sólo el zumbido del aire acondicionado pregonaba un ambiente de paz.

“Te voy a presentar a la nueva directora de proyectos y becas. No te la vas a acabar. Hace dos horas la nombraron. Es una joya”.

Un empleado los invitó a pasar de inmediato. Jacobo quedó en el marco de la puerta y se escabulló. Debajo de un Picasso, reinaba Clementina. Era una tigresa de ojos marrón que se irguió para rendirle honores. Valerio correspondió a los respetos y aceptó sentarse. No estaba preparado para esa sobredosis de colores. Lucía mejillas coloradas, labios rojos y sombras moradas en una cascada por los párpados. Tenía un jeroglífico tatuado en la comba de los senos, una cintura ondulante y apañuscada por una faja. Valerio meditabundo, no salía de la sorpresa. “Clementina, directora de proyectos”, leyó en un identificador de escritorio.

Después de todos los prólogos y las felicitaciones, Clementina fue al punto. “Mira, me dijo Jacobo que andabas concursando en lo de las becas. No fuiste beneficiado, según me dijo el flaco. ¿Qué vas a hacer?” Un coleteo de lágrimas barnizó los ojos de Valerio. “No lo he pensado. Hoy me informaron que no había presupuesto”.

Un destello codicioso en las pupilas de Clementina lo hicieron titubear un momento.

“No sé. En San Pancho desarrollaba algunas cosas. Investigar, por ejemplo. Ahora ando limitado. No me alcanza el tiempo por un asunto familiar”. Valerio echó los dados para redondear el azar.

“Puedes pedir más clases en la secundaria”, reviró en un tanteo. Como Clementina no se preocupaba por los títulos académicos, no reparó en destrozar con pullas irrevocables el orgullo del letrado. Valerio no era un profe, era un maestro en sociología. “Profe, Cantinflas”, susurró rencoroso en sus pensamientos. Y después de retozar a su aire en San Pancho, pagado por la tía Armenia, le costaba ser un achichincle de un instituto. “Prefiero hacer otra cosa. Cualquier trabajo de investigación social”.

Clementina se levantó de su asiento y caminó hasta un viejo archivero. Con estupor misterioso abrió un legajo con varios sobres y los llevó hasta el escritorio. En una mano cargaba un documento. La mujer los lanzó a la mesa de cristal y uno de ellos voló al suelo.

“Por tu perfil, tengo algo que te puede interesar”, dijo emulando una serpiente. Clementina tomó de un estante el legajo con los documentos de Valerio. “Esta mesa es donde están los que se quedan con la beca. Los que se caen, ni modo. Se despiden de cinco años de cheques, oficina y toda la cosa. Tú dirás”.

La carcoma moral de Valerio comenzó a rasparle la bragueta. “Me pones nervioso”. Clementina lamió el folder con sus documentos. “Hoy en la noche. Me dices sin nervios. Estaré después de las nueve en la Dama de las Caléndulas. ¿Me pasas esa carpeta?”

Valerio recogió el fólder y leyó al costado el nombre de Jacobo Ortiz Pacheco. Clementina se lo arrebató de la mano y juntó los dos legajos. Abrió el cajón de su escritorio y los echó juntos. Recogió el resto de las carpetas contoneando los pechos operados y advirtiendo la mirada de Valerio. “Estos, se van a su lugar”.

Valerio se despidió de beso y salió por la puerta. Las siete y cuarto. Había perdido mucho tiempo en la oficina de Clementina jugando al pilguanejo. Un escozor en la entrepierna le anticipó que en el fondo aprobaba la sugerencia de la nueva directora.

