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Capítulo 2

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A unas cuadras de la librería Valmaseda, Ana María intentaba bajar el tono a una discusión que llevaban varios días con Mariano, su pareja. Después de la cena seguían sin mediar una palabra y evitando ser escuchados por los vecinos hasta que decidieron salir a caminar por la ciudad, en busca de aire puro. El departamento es alquilado, de dos ambientes, en un quinto piso con un balcón pequeño, además de una cocina mediana y algo de muebles. Hace cuatro años que se instalaron allí para intentar formar una pareja estable, pero todo se estaba fisurando lentamente.

Ana María Costas es profesora de historia de 36 años, de carácter frontal, alta, elegante, de ojos grises, de cara redonda y cabello lacio pasando los hombros. Llegó desde Ramos Mejía a la ciudad de Buenos Aires, por cuestiones de cercanía al trabajo. Mariano Solís es empleado en una empresa multinacional, de 40 años, morocho, calvo y de estatura normal.

Mientras tanto Mariano proviene de una rara separación con Raquel, “su exmujer”, de esa relación hay un hijo, Martín, de 12 años, que actualmente vive con la madre. Durante su juventud se encontró plagado de inconvenientes, dejó la facultad por problemas del alcohol y discusiones con la familia. Logró salir al recibir ayuda de un amigo, el mismo que lo presentó como cadete en la empresa. Hoy, un ascenso hizo que obtuviera su propia oficina.

Ana nació y se crio en el barrio de Ramos Mejía, en compañía de las hermanas, Isabel y Norma. Isabel, la madre de Ana, le ocultó durante su adolescencia quién era su padre. Cuando cumplió los dieciocho se encaminó en busca de encontrar la verdad, un día llegó hasta una fábrica textil donde trabajó Isabel.

Consultando con cierta picardía y paciencia llegó a la conclusión de que su padre era un encargado del lugar, que había renunciado hacía unos años y jamás se supo de él. Tras encontrar cierta información sentó a las dos hermanas para esclarecer. Isabel fue quien tomó la palabra y dio todos los datos, aclarando que su padre jamás quiso saber de ella.

—Todo esto sucedió cuando era muy joven –dijo aquella vez Isabel y contó que, cuando comenzó a salir con este hombre, Osvaldo, nunca se hubiera imaginado que era casado.

Aquel día que Osvaldo se enteró de que iba ser papá, desde ese momento se volvió un calvario y un problema que Isabel no lograría sostener. Ella renunció a los pocos días a su lugar de trabajo, llevaba su tercer mes de embarazo y sin bajar los brazos se recostó en su hermana Norma, quien tenía un taller de costuras pegado a la casa y trabajaron juntas por mucho tiempo.

Finalmente. Al escuchar a la madre, comprendió por qué jamás habló de él. Por un tiempo continuó en silencio con la búsqueda hasta llegar a encontrarse con la familia de Osvaldo. Lo logró cumpliendo casi los veinte años y la recepción de Susana, la esposa, no fue muy buena. Culpó a la madre de Ana por la ruptura de su matrimonio, además se enteró que Osvaldo había muerto en un accidente.

Lo positivo para Ana fue que se hubiera encontrado con una hermana llamada Dolores Zurita, mayor que ella, de veintidós años. En aquel tiempo llegaron a hablar unas palabras, pero no más que eso. Isabel no tuvo inconvenientes de que frecuentara con su hermana paterna, pero el problema fue Susana, jamás pudo separar aquel viejo conflicto.

Posteriormente, ingresó al profesorado de Historia, hasta llegar a recibirse y sin perder el tiempo continuó estudiando cocina e inglés. Ana y Dolores se reencontraron un tiempo después ya sin rencores, hablaron de sus infancias y hasta de lo que estudiaban. Dolores tenía el mismo cabello lacio, ojos grises y hasta la cara redonda de Ana, solo que Dolores era más baja en estatura.

Cuando se recibió de profesora de Historia le llovieron ofertas de trabajo en Buenos Aires y viajaba todos los días en tren y así conoció a Mariano. Comenzaron a salir hasta irse a vivir juntos. Hoy la historia es otra. Ambos ya transitan por un diálogo diferente y de pocas enterezas.

Al día siguiente Juan ya se encontraba en el local, aguardando que llegara Stella. Ya con el café preparado tomó su agenda y encontró el número de la psicóloga Teresa Smith, apuntó con una lapicera y pensó en llamarla en cuestión de horas. El estrés aún persistía en él, cansado y hasta aburrido en su día cotidiano, sentía que necesitaba de su ayuda.

Observó que Stella se encontraba en la puerta, dio dos pasos para recibirla.

—Adelante, buen día –saludó Juan.

—Hola, buen día, veo que llegaste temprano –dijo ella.

—Sí, tenía que hacer muchas cuentas y preparar el balance del año para el contador.

Se sirvieron un café mientras el sol asomaba con intensidad en la calle. Juan lo tomó con cautela, debido a que se aproximaba un día más caluroso que otro, le pidió a Stella que hiciera un trabajo leve en el sótano y, si sobraba tiempo, quitarían los cuadros colgados en la pared y calendarios de editoriales, entre otros objetos.

Por la tarde, trabajaron con la puerta de vidrio cerrada para mantener fresco el ambiente. Stella limpiaba los pisos y el sótano sin apuros cargando unas bolsas negras, de pronto lo vieron a Pedro entrar con rapidez con unas cajas.

—Te dejo el pedido, señaladores y calendarios de 1998 –expresó, dio media vuelta y se fue.

—Gracias –gritó Juan, al ver que su amigo se retiraba.

Horas después, Juan se encontraba relajado en short y musculosa en la casa, se dirigió a la heladera por una cerveza, el calor aún sofocaba hasta el interior del ambiente, sacó una reposera al balcón y en el momento en que se hundió en la reposera sintió el teléfono en el comedor, con una mueca en su rostro, dio un impulso dejando su bebida en el piso para ir a atender la llamada. Era Victoria desde Villa Carlos Paz.

—Hola, ¿cómo estás, hermanito?

—Muy bien por suerte –respondió él y alegre por escuchar su voz, al instante le preguntó por esa bella ciudad de Carlos Paz.

—Villa Carlos Paz, hermosa como siempre. Ya la temporada de verano se abrió y comenzaron a llegar turistas a la Villa, además el clima será uno de los mejores, dicen –los dos se rieron bajo–. Ahora, cuéntame. ¿Cómo está Buenos Aires?

—Buenos Aires más iluminada y muy decorada por las fiestas.

—Hablando de las fiestas. ¿Qué te parece si lo pasas con nosotros en Año Nuevo? –preguntó Victoria.

—Me encantaría.

—¡Bien…! Te esperamos entonces –expresó Victoria.

Dialogaron unos minutos y luego saludó a Danilo, el sobrino. Oscar, el cuñado, siempre estuvo pendiente del local de Juan, supo que la otra parte pertenecía a Victoria y tentó más de una vez en venderla, pero Victoria se rehusó en hacerlo, su posición fue firme en sacar a un lado esa discusión. Como empleada bancaria no necesitaba provocarle un dolor de cabeza a Juan y en aquel momento dobló la apuesta en decir:

—Si mi hermano me necesita lo ayudaré.

Ana María terminaba de corregir exámenes. Estuvo por dos horas sentada con sus carpetas, levantó la vista y vio que Mariano bebía una lata de cerveza mirando la televisión.

—¿Qué deseas para la cena? –consultó Ana. Mariano pensó un segundo:

—No te preocupes, pediremos una pizza.

—Buena idea –murmuró Ana, continuó por unos minutos más corrigiendo y de repente sonó el teléfono móvil de Mariano. Este tomó un impulso apresurado y fue a la pieza a dialogar, era Raquel.

Ana observó detenidamente la actitud de él, pensó un momento que Mariano sentía cierta atracción hacia ella. Cada llamado que recibía iba al baño o la pieza para contestar, ¿le tendría miedo?, se preguntó. Ana trató de no quedarse con ese pensamiento fugaz y continuó con su trabajo de culminar con las notas de sus alumnos. Más tarde y aliviada en lo suyo, se encargó de hacer el pedido de comida, pero en la mesa volvió a existir un silencio que Mariano no se atrevía a decir una palabra por temor a volver a una discusión. Las dudas crecían rápidamente en ella y más cuando se posicionaba en un estado conservador e intrigante.

Cerca del fin de semana, Juan se encontraba solo en el local, mientras que Stella se había quedado en el departamento, pensó un instante si realmente necesitaba ayuda o no, pero de pronto cerró los ojos, bajó la tranquilidad del salón y decidió llamar a Teresa.

—Me recordará –susurró.

Marcó el número y sintió que se le secaba la garganta, en unos segundos levantó el llamado la secretaria.

—Consultorio de Teresa Smith –dijo.

