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2.

LA GENEROSIDAD VENCE AL EGOÍSMO

EL OBJETIVO DE ESTE CAPÍTULO ES AYUDAR a las parejas a entender que crecer en generosidad puede vencer al egoísmo. La virtud de la generosidad protege al matrimonio de la poderosa influencia del egoísmo, que Juan Pablo II considera el gran peligro para el amor. Cuando se descubren sus raíces y aflora el daño que ha provocado, se puede iniciar el proceso de eliminar mediante el cultivo de la generosidad esta causa tan importante de los conflictos matrimoniales y los divorcios.

La buena noticia es que la generosidad incrementa la felicidad conyugal. Un estudio nacional realizado en 2013 halló una correlación entre una alta calidad conyugal y unos altos niveles de generosidad. El estudio, llevado a cabo con 1365 parejas, reveló que la generosidad, entendida como pequeños actos de amabilidad, muestras de respeto y afecto, y como la disposición a perdonar los defectos y los fallos del otro, estaba positivamente asociada a la satisfacción conyugal y negativamente asociada a los conflictos matrimoniales y a la probabilidad constatada de divorcio[1].

Ken y Sandra

Aunque Sandra entró en mi despacho luciendo una amplia sonrisa, sus ojos enrojecidos e hinchados delataban la realidad. A los pocos minutos fue saliendo a la luz el motivo de su visita.

—No sé qué es lo que va mal —dijo, jugueteando con los dedos—. Quiero mucho a Ken, pero a nuestra relación le falta algo.

Luego continuó explicando que sus primeros años de matrimonio fueron exactamente como había soñado. Ken era cariñoso y atento y, después del nacimiento de su primer hijo, fue un padre colaborador.

Pero, con la llegada del segundo hijo, Ken empezó a pasar menos tiempo en casa y a dedicarlo a sus aficiones —el footing, la pesca, el golf—, o bien se quedaba sentado delante de las pantallas sin pronunciar palabra.

—Intento decirle que necesito que me ayude con los niños y que procure que no me sienta sola —decía Sandra con lágrimas en los ojos—. Yo sola no puedo con todo. Pero, en cuanto intento hablar con él, lo único que dice es que soy una egoísta. Me recuerda cuánto trabaja para mantenernos. Y es cierto, pero ¿soy egoísta por querer que pase más tiempo con nosotros en lugar de dedicarse a trabajar y a ver deportes en la tele, y a jugar al golf con sus amigos todos los fines de semana?

Las lágrimas empezaron a correr por sus mejillas.

—A veces pienso que internet y su televisión de pantalla grande le importan más que yo.

A la siguiente sesión asistió el propio Ken. Me dio la sensación de ser un hombre íntegro y de fe al que le extrañaban las quejas de su mujer.

—Trabajo mucho por ella y por mis hijos: no sé qué estoy haciendo mal. Lo único que intento es descansar, igual que hacía mi padre.

Añadió que no se había dado cuenta de que el hecho de pasar tanto tiempo separado de Sandra y de sus hijos la hiciera sentirse tan dolida y tan desamparada.

Esta historia la he escuchado muchas veces. El dolor de Sandra no era producto de su imaginación. Sin darse cuenta, Ken se había dejado llevar por el poderoso tirón del egoísmo. Poco a poco se fue encerrando en sí mismo y apartándose de su mujer y de sus hijos, disfrazando su egoísmo de la necesidad de descanso para compensar las exigencias del trabajo. En su opinión, trabajar tanto lo hacía merecedor de disfrutar del ocio. Lo cierto es que el egoísmo había cambiado a Ken. Ahora pensaba más en sí mismo y menos en su mujer y en sus hijos, y situaba sus deseos y sus necesidades por encima de los de ellos. Sandra creía que él se merecía ese tiempo de ocio y, sin quererlo, permitía su conducta.

Ken se mostró muy receptivo a la desazón de Sandra y manifestó su intenso deseo de cambiar para evitar el dolor que provocaba en ella su falta de consideración.

—Te quiero, Sandra —dijo—, y no tengo ninguna intención de hacerte daño. Creía que el matrimonio funciona así: que, después del trabajo, el marido puede hacer lo que quiera, como hacía mi padre, y que la mujer lo consiente, como hacía mi madre.

Nadie les había enseñado ni a él ni a Sandra que la auténtica naturaleza del matrimonio consiste en una entrega plena a imagen de la relación entre Cristo y su Esposa, la Iglesia.

