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Tratamiento de rejuvenecimiento para el neoliberalismo en Europa del Este

Ibrahim Warde

“Las reformas revolucionarias son más fáciles y más divertidas cuando se hacen en otro lado” (1). El profesor Edwin Reischauer, que fue embajador estadounidense en Tokio, describía con estas palabras el ahínco de los funcionarios de su país de la segunda posguerra que querían “reconstruir” Japón con la ayuda de dirigentes dóciles que seguían afectados por la derrota de su nación.

Después de 1989, una nueva generación de hacedores de revolución intentó transformar Europa del Este y la ex Unión Soviética. Estos países se encontraban desprovistos de instituciones y de recursos y con sociedades civiles embrionarias. No tenían más opción que la de acoplarse a un sistema que prometía combinar libertad y prosperidad. Sus élites, compuestas por disidentes sin experiencia gubernamental o por reformadores de última hora, formados en las altas esferas comunistas, estaban a merced de expertos y burócratas que venían de afuera, a la vez guías, gendarmes y proveedores de fondos.

La caída del comunismo, que sorprendió por su carácter repentino y su amplitud, no estuvo acompañada por ningún modelo de recambio o programa de gobierno. En aquella época, el pedido de auxilio lanzado al otro campo coincidió, lamentablemente, con una crisis de liquidez sin precedentes en los países capitalistas (2). Y la paradoja es que fue precisamente la incapacidad de financiar verdaderamente las reformas lo que condujo a estos países a erigirse en consejeros pedantes.

El encanto de un liberalismo puro y duro se explicaba en parte por la convergencia de los eventos –los partidarios del dogma anterior tienden a inclinarse por el dogma opuesto (3)–; así, las condiciones impuestas por quienes ofrecían ayuda constituyeron un factor decisivo. Algo extremadamente paradójico: mientras que el pensamiento económico atravesaba su mayor crisis, las organizaciones internacionales eran cada vez más criticadas y los agentes del liberalismo a ultranza eran desacreditados en Estados Unidos y en Europa, el neoliberalismo se encontró a la vanguardia de una revolución que no había previsto.

Los años 80 no fueron dóciles para el dogmatismo económico, ni para sus aduladores. En junio de 1989, poco antes de la caída del Muro de Berlín, Maurice Allais, premio Nobel de Economía, lo resumía de este modo: “Estos últimos cuarenta y cinco años estuvieron dominados por toda una sucesión de teorías dogmáticas, siempre sostenidas con la misma seguridad, pero absolutamente contradictorias entre sí, todas igual de irrealistas, y abandonadas una tras otra bajo la presión de los hechos.” (4)

Por su parte, el Fondo Monetario Internacional (FMI) y el Banco Mundial acababan de ser desacreditados en el momento de la caída del comunismo. Acusados, por un lado (en los Estados Unidos de Reagan, por ejemplo), de malgastar los fondos públicos y, por el otro, de ser responsables de los repetidos “motines del pan”, estos organismos no fueron ajenos a la crisis de la deuda de los años 80. Los “ajustes estructurales” impuestos por el FMI terminaron en fracaso, y minuciosos estudios develaron la incuria y los abusos de los “magnates de la pobreza” (5).

La “idea” de Jaques Attali

¿Cómo explicar entonces que los economistas y las organizaciones internacionales hayan recuperado todo su esplendor con la desaparición del bloque del Este? Porque vivimos, pensaban ellos, el “fin de la historia”: el triunfo del liberalismo tornaba superfluo, según ellos, lo político, y lo reducía todo a problemas técnicos abordables sólo por los expertos (6).

De este modo, la tríada Fondo Monetario Internacional-Banco Mundial-Banco Europeo para la Reconstrucción y el Desarrollo (BERD) se convirtió en un punto de paso obligado para la transición hacia una economía de mercado: alguno de sus miembros se interponía siempre para aconsejar, financiar, y sobre todo otorgar los certificados de buena conducta necesarios para obtener la ayuda extranjera. La creación del BERD, en abril de 1991, ilustra las derivas y los abusos de los hacedores de revolución. Concebido a partir de una “idea” de Jacques Attali, su primer presidente hasta 1993, el “Banco Europeo” se convirtió rápidamente en realidad –y en pretexto para la generación de otras burocracias–. Para justificar la creación de un organismo cuyas funciones se superponen con las de otras instituciones ya existentes –“un tercio Comunidad Europea, un tercio Banco Mundial, un tercio Banco Lazard o JP Morgan”– (7), fueron necesarios los numerosos talentos del consejero especial de François Mitterrand, para que “la primera organización de la pos Guerra Fría” fuera un banco, embrión emblemático y financiero de un nuevo orden mundial. Para Attali, el BERD era “la primera institución internacional en proponer una doctrina sobre la democracia, los derechos humanos y el multipartidismo” (8). Sus recursos financieros podrían permitirle “forzarles la mano” a los refractarios. Por otra parte, el banco podía convertirse en accionista del sector privado de los países que “aconsejaba”. Esto le permitía a la vez tomar decisiones sobre la estructura política de un país, financiar sus proyectos, establecer las reglas del juego económico, y, además –quizás lo más importante– ofrecerse como accionista de sus mejores empresas.