Según sus cálculos, tardaría en llegar ocho minutos hasta la casa. Asustado, salió hasta donde había dejado su motocicleta. La arrancó de un solo tirón. Un sonido monocorde hizo roncar la maquinaria y de pronto, con nostalgia se encomendó a San Benito. Miró la hora. Aceleró la motocicleta y arrancó con rumbo a la casa. Subió la pendiente de la Calzada de Guadalupe y se enfiló al serpenteo de la carretera panorámica. El casco afectó la sordina artificial y acto seguido, revivió la noche en que le llamaron del hospital. Llamada a deshoras, hospital, noche, tormenta, carretera, anciana moribunda. Colapso de salud. Mezcla artificial de sus deseos profundos en una llamada hospitalaria. Sintió una alegría culpable. Arrancó su motocicleta y en veinte minutos estaba en la clínica. Después de todo quería despedirse de Armenia.

No estaba preparado para lo que encontraría en el hospital. Preguntó en la recepción por la habitación de la señorita Armenia Helberg. La recepcionista, con cofia y mueca somnolienta, le indicó el camino que lo llevaría rumbo al 234.

Todo empezó a quebrarse. Lo enviaron con internos de piso y no a la morgue. Al acercarse a la habitación 234 un médico de bigote escaso y mentón afilado cerraba la puerta. Se encontraron las miradas. “¿Valerio Esparza?”, preguntó el hombre. “Doctor Valerio Esparza, a sus órdenes”, dijo para contrariar al médico. “La señorita Helberg se encuentra muy bien. Salió hace unos minutos de terapia intensiva y el pronóstico es inmejorable. Va a necesitar terapia física para rehabilitar sus movimientos. Pero eso es lo de menos. Su estado mental está en perfectas condiciones, mejor que cualquier persona de su edad. Con cuidados normales su abuelita. Vivirá por muchos años. Pásele”. Valerio entró a la habitación y el rostro estriado de Armenia se opacó al mirarlo. Imaginó otro panorama apocalíptico. La vieja no iba a durar. Estos subidones de vida son las pruebas inequívocas de la debacle. Allí, con las vísceras le dijo a la tía que no se preocupara, que él la iba a cuidar.

Sus palabras fueron una declaración de muerte. Una marea de un tiempo que iba y venía sin moral. Calculó, según las condiciones de salud, que el futuro era un dispendio, la peor inversión. Gastaría en unos meses una fortuna para un suspiro vital de 83 años. Y Valerio, en cambio condenado a la condición de cuidador prángana. “Oye, hijo, tú eres el único pariente que tengo. Mira. Esto va a ser tuyo. Acaba tus estudios que eso será lo más importante que te pueda dejar cuando me muera”.

Después del ictus apopléjico de Armenia, la claridad mental recobró un lugar privilegiado. La vida quedó reglamentada hasta la asfixia. Gastos, viajes, rentas, ingresos pasaban por notarios y contadores.

La tía le racionó desde entonces una beca frondosa y una casa en San Pancho a cambio de sus resultados académicos. Valerio alargó todo lo que pudo las inscripciones en diversos cursos: química orgánica, física, relaciones públicas. El truco era comprobar la matrícula. Después de la embolia, su presencia con Armenia fue ineludible.

Comenzó a cuidar a la anciana con la esperanza en su pronóstico de vida, que calculaba de no más de ocho meses en el planeta. Armenia fumó cuatro cajetillas diarias durante cuarenta años. El pronóstico más alentador era un chiste malo. Sospechaba que pronto estaría convertida en un vegetal.

Un mosco que se estrelló en la visera del casco lo trajo de vuelta. Sintió que sus manos temblaban, pero en realidad era la vibración del motor. Otra vez las órdenes del cerebro no eran acatadas por sus articulaciones. Cedió ante la luz amarillenta de una farola que lo dejó hipnotizado por un momento. Estacionó la motocicleta en la cochera y vio una luz encendida en la planta alta. Eran las siete y media, lo que significaban sólo doce minutos de retraso.

Subió a todo galope los diecinueve escalones. Escuchó una voz salitrosa retumbar en el papel tapiz. Se detuvo para escuchar la conversación. De lejos, vio, para su sorpresa, una Armenia renovada, erguida en un sillón. De frente, Ignacio Reyna, el abogado de la familia.