Sin ser consciente de su propio egoísmo, Ken había ido alimentando su ira contra Sandra, a la que, a su vez, consideraba una egoísta demasiado centrada en los bienes materiales y en su aspecto físico. Unas veces se sentía querido por ella y otras se sentía utilizado. Pero lo que más le dolía era que Sandra no secundase su deseo de tener un tercer hijo. Achacaba su negativa a su escasa disposición a asumir la entrega y el sacrificio que implicaba ser madre de una familia más numerosa.

A medida que íbamos repasando los síntomas del egoísmo, el conflicto matrimonial se fue destapando y esclareciendo gradualmente. Paso a paso y con mucho esfuerzo, Ken y Sandra reconocieron que los dos se habían dejado llevar por el egoísmo, centrándose cada vez más en sí mismos. Por lo general los dos pensaban antes en el «yo» que en el «nosotros». Sandra admitió que no se había dado cuenta de lo importante que era para Ken tener otro hijo; y Ken, por su parte, reconoció que imitaba la conducta egoísta de su padre.

Tanto Sandra como Ken eran conscientes de las cualidades del otro y lamentaron sus respectivos errores. Una vez que entendieron mejor la situación, se sintieron motivados para eliminar el egoísmo de su matrimonio creciendo en la virtud de la generosidad. Los dos se comprometieron a esforzarse por ser más generosos y entregarse más el uno al otro. A lo largo de ese proceso fueron cobrando mayor conciencia de la importancia decisiva que tiene la entrega sacrificada en la felicidad conyugal.

El egoísmo y sus manifestaciones

Si el egoísmo es el principal enemigo del amor conyugal y del compromiso de por vida, también socava la capacidad personal para perseverar en el sacerdocio y en la vida religiosa. En su carta a las familias Gratissimam sane, Juan Pablo II nos ponía sobre aviso:

Los peligros que incumben al amor constituyen también una amenaza a la civilización del amor. […] Piénsese ante todo en el egoísmo, no solo a nivel individual, sino también de la pareja o, en un ámbito aún más vasto, en el egoísmo social. […] El egoísmo, en cualquiera de sus formas, se opone directa y radicalmente a la civilización del amor[2].

Estas observaciones son bien ciertas desde el punto de vista psicológico. El egoísmo causa graves daños en el matrimonio e incluso puede llegar a destruirlo.

El egoísmo suele crecer tan silenciosamente que los esposos no lo reconocen como la causa de sus conflictos. Entre las conductas egoístas se encuentran la tendencia a controlar a los demás, la ira desmedida, un poderoso sentimiento de superioridad y la manifestación de altos niveles de agresividad frente a la discrepancia[3].

El manual de diagnóstico de la psiquiatría recoge muchos otros síntomas en las personas en las que el egoísmo constituye un grave desorden de la personalidad: entre otros, la explotación del otro, la manipulación, la falta de sensibilidad, la falsedad, la irresponsabilidad, la impulsividad, la labilidad emocional, la inclinación al riesgo, la falta de empatía y la incapacidad para las relaciones íntimas.[4]

Guía para la evaluación del egoísmo

La principal razón de que los esposos no reconozcan ni aborden la conducta y los pensamientos egoístas es que suelen negar que lo son, o bien que les parecen lo normal. Otro motivo es el temor a suscitar la ira del cónyuge si se destapa o se aborda ese tema. Ken y Sandra trabajaron para detectar sus respectivas manifestaciones de egoísmo con ayuda de esta guía de evaluación:

 Repliegue en uno mismo y escasa comunicación

 Falta de amor romántico

 Utilización del cónyuge como objeto sexual

 Falta de respeto hacia el cónyuge

 Conductas hipercontroladoras

 Sobrerreacciones de ira

 No ver en el cónyuge al mejor amigo

 No desear lo mejor para el cónyuge

 Resistencia a elogiar

 Ira desmedida cuando las cosas no coinciden con lo esperado

 Exigir que las cosas sean como uno quiere

 Intenso deseo de hacer aquello que inspiran los sentimientos

 Centrarse en la propia felicidad antes que en la felicidad del otro

 Tendencia a eludir responsabilidades en cuestiones importantes de la vida

 Sentimiento exagerado de autoimportancia

 Falta de amabilidad y consideración con el otro

 Conductas inmaduras o excesivamente enfocadas a la propia comodidad

 Obsesión por el desarrollo profesional, la apariencia física y las cosas materiales

