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El gigante soviético se desploma

Amnon Kapeliouk

Con el reemplazo, en el Kremlin, de la bandera roja del Estado soviético por la bandera tricolor de Rusia de 1917, el 26 de diciembre de 1991 a la medianoche, finalizó uno de los capítulos más agitados de la historia del siglo XX. La URSS no estalló, no desapareció del mapa como consecuencia de golpes provenientes del exterior: fue destruida desde el interior por sus propios hijos, y con un empeño asombroso. Sus tradicionales adversarios, convertidos finalmente en “amigos”, que tanto habían deseado la desaparición del “imperio del Mal”, según la famosa expresión del presidente estadounidense Ronald Reagan, sólo tenían que contemplar plácidamente esa increíble e inaudita agonía. Ni siquiera tenían necesidad de hacer esfuerzos para recoger información sobre lo que sucedía en el país: los secretos de esta gran potencia en vías de desaparición se ventilaban en los medios de comunicación, en las calles. Bastaba con entender el idioma ruso para conocerlos.

Se supo mucho más: por ejemplo, los detalles del sistema de escuchas –uno de los más sofisticados del mundo–, instalado en el nuevo edificio de la embajada estadounidense en Moscú, fueron provistos al amigo estadounidense por la propia KGB (1). Boris Yeltsin, el nuevo amo del Kremlin, quería ofrendarle al amigo alemán un regalo “humano”: Erich Honecker, el ex presidente de la República Democrática Alemana (RDA), uno de los dirigentes comunistas más fieles a Moscú.

“Fue como si uno entregara su mascota para experimentos de vivisección”, expresaba con amargura uno de los militares soviéticos que se opusieron a la extradición del viejo líder de Alemania Oriental prometida por Yeltsin al canciller Helmut Kohl.

Poco tiempo antes de su dimisión, Mijail Gorbachov seguía diciendo que los soviéticos no podían “dejar atrás la vida de [sus] padres y [sus] abuelos”. El nuevo equipo entonces en el poder, en cambio, rechazaba esa historia.

Varias causas importantes contribuyeron al estallido de la Unión Soviética, otrora gran y temible potencia dotada del arsenal nuclear más importante del mundo.

Ante todo, una crisis económica se extendió en todo el país a comienzos de los años de la perestroika (1985-1991), expandiéndose hasta provocar una situación de penurias que recordaba la de los años de la Segunda Guerra Mundial. En todas partes, resurgieron luego viejos conflictos étnicos, a veces sangrientos (existían unas ciento sesenta etnias en el vasto territorio de la URSS), debido al debilitamiento de la autoridad; luego se abandonó la ideología imperante en beneficio de nociones vagas como los “valores humanos universales” o el “equilibrio de los intereses”. La aparición, también, de una libertad de expresión bastante amplia permitió la eclosión de las corrientes políticas más diversas, incluyendo aquellas que preconizaban abiertamente la destrucción del Estado soviético. Todos supieron entonces que el Partido Comunista perdería gradualmente su lugar, su papel dirigente, su credibilidad. Finalmente, elemento nada despreciable en esta conmoción, quizás el más espectacular: la personalidad de Boris Yeltsin, convertido en Presidente de Rusia [en junio de 1991].

Yeltsin y su equipo aprovecharon el debilitamiento cada vez más acentuado del régimen, el calvario de la vida cotidiana, el fracaso democrático, e hicieron todo para destruir el Estado multinacional que era la Unión Soviética. Basándose en la idea de la soberanía de las repúblicas, lograron finalmente eliminar toda centralización, incluso cuando su función fuese de gran utilidad.

El irresistible ascenso de Boris Yeltsin se vio favorecido, entre otros factores, por una serie de errores de Mijail Gorbachov respecto de su rival. Así, en lugar de neutralizarlo manteniéndolo dentro del sistema, lo expulsó, en febrero de 1988, del buró político del Partido Comunista de la Unión Soviética (PCUS), del cual era miembro suplente, y lo empujó al sector de los intelectuales del Grupo Inter-regional de Demócratas, que sería creado en 1989. Al mismo tiempo, Gorbachov proveyó a dicho grupo de un líder popular que sabía hablarle a la gente humilde y que lanzaba promesas y proyectos que entusiasmaban al ciudadano medio. Y que rivalizó exitosamente con el número uno del régimen –algo impensable antes de la perestroika–. Apparatchik comunista bastante ortodoxo, autoritario, Yeltsin se convirtió en el símbolo de la lucha sin piedad contra el Partido Comunista, contra el socialismo –ya identificado con las penurias por amplios sectores de la sociedad– e incluso, a lo largo del año 1991, no sólo contra las estructuras del Estado centralizado agonizante, sino también contra el proyecto de confederación propuesto por Gorbachov durante largos meses, en colaboración con líderes de diferentes repúblicas soviéticas. Yeltsin no quería esa federación, y logró bombardearla. El 21 de diciembre de 1991, en lugar de la moribunda URSS, nacía la Comunidad de Estados Independientes (CEI) de once repúblicas soviéticas, que aspiraba a la instauración del capitalismo.