Armenia chapoteaba palabras con dificultad. “Ya llegó Valerio. Mira la hora. Así sufro, Nacho, con mi sobrino. Cree que no me fijo. No me hace caso. Es un bueno para nada. Profesorcillo, tú dirás. Si no fuera por el cariño que le tuve a su madre, desde cuando lo hubiera echado. Ya mínimo este me hace compañía”.

Valerio tosió. “¿Ya llegaste mijito?” Entró en la alcoba cuando Armenia se rascaba la pantorrilla. Pensó que el abogado le había inyectado vida. “Mira. Es un milagro. Ya me pude sentar”. El abogado saludó con propiedad. Valerio corrió al baño. Vomitó. La víscera le reclamaba a horcajadas salvajes. “Pero eres un pendejo. Un pobre pendejo. Valerio. Mira nomás.”

El abogado levantó el maletín del suelo. Alzó la mano y brindó una reverencia. Salió entre la penumbra amarillenta de la casa con el adiós alargado de Armenia vibrando hasta la salida. Valerio dejó una sonrisa como una cicatriz de navaja dentada en la escena. Llegó hasta donde estaba la tía y la besó. La mujer, aunque vital, tenía el lado derecho del cuerpo inmóvil. La alzó en vilo y la acomodó de costado en la cama. Retiró el pañal. Aseó los genitales, la piel estriada. Entalcó el cuerpo y la cubrió con sábanas frescas. “Ya estoy vieja Valerio”. Él actuaba con los pasos exactos de un montaje de teatro. Disimulaba la puñalada verbal. Armenia le enfrió la pasión por regresar a San Pancho.

Valerio receloso, perdió un sueño entre sus impulsos vesiculares. “Si no fuera por ti, estaría muerta”. Murmuraba la vieja en el limbo de los somníferos recién tragados. Preparó la inyección de bonadoxina y vitaminas. Armenia se desplomó en un sueño profundo.

Cerró la puerta. Con movimientos mecánicos llegó a su escritorio; una vieja mesa de comedor. Allí estaban los rastrojos de tres noches de estudio para obtener la beca. Libros apilados, papeles fruncidos, bebidas energizantes, lapiceros rotos.

Se preparó para ganar. La meritocracia haría su parte. Si no le habían reconocido su esfuerzo natural, como amigos, era el momento de pelearlo en competencia oficial, como enemigo.

No sólo era la soberbia intelectual en juego. Influía la paga. El espacio de trabajo. Cambiar esa mesa por un verdadero escritorio. Planeó la decoración barroca de su oficina. En el tianguis compró una imitación del Guernica en tamaño jumbo. No había perdido sólo la competencia, sólo sus sueños.

Miró la carta de recomendación del legajo del proyecto. Jacobo apareció en su vida como un zopilote derribando una madeja de hilo. Lo conoció al regresar de San Pancho. En la fila de recursos humanos del instituto. Jacobo estaba harto de leer el periódico en las bibliotecas, de abrir con angustia los estados de cuenta y recibir pinches mil pesos al mes de Carolina, su esposa.

El hombre se esmeró por acabar una maestría que lo catapultara a un gran trabajo. Hermanados por el mismo padecimiento: el desempleo. Los dos salieron juntos de la oficina. Jacobo ni siquiera venía de una universidad de categoría, la Cosmopolitan HG, era una universidad prángana. Al finalizar el plan de estudios, con tan solo pagar un seminario fugaz obtenían la titulación.

Jacobo le invitó unos tragos. Mostró su personalidad desvergonzada. Le gustaba leer personas. Valerio le contó dos puntos de quiebre vitales. Su debilidad por la vida sibarita y el descenso a los infiernos con la tía Armenia. Luego de dos semanas, se encontraron en el mismo lugar para recibir su contrato de maestros. “Algo es algo”, pensó en voz alta Valerio con un arrebato de fracaso. Jacobo le palmeó la espalda. “Espérame tantito”. Jacobo regresó a la oficina de recursos humanos y con un acto de magia consiguió dos asignaturas más para Valerio.

