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Confesionario
ОглавлениеInventé la libertad al anochecer de la Epifanía. Viajaba en el circuito camionero Justo Sierra y parque de Armas, escoltado por el desfile anual del Día de Reyes. La jauría de niños, los regalos, las bocinas, el estruendo, la dejaron frente a mí, en el asiento de minusválidos del autobús. De inmediato clavé mi mirada en ella. Quedé deslumbrado por ese rostro. Desconozco qué me atraía más en él: la nariz diminuta o los labios abultados.
La falda corta, cadena en el tobillo y los senos descubiertos a la mitad de las dunas de carne, alertaron mi sangre. Sus manos se entretenían desenredando el cable de unos audífonos.
En medio de la holgada vestimenta, exhibía los mejores atributos en el pliegue de sus piernas. En el hueco donde se encima la rodilla contra el muslo. Y oculta un triángulo hipnótico. Consciente de la insinuación burlona, miré para grabar en mi mente lo que era la mejor de todas las imágenes. Una tempestad dormida en la comba de sus senos.
Filmé los retazos de su rostro entre la escasa luz que le bañaba el pelo lacio hasta los hombros. Sofocado, tomé el pescante y reculé en mi gesto entre divertido y asombrado. Ignoro qué admiraba más en ese rostro: la nariz pequeña o la elipse que formaban sus labios rosados.
Fijé mi vista a mis manos entrelazadas. Temía mirarla de frente, temía enfrentarme a su mirada, sentirme descubierto. Temía incomodarla y que, con un gesto inadvertido, me despojara de ese instante de belleza. Pero me venció el deseo. Alcé la cabeza y sus ojos violeta me penetraban. Una sonrisa desafiante me dejó inerme contra una fuerza avasalladora.
No se fíe. En el lugar menos pensado ocurre el flechazo. La fuerza que se revelaba del Eros estaba sentada a la derecha de un chofer que escupía por la ventana.
Valiente, contesté con otra sonrisa. Frunció el ceño, respiró hondo y largo, para ver luego hacia otra parte. Bramaba entre mis piernas el pene erguido como centinela.
Giró la cintura para mirar la calle, perfiló sus senos contra los reflejos de luz de una tarde moribunda.
Aquella indiferencia despertó un interés ya descomunal por seguir en el duelo de pupilas.
Me temo que esos detalles, por más vulgares o sutiles que nos parezcan, son la proporción de paraísos en la tierra. Una nalga desnuda o un verso de Oliverio Girondo pueden convertirse en la antesala del Edén.
El autobús frenó en el paradero de Termales y subió una mujer entrada en carnes, gorda y avejentada. Tras de ella desfilaban en escalera cinco niños sucios y llorones que se acomodaron en el pasillo. Perdí de vista a la muchacha entre el vaivén de cuerpos. Los niños manoteaban, se empujaban unos a otros para agarrarse de los manubrios. La lonja de la gorda iba y venía con el ritmo del autobús. Me levanté del asiento para cederle mi lugar. Un trueno estalló, provenía del embrague del motor y con el coleteo ella perdió el equilibrio. Abrió los brazos y chocó en mi pecho. Traté de sostenerme, pero fue inútil, el peso me venció y empujé al niño pequeño que fue a darse en la cabeza con el tubo.
Los gritos de los pasajeros, los llantos y la sangre del niño salpicando en el pasillo amplificaron el drama. Un anciano me acusaba de provocar el accidente. Otro joven grababa con el teléfono la escena, la madre del niño jalonaba las solapas de mi saco. Cuando el autobús logró detenerse estaba rodeado por una turba.
Alcancé a verla. Apenas interesada en el escándalo y llevándose una mano al cabello, hizo una mueca apenada.
La gorda me acusaba de haber golpeado a su hijo. El chofer me bajó a empujones del camión. Obedecí entre una oleada de pasajeros que callaban a mi paso. En la calle, hice el último intento de mirarla. La muchacha tocó el vidrio con sus dedos y negó con la cabeza. Sonrió por última vez. ¿Cómo puede hacer uno para regresar al momento justo en que las cosas se quiebran para volverlas a pegar? Es como detener el correr de la gota de vino desbordándose por la copa; esa sensación de vacío, de indefensión. Sensación que, imagino, fue la que sintió Satán al ser expulsado del paraíso.
Arrastré un cuerpo extasiado y pervertido con los sueños llenos de estrellas. Entré por el descampado ya caída la oscuridad. En el internado solamente se observaban las luces de la rectoría. Me esperaba Héctor para rendirme los pormenores de la jornada. El reporte de los maestros y la minuta para la reunión del Consejo Académico.
Recuerdo haber corregido algún gazapo entre los textos. No lograba recobrar el sentido. La conmoción partía mi cerebro por mitad. Me parecía todo de maravilla. Incluso Héctor gesticulaba ante mi poca insistencia en los errores. Sólo deseaba terminar para ir a dormir.
