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A los quince días estaban mansas las yeguas. Don Segundo, hombre práctico y paciente, sabía todos los recursos del oficio. Pasaba las mañanas en el corral manoseando sus animales, golpeándolos con los cojinillos para hacerles perder las cosquillas, palmeándoles las ancas, el cogote y las verijas, para que no temieran sus manos, tuzándolos con mil precauciones para que se habituaran al ruido de las tijeras, abrazándolos por las paletas para que no se sentaran cuando se les arrimaba. Gradualmente y sin brusquedad, había cumplido los difíciles compromisos del domador y lo veíamos abrir las tranqueras y arrear novillos con sus redomonas.

—Las yeguas ya están mansitas—dijo, al cabo, al patrón.

—Muy bien—respondió don Leandro—sígalas unos días, que después tengo un trabajo para usté.

Pasadas mis dos semanas de gran tranquilidad, en que sólo rabié con las perezas del petizo Sapo, habíame caído una mala noticia:  En el pueblo sabían mi paradero, y posiblemente querrían obligarme a volver para casa. Esa isoca no me haría daño porque ya estaba en parva mi lino. Antes me zamparía en un remanso o me haría estropear por los cimarrones, que aceptar aquel destino. De ningún modo volvería a hacer el vago por las calles aburridas. Yo era, una vez por todas, un hombre libre que ganaba su puchero, y más bien viviría como puma, alzado en los pajales, que como cuzco de sala entre las faldas hediondas a sahumerio eclesiástico y retos de mandonas bigotudas. ¡A otro perro con ese hueso! ¡Buen nacido me había salido en la cruz!

Apenado, no hice caso de la actividad desplegada en torno mío por la peonada. Los más, en efecto, habían tomado un aspecto misterioso y ocupado, que no comprendí sino cuando me informaron de que habría aparte y luego arreo.

Por segunda vez parecía que la casualidad me daba la solución. ¿No decidí pocos días antes escapar, por haberme marcado un camino el paso de don Segundo? Pues esa vez me iría detrás de la tropa, librándome de peligros lugareños con sólo mudar de pago. ¿A dónde iría la tropa? ¿Quiénes iban de reseros?

A la tarde Goyo me informó, aunque insuficientemente, a mi entender.

La tropa sería de quinientas cabezas y saldría de allí dos días para el Sur, hacia otro campo de don Leandro.

—¿Y quiénes son los reseros?

—Va de capataz Valerio y de piones Horacio, don Segundo, Pedro Barrales y yo, a no ser que mandés otra cosa.

Don Segundo fue más parco aún en sus explicaciones, y yo no sabía por entonces a qué se debía ese silencio despreciativo que usan los que se van, cuando hablan con los que quedan en las casas.

—¿Podré dir yo?

—Si te manda el patrón.

—¿Y si no me manda?

Don Segundo me miró de arriba abajo y sus ojos se detuvieron a la altura de mis tobillos.  —¿Qué es lo que busca?—pregunté fastidiado por su insistencia.

—La manea.

—¿Ande la tiene?

—Craiba que te la habías puesto.

Un momento tardé en darme cuenta de su decir. Cuando comprendí hice lo posible por reírme, aunque me sintiera burlado con justicia.

—No es que me haiga maniao Don, pero tengo miedo que el patrón se me siente.

—Cuando yo tenía tu edá, le hacía el gusto al cuerpo sin pedir licencia a naides.

Aleccionado me alejé tratando de resolver el conflicto creado por las ansias de irme y el temor de un chasco.

Como don Jeremías se había mostrado bondadoso, a él dirigí aunque tartamudeando mi pedido. El Inglés se encogió de hombros:

—Valerio te dirá si te quiere yevar.  Valerio, de quien menos esperaba yo comedimiento, me dijo que hablaría con el patrón, pidiéndole permiso para agregarme a los troperos con medio pago.

—Mirá—agregó—que el oficio es duro.

—No le hace.

—Güeno, esta noche te vi a contestar.