—Buenos días, quisiera hablar con la licenciada Smith.

—Me aguarda un momento, ¿de parte de quién?

—De Juan Aguirre.

—Muy bien, Sr. Aguirre.

Mientras aguardaba con el teléfono en la oreja, recordó la última vez que pasó por el consultorio y fue en un momento difícil de su vida, que sobrellevó por un buen tiempo. Volvió a la realidad y escuchó el tono de voz cálido de Teresa.

—Hola, Juan, ¿cómo has estado?

—Hola, licenciada, digamos que bien. ¿Se acuerda de mí?

—No te lo voy a negar, me costó un poquito, pero sí me acuerdo, y siento que estás necesitando ayuda, ¿no es así?

—Así es, como usted lo dice.

—Déjame ver –dijo ella y después de unos segundos–. Te puedo ofrecer hoy a las dieciocho y treinta o el lunes.

—Diría que para hoy está bien.

—Perfecto, te espero, Juan.

Colgó rápidamente para atender a dos clientes, que lo esperaban con libros en la mano y solo quedaba que se hiciera el horario para asistir a lo de la psicóloga. Con el día muy tranquilo con respecto a las ventas, a las seis de la tarde bajó la persiana, tomó aire y se subió al auto. El consultorio de la licenciada se encontraba a pocas cuadras del local y manejó tenso hasta llegar.

Teresa ya tiene 56 años, robusta, de pelo corto, vestía un saco con hombreras, pollera cuadrillé y anteojos permanentes. Salió por una puerta, lo vio sentado en la sala con la mirada hacia unos diplomas en la pared, cuando de pronto:

—Adelante –dijo ella pasándole la mano.

Ingresó lentamente y observó que con el pasar del tiempo el consultorio presentaba un cambio total desde la última vez que estuvo ahí, una cortina color beige que llegaba hasta el piso, una biblioteca ordenada y un diván color gaviota haciendo juego con su sillón y macetas con plantas de troncos de Brasil y varios potus colgantes. Allí se quedó parado él esperando la orden de la terapeuta.

—Toma asiento –pidió Teresa.

—Gracias.

Ambos se acomodaron en sus respectivos lugares, luego ella tomó un cuaderno y lapicera.

—Bien, qué te trae nuevamente por acá –sugirió ella.

Juan suspiró hondo y comenzó llevando la charla unos minutos al pasado, contó como un repaso de lo sucedido con la familia hasta que se quedó solo, además agregó que le costaba mucho tomar ciertas decisiones, tanto en lo personal como laboral y el famoso estrés que venía acarreando.

Teresa levantó la mirada por encima de sus gafas para peguntar:

—¿Te costó desprenderte de tus padres?

—Yo diría que sí –dijo él en un tono seco.

—Te pusiste a pensar que la vida continúa para ti.

Juan se tomó una pausa y continuó:

—Sí, a veces, pero tengo recuerdos y objetos que aún me llevan a ellos, además presiento que no estoy a la altura de lo que quiero ser y todo me cuesta, para salir adelante.

—Trata de soltar el pasado y vuelve a reorganizarte –murmuró Teresa y continuó–: Juan, cuéntame cómo está tu entorno hoy.

—Tengo pocos amigos, quizás él tiempo que le dedico a mi trabajo haga que no me preocupe por ellos.

—Puede que te sientas solo –consultó la licenciada.

Juan se recostó en el diván y tomó una bocanada de aire.

—Sí, me siento solo. Llevo días en que vivo colgado de mis pensamientos, el negocio, la casa y sentirse vacío, además el estrés económico, siento esa sensación de dejar mi trabajo y comenzar de nuevo. Ahora, ¿en qué?, no lo sé, licenciada.

—Incertidumbre y falta de confianza –cruzó Teresa.

—Quizás.

Después de varios minutos de escuchar a Juan, Teresa dejó la lapicera sobre el cuaderno y apoyó las manos en el sillón para dar un impulso.

—Hasta acá llegamos –dijo. Salieron hasta la puerta y el calor lo recibió con intensidad.

—Te espero la semana que viene –saludó ella con la mano y entregando una tarjeta con su teléfono móvil. Juan subió al auto apresurado para encender el aire, manejó más relajado a diferencia de cuando llegó al consultorio, pensó un segundo en su primera sesión y sintió una tranquilidad al haber podido conversar con Teresa.

Ana llegó al departamento, tras culminar con los últimos exámenes previos; el reloj marcaba más de las seis y media de la tarde y Mariano aún no llegaba.

—Qué extraño –murmuró y se sirvió un vaso de gaseosa, luego fue hasta la habitación, volvió en ropa interior y se introdujo en el baño por un buen rato; al salir de la ducha, Mariano estaba ingresando a la casa con el saco en la mano y lo dejó en una silla. En el momento solo se saludaron con un beso tibio y él se dirigió a la habitación. Cerca de las nueve de la noche, Ana tenía los pies cruzados en el sofá y un libro en el mano cuando Mariano se arrimó para proponerle salir a comer.

Ella cortó la lectura y pensó en lo mismo.

—Buena idea, me arreglo y nos vamos.

Caminaron lentamente hacia una de las avenidas más importantes de la ciudad, ya se apreciaban las luces coloridas y adornos navideños, mientras se dirigían hacia el restaurante, Mariano necesitaba hablar de un tema importante y sensible para Ana, las fiestas. La noche anterior dialogó con Raquel varios minutos y la novedad era que Martín pasaría Navidad con él.

Al ubicarse los dos en la mesa y aguardando al mozo con la comida, Mariano suspiró hondo, y luego se dirigió a ella sin pestañear.

—¿Te parece si pasamos Navidad con Martín, en un restaurante? –preguntó.

El problema de Mariano es que siempre se dirigió torpemente en el diálogo, y Ana ya conocía sus actitudes, sin medir las sensibilidades de la otra persona, por algo que había pasado tiempo atrás. Se sirvió un vaso de gaseosa antes de dar el primer bocado y lo miró fijamente. –Lo hablamos en casa –respondió ella en un tono suave. La cena duró menos de una hora y salieron nuevamente a caminar hasta llegar a la puerta de la librería Valmaseda. Ana vio unas ofertas de libros en la vidriera.

—Debo renovar los míos –dijo para sí, evitando que escuchara él.

Siguieron sus pasos en silencio llegando al departamento. Ana dejó su cartera en el sofá y fue por un té en la cocina, en segundos trajo a la mente la pregunta de Mariano.

—Ahora si quieres, me cuentas, ¿cómo sería para Navidad? –consultó ella mientras revolvía el té con la cuchara. Mariano antes de responder carraspeó juntando palabras.

—Cenaremos con Martín en un restaurante y después del brindis nos iremos a saludar, a tu madre.

Ana se quedó con la mirada de asombro y dejó la taza en la mesa y se posicionó a un metro de él, sintió en un segundo que no guardaría nada en sus palabras.

—El año pasado lo pasamos en la casa de mi madre. Eran las doce y veinte, me pediste que te acompañara a lo de tus padres porque allí estaría tu hijo y yo te acompañé, hace dos años pasó lo mismo en Año Nuevo y más atrás, también en Navidad. –Mariano se quedó con la boca abierta tratando de opinar.

—Bueno, llegaremos a un acuerdo –cruzo él.

—Eso espero –culminó ella y se retiró a la habitación.

Ya sábado por la noche. Juan se encontraba en la casa sin ganas de salir, tomó un libro para comenzar a leer, pero se detuvo, ubicándose entre el ventanal y el balcón. Corría una brisa desde afuera hasta la entrada del comedor, aprovechó el momento, tomó una silla y salió afuera apreciando el verde de los árboles, recordó palabras de la psicóloga y comparó con la última vez que fue casi lo mismo, pero agregando lo nuevo, murmuró. Volvió a la lectura introduciéndose por casi dos horas y luego se fue a dormir.

El lunes ocho de diciembre no trabajaba. Se conmemoraba el día de la Inmaculada Concepción de la Virgen María. Se levantó temprano como era de costumbre, antes de servirse el desayuno optó por ir a una cafetería. Caminó pocas cuadras de su casa y se encontró con una que tenía las mesas en la vereda. Se acomodó en el lugar con el diario en mano y sintió el placer de disfrutar del aire único y puro que filtraban de los árboles. Aprovechó el momento para meditar su futuro en remodelar el local en etapas, o quizás cambiar de rubro laboral. Esas eran las opciones en mente, pero tenía un problema del que sabía perfectamente y era su economía.

Mientras tanto, Ana ya hacía varias horas que llegó a la casa de la madre. Almorzaron juntas y en compañía de Betty, una vecina de muchos años. Las mujeres armaron el arbolito de Navidad en la entrada del comedor como símbolo de tradición. Luego regresó sin apuros al departamento y se percató de que no había nadie. Mariano salió nuevamente con su hijo de paseo por la costanera sur de la ciudad. Volvió como a las ocho de la noche, mientras que Ana se encontraba cocinando pollo al horno con papas.