 Excesiva autoindulgencia

 Ambición desmedida de éxito

 Centrarse en la imagen exterior antes que en la propia conducta

 Pérdida de la fe

 Falta de motivación para resolver los conflictos conyugales

 Falta de apertura a la voluntad de Dios con respecto al tamaño de la familia

 Falta de un sentimiento de unión y de misión compartida con el cónyuge

 Desinterés por corregir a los hijos o al cónyuge

 Resistencia a la autorrenuncia y a la entrega sacrificada

 Empleo de la pornografía

 Empleo de anticonceptivos

 Actitud focalizada en los propios derechos

A Ken y a Sandra les sorprendió cuántos síntomas de egoísmo había en sus vidas. Reconocieron que dedicar demasiado tiempo a intereses aparentemente inocentes los había llevado a encerrarse en sí mismos, interfiriendo en la cuidadosa entrega que exige la amistad conyugal. «Nuestro matrimonio ha sufrido un ataque insidioso —dijo Ken—; nadie nos advirtió de los peligros del egoísmo».

La buena noticia es que, por muchas conductas egoístas que existan en el matrimonio, no hay por qué desanimarse. Siempre se pueden superar trabajando el autoconocimiento y la virtud de la generosidad.

El daño provocado por el egoísmo

El ser humano, creado hombre y mujer a imagen y semejanza del Dios trinitario, está naturalmente constituido para darse a los demás. La plenitud y la felicidad personales exigen la entrega de uno mismo. Para la mayoría la llamada a esa entrega se realiza dentro del matrimonio, tal y como afirma Juan Pablo II en su Carta apostólica sobre la dignidad y la vocación de la mujer:

El hecho de que el ser humano, creado como hombre y mujer, sea imagen de Dios no significa solamente que cada uno de ellos individualmente es semejante a Dios como ser racional y libre; significa además que el hombre y la mujer, creados como «unidad de los dos» en su común humanidad, están llamados a vivir una comunión de amor que se da en Dios, por la que las tres Personas se aman en el íntimo misterio de la única vida divina[5].

Habrá quien piense que la idea que tiene Juan Pablo II del matrimonio es un ideal cristiano ajeno a la mayoría de la gente y que queda fuera de su alcance. No obstante, las reflexiones de Juan Pablo II no nacen únicamente de su fe, sino de experiencias vividas por personas de carne y hueso; de la constatación de que somos más felices cuando vivimos una entrega amorosa a los demás y de que el egoísmo hace mucho daño a los individuos, a las familias y a las comunidades.

El daño a los esposos

Cuando los esposos no viven una entrega plena es probable que aparezcan la tristeza, la ira, la desconfianza, la ansiedad, la falta de seguridad y distintos tipos de conductas compulsivas. El egoísmo personal contribuye también al desarrollo de la depresión en el cónyuge que se siente solo.

Si no se gestionan de manera adecuada, los conflictos matrimoniales causados por el egoísmo pueden derivar en la separación o el divorcio, porque «el amor solo puede durar como unidad en la que el “nosotros” se manifiesta, pero no como una combinación de dos egoísmos»[6]. Según el Catecismo de la Iglesia católica (CEC), el divorcio es dañino e incluso inmoral «a causa del desorden que introduce en la célula familiar y en la sociedad. Este desorden entraña daños graves: para el cónyuge, que se ve abandonado; para los hijos, traumatizados por la separación de los padres, y a menudo viviendo en tensión a causa de sus padres; por su efecto contagioso, que hace de él una verdadera plaga social» (2385).

El daño a los hijos

Aunque no lleve al divorcio, el egoísmo de uno o de ambos esposos perjudica a los hijos en muchos aspectos. En primer lugar, impide a los padres dar a sus hijos el amor que necesitan para convertirse en adultos equilibrados y seguros. La falta de una entrega psicológica y espiritualmente saludable puede provocar tristeza, ira secundaria y conductas desafiantes en los hijos, que se sientes inseguros y es posible que sufran trastornos de ansiedad, junto con el temor al divorcio de los padres.

Del egoísmo nacen la educación permisiva y la indulgencia excesiva con los hijos, las cuales se convierten en un impedimento para el sano desarrollo de su personalidad. A los niños egoístas que no han sido corregidos desde pequeños y de manera continuada les cuesta mucho controlar la ira y otras emociones intensas, y son poco sensibles a las necesidades de los demás.

