Читать книгу La caña cascada - Richard Sibbes - Страница 6

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Al desempeñar Su vocación, Cristo no quebrará la caña cascada ni apagará el pábilo que humeare. Estas palabras implican más de lo que dicen, pues Él no solo no quebrará ni apagará a los que trata de esa manera, sino que también los tratará con ternura y afecto.

¿Cómo trata Cristo a la caña cascada?

Aunque los doctores les causan mucho dolor a sus pacientes, no destruyen sus cuerpos, sino que los restauran gradualmente. Los cirujanos cortan y abren heridas, pero no desmiembran. La madre que tiene un hijo enfermo y obstinado no lo abandona por esa razón. ¿Y habrá más misericordia en el arroyo que en la fuente? ¿Pensaremos que hay más misericordia en nosotros mismos que en Dios, que planta el sentimiento de misericordia en nosotros?

A fin de que podamos contemplar más la misericordia de Cristo para todas las cañas cascadas, hemos de considerar las relaciones consoladoras que Él ha asumido gloriosamente, al constituirse esposo, pastor y hermano. ¿Cumplirán otros por Su gracia las vocaciones que Él les ha dado y no lo hará Aquel que por amor asumió estas relaciones basadas completamente en la designación de Su Padre y en Su propia iniciativa voluntaria? Consideren los nombres que tomó prestados de las criaturas más dóciles como el cordero y la gallina para mostrar su cuidado tierno. Consideren incluso el nombre Jesús ―Salvador―, que Le dio Dios mismo. Consideren el oficio acorde con Su nombre que Él desempeña, que es el de «vendar a los quebrantados de corazón» (Isaías 61:1). En Su bautismo, el Espíritu Santo reposó sobre Él en forma de paloma para mostrar que sería un Mediador apacible como paloma.

¡Miren con cuánta gracia ejerce Sus oficios! El vino como profeta con bendición en Sus labios: «Bienaventurados los pobres en espíritu» (Mateo 5:3), invitando a venir a Él a aquellos quienes más se ponen trabas para acudir: «Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados» (Mateo 11:28). ¡Cómo le dolió el corazón al ver a las personas «como ovejas que no tienen pastor»! (Mateo 9:36). Nunca hizo volver a nadie que viniera a Él, aunque algunos se apartaron por sí solos. Vino para morir por Sus enemigos como sacerdote. En los días de Su carne, les dictó a Sus discípulos un modelo de oración, puso en sus bocas peticiones para Dios y colocó Su Espíritu para que intercediera en sus corazones. Derramó lágrimas por los que derramaron Su sangre y ahora hace intercesión en el cielo por los cristianos débiles, interponiéndose entre ellos y la ira de Dios. Es un Rey manso que admite a los enlutados en Su presencia, un Rey de personas pobres y afligidas. Tiene una majestad resplandeciente y también un corazón de misericordia y compasión. Es el Príncipe de paz (Isaías 9:6). ¿Para qué fue tentado sino para «socorrer a los que son tentados» (Hebreos 2:18)? ¿Hay alguna misericordia que no podamos esperar de un Mediador tan clemente (1 Timoteo 2:5) que asumió nuestra naturaleza para poder mostrarnos gracia? Es un buen médico para tratar todas las enfermedades, en especial para vendar el corazón quebrantado. Murió para sanar nuestras almas con el bálsamo de Su propia sangre y para salvarnos mediante esa muerte que nosotros mismos causamos por nuestros propios pecados. ¿Y no tiene el mismo corazón en el cielo? «Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?», gritó la Cabeza en el cielo cuando pisaron al pie en la tierra (Hechos 9:4). Su exaltación no lo ha hecho olvidar a Su propia carne. Aunque lo ha librado de la pasión, no lo ha librado de la compasión hacia nosotros. El León de la tribu de Judá solo despedazará a los que dicen «No queremos que éste reine sobre nosotros» (Lucas 19:14). No exhibirá Su poder contra los que se postran ante Él.

Aplicaciones para nosotros

1. ¿Qué debemos aprender de esto sino a «acercarnos confiadamente al trono de la gracia» (Hebreos 4:16) en todas nuestras tristezas? ¿Nos desanimarán nuestros pecados, sabiendo que Él está allí para los pecadores?» ¿Estás cascado? Ten confianza, te llama. No escondas tus heridas, ábrelas todas ante Él y no sigas el consejo de Satanás. Acude a Cristo, aunque sea temblando como la pobre mujer que dijo: «Si tocare solamente su manto» (Mateo 9:21). Seremos sanados y recibiremos una respuesta clemente. Acudamos confiadamente a Dios en nuestra carne; Él es carne de nuestra carne y hueso de nuestro hueso para que podamos ir confiadamente a Él. Nunca tengan miedo de acudir a Dios, pues tenemos ante Él un Mediador que no solo es nuestro amigo, sino también nuestro hermano y nuestro esposo. Bien puede el ángel proclamar del cielo: «He aquí os doy nuevas de gran gozo» (Lucas 2:10). Bien puede el apóstol animarnos: «Regocijaos en el Señor siempre. Otra vez digo: ¡Regocijaos!» (Filipenses 4:4). Pablo conocía bien las razones por las que daba esa orden. La paz y el gozo son dos frutos principales del Reino de Cristo. Sea como sea el mundo, aunque no podamos regocijarnos en él, podemos regocijarnos en el Señor. Su presencia ameniza cualquier condición. «No temáis», les dice a Sus discípulos cuando estaban asustados pensando que veían un fantasma, «Yo soy» (Mateo 14:27), como si no hubiera ninguna razón para temer cuando Él está presente.