—¿Cómo te fue con Martín? –preguntó Ana mientras colocaba un mantel en la mesa.

—Muy bien, caminamos mucho y conocimos lugares interesantes –respondió.

—Me alegro, bueno, a comer –dijo ella.

Durante la cena, Mariano tenía una nueva inquietud que le pesaba, además sentía la presión de su hijo o Raquel sobre este tema y necesitaba decirlo cuanto antes, la miró de reojo mientras ella acomodaba una servilleta en la falda hasta que se expresó.

—Martín ahora decidió pasar Navidad con sus abuelos –comentó mientras comenzaba a masticar. Ana lo miró fijo dejando los cubiertos en la mesa.

—¿Qué es esto? Primero dice una cosa, luego la cambia por otra. Yo entiendo que falta poco, pero ¿cuál es el apuro? –enfatizó en un tono grave y casi perdiendo el apetito.

Él se quedó quieto tragando la comida, mientras Ana se levantó en busca de unos cubos de hielo, al regreso volvió a hablar.

—¡Oye…! Contéstame.

Mariano no quiso responder, sintió que molestó con su pregunta, postergando todo para otro momento, se levantó de la silla y la dejó sola en la mesa, dirigiéndose a la calle. Ella ya no tenía estrategia para sobrellevar una charla, terminó de comer y más tarde se dedicó a limpiar la cocina.

Cerca de las once, Ana se preparaba para ir a dormir y escuchó que llegaba con un tono alegre y a la vez sarcástico al comedor. En segundos abrió la heladera y agarró una cerveza y antes de lanzar un eructo.

—No me dirijas la palabra –dijo. Ana simplemente se recostó en la cama y abrazó a su almohada.

En las primeras horas del día, notó que Mariano se fue a trabajar con media resaca encima, en el comedor y otras partes de la casa olía a alcohol. Un poco deprimida por lo que estaba sucediendo en horas, se animó a llamar a su amigo y compañero de trabajo Claudio, para que lo ayude nuevamente con la bebida.

—Lo haré. Pero últimamente no me escucha –respondió Claudio.

—Insiste por favor –pidió Ana.

Juan comenzó el día con buena actitud y con Stella disfrutaban de una bandeja de café con masas dulces pegados al mostrador del local, pasados los minutos ella preguntó por dónde empezaba su labor.

—En el sótano hay una caja que dice árbol de Navidad, lo traes y yo te digo dónde lo armamos.

—Muy bien –dijo Stella.

Eran las once de la mañana cuando lo terminó, el árbol se notaba apenas ingresabas a unos metros del lado derecho, con una altura de casi dos metros, además, adornado hasta con luces y sostenido por libros de tapa dura, Stella notó que le faltaba algo más decorativo en los extremos, recibió dinero de Juan y fue en busca de más adornos. Ya por la tarde, la librería lucía en tono diferente y colorido, desde la entrada hasta los estantes y las columnas que cruzaban el local tenían un detalle navideño.

—¿Te gusta? –preguntó Stella sonriendo.

—Me encanta –respondió Juan, en ese momento, el local se encontraba lleno de clientes y Stella se quedó admirada por la cantidad de turistas de cualquier parte del mundo, que estaban mirando libros.

—Increíble –dijo en voz baja y dio media vuelta dirigiéndose al pasillo, continuando con lo que estaba haciendo. En la minioficina solo había un escritorio con dos sillas y más cuadros de Valmaseda, pergaminos y hasta unas pequeñas estatuas de don Quijote y Sancho Panza, Stella lo limpiaba con precaución sin dañar ninguna de ellas.

Después de hablar con Claudio, se quedó levantada y preparó un café con tostadas y manteca. Recordó que estaba de vacaciones y ya no tenía que volver al colegio, más tarde se encargó de hacer una limpieza a fondo del departamento, cerca del mediodía miró un canal de cocina, practicando un menú a base de salsa blanca y fideos de espinaca –riquísimo –dijo mientras se chupaba un dedo. Almorzó sola como era casi habitual los días de semana, ya que Mariano se iba a trabajar temprano y regresaba a las dieciocho. Las últimas semanas comenzó a llegar una o dos horas más tarde, por demanda de trabajo de la empresa.

Por la tarde. Volvió a recordar las tontas discusiones y ahora se sumaba el alcohol. Se apoyó la mano en el pecho y en pocos segundos sé sintió ahogada en el departamento, ahí decidió salir a caminar unos minutos. Llevaba puesta una blusa color crema y una pollera campana, un toque de perfume y el pelo recogido. Después de observar varias vidrieras de ropas y carteras, llegó a metros de un restaurante ubicado enfrente de la librería.

Desde la calle percibió el aroma a café que invadió su olfato. Ingresó hasta una mesa cerca de una ventana, allí se sentó colgando su cartera en otra silla e hizo señas al mozo, tras hacer el pedido giró la vista para observar el restaurante, volvió hacia sus recuerdos, la última vez que estuvo en este lugar fue hace unos meses con Mariano. Trató de olvidar, volviendo su mirada hacia la calle, el movimiento era genuino y habitual de Buenos Aires, de personas que iban y venían.

Observó detenidamente desde su lugar hacia afuera un letrero que decía Librería Valmaseda, pensó en un instante en comprar un libro y no dudó en ir. En pocos minutos llamó al mozo para pagar su cuenta y salió lentamente cruzando la calle. Tras pasar primero por un local de ropa, continuó unos pasos más y entró. Juan se encontraba atendiendo y en un segundo, el perfume de Ana lo tenía encima de él.

Ella se paró enfrente del árbol de Navidad, luego se agachó y vio que sostenían su pata de trípode cuatro importantes libros de tapa dura “íconos en el mundo”, en orden se observaban al primero: Don Quijote, luego Rayuela, Cien años de soledad, y por último Martín Fierro, además de otros libros envueltos en moños rojos y cintas navideñas.

—Hermoso –susurró bajo.

Siguió observando libros en los estantes hasta llegar a la mesa de lectores y miró hacia la entrada.

—Es increíble, una mesa para leer –dijo asombrada y siguió

Ya a metros de Juan. Ella lo vio atendiendo y al instante le clavó la mirada sin perderle de vista y se acercó hasta el mostrador para pedir un libro.

—Buenas tardes, Sr. –saludó.

Juan en ese momento la escuchó mientras anotaba un ingreso y dejó la lapicera, levantó la mirada.

—Buenas tardes, ¿en qué la puedo ayudar?

—Busco El Aleph de Jorge Luis Borges, que lo he visto en la vidriera.

—Aguárdeme un segundo por favor –pidió Juan y salió hacia el pasillo en busca de las cajas que trajo Pedro, recogió más de uno y regresó de inmediato.

—Aquí tiene, señorita.

—Muchas gracias –sonrió y preguntó–. ¿Cuánto le debo?

—Son siete pesos –respondió él y tomó una bolsa e introdujo el libro, más un señalador y un calendario.

Al abonar y ya por retirarse, hizo señas por el árbol de Navidad.

—Es muy bonito, y original –expresó.

—Muchas gracias y regrese cuando quiera.

Tras agradecer, salió hacia la puerta lentamente y su silueta fue desapareciendo entre la gente, Juan respiró hondo y llevó la vista hacia el pasillo. Stella estaba mirándolo atentamente.

—Linda, ¿no? –dijo riéndose.

—Sí, elegante –contestó y continuó con lo que estaba haciendo.

Dos días después, Juan llegó temprano al local con la idea de sacar unas cajas del sótano. Mientras lo hacía arrastrándolas hasta el salón, Stella llegó y las cargaron en el auto. La inquietud de Stella era qué iban a hacer con el baúl de madera.

Juan bajó al sótano con ella buscando un manojo de llaves.

—Aquí tienes –dijo Stella.

Al intentar abrir el candado tenía unas pequeñas manchas de óxido; siguió girando la llave hasta que logra abrirlo.

—Bien –soltó Juan al hacerlo, levantó la tapa lentamente y adentro había una agenda de cuero marrón envuelta en banderines de la Real Sociedad y el Athletic de Bilbao, recetas de comidas vascas y suvenires de recuerdos–. Acá hay un poco de historia –contó, metió la mano al fondo del baúl y se encontró con dos carpetas estilo sobres de gran tamaño.

Asombrado miró hacia atrás y Stella también acompañaba la mirada hacia los sobres:

—Qué hacemos con eso –preguntó ella.

—Aguarda un momento, lo vamos a ver –contestó entusiasmado.

Separó un sobre y al abrir se encontró con recortes de diarios, balances viejos y un sobre pequeño que decía “para Juan”, lo dejó en su lugar sin abrir y fue por el de mayor grosor, al abrirlo se percató de que había un envoltorio de papel madera de unos cinco centímetros de grosor.