Al saber que Jacobo buscaba un colega sincero, no un advenedizo ocasional, le tomó cariño. Atraído por su rusticidad, su cara de monaguillo y sus pocas lecturas, era el colega perfecto. Jacobo quedaba lejos de una amenaza profesional.

Dejó sus pensamientos en la mesa y envuelto en un torbellino de luces de neón y semáforos desembarcó en la calle. Se dirigió a La Dama de las Caléndulas decidido a exponerle la situación con tintes dramáticos a Clementina. La convencerían sus méritos contantes y sonantes, por eso era el candidato del centro de su escritorio. Que debía estar en la mesa. Que era la mesa. No por nada había trasegado los conocimientos más finos a cerebros petulantes de niños destetados.

“Y si no acepta los argumentos, renuncio a las clases y me quedo al cuidado de la tía Armenia hasta que se pudra”. El gorila que cuidaba la entrada levantó el cintillo de la puerta y lo dejó pasar. Sintió poco oxígeno. Las luces fueron en picada. Veía poco claro. Revisó todas las mesas hasta que dio con un cuarto privado. Clementina regenteaba la noche. Lo vio llegar y sacudió el pelo amarillo hasta que descendió sobre los hombros. Un olor acidulado del perfume hacía cortocircuitos con la piel dengosa de la mujer. Se mordió los labios para esconder el gesto de repugnancia. “Al grano y sin chistar”, pensó después del beso de bienvenida. Al centro de la mesa estaba una botella de Bacardí blanco. Unos platos con cacahuates medio llenos y otro de carnes frías.

Un mesero se acercó a servirle un trago. Dos hielos. Chisguete de diez segundos de ron. Un chorro de Coca-Cola. Unas gotas de agua mineral. Agitador de contorno de tornillo. Batida de tres giros. Espuma. Y se lo dejó a un costado. Valerio sacudió la cabeza y dio un sorbo largo y sediento.

“Estoy muerta de hambre porque el director no me deja ni respirar. Tantas cosas por hacer. Bendito sea Dios. Es un hombre tan bueno. Pero, mira, ni siquiera he ido a la casa. Ya mi marido ni me ve y eso que apenas tengo dos días en el puesto. Uf. Ando así, a las carreras mijito”. “Si quieres pide de comer, yo estoy bien con el trago.” “Ya me había adelantado, es que tuve varias reuniones antes que esta. Pensé que no ibas a venir. Pero que bueno que estás aquí. Eso dice mucho. Qué bueno”. Clementina alzó la voz. “Qué bonito”, le dijo a Jacobo cuando entró al privado. “Siéntate”.

Clementina abrió la blusa un botón más y asomó los senos. Jacobo abrazó a Valerio. “Los dos juntos. Hermoso”. Jacobo se sentó y el mismo acto de magia del mesero se desarrolló como una pesadilla. Clementina sacudió la melena y se largó al baño. Jacobo le dio una palmada en la mano. “Ya ves, te dije que todo se arreglaba”.

Valerio tembló.

“Todo se arregla. Ya verás, Valerio”. Frotó las manos y cogió la cuba. Dio un trago regular. Dio dos lengüetadas y dejó el vaso. “Ahora si compañero. A darle. Es ahora o nunca. Está suave ¿no?; eso de las carpetas sobre el escritorio. Ay güey, hasta me da escalofríos esta gordita”. Valerio dio otro trago. Quería que el alcohol lo hiciera reventar de inmediato. La inconsciencia, la demencia, el olvido. Todo junto para no pensar en el futuro ni pensar en compartir la cama con Jacobo y Clementina. Siempre sobra uno o se queda de mirón. Pues ni una caricia antes del arranque. Ni una nalga de fuera antes de firmar el contrato. Ni un pelo púbico de fuera sin aclarar lo de la oficina. Y grande. Ni un sándwich antes de cotizar en el instituto. Ni un beso de prueba. Dio otro trago largo hasta el tintineo de los hielos. El mesero apareció y su vaso estaba lleno.