No corregir el egoísmo de los hijos también provoca daños en el matrimonio. Cuando en una explosión de ira un hijo maltrata verbalmente a su madre y el padre no lo corrige, la madre se siente menos protegida y el respeto hacia el cónyuge disminuye. Esa pérdida de confianza socava aún más a los matrimonios previamente debilitados por el egoísmo.

Por lo que he podido observar en la práctica clínica, la educación permisiva ha ido en aumento y ha provocado una avalancha de egoísmo y de conductas secundarias controladoras, irrespetuosas y coléricas frente a los padres, hermanos, profesores e iguales. Es raro que un niño egocéntrico pida perdón por su mala conducta: de hecho, suelen culpar de ella a sus padres.

Corregir tempranamente y de forma regular el egoísmo de los hijos es una manifestación de lo que Juan Pablo II consideraba una paternidad y una maternidad responsables. Es fundamental enseñar a los jóvenes lo peligroso que resulta para ellos y para la familia si se quiere protegerlos de ese narcisismo que les hace creer que les asiste el derecho a tener y a hacer cuanto quieren y a reaccionar airadamente cuando no ven cumplidos sus deseos. Todos los padres católicos deben convencerse de la importancia de corregir esta fragilidad de la personalidad en beneficio de la salud psicológica de sus hijos, del matrimonio y de la vida de familia.

El daño a la Iglesia

Además del daño que ha provocado entre los matrimonios católicos, el egoísmo también ha afectado a las vocaciones al sacerdocio y a la vida religiosa. No cabe duda de que en ese descenso ha influido nuestra cultura materialista e individualista[7], así como la crisis de abusos sexuales que ha vivido la Iglesia, ya que la incapacidad de dominar el impulso sexual para no hacer daño a un niño manifiesta un egocentrismo exacerbado[8].

Las causas del egoísmo

El poderoso tirón del egoísmo lleva a muchos esposos —incluidos los que en el inicio del estado matrimonial fueron cónyuges atentos, cariñosos y delicados— a retraerse de la entrega. Las principales causas de este enemigo del amor son las que siguen.

La cultura del egoísmo

El canto de sirenas del egoísmo ejerce una poderosa influencia en nuestra cultura. Nuestras ansias de placer y de comodidades se ven constantemente alimentadas por los espectáculos y la publicidad, que nos empujan a satisfacer cada uno de nuestros deseos. El egoísmo nos separa de Dios y hace que nos cueste más renunciar a nosotros mismos para amar a nuestro cónyuge y a nuestros hijos. Si no luchamos a diario contra él, nos encerramos inconscientemente en nosotros mismos y cerramos nuestro corazón a los demás. Nuestra capacidad de apreciar y tratar con respeto al cónyuge se debilita y crece nuestra tendencia a controlar al otro para lograr nuestros propios fines.

Una falsa idea de la libertad

En la proliferación del egoísmo entre los matrimonios ha influido poderosamente una noción equivocada de la libertad. Son muchos los que piensan que la libertad está para hacer lo que uno quiere y que no hay que ponerle límites. No obstante, como explica el obispo Karol Wojtyla (futuro papa Juan Pablo II), el fin de la libertad es elegir donarse al otro. Cuando uno decide casarse, limita voluntariamente su libertad para darse plenamente al cónyuge. «La limitación de la libertad podría ser en sí misma algo negativo y desagradable, pero el amor hace que, por el contrario, sea positiva, alegre y creadora. La libertad está hecha para el amor»[9]. Si las parejas entienden que la libertad está al servicio del amor, son capaces de elegir vencer el egoísmo y comprometerse más plenamente con el cónyuge y con los hijos.

El pecado original

Benedicto XVI habla del egoísmo como «la raíz venenosa […] que hace daño a uno mismo y a los demás»[10]. Así es como se refiere al daño causado por el pecado original, el primer pecado cometido por la humanidad, cuando la vanidad y el orgullo de nuestros primeros padres prevalecieron sobre la obediencia a su Creador. La inclinación al egoísmo con la que todos nacemos es constatable por cualquier padre de un hijo pequeño que grita «¡mío!» cuando otro coge el objeto deseado. Hay que esperar a que los niños tengan entre tres años y medio o cuatro para que, con las pacientes correcciones y el buen ejemplo de los padres, estén dispuestos a compartir y a turnarse las cosas. Los adultos, por su parte, solo son capaces de seguir venciendo sus tendencias egoístas con un esfuerzo constante ayudado por la gracia.

