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Anselmo Guaida

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No hubo titulares de periódico alguno que dieran fe de la extraña desaparición de Anselmo Guaida. Aunque bien pudieron escribirse. “Viejo matemático asalta la radio traspasando las paredes y desaparece”. “Desaparece jubilado en asalto navideño a la estación de radio”.

Según los testimonios de un barrendero, “andaba como borracho. Se paró frente a la puerta y se echó a llorar”. Lo que hace suponer que todo comenzó antes, en un momento crucial, fúnebre. “Nada más me distraje echando la basura del recogedor al bote y desapareció”.

No era difícil sospechar que, a su edad, todo llanto viene de una pérdida. Los amigos notaron comportamientos extraños desde la muerte de su esposa polaca. Hablaba con Espartaco, un perro coquer spaniel. Se puede incluso señalar que ese día comenzó su muerte. La muerte de Anselmo Guaida.

Romelia, nombre castellanizado de la mujer de Anselmo, fue bailarina. Recién llegada de Cracovia, donde empezó a bailar desde niña, tuvo que trabajar como edecán para sobrevivir. Cuenta el Chato, dueño del congal que la contrató. “La mujer era una bomba sexual. No hablaba español. Así que, con señas y pasos de baile, me pidió trabajo. Mostró el currículum, para que me entiendas”. Rutila le entregó al final de la audición, la tarjeta de presentación de Anselmo. “El Chemo era buena onda, bien pedo, pero buena onda”. Se lee en la placa con su foto, como tributo del congal, la Dama de las Caléndulas.

Vivió en una casa construida en la calle de Salto del Mono, cuyo número 29 nunca será exacto. Nada más en la acera derecha se encuentran tres 29 y en la izquierda, hay un 29 A y un 29 A-1. Lo que asoma como una huella de la verdad son las pintas callejeras. Con el símbolo Pi, el olor guayabero de orines de gato y la mierda de perro que circundan la morada de adobe.

Según cuenta la criada que trabajaba con Anselmo, “diario lo hallaba entre pomos vacíos”. Anselmo sentado en un sillón morado, con pelos de perro. Allí, a la altura de su oreja, estaba la pequeña bocina de un radio de transistores marca Philips de los años setenta. Del hilo musical caía una nata espesa de música de Mozart. Pasajes atiborrados de si bemoles, pianos esquizofrénicos y mucho güisqui. Güisqui a borbotones.

El administrador del Instituto lo veía llegar puntual cada quincena a cobrar la pensión de jubilado. Caminaba a un lado de su perro. Esputaba aliento a demonios.

Es cierto que en su juventud cursó la carrera de matemáticas. Tuvo una estancia en Cracovia, donde supuestamente conoció a su mujer, Romelia. Fue en un invierno desangelado donde pasó el frío con siete medidas de vodka al atardecer. Una tarde se descolgó entre la nieve de las calles buscando alcohol. Encontró más que eso. Romelia bailaba en un tugurio clandestino.

Anselmo siempre dijo que Romelia se presentó con el Bolshoi, nadie puede constatarlo. Lo cierto es que luego de dos meses, Romelia llegó a tocar la puerta de Salto del Mono. El Patas, taquero de afición y minero de profesión, escuchó a la mujer increparle con una pataleta. “Tú me dijiste que lo que se me ofreciera. Que tu casa era mi casa”.

El retrato de boda que cuelga en el baño muestra a Romelia y a Anselmo confrontados en un rictus de dolor.

Aún en el siglo veinte se jactaba de ser un genio y obtuvo el nombramiento de maestro de tiempo completo por la institución. Era, en dos palabras: “Una eminencia”.

Pero más allá de los teoremas y los números, su pasión era la música que brotaba en esa alfaguara cristalina de la radio. Escucharla. Solamente escucharla. Alguien dijo que no hallaron ningún disco.

Uno de los sepultureros dijo que los guardó en la tumba de su esposa. Una colección de discos de música orquestal que había sumado a lo largo de su vida. La cantidad de dos mil. Aunque suena exagerado, los que sustentan esta locura dicen que los incineró en su estufa de carbón. Vinil tras vinil hasta formar una masa enorme. Era un chicle negro de diez kilos, que colocó debajo del cuadril de su difunta esposa.

La causa de muerte de Romelia fue el abandono. Una noche de festival, llegaron a la Dama de las Caléndulas los productores de “La huaracha”. Quedaron encantados con el espectáculo de Romelia. Le vieron posibilidades. Garra, fuelle, talento y grandes nalgas. “Ya para cuando despertamos a Anselmo de la borrachera, Romelia se había ido con los gachupines”. El Pelón Valdivia, golpeador profesional, fue el encargado de echar a Anselmo a la realidad.

No es precisa la fecha en que halló la música de la radio a través de las ondas hertzianas. Pero según sus palabras, recogidas del panfleto de aniversario número veinte de radio, se lee: “Era el segundo aniversario luctuoso de Romelia y en la soledad de mi habitación, encendí la radio. Cuando apenas salió de la bocina el réquiem de Mozart, me quedé para siempre en ese dial. Me atrapó”. Desde entonces siguió los patrones y los pormenores del 1040 de AM. Perseguía el hilo delicado de las bocinas que poblaban la vieja casa de Salto del Mono.

Como un centinela atento, desarrolló una memoria auditiva propia de un matemático. Matemáticas y música. Un binomio inherente. Una poesía que saltaba en la mente briaga, forrada con resacas de Passport, De Red Level y Johnny Walker. También es cierto que era un vigilante impertinente del hilo musical. No toleraba un ruido, un gis, una interrupción. Sudaba con lagunas auditivas.