2. Que esto nos sirva de apoyo cuando nos sintamos cascados. El método de Cristo es herir primero para sanar después. Al cielo nunca entrará un alma sana y sin rasguños. En la tentación, piensen: «Cristo fue tentado por mí; mis gracias y mis consuelos serán acordes a mis pruebas. Si Cristo ha sido tan misericordioso como para no quebrarme, no me quebraré a mí mismo con la desesperación ni me entregaré al león rugiente, Satanás, para que me despedace».

3. Observen la disposición opuesta de Cristo por un lado y de Satanás y sus instrumentos por el otro. Satanás se abalanza sobre nosotros cuando estamos más débiles, como Simeón y Leví, que atacaron a los siquemitas «cuando sentían ellos el mayor dolor» (Génesis 34:25), pero Cristo repara en nosotros todas las grietas causadas por el pecado y por Satanás. Él venda «a los quebrantados de corazón» (Isaías 61:1). Así como la madre es más tierna con su hijo más enfermo y débil, Cristo Se inclina con más misericordia hacia el más débil. De igual forma, dota a las cosas más débiles del instinto de apoyarse en algo más fuerte como sostén. La viña se apoya en el olmo y, con frecuencia, las criaturas más débiles son las que tienen los refugios más fuertes. El hecho de que la Iglesia esté consciente de su propia debilidad la dispone a reposar sobre su Amado y a esconderse bajo Sus alas.

¿Quiénes son las cañas cascadas?

¿Pero cómo podemos saber que somos la clase de personas que pueden esperar recibir misericordia?

Respuesta: (1) Cuando el texto se refiere a los cascados, no alude a los que son humillados mediante cruces, sino a quienes por esas dificultades llegan a ver su pecado, el cual se convierte en la razón principal de su quebranto. Cuando la conciencia está bajo la culpa del pecado, cada juicio le recuerda al alma de la ira de Dios, y todas las inquietudes menores desembocan en esa gran inquietud de conciencia causada por el pecado. Todos los humores corruptos llegan a la parte enferma y amoratada del cuerpo1 y todos los acreedores se arrojan sobre el deudor cuando ha sido arrestado; de igual manera, cuando la conciencia ha sido despertada, todos los pecados pasados y las cruces presentes obran en conjunto para incrementar el dolor de la cascadura. Ahora, quien ha sido cascado no se conformará con nada más que la misericordia de Aquel que lo cascó. Él ha herido, y Él debe sanar (Oseas 6:1). El Señor que me ha cascado por mis pecados como yo lo merezco debe volver a vendar mi corazón. (2) Además, quien ha sido verdaderamente cascado considera el pecado como el mal más grande y el favor de Dios como el bien más grande. (3) Preferiría oír de misericordia que oír de un reino. (4) Tiene una baja opinión de sí mismo y piensa que no es digno ni siquiera de la tierra que está pisando. (5) No es crítico con los demás ―por ejemplo, no es obsesivo en el hogar―, sino que está lleno de simpatía y compasión hacia los que se encuentran bajo la mano de Dios. (6) Piensa que los que andan en los consuelos del Espíritu de Dios son las personas más felices del mundo. (7) Tiembla a la Palabra de Dios (Isaías 66:2) y honra incluso los pies de los instrumentos benditos que le llevan la paz (Romanos 10:15). (8) Está más absorto en los ejercicios internos del corazón quebrantado que en la formalidad, pero aun así es cuidadoso de usar todos los medios santificados para impartir consuelo.

Pero ¿cómo podemos llegar a ese estado mental?