La falta de desarrollo del carácter

En las familias, las iglesias y las escuelas, se suele advertir de los graves peligros que entraña el autoamor para el desarrollo de un carácter adecuado. A los católicos se les enseña que esos peligros pueden derivar en el odio a Dios, como avisaba san Agustín. No obstante, la pseudopsicología que lleva décadas difundiendo la autoestima, la educación permisiva y el relativismo moral han convertido en algo habitual la actitud del «primero yo». De ahí que los esposos, llevados por esa autoestima desmedida, se obsesionen con sus deseos y sus objetivos personales sin pensar en los de aquellos a quienes se han comprometido a amar. En muchos casos la obsesión por el cuidado de uno mismo ha reemplazado a la responsabilidad moral de buscar el bien del cónyuge y de los hijos.

La mentalidad anticonceptiva

Hasta los años 60 del siglo pasado, la enseñanza moral de la Iglesia era para los católicos el criterio que les permitía distinguir el bien del mal. Por supuesto que pecaban, pero rara vez afirmaban ser católicos si se oponían a alguna enseñanza fundamental de la Iglesia. No obstante, con la llegada de la revolución sexual, alimentada por la promesa del sexo sin hijos que supuso la píldora para el control de la natalidad, muchos católicos confiaron en que la Iglesia cambiaría su doctrina. Cuando en 1968 la encíclica del papa Pablo VI Humanae vitae sobre la regulación de la natalidad ratificó la enseñanza constante de la Iglesia sobre la inmoralidad del empleo de la anticoncepción, muchos católicos se rebelaron, afirmando que en determinadas circunstancias su conciencia les permitía el empleo de anticonceptivos.

Llevados por un falso conocimiento de la biología humana y la antropología, algunos sacerdotes y religiosos respaldaron el empleo de la anticoncepción, mientras que a buena parte de los que se mantuvieron fieles —incluidos los obispos— le faltaron los conocimientos o el coraje para articular con eficacia una doctrina de la Iglesia sobre la anticoncepción. Su silencio facilitó la aceptación y el empleo generalizados de los anticonceptivos por parte de los católicos, alentados por los médicos y las empresas farmacéuticas que se beneficiaban de ello.

Hubo muchos católicos que no tardaron en adoptar el modelo secular de la familia con dos hijos. Al acceso a la anticoncepción se sumaron otros factores. El alza de los costes de la enseñanza, la vivienda y la atención sanitaria convenció a muchas parejas católicas de que no podían permitirse criar familias tan numerosas como las de sus padres. El feminismo y el ecologismo llegaron a sugerirles que tal cosa sería una inmoralidad. Los matrimonios dejaron de creer que sus futuros hijos son el bien más valioso de sus familias, de la Iglesia y del mundo. Con la confianza puesta en la prosperidad material antes que en Dios, dejaron de confiar en la divina providencia, lo que generó una generosidad menor y la no apertura a la vida. Junto con el egoísmo crecieron los divorcios.

El papa Juan Pablo II intentó revertir esta tendencia con una clara defensa de la doctrina de la Iglesia acerca del matrimonio y con la demostración del daño que la anticoncepción inflige al amor conyugal. El papa explicaba cómo la anticoncepción separa el acto sexual de sus dos fines: la unión plena de los esposos y la generación de nueva vida.

Cuando los esposos, mediante el recurso al anticoncepcionismo, separan estos dos significados que Dios Creador ha inscrito en el ser del hombre y de la mujer y en el dinamismo de su comunión sexual, se comportan como «árbitros» del designio divino y «manipulan» y envilecen la sexualidad humana, y con ella la propia persona del cónyuge, alterando su valor de donación «total». Así, al lenguaje natural que expresa la recíproca donación total de los esposos, el anticoncepcionismo impone un lenguaje objetivamente contradictorio, es decir, el de no darse al otro totalmente: se produce no solo el rechazo positivo de la apertura a la vida, sino también una falsificación de la verdad interior del amor conyugal, llamado a entregarse en plenitud personal[11].

El papa habló largo y tendido sobre este tema. «La contracepción —dijo en una ocasión— ha de juzgarse, objetivamente, tan profundamente ilícita que nunca puede, por ninguna razón, ser justificada. Pensar o decir lo contrario equivale a sostener que en la vida humana hay situaciones en las cuales es lícito no reconocer a Dios como Dios»[12].