Cuando media hora más tarde, Valerio me hizo una seña desde el palenque, largué los platos que estaba limpiando en la cocina y salí corriendo.

—Podés dir juntando tus prendas y preparando la tropilla.

—¿Me lleva?

—Ahá.

—¿Habló con el patrón?

—Ahá.

—¡Ése sí que eh'un hombre gaucho!—prorrumpí lleno de infantil gratitud.  —Vamoh'a ver lo que decís cuando el recao te dentre a lonjiar las nalgas.

—Vamoh'a ver—contesté seguro de mí mismo.

La botaratada es una ayuda porque una vez hecho el gesto, se esfuerza uno en acallar todo pensamiento sincero. Ya está tomada la actitud y no queda más que hacer «pata ancha». Pero la ausencia del público corrige luego las resoluciones tomadas arbitrariamente, de suerte que cuando quedé soló púseme, a pesar mío, a consultar las posibilidades de sostener mi gallardía. ¿Cómo hablaría, en efecto, cuando «el recao me dentrara a lonjiar las nalgas»? ¿Qué tal me sabería dormir al raso una noche de llovizna? ¿Cuáles medios emplearía para disimular mis futuros sufrimientos de bisoño? Ninguna de estas vicisitudes de vida ruda me era conocida y comencé a imaginar crecientes de agua, diálogos de pulpería, astucias y malicias de chico pueblero que me pusieran en terreno conocido. Inútil. Todo lo aprendido en mi niñez aventurera, resultaba un mísero bagaje de experiencia para la existencia que iba a emprender. ¿Para qué diablos me sacaron del lado de mamá en el puestito campero, llevándome al colegio a aprender el alfabeto, las cuentas y la historia, que hoy de nada me servían?

En fin, había que hinchar la panza y aguantar la cinchada. Por otra parte, mis pensamientos no mellaban mi resolución, porque desde chico supe dejarlos al margen de los hechos. Metido en el baile bailaría, visto que no había más remedio, y si el cuerpo no me daba, mi voluntad le serviría de impulso. ¿No quería huir de la vida mansa para hacerme más capaz?

—¿Qué estah'ablando solo?—me gritó Horacio que pasaba cerca.

—¿Sabeh'ermano?

—¿Qué?

—¡Qué me voy con el arreo!

—¡Qué alegría pa la hacienda!—exclamó Horacio, sin la admiración que yo esperaba.

—¿Alegría? ¡No ves que voy de a pie!

—¡Oh! no le andás muy lejos.

—Verdá, hermanito—confesé pensando en mis dos petizos—. ¿No sabés de ningún potrillo que me pueda comprar?  —¿Te vah'acer domador?

—Vi arreglarme como pueda. ¿No sabés de nenguno?

—Cómo no, aquí cerquita no más, en la chacra de Cuevas, vah'a hallar lo que te conviene... y baratito—concluyó Horacio dándome buenos datos, después de haber comenzado mofándose de mi indigencia.

—¡Graciah'ermano!

A la caída del sol tomé rumbo a lo de Cuevas. La chacra estaba a unas quince cuadras atrás del monte, y me fui a pie para disimular mi partida al patrón, que podía disgustarse, y a los peones que se burlarían de mi audacia, conociendo mi falta de capital para un negocio.

Salí por un grupo de eucaliptus, pisando en falso sobre los gajos caídos de algunas ramas secas y enredándome a veces en un cascarón, por ir mirando para atrás. Al linde de la arboleda descansé mi andar, asentando las alpargatas sobre la lisa dureza de una huella; poco a poco fui acercándome al rancho, por un maizalito de unas pocas cuadras.  Andando distraídamente, pensaba en cómo haría mi oferta de compra y mi promesa de pagar más adelante, y resolví cerrar el trato, si el negocio convenía, prometiendo pasar al día siguiente para verificar el pago y llevarme el potrillo.

De pronto sentí en el maizal que iba orillando mi huella, un ruido de tronquillos quebrados y no pude impedir un intuitivo salto de lado. Entre la sementera verde, reía la cara morocha de una chinita y una mano burlona me dijo adiós, mientras encolerizado seguía mi camino interrumpido por el miedo grotesco.