Mi secreta mujer, una desconocida, no dejaba que me sumiera en el sueño.
Pasé esa noche con fiebre y la suave orografía de su cuerpo inundó con caricias, lengüetazos y mordidas un sueño húmedo. Desperté incómodo. Abatido por la ausencia, desmoronado por entrar a la vigilia.
Comencé la búsqueda desde el punto cero de nuestro encuentro. La parada de la calle Justo Sierra. Barrí la zona, los barrios adyacentes; diseñé hipérbolas posibles para encontrarla.
Visité las academias, los cafés. Miré por los espejos de los salones de belleza. Mi encarnizada búsqueda se enfocaba en los lugares donde la presencia femenina ponía su acento.
A punto de la derrota, en la entrada de la biblioteca pública vi por primera vez su culo en movimiento. Aquel trasero, en falda de satén, fue un afrodisiaco que rebasó mis fuerzas. La seguí como otros adolescentes que la miraban con calentura desmedida. Jovencitos que sofocaban el deseo de sentarla en cuclillas sobre sus caras. Vejetes que se consolaban con la brisa quieta de sus nalgas.
Apresuré el paso. “Señorita X: Comprendo que usted se sienta acosada con tanto infeliz arrobado por su belleza, pero le prometo que conmigo estará segura. La tomaré en mis brazos y mi verga se tornará bella y buena para usted; le besaré los senos como si se tratara de una zorra: dócil, lubricada, rabiosa. Déjeme hacerle el amor o me muero”.
Sin embargo, ahogué mis palabras en la glotis. La abordé como un turista. Mi terror procedía, pues, de no hallar una sola palabra para romper el hielo. Pregunté alguna dirección y a pesar de que tardó en reconocerme, cuando estuvimos cerca, sonrió. “Eres el tipo del camión. ¿Estás bien? Te salvaste de una paliza”.
Sus ojos borbotearon erotismo, como pequeños diablos que no tuvieran otros sitios donde recibirme. Adela era un nombre muy fuerte. Lo leí en el identificador de bibliotecaria abrochado a la blusa. Así me resollaba entre la boca cada vez que la nombraba.
Un espanto acudió en mi ayuda. Llegó una castaña abominable, con el pelo rizado y unos lentes redondos. Abrazó a Adela y escupió un gargajo. Reculé dos pasos.
Adela levantó la mano y giró el cuerpo para largarse. La noche apareció de pronto. Miré ese gran culo en retirada que podría tragar mi vida. La facilidad de encontrarla y volver a perderla me disgustaba a la vez que me espoleaba a una nueva cacería.
Es ese barniz de lo improbable, de lo prohibido, lo que muchas veces nos impulsa a tocar lo impalpable. No reduje a lamento esa súbita pérdida. Regresé al único cielo que me había cubierto hasta entonces: el álgebra, la astronomía y la historia. Bendije mi trabajo y me perdí en la boca del callejón que lleva directo al Instituto.
Al día siguiente de haber atisbado el culo de Adela, fui a la biblioteca. Ella estaba sumida en una ficha técnica; buscaba un libro en los estantes de geografía.
Cuando por fin nuestras miradas se enlazaron, ella diseñó una sonrisa desconcertante. Cualquier flama tiene menos violencia. Tal vez deseaba echarme de su vida o dejarme a su lado. Estaba perdido, habría llorado de rabia si era un rechazo. Vagabundeé como perro callejero. Sostenía un deseo: verla de nuevo a toda costa.
Esperé hasta la hora de salida. La seguí de cerca. Supe enseguida que aquella mujer sería mucho más que una simple aventura. Caminamos por las avenidas, por los parques, tejiendo conversaciones imaginarias. Debajo de un álamo, en las sobras de la tarde, le tomé la mano y ella giró en redondo.
Era como un hereje que a fuerza de negar a Dios se le acerca. Por instantes dudé. Alzó la cara y apretó los labios. Extrañado la sujeté ahora con ambas manos. No me quedaba nada, ni siquiera la experiencia de mi edad para resolver esos rechazos. La fuerza de mi abrazo ocasionó un choque de nuestros dientes. Una carambola de las narices. De acuerdo con las reglas del decoro, todo empieza con un beso y acaba en la cama. Pasó mucho rato antes de que pudiera absorberla en un beso.
No pude medir el tiempo y en la primera oportunidad que tuve abrí los párpados. La oscuridad caída en el parque animaba la llama del paso siguiente. Los pocos ruidos del parque eran ásperos gemidos, como el rodar de hojas en invierno.
Adela tenía un aspecto enloquecido. El impulso de la libertad sólo podía ser marginal y novelesco.
Ya le he dicho que, para mí, Adela era hermosa. Las expresiones de odio y deseo que resplandecían en su rostro, la situaban en el plano de los seres asexuados.
Ángeles o serafines. Seres lejanos y profundos que las prácticas simples del sexo no podían licuarse de momento.