A lo largo de la historia el matrimonio se ha considerado la única institución que une al hombre y a la mujer entre ellos y con los hijos que nacen de su unión sexual. La fecundidad se veía como una bendición y los hijos como «el don más excelente del matrimonio», la corona del amor conyugal[13]. La anticoncepción transformó radicalmente la noción no solo de la sexualidad humana, sino de la fecundidad. La gratificación sexual anticonceptiva o estéril se convirtió en la norma y la fecundidad pasó a ser algo controlable mediante fármacos hormonales, dispositivos invasivos o cirugía.

Una vez disociado el sexo del matrimonio y de los hijos, junto a las técnicas reproductivas surgieron las alternativas al matrimonio tradicional entre un hombre y una mujer. El matrimonio dejó de ser un requisito para mantener actividad sexual o para tener hijos, y se convirtió en un mero contrato de convivencia que incluye el acceso al sexo entre dos personas que se aman lo suficiente como para comprometerse a vivir juntas mientras son felices. Tener hijos o evitar tenerlos es una mera cuestión de preferencias.

Esta mentalidad anticonceptiva ha hecho que un número significativo de jóvenes católicos crezca con un solo hermano o con ninguno, lo que les niega la oportunidad de crecer en virtudes como la renuncia y la generosidad que fomentan el desarrollo de una personalidad sana. Por otra parte, muchos jóvenes replican inconscientemente el modelo de unos padres que han abrazado tanto la anticoncepción como el materialismo, o que están divorciados. La capacidad de esos jóvenes católicos de entregarse más adelante en el matrimonio y de confiar en la acción de la providencia divina en sus vidas se ha visto gravemente dañada, generando una reticencia generalizada al matrimonio y a la vida de familia[14].

La generosidad: el antídoto contra el egoísmo

Cuando Ken y Sandra compararon sus conductas con la guía de evaluación del egoísmo que contiene este capítulo y reflexionaron sobre el daño que se habían hecho el uno al otro, a su matrimonio y a sus hijos, se cargaron de motivación para mejorar las cosas. «Si me muerde una serpiente venenosa, tendré que administrarme de inmediato un antídoto para evitar que el veneno se extienda y acabe conmigo», dijo Ken; «lo mismo ocurre con el egoísmo». Él y Sandra se alegraron al enterarse de que el antídoto más eficaz contra el egoísmo es la generosidad y que de ellos dependía, con la ayuda de la gracia, adquirir esa virtud.

Ken tomó la iniciativa pidiendo perdón a Sandra por todo lo que sus conductas egoístas la habían hecho sufrir a lo largo de su matrimonio. Aunque Sandra, deshecha en lágrimas, contestó que intentaría perdonarle, también confesó que le iba a resultar difícil. A su vez, Sandra pidió perdón a Ken por haber querido limitar a dos el número de hijos; y, a continuación, pidieron perdón a sus hijos por el daño que, sin saberlo, les habían hecho.

Después Ken y Sandra siguieron el consejo de san Agustín: «Comienza por no agradarte tal cual eres, lucha contra tus pecados y conviértete en algo mejor». Ken prometió cambiar de actitud y de conducta: en lugar de centrarse en sí mismo, intentaría demostrar que amaba a su mujer con actos de generosidad y renuncia. Sandra, por su parte, se comprometió a cambiar de conducta y de manera de pensar.

El hábito de la generosidad ayuda a las personas a pasar por encima de sus intereses más insignificantes para poder darse con mayor plenitud y generosidad a los demás, en especial al cónyuge. Invita a los esposos a abrir el foco de sus pensamientos y sus acciones más allá de sus deseos para abarcar ese «nosotros» más amplio del matrimonio y de la vida de familia. Crecer en ese hábito aviva en los esposos el deseo de darse más y de buscar modos de aportar más amor a la familia. La generosidad también supone una ayuda para todo lo que sigue:

 Entender que el amor se demuestra con las obras antes que con las palabras

 Desear lo mejor para el cónyuge

 Ver al cónyuge como un regalo de Dios y un tesoro que cuidar

 Abandonar la tendencia a ser hiperindependiente

 Estar dispuesto a depender del cónyuge

 Estar dispuesto a compartir la toma de decisiones

 Reconocer la necesidad de establecer un equilibrio y unas prioridades

 Preocuparse más por las necesidades del cónyuge que por las propias

 Evitar que la atención y las conversaciones se centren en uno mismo

 Creer que en nuestro corazón y en nuestra mente el cónyuge ocupa el segundo lugar después de Dios

 Comprometerse a imitar las cualidades de nuestros padres en lugar de su egoísmo

 Confiar en que la gracia y la ayuda de Dios pueden ayudar a superar nuestras conductas negativas

