Читать книгу Don Segundo Sombra - Ricardo Güiraldes - Страница 5
-III-
ОглавлениеFrente a casa, camino a la fonda donde iba a comer, don Segundo se separó de mí, dándome la mano. Adiviné que aquello se debía a mi aviso de que se cuidase al salir de «La Blanqueada», y sentí un gran orgullo.
Entré a casa sin apuro. Como había previsto, mis tías me pegaron un reto serio, tratándome de perdido y condenándome a no comer esa noche.
Las miré como se miran las guascas viejas que ya no se van a usar. Tía Mercedes, flaca, angulosa, cuya nariz en pico de carancho asomaba brutamente entre los ojos hundidos, fue quien me privó de comida. Tía Asunción, panzuda, tetona y voraz en todo placer, fue la que me insultó con más voluntad. Yo las encomendé a quien correspondía, y me encerré en mi cuarto a pensar en mi vida futura y en los episodios de esa tarde. Me parecía que mi existencia estaba ligada a la de don Segundo y, aunque me decía los mil y mil inconvenientes para seguirlo, tenía la escondida esperanza de que todo se arreglaría. ¿Cómo?
Primero pensé que a don Segundo le pasaba otro percance y que yo, por segunda vez, lo advertía del peligro. Esto sucedía en tres o cuatro distintas ocasiones, hasta que el hombre me aceptaba como amuleto. Después era porque, nos descubríamos algún parentesco y se hacía mi protector. Últimamente porque me tomaba afecto, permitiéndome vivir a su lado, mitad como peoncito, mitad como hijo del desamparo. Por de pronto, encontré una solución inmediata. ¿Don Segundo iba a lo de Galván? pues bien, yo iría antes. Llegado a esta altura de mis meditaciones, no pensé más porque la solución me satisfacía y porque el pensar hasta el cansancio no para en nada práctico.
—Me voy, me voy—decía casi en alta voz.
Sentado en el lecho, a oscuras para que me creyeran dormido, esperé el momento propicio a la fuga. Por la casa soñolienta arrastrábanse los últimos ruidos, que me decían la estupidez de los menudos hechos cotidianos. Ya no podía yo aguantar aquellas cosas y una irrupción de rabia me hizo mirar, en torno mío, las desmanteladas paredes de mi cuartucho, como se debe mirar sin piedad al enemigo vencido. ¡Oh, no extrañaría seguramente nada de lo que dejaba, pues las riendas y el bozalito que adivinaba enrollados en el clavo que los sostenía contra la madera de la puerta, vendrían conmigo! Los muros que habían visto impasibles mis primeras lágrimas, mis aburrimientos y mis protestas, quedarían bien solos.
Al tanteo extraje de bajo el lecho un par de botitas raídas. Junto a ellas coloqué riendas y bozal. Encima tiré el cariñoso poncho, regalo de don Fabio, y unas escasas mudas de ropa. El haber puesto mano a la obra aumentó mi coraje, y me escurrí cuidadosamente hasta el fondo del corralón, dejando entreabierta la puerta. La inmensidad de la noche me infligió miedo, como si se hubiese adueñado de mi secreto. Cautelosamente caminé hacia el altillo. Sargento, el perro, me hizo algunas fiestas. Subí por una escalera de mano al vasto aposento, donde los ratones corrían entre algunas bolsas de maíz y trastos de deshecho.
Era difícil encontrar las desparramadas pilchas de mi recadito, pero por suerte tenía en mis bolsillos una caja de fósforos. A la luz insegura de la pequeña llama, pude juntar matras, carona, bastos, pellón, sobrepuesto y pegual. Ajustado el todo con la cincha, me eché el bulto al hombro volviendo a mi cuarto, donde agregué mis nuevos haberes al poncho, las botas y las riendas. Y como no tenía más que llevar, me tumbé entre aquellas cosas de mi propiedad dejando vacía la cama, con lo cual rompía a mi entender con toda ligadura ajena.
De noche aún desperté, el flanco derecho dolorido de haberse apoyado sobre el freno, el trasero enfriado por los ladrillos, la nuca un tanto torcida por su incómoda posición. ¿Qué hora podía ser? En todo caso resultaba prudente estar preparado para prever toda eventualidad.
