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La Alianza Atlántica marcha hacia el Este

Gilbert Achcar

Tras la caída del muro de Berlín, en 1989, seguida del derrumbe del sistema de Estados comunistas, de la unificación de Alemania, de las disoluciones de la URSS y del Pacto de Varsovia, Occidente se encontraba ante una alternativa que la historia del siglo XX permitía formular con gran rigor. Frente al imperio ruso, el gran derrotado de la Guerra Fría, dos actitudes remitían nuevamente al tratamiento reservado a Alemania al término de las dos guerras mundiales precedentes: ya sea la humillación del perdedor, a la manera de la paz de Versalles de 1919, ya sea su integración en una Europa en vías de unificación como ocurrió con la República Federal de Alemania (RFA) (1). La experiencia histórica sugería optar por la segunda fórmula sobre todo porque la Rusia de 1991, como la Alemania de 1945, atravesaba una mutación radical, al incorporarse al liberalismo político y económico de ese Occidente al que había combatido durante tanto tiempo.

La ira de Moscú

Esa opción correspondía a la lógica gaulliana de una Europa que se extiende “del Atlántico al río Ural”: el hombre que había decidido retirar a Francia de la estructura militar integrada de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) en 1966, para preservarla de la hegemonía de Washington, probablemente hubiera recomendado la disolución de la Alianza después de 1991 en beneficio de una seguridad euro-atlántica administrada en el marco de la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa (OSCE) y apoyándose en un sistema de defensa europeo (2). Se habría fijado como objetivo la integración a futuro del conjunto de los países de Europa del Este en la Unión Europea, incluida, y sobre todo, Rusia. Habría visto en la alianza franco-rusa y euro-rusa la forma de lograr un doble reequilibrio: el de Europa frente a una Alemania unificada y el del mundo frente a un Estados Unidos triunfante.

La voluntad de conjurar esta perspectiva de una Rusia integrada en el seno de Europa Central, la que, por consiguiente, ya no necesitaría de la tutela estratégica de Estados Unidos es la única base racional de la opción hecha por Washington. Sometido a la demanda apremiante de los dirigentes poscomunistas de Europa Central, sostenida por el canciller alemán Helmut Kohl y retomada por los “realistas” del establishment de la política exterior estadounidense, con Zbigniew Brzezinski y Henry Kissinger al frente, el presidente William Clinton, tras alguna vacilación, cedió y, en enero de 1994, proclamó su voluntad de ampliar la Alianza Atlántica a los ex vasallos europeos de Moscú, confirmando así la vocación de escudo antirruso de la OTAN y desatando la ira de Rusia.

La administración Clinton, tironeada entre las dos opciones “liberal” y “realista” de la política exterior estadounidense, optó por una solución presentada como intermedia, pero que en Moscú fue percibida como fundamentalmente hostil: una ampliación de la OTAN hacia el Este, compensada por el pobre premio consuelo que constituía el Acta Fundacional OTAN-Rusia, firmada en París en mayo de 1997 (3). Tanto en este ámbito como en el de la ayuda económica a Rusia –aunque lejos de un nuevo plan Marshall que ese país necesitaría para finalizar su mutación–, la actitud de la administración Clinton ilustraba perfectamente el siguiente dilema descrito por un opositor estadounidense a la ampliación: por un lado, la no asistencia a Rusia crearía el riesgo de un caos peligroso o de la escalada del revanchismo; por el otro, la reconstrucción del poderío económico ruso resucitaría la hegemonía regional de Moscú y la bipolaridad geopolítica.

Una ratificación sin debate

La ampliación fue oficializada en la cumbre de la OTAN de Madrid, en julio de 1997, dado que la opción de los candidatos admitidos (Polonia, Hungría, República Checa) había sido impuesta de forma restrictiva por Washington contra la voluntad de los socios europeos deseosos de incluir a otros países (Rumania, Eslovenia) (4). Sin embargo, para la Casa Blanca faltaba hacer lo más duro: aunque su decisión se basó en una apuesta cuyos riesgos eran ante todo europeos, paradójicamente era en el propio Estados Unidos donde el acuerdo se exponía al mayor riesgo de ser rechazado.

Efectivamente, el contraste fue grande entre la intensidad que tuvo el debate en Estados Unidos y la forma en que se consiguió la ratificación, a veces a las apuradas, por parte de los Parlamentos europeos. Sólo pequeñas minorías se opusieron, en Europa, a esta grave decisión: exceptuando a algunos partidos particulares de derecha, como en Italia la Liga Lombarda (ancestro de la Liga del Norte) en nombre de la independencia de “Padania”, el rechazo provino de los comunistas, entre ellos el Partido Comunista francés y el Partido de la Refundación Comunista italiano, así como de algunos grupos de los Verdes (5).

En Francia, el voto de las dos Cámaras pasó prácticamente desapercibido, tras un debate de una brevedad increíble. Hasta el grupo parlamentario compuesto por los radicales de izquierda, los amigos de Jean-Pierre Chevènement y los Verdes votó la ratificación, tras haber expresado algunas reservas. Esto ocurrió después de que un presidente “gaullista” –Jacques Chirac– se embarcara de una manera resuelta en la vía de una reintegración de Francia en las estructuras militares de la OTAN, defendiendo, además, una ampliación aun mayor de la misma.