—¿Qué será? –se preguntó al igual que Stella. En segundos tras quitar el papel, Juan se sorprendió, jamás se hubiera imaginado que su padre había escrito una historia, “un libro”. Contando desde sus comienzos en España y trasladándose a la Argentina.

—No puede ser –expresó ante la mirada de Stella. Miró la hora y ya eran casi las nueve, dejó todo en su lugar colocando el candado y se dirigieron al salón.

Stella se quedó intrigada por lo que vio, aprovechó su buena confianza con Juan y no evitó preguntar:

—¿Es un libro de tu padre?

—Así parece –respondió Juan y agregó–: Más adelante te diré de qué se trata.

Durante varias horas quedó la intriga de lo que había en el sobre; al cerrar, descartó una caja con libros usados y cargó el baúl en la parte trasera del auto; salieron juntos hacia el departamento. Al llegar lo aguardaba Pedro para ayudarlo a descargar el auto.

Con el silencio del edificio y sin que el encargado se percate, subieron las dos cajas y el baúl de madera colocándolo en la pieza de huéspedes, luego tomaron un café y en pocos minutos cada uno se retiró a su casa. Pedro se enteró del contenido, sintió ganas de saber un poco más, pero Juan también pidió que le diera tiempo.

Ana amaneció un poco agotada, leyó el libro que compró hasta la una de la mañana, era un libro de colección que a ella le faltaba leer y lo estaba cumpliendo. Mientras que Mariano llegó a su extremo, bebió dos botellas de cerveza anoche y se comportó en un modo tosco. Hoy se levantó con la resaca habitual y se fue a trabajar sin decir una palabra. Cada día se encontraba más aburrida, sin encontrar el rumbo con su pareja. Unas semanas atrás habló con Mariano en busca de una ayuda terapéutica, pero él encontró la mejor manera de escapar.

—Ya lo hice una vez y no funcionó. –Fue mientras estaba en la relación con Raquel. Ana desde ese momento se quedó con las manos vacías, era la única manera de mejorar y la última era la ayuda que podía llegar de parte de Claudio.

Mientras daba vueltas en el departamento, tomó el teléfono y llamó a Sandra, una amiga colega, profesora de literatura. Al comunicarse, dialogaron brevemente sobre docencia y antes de colgar quedaron en reunirse para el fin de semana.

Juan se encontraba ansioso por enterarse qué contenían esas hojas. Recordó que hoy asistiría nuevamente con Teresa; pero tenía claro que hasta que no supiera bien qué contenían las carpetas no iba a decir nada.

Por su parte, Stella se quedó en el departamento haciendo la limpieza del día. Sonó el teléfono y era Juan para pedirle un favor, que cocinara para la noche pues llegaría tarde. Agarró dinero de una mesa de luz en la habitación y fue a hacer las compras. A su vuelta le preparó una tortilla de papa a la vasca y ensaladas. Las preferidas de Juan.

Además de los días de semana, su propósito era abrir nuevamente los sábados hasta el mediodía y mejorar su recaudación, esta vez tenía una pequeña ventaja en quién lo iba ayudar. Cuando cerró el local a las seis de la tarde, fue directo a lo de Teresa Smith completando su segunda visita con normalidad. Hablaron sobre las escasas decisiones que tomaba él y un punto importante que lo acosaba desde unas semanas: el estrés.

Al retirarse. Unos minutos después, llegó a la casa, con ganas de recibir una buena ducha, pero antes, abrió la ventana para que ingrese un aire distinto.

Una hora después ya bañado y cómodo se acercó a la heladera. Encontró la tortilla de papas con ensaladas de tomates y lechugas –qué rico –dijo en voz baja. Cenaría más tarde, fue lo primero que pensó y caminó hasta la pieza donde se encuentra el baúl de madera. Tomó el manojo de llaves abriendo al instante, recogió las carpetas y agenda llevándolas a la mesa.

Intrigado se sentó con la mirada fija en la agenda, desprendió un botón a presión y abrió. Al colocarse las gafas descubrió una cantidad de números telefónicos y un sobre pequeño.

—¿Qué es esto? –se preguntó, lo extrajo rápidamente y era una numeración de una caja de seguridad de un banco. “Para Juan o Victoria”, decía al final del escrito. Asombrado lo volvió a leer y luego lo guardó en una de sus agendas.

Aparentaba tener una noche tranquila, y tras culminar con la cena, se relajó unos minutos en el balcón. Atraído nuevamente por las carpetas volvió hacia al comedor a continuar con una de ellas. Agarró el sobre más pequeño de las carpetas levantándolo desde una esquina y lo desparramó por completo en la mesa. Se encontró con otra sorpresa que jamás hubiera esperado, eran recortes de diarios de hace varios años, ya con la garganta seca leyó varios de ellos donde el padre había publicado la venta del local en distintos diarios importantes, el ofrecimiento además de la propiedad incluía el fondo de comercio y hasta había intentado bajar el precio; Juan se rascó la cabeza sin poder comprender por qué lo quiso hacer, lo introdujo en la carpeta y lo corrió a un costado.

Fue por el último sobre, de gran tamaño, le quitó con cuidado el papel de madera que lo protegía, de inmediato vio que eran hojas escritas a máquina. Ojeó por unos segundos y sin decir y pensar más en nada, se paró de un impulso tomándose la cabeza con las manos.

—Es un libro –dijo en voz alta, continuó hojeando, tratando de encontrar el nombre hasta llegar a la parte de atrás en un papel pequeño doblado al medio.

Al abrir decía: Historia: el inmigrante. Lo colocó en la parte del prólogo y observó que tenía 270 hojas con varios capítulos. Fue por una taza de café con las hojas en la mano, más una mueca de sonrisa dibujada en su rostro, de inmediato trajo a la mente aquel deseo, hoy cumplido, de querer contar una historia de unos inmigrantes que llegaron desde muy lejos a provocar el destino.

Había silencio en el comedor, Juan miró la hora y eran casi las diez de la noche. Se colocó los lentes de lectura, iniciando por el PRÓLOGO como correspondía.

A partir del primer capítulo, tenía la historia bien contada desde sus comienzos, los abuelos y sus padres que nacieron muy cerca de un pueblo llamado Valmaseda, en euskera, y oficialmente “Balmaseda”, provincia de Vizcaya, en la comunidad de los países vascos. Vivieron del pequeño cultivo de la vid, frutas y animales bobinas. Habitaban cerca del río Cadagua, a unos pocos kilómetros del pueblo y un poco más lejos de la ciudad de Bilbao.

En 1938 tras la guerra civil sufrida en España, se tomaron serias decisiones de inmigrar hacia otro destino, un destino quizás incierto, la mejor opción fue mirar hacia Sudamérica. La Argentina por entonces vivía una etapa diferente a otros países. El momento llegó unos largos meses después cuando juntaron todos los valores y equipajes, solo faltaba el impulso forjado por la familia. Los restos de sus bienes y propiedades quedaron en poder de Ramón Aguirre, padre de Andrés.

Continuó avanzando por el segundo capítulo: donde sus abuelos Andrés y Celia y sus hijos salieron rumbo al Cantábrico, bajo un clima denso y húmedo. Allí esperaron casi ocho días que llegara la Flota Trasatlántica II al puerto de Bilbao.

La salida tuvo sus pequeñas complicaciones por trámites comunes, hasta que lograron subir y reacomodarse en el barco. Sus equipajes eran diez, de cuero curtido con cierre de cintos y maletas con sus pertenecías de valor como oro, alhajas y otros.

El barco de motor de gran porte con capacidad de hasta 1500 pasajeros, pero en el registro de control solo llevaba un poco más de 1200, camarotes pequeños, con dos camas con finos colchones de lana y luces solamente en los pasillos. Casi dos días de navegación, salieron del golfo de Vizcaya con rumbo al extenso mar atlántico, pero el capitán anunció que harían una parada de doce horas en el puerto de Oporto, Portugal. Se abastecieron de provisiones como sacos de harina, arroz, quesos, frutas, carnes disecadas y unos toneles de licor. Horas después llegó el momento de partir hacia el Atlántico. La ceremonia se dio en el muelle del puerto con banda de música y flameo de pañuelos al aire, en honor a su vista y su llegada con éxito a destino.

Al elevar el ancla una multitud se encontraba recostada en la proa mirando hacia abajo, respondieron con pañuelos su agradecimiento hasta que se fue perdiendo lentamente la visual del puerto. Ahí estábamos nosotros –dijo la familia Aguirre.

