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-II-

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Sin apuros, la caña de pescar al hombro, zarandeando irreverentemente mis pequeñas víctimas, me dirigí al pueblo. La calle estaba aún anegada por un reciente aguacero y tenía yo que caminar cautelosamente, para no sumirme en el barro que se adhería con tenacidad a mis alpargatas, amenazando dejarme descalzo.

Sin pensamientos seguí la pequeña huella que, vecina a los cercos de cinacina, espinillo o tuna, iba buscando las lomitas como las liebres para correr por lo parejo.

El callejón, delante mío, se tendía oscuro. El cielo, aún zarco de crepúsculo, reflejábase en los charcos de forma irregular o en el agua guardada por las profundas huellas de alguna carreta, en cuyo surco tomaba aspecto de acero cuidadosamente recortado.

Había ya entrado al área de las quintas, en las cuales la hora iba despertando la desconfianza de los perros. Un incontenible temor me bailaba en las piernas, cuando oía cerca el gruñido de algún mastín peligroso; pero sin equivocaciones decía yo los nombres: Centinela, Capitán, Alvertido. Cuando algún cuzco irrumpía en tan apurado como inofensivo griterío, mirábalo con un desprecio que solía llegar al cascotazo.

Pasé al lado del cementerio y un conocido resquemor me castigó la médula, irradiando su pálido escalofrío hasta mis pantorrillas y antebrazos. Los muertos, las luces malas, las ánimas, me atemorizaban ciertamente más que los malos encuentros posibles en aquellos parajes. ¿Qué podía esperar de mí el más exigente bandido? Yo conocía de cerca las caras más taimadas y aquél que por inadvertencia me atajara, hubiese conseguido cuanto más que le sustrajera un cigarrillo.

El callejón habíase hecho calle, las quintas manzanas; y los cercos de paraísos, como los tapiales, no tenían para mí secretos. Aquí había alfalfa, allá un cuadro de maíz, un corralón o simplemente malezas. A poca distancia divisé los primeros ranchos, míseramente silenciosos y alumbrados por la endeble luz de velas y lámparas de apestoso kerosén.

Al cruzar una calle espanté desprevenidamente un caballo, cuyo tranco me había parecido más lejano y como el miedo es contagioso, aun de bestia a hombre, quedéme clavado en el barrial sin animarme a seguir. El jinete, que me pareció enorme bajo su poncho claro, reboleó la lonja del rebenque contra el ojo izquierdo de su redomón, pero como intentara yo dar un paso el animal asustado bufó como una mula, abriéndose en larga tendida. Un charco bajo sus patas se despedazó chillando como un vidrio roto. Oí una voz aguda decir con calma:

—Vamos pingo... Vamos, vamos pingo...

Luego el trote y el galope chapalearon en el barro chirle.

Inmóvil, miré alejarse, extrañamente agrandada contra el horizonte luminoso, aquella silueta de caballo y jinete. Me pareció haber visto un fantasma, una sombra, algo que pasa y es más una idea que un ser; algo que me atraía con la fuerza de un remanso, cuya hondura sorbe la corriente del río.

Con mi visión dentro, alcancé las primeras veredas sobre las cuales mis pasos pudieron apurarse. Más fuerte que nunca vino a mí el deseo de irme para siempre del pueblito mezquino. Entreveía una vida nueva hecha de movimiento y espacio.

Absorto por mis cavilaciones crucé el pueblo, salí a la oscuridad de otro callejón, me detuve en «La Blanqueada».

Para vencer el encandilamiento fruncí como jareta los ojos al entrar al boliche. Detrás del mostrador estaba el patrón, como de costumbre, y de pie, frente a él, el tape Burgos concluía una caña.

—Güeñas tardes, señores.

—Güeñas—respondió apenas Burgos.

—¿Qué traís?—inquirió el patrón.

—Ahí tiene don Pedro—dije mostrando mi sarta de bagresitos.

—Muy bien. ¿Querés un pedazo de mazacote?

—No, don Pedro.

—¿Unos paquetes de La Popular?

--No, don Pedro... ¿Se acuerda de la última platita que me dio?

—Sí.

—Era redonda.

—Y la has hecho correr.

—Ahá.

—Güeno... ahí tenés—concluyó el hombre, haciendo sonar sobre el mostrador unas monedas de níquel.

—¿Vah'a pagar la copa?—sonrió el tape Burgos.

—En la pulpería'e Las Ganas—respondí contando mi capital.

—¿Hay algo nuevo en el pueblo?—preguntó don Pedro, a quien solía yo servir de noticiero.

—Sí, señor... un pajuerano.

—¿Ande lo has visto?

—Lo topé en una encrucijada, volviendo'el río.