Volvió Clementina ondulando la cadera amplia y maciza. No estaba tan mal. Miró el vaso de Bacardí. El olor no estaba tan apestoso. Ya el escote asomaba la tela roja del sostén. El carmín que barnizaba los labios de Clementina los mostraba carnosos, apetecibles. “No estaba tan mal”. Dio otro trago.

Jacobo hacía chistes. El rostro del hombre iba y venía rápido. Valerio se sintió lúcido y arrojado. Comenzó a brindar. Los tres brindaban. Clementina se acercaba y le hablaba al oído. Jacobo reía en la orilla. La mano de Jacobo paseaba por la pierna de Clementina. Valerio la besó. Ondularon frecuencias de su conciencia como perros rabiosos. “¿Qué estás haciendo?, ¿no quedamos que nada hasta que todo estuviera firmado? Te estás vendiendo muy barato”. Valerio tragó saliva y acalló la voz. “Quédate mirando en la rendija de la consciencia, pendejo”.

Jacobo se levantó de la mesa y acto seguido, Clementina. Calle de Potrero número veintisiete. Dijo alguien entre el zumbido de la música. Valerio echó un par de billetes para el mesero. Mientras Jacobo se fajaba los pantalones. Clementina besaba a Valerio, que ya sin reparo, frotaba las nalgas. Salieron juntos hasta la puerta. Potrero veintisiete, no se te olvide.

En la calle llegaron todos los mensajes a su teléfono. Miró el centelleo de la pantalla. “Ignacio, el abogado”. Miró la hora, era temprano.

Armenia grave. Todo lo que pudo entender. ¿O muerta? El lenguaje alargado y chocante de los abogados lo trastornaba. Releyó el mensaje. Cinco minutos de rollo y no concluía. Frases moribundas. Eternizadas.

Potrero veintisiete era una casa colonial con una madeja de huele de noche en la fachada. Pasó el portón de herrería y un perro enano se lanzó a sus pies. De una patada se deshizo del can y siguió la vereda de piedra del jardín. Pasó a la sala. Clementina zapateaba con los brazos en cruz. Jacobo se sacaba el cinturón. “En la mesa siete, nos baila Clemenzorra”. Movía las nalgas a tambor ardiente. Como pistones, subía una cuando la otra descendía. Autónomas, libres. Las nalgas rebotaban en la nube de humo. Jacobo colocó sus manos alrededor de su boca y amplificó la voz. “Ahora el acto de magia de Clemenzorra”. La mujer detuvo en seco el cuerpo. Se inclinó dejando al aire el par de nalgas y zafó el pantalón de látex. Sobresalió la piel blancuzca cruzada con una tanga roja. Dejó ver su caverna de fuego y erguida colgó una mano al aire y con la otra sujetó la cintura. El contoneo se fue articulando con un ritmo pegajoso y con pequeños pasitos. Clementina quedó frente a su público.

Valerio sin advertirlo tenía un vaso en la mano. Se sentó al borde del sillón para disfrutar el espectáculo. Observó durante un rato la danza de los pezones de Clemenzorra. Sin apartar la vista de un sostén rebasado por los senos, imaginando los diversos efectos hormonales. El plan era atacar la teta derecha y cuando estaba a punto de lanzarse sobre el objetivo, sonó el teléfono.

Miró el parpadeo de la pantalla. Ignacio, el abogado. Pegó el teléfono al oído. Un ruido botó como si se rompiera en dos una caña y los lamentos del abogado entraron en tirabuzón por su cabeza. Hizo más caso a los gritos de Jacobo que lo invitaba al convite de tetas y nalgas.

Valerio colgó el teléfono y siguió la línea hipnótica de la tanga de Clemenzorra. Eufórico la atajó. “Cógeme, como el animal que te niegas a ser”. Clementina arqueó la espalda y echó las nalgas a la cadera de Valerio. “Frota tu garrote entre los pliegues de mis nalgas, destrúyelas. Te daré el regalo que tanto quieres”. Jacobo bailaba con una pareja invisible en el centro de la sala. Valerio liberándose de la camisa no despreciaba el regalo abundante de su futura jefa. La luz desapareció de la sala y un manto se desplazó entre las vaguedades de la carne. Jacobo, derrotado, no encontró acomodo y salió de la casa briago y sin trabajo. Se despidió como el novio despechado, como dos amigos que se odian, como un matrimonio que se desea: “Clemenzorra la puta, chinga tu madre”.

