Читать книгу La caña cascada - Richard Sibbes - Страница 5
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El profeta Isaías, alzado y transportado en las alas de un espíritu profético, atraviesa todo el tiempo entre él y la venida de Jesucristo en carne. Viendo a Cristo presente con el ojo de la profecía y el ojo de la fe, lo presenta ante la mirada espiritual de los demás en el nombre de Dios con las siguientes palabras: «He aquí mi siervo, yo le sostendré; mi escogido, en quien mi alma tiene contentamiento; he puesto sobre él mi Espíritu; él traerá justicia a las naciones. No gritará, ni alzará su voz, ni la hará oír en las calles. No quebrará la caña cascada, ni apagará el pábilo que humeare; por medio de la verdad traerá justicia» (Isaías 42:1–3). Mateo afirma que estas palabras ahora están cumplidas en Cristo (Mateo 12:18–20). En ellas se exhibe, en primer lugar, la vocación de Cristo a desempeñar Su oficio y, en segundo lugar, la manera en que lo desempeña.
La vocación de Cristo
Aquí Dios lo llama Su siervo. Cristo fue siervo de Dios, pues rindió el servicio más formidable que ha habido, un siervo escogido y selecto que hizo y sufrió todo por comisión del Padre. En esto podemos ver el dulce amor de Dios por nosotros: en que considera la obra de nuestra salvación efectuada por Cristo como Su mayor servicio y en que quiso colocar a Su amado Hijo Unigénito en ese servicio. Bien puede anteponer las palabras «He aquí» para elevar nuestros pensamientos a la cúspide de la atención y la admiración. En los tiempos de tentación, las conciencias aprensivas fijan tanto la mirada en la dificultad presente en que se hallan que necesitan que se las despierte para contemplar a Aquel en Quien pueden encontrar descanso para sus almas angustiadas. En las tentaciones, lo más seguro es no mirar nada más que Cristo, la verdadera serpiente de bronce, el verdadero «Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo» (Juan 1:29). Este objeto salvador ejerce una influencia consoladora especial en el alma, sobre todo si no solo miramos a Cristo, sino también a la autoridad y el amor del Padre en Él. En todo lo que Cristo hizo y sufrió como Mediador, debemos contemplar a Dios reconciliando al mundo en Él (2 Corintios 5:19).
¡Qué gran sostén es para nuestra fe el saber que Dios el Padre (a Quien ofendimos con nuestros pecados) esté tan complacido con la obra de redención! ¡Y qué consuelo es el saber que el amor y complacencia de Dios están en Cristo, y por lo tanto en nosotros que estamos en Cristo! Su amor está en un Cristo completo, tanto místico como natural pues Dios lo ama a Él y a nosotros con el mismo amor. Por lo tanto, abracemos a Cristo y al amor de Dios en Él, y cimentemos nuestra fe sobre la base segura de un Salvador tan grande, que tiene una comisión tan noble.
Veamos aquí, para nuestro consuelo, el dulce consenso de las tres personas: el Padre Le da una comisión a Cristo, el Espíritu Lo equipa y Lo santifica para cumplirla y Cristo mismo ejerce el oficio de Mediador. Nuestra redención se basa en el consenso de cada una de las tres personas de la Trinidad.
¿Cómo Cristo desempeña Su vocación?
Nuestro texto dice que lo hace modestamente, sin hacer ruido ni levantar polvo con una venida aparatosa como suelen hacerlo los príncipes. «No hará oír Su voz». En verdad, sí hizo oír Su voz, pero ¿qué voz? «Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados» (Mateo 11:28). Es cierto que gritó, ¿pero qué gritó? «A todos los sedientos: Venid a las aguas» (Isaías 55:1). Y así como Su venida fue modesta, también fue apacible, lo que se expresa en las siguientes palabras: «No quebrará la caña cascada, ni apagará el pábilo que humeare».
Por lo tanto, vemos que la condición de aquellos con los debía tratar era la de cañas cascadas y pábilos que humeaban; no de árboles, sino de cañas, y no de cañas enteras, sino de cañas cascadas. La Iglesia es comparada con cosas débiles: con una paloma entre las aves, con una viña entre las plantas, con ovejas entre las bestias, con una mujer, que es el vaso más frágil.
Los hijos de Dios son cañas cascadas antes de su conversión y muchas veces después de ella. Antes de la conversión, todos (excepto los que crecen en la Iglesia y a Dios le place mostrarles gracia desde la niñez) somos cañas cascadas, aunque en diferente medida, según Dios estima conveniente. Y así como hay diferencias en cuanto a temperamentos, dones y estilos de vida, también hay diferencias en la intención divina de usar a las personas en el futuro, pues por lo general Él las vacía de sí mismas y las vuelve nada antes de usarlas en grandes servicios.
¿Qué es estar cascado?