Todo proyecto de reforma en el Este debía recibir el aval de alguna de estas organizaciones que distribuyen puestos y prebendas a quienes se muestran más receptivos a sus mandatos. Los apparátchiks del FMI, a diferencia de lo que ocurrió en Brasil en 1982, no tuvieron necesidad de exigir una enmienda de la Constitución como condición previa para la concesión de un préstamo (9). Todas las grandes decisiones políticas (instituciones, presupuestos, reformas, etc.) fueron tomadas con la ayuda de expertos extranjeros y moldeadas según sus consejos (10). Entonces, los políticos ambiciosos quedaron bajo el dominio de los “grandes electores” del extranjero.

En los países que antes eran comunistas, un catecismo reemplazó al otro, una nueva nomenklatura suplantó a la antigua. Lo que servía de “guía ideológica” ya no era el Partido Comunista sino la nebulosa liberal. La larga obediencia al Gran Hermano de Moscú engendró en varios ex responsables una docilidad de la que se aprovecharon quienes tenían el poder de conceder los flujos de dinero. Algo que se hacía en nombre del sentido de la historia, se justificaba por las exigencias del mercado. Los dogmas estaban simplemente invertidos: la propiedad privada, es el progreso. En cuanto todos estuvieron de acuerdo sobre la necesidad de algunas reformas (privatización, reforma del sistema de precios, librecambio, creación de una infraestructura liberal), surgieron las querellas sobre cuestiones de prioridad y amplitud.

Expertos de todo tipo gravitaban alrededor de esta galaxia de arrogantes liberales, aunque sus consejos ya habían producido resultados catastróficos en sus países de origen. Los partidarios de la economía de la oferta (supply-siders), que estaban ausentes desde principios de los años 80, reaparecieron con fuerza para brindar su punto de vista sobre la reforma económica. En marzo de 1992, Jack Kemp, estandarte de la revolución fiscal de Reagan de 1981, desafortunado candidato a la investidura republicana en 1988, y en aquella época secretario de Vivienda en el seno de la administración de George W. Bush, escribe una “carta abierta a Boris Yeltsin”: le implora que trabaje con rapidez (11).

Tanto se comportaran como guías o realizaran movimientos inútiles, estos expertos revoloteaban alrededor de los nuevos líderes y aspiraban a hacer la misma carrera que el más famoso de ellos, Jeffrey Sachs, por entonces profesor de Economía en Harvard y en Rusia. Evangelizaban sobre las bondades de la competencia e ignoraban extraordinariamente las consecuencias sociales de las reformas que preconizaban.

Buenos honorarios

A pesar del espíritu de adulación reinante, algunas voces se elevaron, sin embargo, contra el poder excesivo de los consejeros. El director del Banco Central de Rusia, Georgy Matioukhine, se rebeló contra el profesor Sachs y los expertos extranjeros que exigían el acceso a sus cuentas (12). El debate político no podía ignorar la ubicuidad de los grotescos consejeros. En Polonia, se hablaba de la “brigada Marriott” para designar a estos especialistas que se desplazaban de un hotel cinco estrellas a otro ofreciendo consejos tan fastidiosos como inútiles.

Los países de Europa Central y Oriental tenían por momentos la impresión de servir de última oportunidad para los dadores de consejos que ya no eran profetas en sus tierras: políticos venidos a menos, intelectuales de segunda. Incluso Lech Walęsa, niño mimado y principal beneficiario de la ayuda occidental, parecía decepcionado. Constataba que la ayuda parecía beneficiar principalmente a los propios consejeros (13). Porque además de los honorarios que recibían por sus servicios, la “ayuda técnica” también les permitía acumular contratos y consolidar posiciones comerciales.

La ideología justificaba así las nuevas relaciones de fuerzas: la doctrina del Estado mínimo debilitaba a los gobiernos y servía de pretexto para que los predadores extranjeros se apropiaran con facilidad de sectores enteros de economías anémicas.

Traducción: María Julia Zaparart

1. Citado por Frank Gibney en Miracle by Design: The Real Reasons Behind Japan’s Economic Succes, Times Books, Nueva York, 1982.

2. Véase “Aux sources taries d’un capitalisme divisé”, Le Monde diplomatique, París, junio de 1991.

3. Eric Hoffer, The True Believer: Thoughts on the Nature of Mass Movements, Harper, Nueva York, 1951 (reeditado: 2009).

4. Le Monde, París, 29-6-1989.

5. Véase, por ejemplo, Graham Hancock, Lords of Poverty: the Freewheeling Lifestyles, Power, Prestige and Corruption of the Billion-dollar Aid Business, Macmillan, Londres, 1989.

6. Francis Fukuyama, La Fin de l’histoire et le dernier homme, Flammarion, París, 1992 (reeditado: 2018).

7. Le Monde, 24-4-1991.

8. Ibid.

9. Financial Times, Londres, 24-7-1991.

10. En Rusia, el programa económico para el año 1992 estaba explícitamente anclado a las exigencias del FMI.

11. Jack Kemp, “Houses to the people! An open letter to Boris Yeltsin”, Policy Review, Washington DC, invierno de 1992.

12. Financial Times, 16-1-1992.

13. The Christian Science Monitor, Boston, 2-3-1992.

La nueva guerra fría. Rusia desafía a Occidente

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