El hábito de la generosidad tiene alguna de estas manifes­taciones:

 Manifestar el amor y el cariño tanto con las obras como con las palabras

 Dedicar al cónyuge muchos más comentarios positivos que negativos

 Reservar tiempo para conversar a diario

 Cenar juntos con la mayor frecuencia posible

 Abrir la casa más a menudo a familiares y amigos

 Entregarse con alegría

 Corregirse mutuamente y corregir a los hijos con amabilidad siempre que se detecte egoísmo

 Dedicarse con más generosidad a labores caritativas

 Rezar juntos

 Informarse sobre la planificación familiar natural y abandonar el empleo de anticonceptivos

De la teoría a la práctica

Basándose en las guías que ofrecemos más arriba, Ken y Sandra elaboraron su propio listado de aspectos en los que crecer en generosidad. Semanalmente revisaban juntos esos listados y se animaban y evaluaban el uno al otro. A medida que crecía la generosidad entre ellos, con sus hijos y con los demás, experimentaron un sentimiento más hondo de plenitud. Cuando Ken volvía la vista atrás, hacia el punto del que habían partido, comprendía que había dedicado mucho más de sí mismo al trabajo y a los deportes que a su esposa y sus hijos. «Ahora veo que era prisionero de mi propio egoísmo —decía—. Ahora mi corazón está más abierto. Poner a Sandra y a los niños por delante de mí me hace sentir más pleno y más feliz».

El egoísmo se encuentra tan arraigado en la condición humana que, como es natural, a veces Ken y Sandra tenían un tropiezo. El crecimiento en virtudes exige mucho esfuerzo y perseverancia. Un esfuerzo a largo plazo ante el que hay que adoptar una actitud deportiva: después del «resbalón», se pide perdón y se perdona amablemente, y se retoma la lucha. «Uno de mis principales retos consiste en dejar de ser tan independiente y estar tan centrado en mí mismo como lo estaba mi padre —confesó Ken—. Es increíble hasta qué punto ha influido en mi vida ese mal hábito».

Sandra empezó reflexionando sobre el daño que le había hecho a Ken su negativa a tener más hijos. Según ella, «no parecía que ese tema fuera tan importante para él. Solo lo mencionó en contadas ocasiones». Su corazón se abrió a medida que fue conociendo la doctrina de la Iglesia sobre el matrimonio a través de la lectura de algunos textos de Juan Pablo II. Cobró mayor conciencia de la belleza de su llamada vocacional a estar abierto al don divino de los hijos conforme a la enseñanza de la Iglesia sobre la paternidad responsable. Estas palabras de la Carta a las mujeres de Juan Pablo II la conmovieron de un modo especial:

Te doy gracias, mujer-madre, que te conviertes en seno del ser humano con la alegría y los dolores de parto de una experiencia única, la cual te hace sonrisa de Dios para el niño que viene a la luz y te hace guía de sus primeros pasos, apoyo de su crecimiento, punto de referencia en el posterior camino de la vida[15].

Sandra pidió perdón a Ken por su insistencia en emplear anticonceptivos —en contra de lo que enseña la Iglesia— y por haberse negado a tomar en consideración tanto el deseo de Ken como la llamada de ambos a abrirse al don de la vida. Después del esfuerzo que hizo Sandra por entender la noción católica del matrimonio y de la vida de familia, los dos acordaron dejar de usar anticonceptivos. Asistieron a un breve curso sobre planificación familiar natural en el que aprendieron a interpretar las señales de la fertilidad de Sandra. Ambos descubrieron que ese conocimiento es empoderador, ya que lleva a asumir la responsabilidad conjunta de elegir el momento de mantener relaciones sexuales y de planificar el tamaño de la familia.

La corrección y el perdón

A veces Ken y Sandra se enfrentaron al obstáculo compartido de no saber cómo corregir amablemente la conducta egoísta del otro. Ni los padres de ella ni los de él se habían corregido nunca con ternura y cariño, de modo que desconocían esa práctica. No obstante, cuanto más motivados se sentían para eliminar el egoísmo de su matrimonio, más rezaban pidiendo la gracia de aprender a corregirse el uno al otro siguiendo el consejo de san Pablo: «Enseñaos con la verdadera sabiduría» (Col 3, 16).