--¿Y no sabés quién es?

—Sé que no es de aquí... no hay ningún hombre tan grande en el pueblo.

Don Pedro frunció las cejas como si se concentrara en un recuerdo.

—Decime... ¿es muy moreno?

—Me pareció... sí, señor... y muy juerte.

Como hablando de algo extraordinario el pulpero murmuró para sí:

—Quién sabe si no es don Segundo Sombra.

—Él es—dije, sin saber por qué, sintiendo la misma emoción que, al anochecer, me había mantenido inmóvil ante la estampa significativa de aquel gaucho, perfilado en negro sobre el horizonte.

—¿Lo conocés vos?—preguntó don Pedro al tape Burgos, sin hacer caso de mi exclamación.

—De mentas no más. No ha de ser tan fiero el diablo como lo pintan ¿quiere darme otra caña?

--¡Hum!—prosiguió don Pedro—yo lo he visto más de una vez. Sabía venir por acá a hacer la tarde. No ha de ser de arriar con las riendas. Él es de San Pedro. Dicen que tuvo en otros tiempos una mala partida con la policía.

—Carnearía un ajeno.

—Sí, pero me parece que el ajeno era cristiano.

El tape Burgos quedó impávido mirando su copa. Un gesto de disgusto se arrugaba en su frente angosta de pampa, como si aquella reputación de hombre valiente menoscabara la suya de cuchillero.

Oímos un galope detenerse frente a la pulpería, luego el chistido persistente que usan los paisanos para calmar un caballo, y la silenciosa silueta de don Segundo Sombra quedó enmarcada en la puerta.

—Güeñas tardes—dijo la voz aguda, fácil de reconocer.

—¿Cómo le va don Pedro?

—Bien ¿y usté don Segundo?  —Viviendo sin demasiadas penas graciah'a Dios.

Mientras los hombres se saludaban con las cortesías de uso, miré al recién llegado. No era tan grande en verdad, pero lo que le hacía aparecer tal hoy le viera, debíase seguramente a la expresión de fuerza que manaba de su cuerpo.

El pecho era vasto, las coyunturas huesudas como las de un potro, los pies cortos con un empeine a lo galleta, las manos gruesas y cuerudas como cascarón de peludo. Su tez era aindiada, sus ojos ligeramente levantados hacia las sienes y pequeños. Para conversar mejor habíase echado atrás el chambergo de ala escasa, descubriendo un flequillo cortado como crin a la altura de las cejas.

Su indumentaria era de gaucho pobre. Un simple chanchero rodeaba su cintura. La blusa corta se levantaba un poco sobre un «cabo de güeso», del cual pendía el rebenque tosco y ennegrecido por el uso. El chiripá era largo, talar, y un simple pañuelo negro se anudaba en torno a su cuello, con las puntas divididas sobre el hombro. Las alpargatas tenían sobre el empeine un tajo para contener el pie carnudo.  Cuando lo hube mirado suficientemente, atendí a la conversación. Don Segundo buscaba trabajo y el pulpero le daba datos seguros, pues su continuo trato con gente de campo, hacía que supiera cuanto acontecía en las estancias.

...en lo de Galván hay unas yeguas pa domar. Días pasaos estuvo aquí Valerio y me preguntó si conocía algún hombre del oficio que le pudiera recomendar, porque él tenía muchos animales que atender. Yo le hablé del Mosco Pereira, pero si a usted le conviene...

—Me está pareciendo que sí.

—Güeno. Yo le avisaré al muchacho que viene todos los días al pueblo a hacer encargos. Él sabe pasar por acá.

—Más me gusta que no diga nada. Si puedo iré yo mesmo a la estancia.

—Arreglao. ¿No quiere servirse de algo?

—Güeno—dijo don Segundo, sentándose en una mesa cercana—eche una sangría y gracias por el convite.

Lo que había que decir estaba dicho. Un silencio tranquilo aquietó el lugar. El tape Burgos se servía una cuarta caña. Sus ojos estaban lacrimosos, su faz impávida. De pronto me dijo, sin aparente motivo:

—Si yo juera pescador como vos, me gustaría sacar un bagre barroso bien grandote.

Una risa estúpida y falsa subrayó su decir, mientras de reojo miraba a don Segundo.

—Parecen malos—agregó—, porque colean y hacen mucha bulla; pero ¡qué malos han de ser si no son más que negros!

Don Pedro lo miró con desconfianza. Tanto él como yo conocíamos al tape Burgos, sabiendo que no había nada que hacer cuando una racha agresiva se apoderaba de él.