Como un turco me eché a la espalda recado y ropa. Medio dormido llegué al corralón, enfrené mi petizo, lo ensillé y, abriendo la gran puerta del fondo; gané la calle.
Experimentaba una satisfacción desconocida, la satisfacción de estar libre.
El pueblo dormía aún a puños cerrados y dirigí mi petizo al tranco, singularmente sonoro, hacia la cochera de Torres, donde pediría me entregasen el otro petizo, que allí hacía guardar Festal chico.
Un gallo cantó. Alboreaba imperceptiblemente.
Como la cochería comenzaba a despertar temprano, a fin de prepararse para el tren de la madrugada, encontré el portón abierto y a Remigio, un muchachón de mis amigos, entre la caballada.
—¿Qué viento te trae?—fue su primer pregunta.
—Güen día, hermano. Vengo a buscar mi parejero.
Largo rato tuve que discutir con aquel pazguato para probarle que yo era dueño de disponer de lo mío. Por fin se encogió de hombros:
—Ahí está el petizo. Hacé lo que te parezca.
Sin dejármelo decir dos veces embozalé al animal, por cierto mejor cuidado que el que había quedado en mis manos, y despidiéndome de Remigio, con caballo de tiro y ropa en el poncho, como verdadero paisano, salí del pueblo hacia los campos, cruzando el puente viejo.
Para ir a lo de Galván tenía que tomar la misma dirección que para lo de don Fabio. A cierta altura un callejón arrancaba hacia el Norte y por él debía seguir hasta el monte que de lejos ya conocía.
Apurado por alejarme del pueblo me puse a galopar. El petizo que llevaba de tiro cabresteaba perfectamente.
Cuando hube hecho unas dos leguas, di un resuello a mis bestias, mientras el sol salía sobre mi existencia nueva.
Sentíame en poder de un contento indescriptible. Una luz fresca chorreaba de oro el campo. Mis petizos parecían como esmaltados de color nuevo. En derredor, los pastizales renacían en silencio, chispeantes de rocío; y me reí de inmenso contento, me reí de libertad, mientras mis ojos se llenaban de cristales como si también ellos se renovaran en el sereno matinal.
Una legua faltábame para llegar a las casas y las hice al tranco, oyendo los primeros cantos del día, empapándome de optimismo en aquella madrugada, que me parecía crear la pampa venciendo a la noche.
Receloso ante las casas, enderecé al galpón. No parecía haber nadie. Los perros que gruñían arrimándose a los garrones de mi petizo, no eran una invitación amable de echar pie a tierra. Por fin asomó un viejo a la puerta de la cocina, gritó «¡juera!» a la perrada, diciéndome que pasara adelante y me señaló unos de los tantos bancos del aposento para que me sentara.
Toda la mañana quedé en aquel rincón espiando los movimientos del viejo, como si de ellos dependiera mi porvenir. No dijimos una palabra.
A medio día empezaron a llegar algunos peones y sonó una campana llamando para la comida. La gente saludaba al entrar y algunos me miraban de soslayo.
Junto con cuatro o cinco hombres, entró Goyo López que yo conocía del pueblo.
—¿Andás pasiando?—me preguntó.
—Vengo a buscar trabajo.
—¿Trabajo?—repitió clavándome la vista. Un momento temblé pensando que algo iba a decir de mi familia en el pueblo, pero Goyo era hombre discreto. Los peones me observaban. Un muchachón dijo, comentando mi respuesta:
—Vendrá a conchabarse pa hombrear bolsas. Goyo se dio vuelta hacia él:
—Sí, chucialo aura que está medio asustao, porque cuanto tome confianza tal vez te hombree a vos. No sabés que peje es éste.
Un momento fui el punto de mira de cuarenta ojos. No pestañé siquiera, esperando que pasara aquella atención.
Sin embargo, las palabras de Goyo habían hecho su efecto. Ser despierto, aunque pasando los límites de la buena conducta, es un mérito que el paisano aprecia. Goyo me llamó desde la puerta diciendo que desenfrenara mi petizo, que él me enseñaría dónde estaba la bebida para que le diera un poco de agua. Esto no era más que una maniobra para hablarme a solas. Ni bien nos encontramos afuera, me dijo:
—Vos te has juido'e'el pueblo.