El capitán hacía sus rondas habituales por el barco, con dos colaboradores, de pronto notó que un barco portugués Serpa – Pinto cruzó unos doscientos metros en dirección a Oporto. Más de uno preguntó hacia dónde se dirigía. El capitán Tamez, un hombre alto, canoso, de una barba pronunciada y un gorro permanente, contestó que regresaba de Sudamérica y por lo que se notaba en sus banderas iría a Italia a cargar pasajeros.

Durante las noches, las temperaturas comenzaron a bajar. El barco siguió su tráfico marítimo en dirección a América del norte a unos dieciocho a veinte nudos aproximado.

Hasta el quinto día de viaje fue tranquilo y el mar sereno. El capitán observó que una gran tormenta se avecinaba del lado sur en dirección hacia ellos. Ya oscureciendo; uno de los colaboradores tomó su megáfono para pedirles que no salgan de sus camarotes.

En el camarote dormían en las camas Begonia y en la otra Imanol, mientras que sus padres lo hacían en el piso rodeado de sus propias ropas. La tormenta impactó exactamente una hora después de haberla anunciado el capitán. Las luces del pasillo se apagaron y el barco cambió su rumbo tratando de montar las olas.

Tras el miedo y la incertidumbre de lo que pasaba afuera, los Aguirre se arrinconaron en una esquina del cubículo sujetando las valijas por el movimiento del sube y baja que provocaban las olas. Andrés observó la ventana redonda cómo golpeaba con impulso el agua, abrazó a la familia con fuerza y rezaron durante tres horas hasta que cesara la tormenta.

Al amanecer. Por los pasillos oscuros se escuchaba al personal de la tripulación preguntando cómo estaban, la repuesta de la familia era que estaban bien. En pocos minutos se logró salir hasta la proa y cerca del mástil, aún el océano se notaba inquieto y fresco. Unos minutos después, Imanol bostezó profundo, sintió frío y decidió bajar a descansar.

Llegando al mediodía almorzaron bajo la luz del sol y una brisa rozaba levemente las mejillas. Begonia no tuvo apetito, hizo relaciones con otras jóvenes de la tripulación en un costado de la escalera que descendía a los camarotes. Más tarde Begonia se arrimó a los padres para preguntar por su hermano; bajaron los tres al camarote hasta encontrarlo en el piso tapado con una frazada en posición fetal tiritando de frío. Sorprendida, Celia apoyó la mano en la frente y se dio cuenta de que volaba de fiebre, le colocó otra frazada y giró a su espalda agarrando una valija en busca de una medicación.

Begonia fue por un recipiente de agua para colocar paños fríos sobre la frente y las axilas. Pasadas las horas Imanol seguía igual con los mismos síntomas. Celia se tiró una chalina de lana en la espalda y salió por los pasillos semioscuros llegando a una escalera de metal, subió con rapidez y se encontró con la cabina del puente mando.

Una puerta de hierro sin ventana con un cartel que decía H. Tamez – Capitán. Golpeó con los nudos de los dedos y en unos segundos apareció abriendo con impulso:

—Buenas noches, señora, ¿en qué puedo ayudar?

—Tengo a mi hijo enfermo –contestó Celia.

—Aguárdeme un segundo –pidió el capitán y fue por una carpeta.

—Acompáñeme –pidió. Salieron por los pasillos, mientras el capitán iba comentando que en la tripulación había un médico. Llegaron a su camarote y fueron recibidos inmediatamente. El médico tomó su maletín dirigiéndose con rapidez hasta llegar a ver que Imanol seguía con chuchos de frío, sacó una jeringa entre sus pertenencias y aplicó una dosis para controlar la temperatura y agua para hidratarse.

Al día siguiente se encontraba mucho mejor, pero sin apetito. Los padres y cada tanto el médico hacían guardia en el camarote por su salud; mientras tanto en el barco se dedicaron a ordenar cuidadosamente la bóveda de alimentos, la sala de máquinas y los pasillos, hasta lograr un cierto orden, más parecido al habitual.

Juan levantó la mirada entre las gafas y luego suspiró hondo –qué tarde –dijo cuando vio que reloj marcaba cerca de la una y media de la mañana. Lo guardó en un lugar seguro de la habitación, luego fue hasta el baño y mientras se cepillaba los dientes pensó ligeramente –el libro está muy bien redactado y hasta ha pasado por un corrector personal–, increíble, sorprendente.

Antes de ir a la cama encontró respuestas en su cabeza, de cuando el padre lo había escrito, al caer enfermo, se quedó en la casa a terminar el libro y en las últimas entradas al local lo depositó en el baúl sin decir una palabra. Hoy es otra la historia, el baúl y el libro están en la casa como debería ser.

El sábado tenía previsto trabajar unas horas en la librería en compañía de Stella, no bien se encontraron, Juan comentó que no estaba errado, al pensar, que su padre había escrito un libro.

—Increíble –dijo Stella. Mientras compartían mates y masitas dulces pegados al mostrador, ingresó la joven Dra. Laura Cohen, vistiendo un ambo blanco y el pelo recogido, al saludar con un beso a los dos, apoyó la mano en el hombro a Juan.

—Pasaba por el local y vi que estaba abierto, ¿un sábado?, como en los viejos tiempos –dijo.

—Lo vamos a intentar de nuevo –soltó Juan y se rieron.

Laura siempre tenía el tiempo limitado por trabajar en la guardia de un sanatorio, por tal motivo se quedó con ellos unos minutos dialogando sobre su trabajo y la novedad, que estaba de novia con un médico residente del hospital Álvarez y antes de irse hizo una invitación.

—Nos podemos reunir en mi casa para hacer la cena de fin de año.

—Por supuesto –respondieron. Saludó nuevamente con un beso a los dos y encaró hacia la puerta, de pronto se detuvo y luego giró hacia ellos.

—Me encanta este árbol de Navidad y el decorado.

—Muchas gracias –respondió Stella.

Llegó el horario aproximado del mediodía. Bajaron la persiana y Juan la invitó a comer en el restaurante de la vereda de enfrente.

—Por favor –soltó Stella ya con apetito.

Ana almorzaba con Sandra en el restaurante, aprovechó que Mariano dedicó el día para salir nuevamente con su hijo. El diálogo central era exactamente sobre él, en un momento, Ana observó desde la entrada que ingresaba Juan con una dama muy joven y se sentaron unas mesas más adelante. Ella antes de seguir hablando cortó la charla y señalando con el dedo:

—Aquel señor que está con una mujer es el dueño de la librería de enfrente. –Sandra giró y observó que justo Juan miró hacia ellas.

—¡Uy, nos vio! –dijo riéndose.

—No te preocupes, no creo que me recuerde y menos a ti–contestó Ana.

Una hora después y con el salón lleno de comensales Juan y Stella se retiraron primero. Ana los observó de reojo y cayó en la conclusión de que quizás fuera la pareja, siguió dialogando con Sandra unos minutos más y se retiró a la casa.

Juan llegó un poco exhausto por trabajar unas horas de más y al instante prendió el ventilador, se recostó unos minutos en el sofá cruzando las piernas y mirando al techo hasta que sintió el teléfono a unos metros de él. Era Pedro.

–¿Cómo te fue hoy?, vasco –preguntó por trabajar un sábado.

—Digamos que bien –contestó.

—Llamaba para hacerte una pregunta.

—Te escucho.

—Estaba hablando con mamá y te está invitando a ti y a Stella a pasar Navidad con nosotros.

—Cuentas conmigo –aseguró Juan.

Al colgar el teléfono, fue por un vaso de jugo de naranja y pensó en terminar de leer el libro del padre, en mucho tiempo no tuvo tanta ansiedad como en este momento. Fue por la carpeta y se sentó con sus gafas a continuar unos capítulos.

Marcado con un señalador en el lugar en donde lo dejo la última vez; Imanol, el padre de Juan, ya se encontraba mucho mejor de aquella fiebre que lo maltrató. Siguieron navegando ya por aguas cálidas, la brisa era diferente y un cielo azul con unas nubes que viajaban hacia el norte. La intriga de la familia era cuándo llegarían a destino. Celia trataba de apaciguar los pensamientos dudosos que tenían sus hijos al encontrarse con un país distinto al de ellos. Siempre con la frente en alta, Andrés era el más ambicioso en sus ideas y fue quien ideó durante horas de viaje cómo iban afrontar Sudamérica.

Begonia hizo amistad con un grupo de mujeres de casi su misma edad. Hacían un giro con sus vestidos y se sentaban horas a charlar y jugar a las cartas. Mientras que Imanol se dedicó a la lectura, se recostaba cerca de la proa para evitar el ruido de los motores. El primer libro fue Platero y yo, y dos días después el capitán tras observar que le gustaba leer, le regaló El retrato de Dorian Grey.

Andrés y Celia se hicieron amigos del doctor que ayudó a su hijo y le prometieron que cuando llegaran a la Argentina lo iban a agasajar con una comida hecha por vascos.