El triunfo de Boris Yeltsin fue decisivo y fulminante. Mientras que Gorbachov quería reformas, a veces profundas, pero siempre en el marco del sistema, Yeltsin aspiraba a destruirlo completamente. Como un verdadero emprendedor, logró hacerlo y, en ese aspecto, se vio magníficamente ayudado por el intento de golpe de Estado de agosto de 1991 (2). Al subrayar el fracaso del régimen, Yeltsin afirmaba entonces: “Gorbachov quería unir lo que no puede unirse: el comunismo con la economía de mercado, la propiedad privada con la propiedad pública, el Partido Comunista con el multipartidismo. La convivencia de estas contradicciones es imposible” (3).

La perestroika toma impulso

Valiéndose del hecho de que no estaba en el poder cuando la situación económica se volvió alarmante, Boris Yeltsin supo capitalizar el descontento de la población, más aun cuando Gorbachov se mostraba incapaz de sacar al país de la crisis. Él se presentaba, en cambio, como el hombre decidido a implementar las reformas necesarias.

La idea inicial de la perestroika –la democratización de la sociedad soviética– había sido recibida favorablemente en el país, pero los responsables que la implementaron no evaluaron bien la dimensión de la tarea que debía realizarse. Comenzaron por lo más fácil, la política, dejando de lado la economía. Introdujeron reformas en las instituciones, instauraron el multipartidismo y elecciones libres... pero, cuando el marasmo económico se agravó, todo escapó a su control.

El callejón sin salida de la economía favoreció el surgimiento de fuerzas políticas orientadas hacia Occidente, que sólo veían como solución el recurso a los métodos del capitalismo y la organización de la sociedad según ese modelo. El enfrentamiento entre Mijail Gorbachov y los movimientos que idealizaron la economía de mercado (basándose en las teorías de Milton Friedman, Friedrich Hayek y otros) fue muy mal conducido por el equipo en el poder. Dejaron que la economía se degradara en mayor medida, destruyendo precipitada y prematuramente el mecanismo que, a pesar de sus lagunas, funcionaba. La desintegración de todo el circuito económico, la explosión de todas las estructuras que existían a escala de la URSS no dieron origen a otro sistema: sólo se instaló un vacío.

¿Qué comprar?

La población esperó con temor el 2 de enero de 1992: ese día los precios se liberaron y triplicaron o quintuplicaron, según los productos. Los sectores más débiles de la sociedad –sobre todo las personas mayores y los jubilados–, que hasta entonces por precios irrisorios disponían de una vivienda, calefacción, medios de transporte, teléfono, electricidad, así como de algunos productos alimenticios, se encontraron en una situación alarmante. A comienzos de diciembre de 1991, durante una manifestación de ex combatientes, en ocasión del quincuagésimo aniversario de la contraofensiva del ejército soviético frente al asedio de Moscú por las tropas de Hitler, una pancarta expresaba toda su preocupación: “Después de haber sacrificado nuestras vidas durante la guerra, hoy tenemos que morirnos de hambre”. A fin de ese año, los ex combatientes tuvieron derecho, a modo de obsequio, a 500 gramos de arroz y un paquete de té...

Tras la disolución de la Unión Soviética, la inflación crecía entre 3% y 4% por semana [antes de explotar y alcanzar el 2.600% en el año 1992]. En noviembre de 1991, Izvestia titulaba en portada: “En los negocios, no hay nada para comprar; en cambio, se pueden comprar los negocios” (4).

Al deterioro de la economía se sumó una ausencia de poderes reales. El general Alexandr Rutskoi, vicepresidente de la Federación de Rusia, en las columnas del diario Nezavisimaya Gazeta, en diciembre de 1991, denunciaba: “En Rusia, no hay democracia, hay una total ausencia de poderes, caos y anarquía” (5). El general Rutskoi, quien representaba entonces una corriente populista, advertía sobre un restablecimiento de la economía de mercado en detrimento de vastos sectores de la población y se aseguraba de que los militares no fuesen olvidados. Del otro lado, en el equipo de Boris Yeltsin, se encontraban tecnócratas que querían poner en marcha la economía liberal a cualquier precio, como Gavriil Popov, Yegor Gaidar, viceprimer ministro y ministro de Economía de Rusia, y Guennadi Burbulis, el primer viceprimer ministro del gobierno ruso.

Sin duda, la rapidez con la que hombres de Estado e intelectuales soviéticos comunistas cambiaron de convicciones políticas dejó una sensación muy desagradable. No se trataba de simples miembros del Partido que habían gestionado su carnet para acceder a un puesto determinado, sino de dirigentes de primera línea, como Alexandre Yakovlev, miembro del buró político del PCUS durante varios años, que esperó la caída del Partido para sostener, en una conferencia de prensa: “Los bolcheviques no resolvieron un solo problema en este país”.

Traducción: Gustavo Recalde

1. TASS, Moscú, 16-12-91.

2. N. de la R.: El 19 de agosto de 1991, un autoproclamado Comité Estatal para el Estado de Emergencia, que agrupaba a los defensores de una línea dura en el seno del Partido Comunista de la Unión Soviética, ordenó el arresto domiciliario de Mijail Gorbachov en Crimea. El Comité estimaba que su proyecto de Tratado de la Unión amenazaba “la soberanía y la integridad territorial de la URSS”, otorgando una autonomía demasiado amplia a las repúblicas. Los golpistas fueron detenidos el 22 de agosto.

3. Izvestia, Moscú, 19-12-91.

4. Izvestia, Moscú, 19-11-91.

5. Nezavisimaya Gazeta, Moscú, 19-12-91.

La nueva guerra fría. Rusia desafía a Occidente

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