La caña cascada es una persona que, por lo general, se halla en alguna miseria (como los que acudieron a Cristo buscando ayuda) y que, movida por esa misma miseria, llega a ver que es causada por el pecado. Es que por muchos que sean los pretextos del pecado, estos se acaban cuando estamos cascados y quebrantados. Dicha persona es sensible a su pecado y miseria, incluso al punto de llegar a cascarse, y, como no ve ningún socorro en sí misma, está dominada por el deseo incansable de ser abastecida por otro y tiene algo de esperanza ―esperanza que la eleva ligeramente de sí misma a Cristo―, aunque no se atreve a afirmar que ya ha recibido misericordia. Esta chispa de esperanza es combatida por las dudas y los temores que surgen de la corrupción, lo que convierte a la persona en un pábilo que humea, de modo que estas dos imágenes en conjunto ―la caña cascada y el pábilo que humea― conforman el estado de una sola persona angustiada. A esta gente nuestro Salvador Jesucristo llama «pobres en espíritu» (Mateo 5:3), a los que ven sus carencias y también se consideran deudores a la justicia divina. No tienen en sí mismos ni en la criatura ningún medio de subsistencia, y lloran por ello. Además, movidos por una esperanza de recibir misericordia que surge de la promesa y de los ejemplos de los que ya la han recibido, son incitados a sentir hambre y sed de ella.
Las consecuencias positivas de ser cascados
Es necesario que seamos cascados antes de la conversión para que el Espíritu pueda preparar el camino para ingresar al corazón allanando todos los pensamientos soberbios y altivos, y para que podamos entender realmente lo que somos por naturaleza. Todos nosotros amamos el andar errantes y fuera de nuestro verdadero hogar, hasta que Dios nos casca mediante alguna cruz. Solo entonces es que podemos reconsiderar y volver a casa como el hijo pródigo (Lucas 15:17). Es muy difícil hacer que un corazón adormecido y evasivo clame con sinceridad pidiendo misericordia. Nuestros corazones, son como los criminales que solo claman por la misericordia del Juez, hasta que están recibiendo su castigo.
Además, ser cascados nos hace atribuirle un gran valor a Cristo. Entonces el evangelio se transforma de verdad en el evangelio; entonces las hojas de higuera de la moralidad no nos sirven de nada. También nos hace más agradecidos y, como consecuencia de la gratitud, más fructíferos en la vida, pues ¿qué es lo que hace que tanto sean fríos y estériles, sino que nunca han podido apreciar la gracia de Dios, ya que nunca han sido cascados por su pecado? De la misma manera, esta forma de actuar por parte de Dios nos asienta más en Sus caminos, ya que recibimos golpes y moretones en nuestros propios senderos. Muchas veces la causa de las recaídas y la apostasía es que las personas nunca fueron castigadas por el pecado en un comienzo; no estuvieron el tiempo suficiente bajo el látigo de la ley. Por eso, esta obra menor del Espíritu ―la de derribar pensamientos altivos (2 Corintios 10:5)― es necesaria antes de la conversión. Y la mayoría de las veces, para promover la obra de la convicción, el Espíritu Santo la une a una aflicción, que, cuando es santificada, tiene un poder curativo y purificador.
Después de la conversión, necesitamos ser cascados para que las cañas sepan que son cañas, no robles. Incluso las cañas necesitamos ser cascadas debido a los remanentes del orgullo que hay en nuestra naturaleza y para hacernos ver que vivimos por misericordia. Esa cascadura puede ayudar a los cristianos más débiles a no desanimarse en demasía al ver a los que son más fuertes agitados y cascados. Pedro fue cascado de esta manera cuando llegó a llorar amargamente (Mateo 26:75). Antes de ser cascada, esa caña tenía más aire que sustancia en su interior cuando dijo: «Aunque todos se escandalicen de ti, yo nunca me escandalizaré» (Mateo 26:33). El pueblo de Dios no puede estar sin estos ejemplos. Los actos heroicos de aquellos grandes valientes no confortan a la Iglesia tanto como sus caídas y cascaduras. Así también fue cascado David hasta que confesó libremente, con un espíritu sin engaño (Salmo 32:3–5). Es más, sus dolores aumentaron en su propio sentir hasta llegar al dolor supremo del abatimiento de huesos (Salmo 51:8). De igual manera, Ezequías alegó que Dios había «molido sus huesos» como un león (Isaías 38:13). Asimismo, Pablo, el instrumento escogido, requirió que un mensajero de Satanás lo abofeteara para que no se exaltara desmedidamente (2 Corintios 12:7).
Todo esto nos enseña que no debemos juzgarnos a nosotros mismos ni juzgar a los otros con demasiada dureza cuando Dios nos ejercita cascándonos una y otra vez. Debemos ser conformados a nuestra Cabeza Cristo, Quien fue «molido por nuestros pecados» (Isaías 53:5), para que sepamos cuán ligados estamos a Él. Las almas impías, que ignoran los caminos por los que Dios lleva a Sus hijos al cielo, condenan a los cristianos de corazón quebrantado tildándolos de personas miserables, pero Dios está haciendo una obra clemente y buena en ellos. No es sencillo llevar a un hombre de la naturaleza a la gracia y de la gracia a la gloria, pues nuestros corazones son muy rígidos y obstinados.