Andrés cargó dos libros de cocina y recetas dentro de sus pertenencias, además siempre tenían un bolso que cuidaban constantemente por sus documentaciones y valores. El capitán hacía su trigésimo segundo viaje y contó que siempre hubo ladronzuelos que solo intentaban joder a la tripulación.

Durante la travesía marítima, varios se levantaban temprano para ver el amanecer en el extenso mar. Uno de ellos era Begonia, que lo hacía mirando el comienzo del día y así conoció a un joven de Navarra. Se escapaban de los demás recorriendo partes del barco. Un día Andrés se percató de que no estaba en su cama y decidió salir en busca de ella, los encontró atrás, muy cercanos a la popa, sentados hablando y sin hacer ni decir nada, dio un paso atrás y jamás se lo contó al resto.

Al leer esta parte, Juan lanzó una risa objetando.

—Mira mi tía.

Dos días después, ya sintiendo con mayor preponderancia el calor, unas gaviotas acompañaban su trayecto por la costa de Brasil, bajando Sudamérica. La noticia llegaría por parte del capitán de que en las próximas setenta dos horas estarían en costas uruguayas.

Varios pasajeros confundían que era parte de la Argentina, pero Andrés sabía perfectamente que Uruguay era un país en crecimiento y muy cercano a la Argentina. Tras navegar horas sin perder la vista hacia el sur, entraron a costas del este con un clima fresco y distinto a días atrás.

Ya muy cerca de ingresar al Río de la Plata los recibió un gran diluvio de verano, los mástiles se llenaron de albatros y especies confundidas con las gaviotas que jamás avistaron durante el viaje. La sensación era extraña para la familia Aguirre y varios de la tripulación cuando notaron a Buenos Aires a pocos kilómetros. Desde ese momento la gran cantidad de pasajeros que se volcaron a la proa para ver la llegada hacia el puerto comercial, específicamente a La Boca se quedaron asombrados viendo la infinidad de barcos que llegaban y salían de distintas partes, tuvieron que aguardar para su llegada. Celia tenía a sus hijos a cada lado tomados de la mano y observaba a medida que iban llegando a la orilla, a un trasbordador que cruzaba de un lado al otro tratando de entender qué era.

El momento llegó cuando la compañía trasatlántica española II hizo su arribada a suelo argentino, con ansiedad en pocos minutos comenzaron a descender con gran rapidez por una escalera metálica y se alojaron al costado del muelle. Una colectividad italiana los recibió con música a igual que con sus pares de España y además vieron un gran mercader callejero, pegado a los depósitos.

Por la noche y sin descuidar sus pertenencias, cenaron asado y pescado en un galpón con más de cien personas. Luego bebieron y bailaron al compás de la milonga. Casi dos días de búsqueda consiguieron dónde vivir, en un barrio cercano al puerto. Poco después vendieron unas alhajas para alquilar. Begonia fue la primera en conseguir trabajo e Imanol en una panadería a igual que su padre Andrés.

Por su parte Andrés era buen repostero y fue tomando fuerza con los años hasta que se abrieron su propia panadería, El Inmigrante, allí trabajaron los cuatros integrantes de la familia, días y noches logrando ser una las más importante de Buenos Aires. Siguieron por buen camino por mucho tiempo hasta que Begonia decidió regresar a Valmaseda para hacerse cargo de la Cazona, tras romper su relación con un hombre mayor que ella. Dos meses después avisó mediante una carta que estaba embarazada.

No todo fue color de rosa. decía un párrafo: Cuando la Argentina entró en sus conflictos de gobierno, fue cayendo la popularidad de un país pujante y quizás brillante en unas etapas. Continuaron sin mirar atrás a pesar de la economía. Por otro lado, en el norte de España, Begonia, comenzada la reconstrucción del campo y agregando plantaciones de olivos y viñedos, además tenía la frente en alta para mantener la Cazona como habían hecho sus padres y sus abuelos en el tiempo.

Juan cerró el libro tras leer varios capítulos sin descanso, miró la hora y marcaba cerca de las siete de la tarde. Sorprendido por todo lo que leyó, lo guardó en su habitación y se recostó un momento hasta quedarse dormido.

A pocos días de la Navidad y nuevamente con un calor intenso como era de costumbre en diciembre, Stella llegaba al local con una noticia que quizás Juan no tomaría de buen modo. Al momento que iban abriendo, se paró a un costado de él para decirle:

—Me voy un mes de vacaciones a mi ciudad, después de Navidad –contó ella sin dar muchos detalles.

Juan se quedó callado unos segundos, porque la noticia lo impactó muy de lleno.

—Bueno, qué desayuno voy a tener –se rio él y agregó–: trabajas hoy y mañana, ya después te vas, supongo –consultó.

—Así es.

Tras dar apertura compartieron un café y Juan comenzó a hacer el recibo de sueldo, más aguinaldo incluido y le recordó la invitación que hizo Pedro.

Ana pasó el fin de semana en el departamento, sin encontrar un simple diálogo con Mariano y se dedicó a la cocina y la lectura. Mientras que él avisó que en la semana tenía la cena con los compañeros de la empresa y sin pestañear confirmó que pasaría la Navidad con ella en el lugar que sea.

Ana no sabía si estaba bien o no, pero fue aceptable.

El lunes. Antes que aumentara el calor en la ciudad, Ana salió en busca de regalos navideños. Se compró ropa, una camisa para Mariano y un perfume. Al regreso al departamento con sus bolsas se sirvió un vaso de agua y se refrescó la cara en el baño hasta que sintió el teléfono que sonaba, pensó en un instante que era él, pero al levantar estaba Dory, la vecina y amiga de Isabel

—Hola. Soy Dory.

—Hola, Dory. ¿Cómo estás?

—¡Yo bien! Es tu mamá, se descompuso hace unos minutos, tu tía está con ella –cuenta afligida.

—¿Cómo?

—Como te estoy comentando –aseguró Dory.

—Salgo para allá.

Ana se apresuró, tomó una lapicera y escribió una nota para Mariano, dejándola por arriba del regalo. Luego recogió su bolso y salió a pasos largos hacia el ascensor. Ya en la calle no dudó y se subió al primer taxi que paró, al levantar la mano. Sentada en la parte de atrás del auto pensó rápidamente en la madre y preguntó si podían ir un poco más rápido.

—Si el tráfico me permite lo haremos –respondió el chofer.

El calor se levantaba con más fuerza desde el cemento y Ana miraba de reojo al chofer y su reloj, en pocos minutos estacionó el taxi enfrente de la casa y tras abonar, se bajó del auto traspirada y golpeó la puerta.

—Llegaste –dijo Norma.

—Sí, ¿cómo está mamá?

—Digamos que mejor –pudo decir Norma también afligida.

Caminaron hacia la habitación y allí se encontraba la doctora tomándole con el tensiómetro la presión, le apoyaron dos almohadas en la espalda para continuar con el estetoscopio. Al final de la revisión:

—Muy bien –vaciló la doctora.

—Qué tiene mi mamá –consultó Ana.

—Tu mamá tiene elevada la presión. Tendríamos que llevarla al sanatorio para hacer unos análisis así sabremos con exactitud. –Al despedirse de la médica, se prepararon las tres para salir hacia el sanatorio.

La casa de Isabel y Norma es grande, además de tener un comedor amplio, tiene tres habitaciones con un patio trasero lleno de plantas, un taller de ropa al costado y un tilo que da sombra a una buena parte del patio. El contrafrente también posee un patio, pero más pequeño con rejas al límite de la vereda. Isabel es una mujer robusta de cabello corto de unos sesenta y cinco años, menor que su hermana Norma. Es un poco caprichosa, salió al patio bajo el intenso calor y tomó una manguera para regar las plantas, en minutos sintió mareos llamando a gritos a su hermana. Cuando llegaron a la cama, Norma observó que Isabel presentaba nuevamente mareos y una gota de sangre en la nariz. A partir de ahí pidió ayuda a Dorita.

Mariano se tomó un minuto de descanso en la oficina con el aire acondicionado de frente, agarró el teléfono y llamó al departamento para hablar con Ana, al no recibir respuesta; llamó a Martín, pero fue atendido por Raquel, con entusiasmo

—Martín está de vacaciones, se quedó en la casa de un compañero –dijo Raquel. Aprovechó el llamado y lo invitó a cenar antes de la Navidad. Mariano dudó por un momento, pero le recordó que, para estas fechas, tiene la cena de fin de año con los compañeros de la empresa.

Después de la separación los dos mantuvieron un buen diálogo, compartieron reuniones con y sin Martín, hasta hubo ocasiones en que Ana ha sospechado de estos encuentros. El defecto más simple que acompañó a Mariano fue que ha sido siempre descuidado en sus fechorías y esto provocó serios problemas con sus parejas.