Valerio despertó tiempo después tendido sobre un sillón de sala. En medio de una irresistible somnolencia, un hombre pequeño, de bigote, lo ayudó a levantarse. Era Cómodo, el marido de Clementina. “Dice mi señora que mañana te presentes al mediodía en su oficina”. Caminaron juntos y Valerio no podía ocultar su felicidad y a la vez el asombro de la buena voluntad de Cómodo.

El aire de la calle le pegó en los sesos. Miró el reloj y siete llamadas perdidas de Ignacio. Recordó la voz de Ignacio, dando un mensaje lubricado con la claridad de la madrugada; “Ha muerto tu tía Armenia. Te espero”. Habían pasado dos horas desde que habló con Ignacio.

Todavía embriagado, le pegó una repentina cruda moral.

Tomó la motocicleta y arrancó pensando en Armenia. El campo insolente de la carretera panorámica de la ciudad abría una llaga en los ojos, una llaga purulenta. “Pobre tía Armenia. Si antes me aguantó mis pendejadas. Ni modo, tendré que renunciar a Clemenzorra”. Dicho el nombre comenzó a reír. “Le daré un entierro digno. Sepultura como se merece. Y me voy a San Pancho. Con Jacobo me disculpo y le dejo mi plaza. Que sienta que soy un amigo fiel”.

Las botas levantaron el cambio de velocidad, un clic que sacudió la pantorrilla. El tacómetro marcó 120 y el motor rugió torvo y enfermo, como escupiendo un gargajo nicotínico, con tos y veneno. Todos los moscos campiranos se toparon contra el visor del casco.

Valerio perdió el control del manubrio y la máquina se fue patinando, sobre el tapiz de aceite que cubría el asfalto. El cuerpo dejaba girones de piel sobre el chapopote fresco. Vueltas, luces, verde, campo. Destellos de lo que sería el último collage de imágenes en el mundo. Cayeron cristales sobre el casco. El pasto crecido le arropó las heridas para arrullarlo en un sueño silente.

En la ambulancia Valerio despertó con un tráfago de oxígeno que le refrescó los pulmones. Su mirada obstruida por la mascarilla ofreció visiones apocalípticas. El miedo comenzó a invadirlo. Ese día sólo desayunó una rebanada de pan, un café con leche y un yogurt de fresa. El café era la gasolina de todas horas. El último café lo bebió con la lengua escaldada, como quien bebe un vaso con agua. Su último café, con el que había lubricado sus ideas previas a la clase fue horrendo, le supo a garbanzo y azúcar. El último café le supo a mierda, como casi todos los eventos de su vida en los últimos instantes. Deglutía la vida como una vaca. Estaba, a la sazón, animalizado. El último culo donde se recargó fue el de Clementina. Las últimas palabras que escuchó de su amigo Jacobo fueron “chinga tu madre”. La última noticia electrizante había sido ni mas ni menos que de la muerte de Armenia. La última carta que había leído ese día era un recordatorio de sus deudas. “Le invitamos a ponerse al corriente”. Los últimos parabienes vinieron de un ciego de la calle de Alonso. Su mano saltó con intervalos incontenibles. Recibía descargas de energía sobre su mano izquierda igual que quien pone la piel en una cama de alfileres. Miró una sombra que se le acercaba, pensó que era la última cosa que iría a ver y sentir. Un paramédico le decía cosas amables pero inconexas. El médico le plantó un par de brazos que le propinaron una descarga eléctrica que lo hizo saltar como un muñeco de Sololoy. Hasta el anochecer de San Pancho, en el sillón reclinable de la silla de ruedas.

Nadie vendrá a vernos

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