La sincronía con la que había llevado mi vida, la palidez y el orden fueron desmoronándose. Adela llegaba con un sol adentro para iluminar ese hondo abismo de mi vida ordinaria. En unas cuantas horas aprendí que la vida no es un cuaderno de notas, sino una permanente intriga.
Adela asintió deslizando su mano hasta la protuberancia de la ingle. Veneré la abundancia de sus caricias, de sus bien dotados senos que se desbordaron al desprender el sostén. Así los minutos se prorrogaban. Ninguno deseaba llegar a la cópula. Nos detuvimos como en una sola maraña que daba vueltas al borde de ese diminuto precipicio entre la banca y el suelo. Entonces sus formas se hinchaban. Los labios, con el fragor de los besos eran gajos de mandarina. El pelo erizado, los aromas a sexo nos lanzaban hasta los rincones donde nos dominábamos.
Detuve la acción. Un filo de cordura se asomó momentáneamente por mi cabeza. Ella era una desconocida. Enfermedades. Pecado. Castigos. La adrenalina tuvo que ceder ante la conciencia, el miedo, la excitación. Tuve que pedirle que nos marcháramos a su casa. Lloró de emoción, lo recuerdo claro. Era un pequeño departamento con macetas en el ventanal. Admiré el desorden. Ropa tirada, la cama revuelta, papeles arrugados y los platos sucios.
Hay algo que quiero manifestarle. Adela me proporcionaba una parte sucia que yo no conocía.
Como un explorador medí las pulgadas de su piel. Arrastré las yemas de mis dedos de un lado a otro de un cuerpo cálido. Ese animalillo se retorcía, dando saltos como un delfín en la superficie del mar.
Me esforzaba por incrementar el gozo de Adela, aunque era difícil doblegar a un ser tan puro. Quise detenerme. Marcharme de inmediato. Algo me decía que no lo iba a lograr, pero la tentación acompaña a los puros de alma poniéndolos a prueba una y mil veces.
Insisto en estos detalles porque debo explicar las dimensiones de su poderío.
Era pues, frente a mi amada, un náufrago que halla una nueva isla: el clítoris. Cada mujer es un torrente inédito de fragancias, de lenguajes escondidos debajo de las bragas. La tenía en mis manos y, como un catecúmeno, me repetía: “ese cuerpo es mío en la clandestinidad. Merece que me destruya por él”.
El cielo colgaba plácidamente en la oscuridad de una madrugada muerta. Adela dormía un desmayo. Escuché pasos; luego vi una sombra, de un salto entré al armario.
Yo era un extraño, un extranjero. Siempre existe algo más allá de la puerta; los caminos que se bifurcan, las orejas pegadas. Alguien detrás del bloc de madera escondiendo una sorpresa. La noche no podría desvanecerse en la incógnita, desterrándome de pronto del lugar que ocupaba al lado de Adela.
Le insisto: Martha era horrible. ¿Pero existe malentendido más seductor? ¿Y acaso la verdadera sabiduría no vive en la incesante capacidad de enamorarnos? Verla con Martha me destrozó los nervios. Ambas me llenaron de reproches, me insultaron. Vi con claridad su rostro en muchos rostros.
El demonio me había tomado. Mis manos conducían un veneno de la madrugada, un virus de esas horas. Salté encima de ellas para apalearlas. El demonio, señor, el demonio. Lancé golpes al por mayor. Adela fue la víctima. Adela llevó la carga de las detonaciones hasta desfigurarle el rostro. La belleza sólo puede ser interior. La otra mujer se desvaneció entre los primeros rayos del amanecer. ¿Estuvo allí?, no importa.
A pesar de todo, la carne ya no tenía derecho a redimirse y yo no obtendría el perdón de Dios. El olor a muerte llenó mis manos. Muerte. El derecho a la muerte. Al juicio final para Adela. Descansé por un instante.
El milagro terminó en unas horas cuando lavaba mis prendas, al enjuagarme la sangre. Cobarde, abandoné la casa al despuntar el alba, con los primeros pájaros del amanecer. No podía sacarme al demonio que me atrapó. Estaba seguro, la amaría hasta mi decrepitud, pero ella estaba muerta. ¿Cuántas veces había escuchado las confesiones de infidelidad, de sexo, de perversiones? Miles de veces. ¿Existirá un crimen tan atroz que merezca el castigo de una eternidad en llamas infernales? Yo lo merecía.
Necesitaba un castigo. Una salida. Morir para Adela. Poco a poco volvía a mi estado de miedo y sumisión. Conocía el puente ideal para lanzarme al vacío. Para reunirme con mi amada o para arder con Satán. Entonces, sin oponer resistencia, subí al camión que hace el recorrido de la Justo Sierra al parque de Armas. En la mañana del siete de enero del Novus Ordo. Una mujer madura, que vestía una falda negra y un rosario en la mano, se sentó frente a mí. De inmediato clavé mi mirada en ella. Quedé deslumbrado por ese rostro. Desconozco qué me atraía más en él: la nariz diminuta o los labios abultados.