—No digas nada hermanito, mirá que me comprometés.
—¿Te comprometo? ¡qué traza!... y ¿vah'a trabajar? —¿Y de no?
—Güeno... dale agua al petizo... Mirá, allí viene el mayordomo.
Esperamos que un inglés acriollado llegara hasta nosotros y, después del saludo, hice mi pedido.
—No tengo trabajo que dar—dijo bajando del caballo.
—Entonces ¿me da permiso pa comer? Enseguidita después me voy.
—¿P'adonde vas a ir?
—P'allá—contesté estirando la mano al azar.
El Inglés me miró con una sonrisa bonachona.
—¿Sos bien mandao?
—Sí, señor.
—¿Usted lo conoce Goyo?
—Algo, don Jeremías.
--Muy bien. Después de la siesta dele el petizo Sapo. Que ate el carrito'e pértigo y vaya sacando esa paja'e los pesebres y la eche en los zanjones de la puerta blanca.
—Sí, Señor.
Para ganarle el «lao de las casas» al «mayor», me acerqué a su caballo, le bajé el recado, dándole vuelta las matras para que se orearan y pregunté a Goyo dónde debía largarlo.
—En aquel potrerito donde está la cebada.
El Inglés me miró sonriendo mientras me dirigía a la bebida llevando su caballo.
—¿Con bozal o sin bozal?—pregunté a Goyo.
—Sin bozal.
No puedo decir mi alegría cuando en la mesa ya flanqueada de veinte hombres, tomé lugar entre Goyo y un gringuito viejo que cuidaba la quinta.
—Cocinero—dijo Goyo—pásele un plato y una cuchara al mensual nuevo.
—¿Mensual nuevo?—rió el muchacho que hoy había hecho burla de mi pedido de trabajo—. ¿Será pa acarriar basuras?
Me di cuenta de que aquellas palabras, que en otro pudieran haber sido maldad, no eran más que estupidez y aproveché la ocasión, no queriendo hacer mentir a Goyo, que había prometido bueno para cuando yo tuviera confianza.
—¿Pa acarriar basuras?—repetí—. Tené cuidao no vaya ser que algún día amanezcás por los zanjones.
Y como sentí que reían, recordé mis días de popularidad en el pueblo.
—Mala inclinación tenés—continué, mirando el pelo motoso y desordenado de mi interlocutor—si fuera el patrón te mandaría cortar la porra pa rellenar pecheras.
Una risotada general acogió mi discurso. Cuando se hubo terminado, un hombre de los más viejos me reconvino con altura:
—Muchas leyes parece que tenés, pero es güeno no querer volar antes de criar bien las alas. Sos muy cachorro pa' miar como los perros grandes.
Una mirada me había bastado para saber quién me hablaba y esa vez agaché la cabeza, diciendo mansamente, como corresponde cuando se habla con un mayor:
—No crea señor, también sé respetar.
—Así debe ser—concluyó el viejo, y después de una breve pausa volvió a correr la broma de punta a punta de la mesa.
Toda esa tarde me la pasé acarreando paja de los pesebres a los zanjones, por un trecho de unas diez cuadras. Cuando llegaba al galpón, cargaba el carro el gallofero, dejando clavada en la carga la horquilla. En los zanjones esgrimía yo el instrumento, que luego venía matraqueando de una manera ensordecedora sobre las tablas del carro vacío.
La comida me halló medio dormido, pero el cansancio que me exponía a alguna burla pasó desapercebido en el silencio general.
En el cuarto de Goyo me acomodaron un catre. No tenía yo colchón ni prenda alguna para arreglarme en el lecho poco amable, pero la fatiga siendo el mejor de los colchones, me eché envuelto en mi poncho sobre la lona desnuda y áspera, sin cuidarme de mimos. Un rato pensé en mi escapada, evoqué la casa de mis tías, sus figuras, mis rezos. El sueño cayó sobre mí, como una parva sobre un chingolo.