Un enorme perro bayo me cargó haciéndome echar mano al cuchillo, pero la voz del amo fue obedecida. Estaba junto a las poblaciones: un rancho de barro prolijamente techado de paja con, al frente, un patio bien endurecido a agua y escoba. En un corralito vi unos doce caballos y entre ellos un potrillo petizón de pelo cebruno.

—Güenas tardes, Señor.

—Güenas tardeh'amigo.

—Soy mensual de las casas... vengo porque me han dicho que tenía un potrillo pa vender.

El hombre me estudiaba con ojos socarrones y adiviné una ligera sonrisa dentro de la barba.

—¿Eh'usté el comprador?

—Si no manda otra cosa.

—Ahí está el potrillo... lo doy por veinte pesos.

—¿Puedo mirarlo?

—Cómo no... hasta que se enllene.

Tras una corta mirada, que no fue muy clara, dada la turbación que me infundía mi papel importante, volví hacia el dueño.

—Mañana, con su licencia, vendré a buscarlo y le traeré la plata.

—Había sido redondo pa los negocios.

—................

Un rato quedé sin saber de qué hablar y como aquel hombre parecía más inclinado a la ironía muda que al gracejo, saludé, llevándome la mano al sombrero, y di frente a mi huellita.  El perro bayo quiso cargarme, pero, decididamente, su amo sabía hacerse obedecer. No sé por qué, llevaba una impresión de temor y apuré el paso hasta esconderme en el maizal, donde me sentí libre de dos ojos incómodamente persistentes.

Una pequeña silueta salió a unos veinte metros delante mío, poniéndose a caminar en el mismo sentido que yo. Por el pañuelito rojo que llevaba atado en la cabeza y el vestido claro, reconocí a la chinita de hoy.

Sin preguntarme con qué objeto, me puse a correr tras aquella grácil silueta, escondiéndome en las orillas del maizal.

Advertida por mis pasos, se dio vuelta de pronto y habiéndome reconocido, rió con todo el brillo de sus dientes de morena y de sus ojos anchos.

Yo nunca había tenido miedo sino delante de mujeres grandes, por temor a las burlas de quienes estaban acostumbradas a juguetes más serios, pero esa vez me sentí preso de una exaltación incómoda.  Para vencerme, pregunté imperativamente:

—¿Cómo te llamás?

—Me llamo Aurora.

Su alegría y la malicia de sus ojos disiparon mi timidez.

—¿Y no tenés miedo que te muerda algún tigre, andando ansí solita por el maizal?

—Aquí no hay tigres.

Su sonrisa se hizo más maliciosa. Su pequeño busto se irguió con orgullo y provocación.

—Puede venir uno de pajuera—apoyé significativamente.

—No será cebao en carne'e cristiano.

Su desprecio era duro e hirió mi amor propio. Extendí hacia ella mi mano. Aurora hizo unos pasos atrás. Entonces sentí que por ningún precio la dejaría escapar y rápidamente la tomé entre mis brazos, a pesar de su tenaz defensa y de sus amenazas:

—¡Largame o grito!

Empeñosamente la arrastré hacia el escondite de los tallos verdes, que trazaban innumerables caminos. Entorpecido por su resistencia, tropecé en un surco y caímos en la berra blanda.

Aurora se reía con tal olvido de su cuerpo que hacía un rato tenazmente defendía, que pude aprovechar de aquel olvido.

Un solo momento calló, frunciendo el rostro, entreabriendo la boca como si sufriera. Luego volvió a reír.

Orgulloso no pude dejar de decirle:

—Me querés, prendita.

Aurora enojada me apartó de un sólo golpe, poniéndose de pie.

—Sonso..., sinvergüenza... decí que sos más juerte.

Y la dejé que se fuera, muy digna, murmurando frases que consolaban su pudor y su amor propio.

Don Segundo Sombra

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