Dicen que su constancia de oyente y melómano lo llevó a diseñar una gráfica que apuntaba en los cuadernos de clase. Calculaba estadísticas y pronosticaba la siguiente melodía.

Con ese diseño adivinaba la tendencia de los programadores. Las repeticiones de alguna pieza, las estrofas remendadas del himno nacional. No había radioescucha que compitiera en su labor. Podía considerarse un continuista autodidacto. En una resaca de otoño, exigió un pago por sus servicios profesionales.

Anselmo Guaida habitaba detrás del aparato transmisor en los sótanos de los edificios de la imagen. “Cuando salía a comprar el pan”, dijo la tamalera de las siete de la mañana, “ya lo veía enchufado” a sus audífonos.

Fue navidad cuando la locura lo comenzó a cubrir con un manto de tul. Esa mañana con siete grados C al termómetro. Saltó a la vigilia desde un infierno. Tendido con la resaca solitaria, el horror lo azotó con látigos de sordina.

Advirtió sus latidos impertinentes y comprobó que, de su radio, sólo salía un sonido seco y monótono. Electricidad acaso. Imaginó que, entre los manoteos indecentes de su borrachera, había movido el dial.

Podemos suponer que removió la manivela del radio. Sintonizó la bazofia de las estaciones comerciales bananeras de refrescos. Miró el reloj. Daban las siete de la mañana. Pensó que el Chango López no había llegado a tiempo a su turno de cabina. Buscó la botella de güisqui. Sirvió en el vaso y echó el primer trago que resanó las grietas de su faringe como una crema chantillí. El perro fue a echarse a sus pies. Movía la manivela. Buscaba exactamente el número 1040 del dial. Se afanaba sintonizando la estación de radio para no perderse el himno nacional. Los spots de identificación, la programación monocorde de la música orquestal que suponía villancicos, Chopin, la música popular orquestal. Toleraba alguna cosa contemporánea, de jazz, para rebajar los hielos de la malta.

Podríamos suponer que se levantó contracturado por los estertores de la cruda. Miró una barba crecida de tres días en el espejo del baño. Los dientes macilentos. Recordó la última navidad con su mujer polaca. Miró un árbol navideño en el frío de Varsovia, cuando recordó a su vieja echada con chándal en una cama polvorienta.

Acaso aguzó su audición deseando hallar, una muestra de la existencia de la estación. Pudo confundirse con una pesadilla de la que no podía salir. Pero es más confiable pensar que sin la música, confundió el cuándo y el dónde.

La mucama encontró una pila de postales fotográficas apiladas a un costado del sillón. “La señora Romelia trabajaba en el circo Atayde. Y le mandaba sus cariños de vez en cuando. Y el señor se los contestaba con dinerito. Yo iba al Oxxo a depositarle”. Este paisaje muestra un sedante melancólico para la nochebuena.

Cinco años borracho para que en una fecha así se quedara seco.

Se echó agua helada en la nuca. Se sabe, porque no tenía cilindros de gas llenos en la casa. Nada. Miró el reloj. Las ocho de la mañana. La radio enmudecida.

Se ajustó el cinturón. Le habló a su perro y salió para comprobar que el mundo seguía girando.

Frente a los estudios de la estación de radio comprendió lo que sienten los desengañados: terror a la verdad. En años no se había perdido una emisión navideña por la estulticia de un empleado. Este dato consta en las bitácoras radiofónicas del museo de la radiodifusión. Allí el apunte cita que cada año solicitaba al operador de cabina Sarabande Opus 14 núm. 2, de Ignacy Jan Paderewski. Sin variar la hora del día de Navidad. Estaba allí, puntual, brindando al piano estereofónico de sus deseos.

Pensaría que iba a hallarse al público indignado. Pero estaba solo, apenas unos rehiletes de viento helado recorrían la calle.

Jacinto Benavente, colega matemático, sostuvo en una borrachera que “era el único en su especie. El último escucha de una radio avejentada. El sobreviviente de una generación radiofónica y culta que veía como caía un telón de hierro. Insoportable”.

Los teporochos del escuadrón de la muerte suponían que trepó las escaleras de emergencia del edifico. Pero tienen sus dudas. El Cacarizo jura que lo vio “como mujer barbuda, en el Atayde. Allá en Querétaro”. El Chorizo siempre se opone: “se lo llevó patas de cabra, por briago y cornudo”.

Aún no es seguro que él halla sobornado al guardia. Benito, el elemento de seguridad estaba dormido en una de las oficinas del primer piso.

No se encontró el cuerpo. Sólo chorros de orines de perro esparcidos por la cabina de audio. Otros empleados de la estación aseguran que bebió una botella de güisqui encima de la consola de transmisión. Por los desmanes hizo todo lo posible por enchufar los aparatos. Lanzar al viento las ondas hertzianas. Pero fue inútil porque cedió ante la tentación de la radio. Desaparecer de inmediato. ¿O morir?

Nadie levantó cargos. Nadie inculpó a Anselmo Guaida del asalto a pesar de tener la única prueba. Una postal del Barnican de Cracovia, con un te extraño tachado. Se dice que ronda un aliento alcohólico por la estación cuando suena Sarabande Opus 14 núm. 2, de Ignacy Jan Paderewski.

Nadie vendrá a vernos

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