En el sanatorio, aguardaban que llegaran los resultados de los análisis, Ana se encontraba inquieta, se paseaba por la sala, hasta que fue por un café de máquina, cuando regresó vio que un médico hablaba con Norma, se acercó con prisa

–Qué tiene mi mamá, doctor –consultó.

—Su mamá por lo general se encuentra bien, ha tenido un pico de presión, además la diabetes se observa un poco elevada. La vamos a tener unas horas en observación para ver cómo sigue –manifestó el doctor.

Mientras que Isabel dormía en la cama; la tía lo hacía en una silla. Ana sacó su libro del bolso, comenzó a leer unas hojas, pero en ningún momento se pudo concentrar, sin pensar en Mariano, se acordó de Dolores, “su hermana”, hacía meses que no se encontraban, pero sí dialogaban por teléfono cuando tenían tiempo. Ella se recibió de contadora pública unos pocos años atrás. Ana siempre le insistió en que terminara su carrera, ofreciéndole su ayuda, pero solo aceptó consejos y logró terminarla.

Hoy Dolores se encuentra en una posición económica difícil, a raíz de que una de las tres socias del estudio contable se retiró y se llevó gran parte de los clientes. Eso dificultó a las dos mujeres que se quedaron en el estudio.

Llegando la tardecita, Ana miró por una ventana y se dio cuenta de que llovía con intensidad.

—Siempre antes de Navidad llueve –expresó Isabel desde la cama y se acordó de su yerno.

—¿Mariano lo pasa con nosotros o con su familia?

Ana se dio vuelta desde la ventana y se acomodó al lado de la madre para responder.

—Lo único que sé es que mañana lo pasa con nosotros y Año Nuevo con su hijo.

—Bueno, si mejoro lo esperamos –contestó Isabel, pero con un tono suave.

La lluvia paró, las tres mujeres recibieron el alta con entusiasmo.

—Tendrá reposo por cuarenta y ocho horas, mucha agua, comidas livianas y sin sal –comunicó el médico.

Salieron en un taxi en dirección a la casa, ya estaba oscureciendo y muy húmedo. Al bajar del auto, fueron directo a la habitación de Isabel a continuar su reposo.

—Te traigo un té –ofreció Ana, se dispuso a prepararlo, cuando sonó el teléfono, era Mariano, se encontró con la nota y el regalo.

—Muchas gracias –dijo él antes de preguntar por su suegra.

—De nada– respondió Ana, después de un silencio Mariano consultó por Isabel.

—Se encuentra mejor –contó ella y agregó–: Tiene que hacer reposo. ¡Ah…! Antes que me olvide. Mamá te espera el miércoles –insistió Ana.

—Allí estaré.

Esa misma noche, Juan pasó a buscar a Stella por su departamento y se dirigían a la reunión a la que fueron invitados por Laura. Cargó una botella de vino tinto y ella media docena de latas de cerveza y helados. La reunión duró varias horas; Stella y una amiga de Laura tomaron unos tragos de más, mientras Juan solo bebió media copa de vino. Su respeto con el alcohol lo tuvo siempre y más cuando manejaba.

Pasada la medianoche y tras recibir un buen agasajo por parte de Laura, se levantaron para retirarse. Juan se ofreció a llevar tanto a Stella como a la amiga de la anfitriona a sus casas. Ya en el auto las dos mujeres iban cantando dentro de la cabina. Él en un momento quiso soltar una risa, pero se dio cuenta de que estaban ebrias. Al llegar a destino se bajó la joven amiga de Laura riéndose a carcajadas.

—Muchas gracias –exclamó desde la vereda.

—Ha sido un placer –contestó y siguió su camino en dirección a la casa de Stella–. Te encuentras bien –consultó él.

—Sí –respondió Stella.

En minutos, llegaron hasta la puerta del edificio donde vive Stella, se quitó los zapatos antes de bajar.

—Espero que mi tía no me vea así y no quiero hacer ruidos –dijo también riéndose. Se bajó y quedaron en encontrarse nuevamente en el local, más tarde.

Un día antes del día veinticuatro, Ana vio la luz del amanecer y escuchó el canto de los zorzales, se levantó a calentar una pava con agua para tomar mates, fue hasta la habitación de la madre y se dio cuenta de que dormía como un ángel. Salió al patio a recibir los primeros rayos del sol cuando de repente sintió el arrastre de unos calzados, era Norma.

—Buenos días, tía.

—Hola, cómo dormiste –preguntó Norma.

—Muy bien, recién fui a ver a mamá y duerme como un ángel.

Norma escuchó que Ana se había levantado temprano y recordó cuando vivía en la casa y hacía lo mismo para estudiar debajo del tilo, pero a Norma le inquietaba algo más con respecto a su hermana y por eso aprovechó que ella estaba sola.

—Necesito hablar contigo, pero quiero que quede entre tú y yo –le dijo.

—Sí, claro, te escucho –pidió Ana con asombro.

—Yo diría que tu mama está preocupada quizás por tu relación con Mariano, no te ve feliz como lo primeros días que comenzaste con él, permíteme decirte que también se da cuenta de que ya tienes 36 y si piensas que estás a tiempo de ser mamá, aprovéchalo –finalizó Norma con criterio, mientras que ella jamás hubiera esperado dicho comentario.

—Estoy sorprendida –contestó Ana.

—Me imagino.

Ana María suspiró hondo tratando de encontrar una palabra, la tomó del brazo a la tía para responder.

—Tengo muchas ganas de ser mamá, pero eso no depende de mí, lo intento, lo busco y estoy segura de que lo seguiré intentando –le dijo con los ojos brillosos. Abrazó a la tía con fuerza y unas lágrimas resbalaron por sus mejillas.

Cerca de las ocho y media se despertó Isabel con apetito y pidió abrir la ventana para dejar entrar la luz del día. Desayunó un té con leche y una tostada, luego Ana se acomodó en una punta de la cama para consultar por ella.

—Estoy mejor –dijo y dialogó un buen rato con la madre, hasta que decidió salir a la calle para hacer las compras navideñas.

La librería presentaba un gran movimiento de clientes, Stella tenía el rostro dormido, bostezaba a cada momento y pasaba por el baño a lavarse la cara. Juan se percató de que había perdido su característica sonrisa y se acercó para decirle si quería retirarse a la casa a descansar.

—No, ya se me va a pasar –respondió y fue a la cocina por una buena taza de café.

Más tarde y lúcida, ella le agradeció su buen gesto, limpió gran parte del salón y cargaron unas cajas en el auto. Juan le recordó que Pedro los invitó a pasar Navidad en su casa y la duda era si estaba en condiciones para asistir.

—Por supuesto que iremos –contestó Stella.

Mariano llegó al departamento más temprano de lo habitual, el silencio y la soledad eran un poco bondadosos para con él, se abrió una cerveza y poco después llamó a Ana, preguntó por Isabel con cautela y antes de colgar, prometió llegar antes del mediodía para celebrar juntos la Navidad.

Ingresó a la ducha para más adelante prepararse a la anunciada cena con los compañeros de la empresa, pero antes recordó a Claudio que le imploró que no bebiera. Estaba en vísperas de las fiestas y para él era inevitable no tomar.

Al salir del baño con una toalla envuelta en la cintura, escuchó el teléfono a unos metros. Corrió hacia él, pensando que fuera Ana nuevamente, pero no.

—Hola –dijo.

—Hola, Mariano, ¿estas ocupado? –preguntó Raquel.

—No, ¿pasó algo con Martín?

—Martín se encuentra bien. ¿Hoy tienes la cena con tus compañeros?

—Así es.

—Quieres que nos encontremos en un restaurante y tomamos unas copas, cuando termines la reunión.

—Podría ser –murmuró Mariano.

En la cena Mariano se encontraba sentado al lado de su amigo Claudio, en ese momento solo había tomado una copa de vino blanco para acompañar la comida, pero la tentación para él fue grande, se sirvió otro medio vaso, ante la mirada fija de su amigo. Trascurridas unas horas y ya finalizando la reunión, sonó el teléfono móvil en uno de sus bolsillos, él se paró y pidió permiso para atender.

Raquel del otro lado apretaba los dientes rogando que atendiera, en segundos se percató de que Mariano levantó la llamada.

—Hola, ¿nos reunimos? –insistió con la invitación

Mariano titubeó un segundo y luego sin dudar dijo:

—Bueno, nos encontramos en el restaurante de siempre.

Se despidió del resto y salió en dirección al lugar. Raquel fue la primera en llegar al restaurante, vestía un pantalón ajustado color azul, con una camisa de seda color marrón y labios bordó. Al encuentro se abrazaron y fueron por una mesa del fondo para dos personas. Raquel cambió su pedido de un café por un gin tonic y él pidió un champán. Ya casi tres de la madrugada solo quedaban dos mesas ocupadas y una era la de ellos. Siguieron por unas copas de licor de dulce de leche y margarita.