De los cuatro presentes sólo don Segundo no entendía la alusión, conservando frente a su sangría un aire perfectamente distraído. El tape volvió a reírse en falso, como contento con su comparación. Yo hubiera querido hacer una prueba u ocasionar un cataclismo que nos distrajera. Don Pedro canturreaba. Un rato de angustia pasó para todos, menos para el forastero, que decididamente no había entendido y no parecía sentir siquiera el frío de nuestro silencio.

—Un barroso grandote—repitió el borracho—, un barroso grandote... ¡ahá! aunque tenga barba y ande en dos patas como los cristianos... En San Pedro cuentan que hay muchos d'esos ochos; por eso dice el refrán:

San Pedrino

el que no es mulato es chino.

Dos veces oímos repetir el versito por una voz cada vez más pastosa y burlona.

Don Segundo levantó el rostro y como si recién se apercibiera de que a él se dirigían los decires del tape Burgos comentó tranquilo:

—Vea amigo... vi'a tener que creer que me está provocando.

Tan insólita exclamación, acompañada de una mueca de sorpresa, nos hizo sonreír a pesar del mal cariz que tomaba el diálogo. El borracho mismo se sintió un tanto desconcertado, pero volvió a su aplomo, diciendo:  —¿Ahá? Yo creiba que estaba hablando con sordos.

¡Qué han de ser sordos los bares con tanta oreja! Yo, eso sí, soy un hombre muy ocupao y por eso no lo puedo atender ahora. Cuando me quiera peliar, avíseme siquiera con unos tres días de anticipación.

No pudimos contener la risa, malgrado el asombro que nos causaba esa tranquilidad que llegaba a la inconsciencia. De golpe el forastero volvió a crecer en mi imaginación. Era el «tapao», el misterio, el hombre de pocas palabras que inspira en la pampa una admiración interrogante.

El tape Burgos pagó sus cañas, murmurando amenazas.

Tras él corrí hasta la puerta, notando que quedaba agazapado entre las sombras. Don Segundo se preparó para salir a su vez y se despidió de don Pedro, cuya palidez delataba sus aprehensiones. Temiendo que el matón asesinara al hombre que tenía ya toda mi simpatía, hice como si hablara al patrón para advertir a don Segundo:

—Cuídese.

Luego me senté en el umbral, esperando, con el corazón que se me salía por la boca, el fin de la inevitable pelea.

Don Segundo se detuvo un momento en la puerta, mirando a diferentes partes. Comprendí que estaba habituando sus ojos a lo más oscuro, para no ser sorprendido. Después se dirigió hacia su caballo caminando junto a la pared.

El tape Burgos salió de entre la sombra y creyendo asegurar a su hombre, tirole una puñalada firme, a partirle el corazón. Yo vi la hoja cortar la noche como un fogonazo.

Don Segundo, con una rapidez inaudita, quitó el cuerpo y el facón se quebró entre los ladrillos del muro con nota de cencerro.

El tape Burgos dio para atrás dos pasos y esperó de frente el encontronazo decisivo.

En el puño de don Segundo relucía la hoja triangular de una pequeña cuchilla. Pero el ataque esperado no se produjo. Don Segundo, cuya serenidad no se sabía alterado, se agachó, recogió los pedazos de acero roto y con su voz irónica dijo:

—Tome amigo y hágala componer, que así tal vez no le sirva ni pa carniar borregos.

Como el agresor conservara la distancia, don Segundo guardó su cuchillita y, estirando la mano, volvió a ofrecer los retazos del facón:

—¡Agarre, amigo!

Dominado el matón se acercó, baja la cabeza, en el puno bruñido y torpe la empuñadura del arma, inofensiva como una cruz rota.

Don Segundo se encogió de hombros y fue hacia su redomón. El tape Burgos lo seguía.

Ya a caballo, el forastero iba a irse hacia la noche; el borracho se aproximó, pareciendo por fin haber recuperado el don de hablar:

—Oiga, paisano—dijo levantando el rostro hosco, en que sólo vivían los ojos—.Yo vi'a hacer componer este facón pa cuando usted me necesite.

En su pensamiento de matón no creía poder más, como gesto de gratitud, que el ofrecer así su vida o la de otro.

--Aura deme la mano.

—¡Cómo no!—concedió don Segundo, con la misma impasibilidad con que hoy aceptaba el reto—. Ahí tiene, amigo.

Y sin más ceremonia se fue por el callejón, dejando allí al hombre que parecía como luchar con una idea demasiado grande y clara para él.

Al lado de don Segundo, que mantenía su redomón al tranco, iba yo caminando a grandes pasos.

—¿Lo conocés a este mozo?—me preguntó terciando el poncho con amplio ademán de holgura.

—Sí, señor. Lo conozco mucho.

—Parece medio pavote ¿no?

Don Segundo Sombra

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