Ken y Sandra escribieron una lista de las cosas a las que cada uno tenía que aprender a renunciar. Igual que habían hecho con el listado de pensamientos y conductas generosas, repasaban juntos semanalmente esos compromisos y se corregían con cariño si el otro había retomado sus malos hábitos. Después de corregirse se pedían perdón y se perdonaban, e intercambiaban palabras de ánimo para perseverar en su búsqueda conjunta de una generosidad y una renuncia mayores. Durante ese viaje de sanación el perdón ayudó muchas veces a Ken y a Sandra. Cuando uno de los dos reincidía en alguno de los hábitos egoístas del pasado, la primera reacción del otro era perdonar y después corregir.

El matrimonio no tardó en darse cuenta de que también necesitaba corregir el egoísmo de sus dos hijos. Les dolió reconocer que su egoísmo había dejado huella en los niños, poco dispuestos a contribuir al bien de la familia ni siquiera en las tareas más insignificantes. Sus ojos se abrieron a la realidad de que sus dos hijos se pasaban demasiado tiempo aislados del resto delante del ordenador, los videojuegos, el móvil y la televisión.

Cuanto más generosa iba siendo la entrega de Ken y Sandra, más felices se sentían y menos centrados en sus propias necesidades. Descubrieron que su anterior búsqueda personal de comodidad y placeres solo les había traído soledad, tristeza, aislamiento, insatisfacción, ansiedad y un deseo insaciable de más cosas materiales y más entretenimientos. Comprendieron que su amistad conyugal y las relaciones con sus hijos se habían resentido, porque todos los miembros de la familia se pasaban casi todas las noches y los fines de semana separados los unos de los otros. Todos se comprometieron a cambiar el horario del fin de semana y a reservar el domingo para Dios y para la familia. Pasar tiempo juntos adquirió más importancia que cualquier actividad de las que antes hacían solos y el amor y el respeto mutuos los unieron mucho más.

Las ventajas de la fe

La práctica de su fe católica ayudó muchísimo a Ken y a Sandra a crecer en generosidad. Para la Iglesia católica el matrimonio es un sacramento, un canal de la gracia de Dios, y una ayuda poderosa en la lucha contra el egoísmo: «El matrimonio ayuda a vencer el repliegue sobre sí mismo, el egoísmo, la búsqueda del propio placer, y a abrirse al otro, a la ayuda mutua, al don de sí» (CEC 1609).

A medida que crecía el compromiso de los dos a servirse mutuamente y servir a los hijos, descubrieron que sus corazones se abrían a los demás miembros de la familia y a los necesitados. Empezaron a colaborar económicamente con la parroquia y a contribuir al banco de alimentos y a otras labores benéficas. Hallaron en la Iglesia el aliento y las oportunidades que necesitaban para practicar la generosidad dentro y fuera de su familia más cercana.

La fe ayuda a muchos esposos a ganar la batalla contra ese poderoso enemigo del amor conyugal que es el egoísmo. Son muchos los estudios que han confirmado los efectos positivos de la fe no solo sobre la felicidad conyugal, sino sobre la salud psicológica. Las parejas católicas reconocen la gran ayuda de la oración diaria, de la práctica de la renuncia de sí y de la templanza, el examen de conciencia diario y la recepción frecuente de los sacramentos de la reconciliación y la Eucaristía. Otros constatan también los beneficios de la adoración eucarística, la devoción al Sagrado Corazón y el rosario.

El papel de la oración es fundamental, ya que hace crecer la virtud de la fe, que ayuda a alejarse de muchos de las preocupaciones y las tensiones de las que los cónyuges intentan escapar mediante conductas egoístas. La principal razón que hace a la oración tan beneficiosa es que aparta nuestros ojos de nosotros mismos para dirigirlos hacia Dios. Como decía Romano Guardini, «si fijamos la vista en nosotros mismos nos encogemos»[16]. Si fijamos la vista en Dios nos llenamos de amor a Él y del deseo de servirle amando a los demás.

Los frutos del arduo esfuerzo que hicieron Ken y Sandra para crecer en la virtud de la generosidad fueron una mayor felicidad conyugal y personal y el descubrimiento de que esperaban otro hijo. Una entrega mayor los llevó a una plenitud mayor. Su experiencia corrobora la realidad contenida en estas palabras del concilio Vaticano II, tan repetidas por Juan Pablo II: «El hombre […] no puede encontrar su propia plenitud si no es en la entrega sincera de sí mismo a los demás»[17]. Ken y Sandra descubrieron su auténtico yo y su felicidad conyugal gracias a su victoria sobre el egoísmo.

Doce hábitos para un matrimonio saludable

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