Cerca de las cinco y media, Mariano ya no coordinaba sus palabras, sus ojos se le cerraban constantemente, mientras que Raquel se encontraba más lucida y consciente. Pagaron una cuenta abultada y unos de los mozos lo ayudó a Mariano a subirse a un taxi.

Raquel lo acompañó hasta la puerta del edificio y ella siguió su camino con el auto. Por su parte Mariano recibió la luz del día en el departamento, fue hasta el baño y comenzó a vomitar en la bañadera, en el piso y sin atinar en el inodoro, tras unos minutos se pudo lavar la cara y se desplazó a la habitación quitándose la ropa, dejando todo en el piso, se quedó acostado y envuelto con una toalla, con la boca hacia arriba.

Ana no recibía noticias de Mariano. Lo llamó dos veces al teléfono del departamento, al móvil y partir de ahí se quedó preocupada.

Cocinaron con la tía durante toda la mañana y limpiaron la casa, en un momento se quitó el delantal y, ya angustiada, fue a hablar con la madre que se encontraba debajo del tilo, cosiendo una prenda.

—Mamá, me voy a ausentar dos o tres horas –dijo.

La madre la miró por encina de sus anteojos y frunciendo la frente dijo:

—Bueno cuídate. –Fue lo único que pudo responder. En minutos, salió hacia la estación de Ramos Mejía, recibiendo el característico calor sofocante de diciembre. Tras llegar a la ciudad se tomó un taxi en dirección al departamento.

—Llegamos, señora –indicó el chofer. Se bajó y caminó apresurada hasta la entrada. Al instante le abrió el personal de la vigilancia, saludó con la mano dirigiéndose al ascensor y, ya en la puerta del departamento, al abrir sintió un olor a rancio, de inmediato se tapó con una mano la nariz.

Ana no podía creer lo que estaba viendo, en sus dos días de ausencia, había botellas de cerveza en la cocina, fue hasta el baño y no pudo entrar por su aspecto deplorable.

—¿Qué es esto? –murmuró. Dos pasos más, lo vio acostado semidesnudo con una toalla al lado.

Parada en la punta de la cama dio un vistazo a la habitación y se encontró con la ropa en el piso, los zapatos desparramados y la ventana con los vidrios cerrados. Sorprendida por todo lo que estaba observando recogió la ropa, pero en un segundo se dio cuenta de que la camisa tenía manchas de bebidas de todo tipo, de color y un aroma a floral que provenía del cuello de la camisa. Además de manchas de lápiz labial.

Se quedo inmóvil con la camisa en la mano, luego con bronca lo tiró en un canasto para lavar, pero fue por más, introdujo la mano en el bolsillo del pantalón y se encontró con la billetera y un recibo de pago con tarjeta con una infinidad de bebidas.

—¡Guau! Sí que tomaron –dijo en voz baja.

Fue hasta la heladera y se sirvió un vaso de agua bien fría para tratar de despejarse un momento de lo que estaba sucediendo. Volvió a cargar otro vaso con agua hasta que sintió vibrar el teléfono móvil de Mariano, que estaba arriba de la mesa. Levantó la llamada con suavidad sin emitir un sonido y era Raquel.

—Hola, Mariano, me escuchas, ¿te encuentras bien?

Ana siguió en silencio unos segundos hasta que colgó y caminó lentamente hacia la habitación, abrió el ropero, sacó un bolso y comenzó a cargar ropa y calzado. Mariano se despertó con dolor de cabeza, cuando abrió los ojos vio a Ana sentada en una esquina de la cama.

—¿Qué hora es? –preguntó.

—Las cuatro de la tarde –contestó ella y consultó–: ¿A qué hora llegaste?

—No lo sé, creo que a las tres de la mañana –contestó.

—Veo que tomaron mucho –siguió Ana indagando.

—No mucho, quizás me cayó mal la cena.

Ana comenzó a escuchar mentiras, y no quiso seguir preguntando. Vio que Mariano se levantó mareado y fue al baño, regresó de inmediato al comedor por el olor que había y le produjo arcadas. Disolvió una pastilla en un vaso de agua para tomar, y regresó a la cama.

Ana observó la secuencia ya plasmada y resignada por todo lo que vio y solo le quedaba una duda para consultar.

—Quiere decir que hoy no pasas Navidad con nosotras.

—Si me recupero voy.

Al retumbar estas palabras en sus oídos, sintió más enojo y un poco de angustia, los ojos se pusieron húmedos con ganas de llorar. Desde ese momento ya no supo qué decir y lo único que trató de dejar en claro sobre las fiestas:

—Hoy no quiero que vengas a casa y para Año Nuevo pásalo con tu familia–. ¿De acuerdo? –sentenció ella enérgica, recogió su bolso y salió corriendo hasta el ascensor. Por el calor que aun reinaba en la tarde, la elegancia la tenía perdida y su frente llevaba gotas de sudor, cuando se acercó a la puerta del edificio, justo iba a abrir, se encontró con un guardia de seguridad en la conserjería.

—Señora, le puedo hacer una pregunta –dijo.

Ana se detuvo nerviosa, apoyando la mano en el picaporte y giró hacia el hombre.

—Sí, lo escucho –sugirió ella.

—¿Cómo está su marido?

—Bien, ¿por qué? –consultó ella intrigada.

—Hoy cerca de las seis de la mañana, estábamos en el cambio de guardia y vimos que bajó de un taxi acompañado de una dama, yo lo llevé hasta el ascensor y luego a su departamento. Se tomó hasta el agua de los floreros el señor –finalizó.

Era lo último que tenía escuchar, se quedó con la mirada fija en la puerta y tragando saliva logró responder:

—Se encuentra mejor. Gracias –salió sofocada a la calle, caminó unos pasos en dirección a una esquina y se subió a un taxi. Sentada atrás iba pensativa y distante, recordó lo sucedido con Mariano, las bebidas, sus mentiras, el perfume y posteriormente lo que dijo el guardia de seguridad. ¿Lo acompañó una dama?

—Qué vergüenza –pensó.

Llegó a la casa muy angustiada, tiró el bolso en una silla y se recostó con la puerta cerrada de la habitación. Isabel observó detenidamente su reacción y se acercó a ella para tratar de entender lo que pasaba, pero Ana en pocos minutos salió de la pieza y la llevó al patio a la madre para comentarle gran parte de lo sucedido.

Cerca de las catorce horas, cerraron el local y Stella aprovechó para ir directamente al departamento de la tía a dormir unas horas. Mientras que Juan llegó a la casa tratando de descansar, pero al momento que se relajó en el sofá sonó el teléfono y se levantó lentamente para atender. Era su primo Vicente desde Valmaseda.

—Aupa, Juan –saludó Vicente en euskera.

—Hola, primo, qué sorpresa –respondió Juan.

Tras dialogar por unos segundos, Juan al instante preguntó por la tía.

—¡Pues!, mamá está mayor y le cuesta caminar por consecuencia de la cadera –contó Vicente y siguió–. Yo, qué te puedo contar, cuidando de la Cazona, la granja y de ella por supuesto. Hace unas horas, llegué del pueblo y nos visitó el Olentzero. Fue mucha gente a la plaza San Severino y ahora voy a preparar las mesas, porque tendremos invitados del pueblo, más la cuadrilla –concluyó.

Mientras escuchaba a su primo recordó a la Cazona y la extensa cultura e historia vasca. Regresó al audio del teléfono y casi despidiéndose, pudo escuchar que Begonia necesitaba hablar con Juan, sin decir el motivo.

—Lo haré lo antes posible –expresó Juan.

—Agur –Adiós, se despidió Vicente en euskera.

Juan al dejar el teléfono fue por una taza de café, se quedó pensando de qué querría hablar Begonia, y le vino a la memoria la llegada del Olentzero. La historia se la contaba su abuelo y raras veces su padre, sobre este personaje mitológico. Se dice que hace muchos años, descendió de las montañas un carbonero de aspecto sucio y borrachín en busca de alimentos. Al principio, los pobladores y los niños lo tomaron como una persona aterradora, hasta que pasaron los años y fue tomando confianza entre la gente. Tal es así que en vísperas de Navidad bajaba con regalos para los chicos y se retiraba.

Mitología y verdad: hoy el Olentzero reemplaza en algunos pueblos vascos a Papá Noel y los Reyes Magos con grandes celebraciones, más regalos navideños y augurios de buenas fiestas.

Unas horas después Juan pudo descansar y se encontraba preparado para asistir a la casa de Pedro. Stella recuperó su sonrisa habitual y contagiosa, se acercó al departamento de Juan para ir juntos, presentaba un vestido cálido y floreado y unos zapatos taco alto y labios rojos. Al verla Juan la aplaudió:

—Estás muy elegante –dijo.

—Gracias –respondió Stella.

Días Inesperados

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