Del otro lado del Atlántico y contrariamente a sus socios europeos, la administración Clinton tuvo que desplegar esfuerzos considerables para obtener la mayoría de los dos tercios del Senado, necesaria para ratificar esta modificación de un tratado internacional. Mientras que el debate se encendía en el seno del establishment, extendiéndose en la gran prensa, ésta también dividida acerca de la cuestión, la administración hizo que intervinieran todos los lobbies interesados por la ampliación: aparte de los militares y el Departamento de Estado, dirigido en esa época por Madeleine Albright, quien nunca dejó de recordar su origen checo, el rol principal lo desempeñaron los lobbies “étnicos” de estadounidenses originarios de los países de Europa Central y Oriental y, por supuesto, el lobby de las industrias de la defensa, que iban a reservarse la parte del león sobre el mercado de la reconversión militar de los ex satélites de Moscú, en nombre del principio de “la interoperabilidad” necesaria para el buen funcionamiento de la OTAN (6).

El Senado estadounidense se mostró muy escrupuloso respecto del costo de la operación. En consecuencia, la administración, con la complicidad de la burocracia de la Alianza Atlántica, se esforzó para minimizar el monto total. Después de que la Oficina de Presupuesto del Congreso estadounidense (Congressional Budget Office) hubiera estimado, en 1996, que el costo de la integración de los cuatro países de Visegrado (Polonia, República Checa, Eslovaquia y Hungría) alcanzaría entre 61.000 y 125.000 millones de dólares repartidos en quince años, el Departamento de Defensa redujo la evaluación a un máximo de 35.000 millones en trece años; un monto todavía considerable, pero en el que la porción que incumbía a Estados Unidos no debía exceder un total de ¡2.000 millones en diez años! Luego, en el otoño de 1997, el Comité militar de la OTAN vino en su auxilio estimando que el costo adicional de la ampliación para el presupuesto de la Organización (al que Washington contribuye en un cuarto) no debería exceder los 1.500 millones en diez años, estimación inverosímil que el Departamento de Defensa se apresuró a aprobar, ¡rebatiendo sus propios cálculos anteriores!

Nueva doctrina estratégica

Finalmente, en la noche del 30 de abril de 1998, la ratificación fue votada por una cómoda mayoría de ochenta votos de los cien con que cuenta el Senado, tras cuatro días de debates animados. De todos modos, venía acompañada de una muy larga resolución, que contenía instrucciones restrictivas sobre la evolución de la OTAN y la nueva doctrina estratégica elaborada por Washington.

Los puntos salientes de ese texto capital son los siguientes: la principal consideración invocada para justificar la ampliación es “la posibilidad de resurgimiento de una potencia hegemónica que confronte con Europa” e intente invadir Polonia, Hungría o la República Checa; las decisiones y la acción de la OTAN son independientes de cualquier otro foro intergubernamental: ONU, OSCE, Cooperación Euroatlántica, etc.; Rusia no tiene ningún derecho de veto sobre las decisiones de la Alianza Atlántica, ni siquiera en el seno del Consejo Conjunto Permanente OTAN-Rusia; la OTAN puede comprometerse en misiones más allá de su propio territorio, si hay consenso entre sus miembros sobre la existencia de una amenaza para sus intereses; el liderazgo de Estados Unidos en la OTAN resulta reafirmado, incluida la presencia de sus oficiales en los principales mandos.

Traducción: Bárbara Poey Sowerby

1. Véase el artículo del historiador estadounidense de la Guerra Fría, el profesor John Lewis Gaddis, “History, grand strategy and NATO enlargement”, Survival, Londres, Vol. 40, N° 1, primavera de 1998.

2. Véase Paul-Marie de La Gorce, “Quand l’Europe refuse une défense... européenne”, Le Monde diplomatique, París, julio de 1997.

3. Ese acuerdo, firmado el 27 de mayo de 1997, sobre las nuevas relaciones entre la OTAN y Rusia instauraba, en particular, un Consejo Conjunto Permanente (CCP) entre la Alianza y Moscú. En mayo de 2002, fue reemplazado por el Consejo OTAN-Rusia (COR), suspendido en abril de 2014 tras la intervención rusa en Ucrania. Véase también Paul-Marie de La Gorce, “La Alliance atlantique, cadre de l’hégémonie américaine”, Le Monde diplomatique, París, abril de 1999.

4. Rumania y Eslovenia, al igual que Bulgaria, Estonia, Lituania, Letonia y Eslovaquia, se integraron a la OTAN en 2004, al término de la segunda fase de ampliación de la Alianza decidida en la cumbre de Praga de mayo de 2002.

5. Las oposiciones de izquierda a la OTAN querían imponer el OSCE y la ONU como marcos de gestión de las crisis en el mundo de la pos Guerra Fría.

6. Véase Jeff Gerth y Tim Weiner, “U. S. arms makers lobby for NATO expansion”, International Herald Tribune, París, 30-6-1997, así como el edificante informe de William Hartung, Welfare for Weapons Dealers 1998: The Hidden Costs of NATO Expansion, publicado por el Arms Trade Resource Center del World Policy Institute, The New School for Social Research, Nueva York, marzo de 1998.

La nueva guerra fría. Rusia desafía a Occidente

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