Respuesta: primero, debemos concebir la cascadura como un estado al que Dios nos lleva y también como un deber que nosotros debemos cumplir. Aquí se entienden ambas ideas. Debemos unirnos a Dios para cascarnos a nosotros mismos. Cuando nos humille, humillémonos y no Lo resistamos, pues si lo hacemos, redoblará Sus golpes. Confesemos la justicia de Cristo en todos Sus castigos, sabiendo que todo lo que hace con nosotros es para hacernos volver a nuestros propios corazones. Su obra al cascarnos promueve que nos casquemos a nosotros mismos. Lamentemos nuestra propia perversión y digamos: «Señor, ¡qué corazón tan malo tengo que necesita todo esto, que nada de esto se haya podido escatimar!». Debemos asediar la dureza de nuestros propios corazones y acentuar tanto como podamos lo malo que es el pecado. Debemos mirar a Cristo, que fue molido por nosotros, mirar al que hemos traspasado con nuestros pecados. Pero ninguna instrucción bastará a menos que Dios nos convenza profundamente mediante Su Espíritu, poniendo nuestros pecados ante nosotros y haciendo que nos detengamos. Entonces clamaremos pidiendo misericordia. La convicción creará contrición, y la contrición nos llevará a la humillación. Por lo tanto, deseemos que Dios haga brillar una luz clara y fuerte en todos los rincones de nuestras almas y que la acompañe de un espíritu de poder para humillar nuestros corazones.

No podemos prescribir hasta qué punto debemos cascarnos a nosotros mismos, pero al menos debe ser (1) hasta que apreciemos a Cristo por sobre todo y veamos que debemos tener un Salvador, y (2) hasta que reformemos lo que está mal, aunque eso implique cortarnos la mano derecha o sacarnos el ojo derecho. Existe un menosprecio peligroso de la obra de la humillación, y algunos esgrimen como excusa para su trato casual con sus propios corazones el hecho de que Cristo no quebrará la caña cascada. Sin embargo, esas personas deben saber que no cualquier terror repentino ni cualquier dolor efímero nos convierte en cañas cascadas. Lo que nos hace cañas cascadas no es inclinar por un tiempo la «cabeza como junco» (Isaías 58:5), sino una obra en nuestros corazones que genera un dolor que hace que el pecado nos sea más odioso que el castigo y nos lleva a ejercer «violencia santa» contra él. Por el contrario, si nos favorecemos a nosotros mismos, estamos pavimentando el camino para que Dios nos casque y después tengamos que arrepentirnos amargamente. Admito que, en algunos casos, con algunas almas, es peligroso enfatizar esta cascadura con demasiada intensidad o por demasiado tiempo, pues pueden morir bajo la herida y la carga antes de volver a levantarse. Por eso es bueno alternarla con consuelo cuando nos estamos dirigiendo a congregaciones mixtas, de modo que cada alma reciba su porción debida. Pero si consideramos como verdad fundamental que hay más misericordia en Cristo que pecado en nosotros, no puede haber peligro alguno en el trato riguroso. Es mejor ir al cielo cascado que al infierno entero. Por lo tanto, no aflojemos la presión sobre nosotros demasiado pronto ni quitemos el bálsamo antes de que llegue la cura, sino que sigamos realizando esta obra hasta que el pecado sea lo más amargo y Cristo lo más dulce de todo cuanto existe. Además, cuando la mano de Dios de alguna manera está sobre nosotros, es bueno trasvasar nuestro dolor causado por otras cosas a la raíz de toda pena, que es el pecado. Que nuestro dolor fluya principalmente por ese canal, para que así como el pecado produjo dolor, el dolor consuma al pecado.

Pero ¿es cierto que no estamos cascados a menos que el pecado nos duela más que su castigo?

Respuesta: a veces, el dolor por los agravios externos oprime más nuestra alma que el dolor por la desaprobación de Dios porque, en esos casos, el dolor opera sobre todo el hombre, tanto sobre su exterior como sobre su interior, y este solo tiene una chispita de fe para sostenerlo. El ejercicio de esa fe se ve suspendido a causa de la impresión violenta del agravio. Eso se siente con mayor intensidad en las aflicciones repentinas que acometen el alma como un torrente o una inundación y especialmente en las enfermedades corporales que, debido a la simpatía entre el alma y el cuerpo, operan sobre el alma al punto de obstaculizar no solo las acciones espirituales, sino muchas veces también las naturales. Por esa razón, Santiago desea que en la aflicción oremos nosotros mismos, pero que cuando estemos enfermos «llamemos a los ancianos de la Iglesia» (Santiago 5:14). Ellos pueden hacer lo mismo que hicieron algunas personas en los evangelios: presentar a Dios en oración al enfermo que no puede presentar su propio caso. Además, Dios recibe las súplicas basadas en la agudeza y la amargura del agravio, como lo hizo en el caso de David (Salmo 6). El Señor conoce nuestra condición; Se acuerda de que somos polvo (Salmo 103:14), de que nuestra fortaleza no es la fortaleza del acero.

Esa es parte de Su fidelidad con nosotros como criaturas, y por eso es llamado «fiel Creador» (1 Pedro 4:19). «Fiel es Dios, que no os dejará ser tentados más de lo que podéis resistir» (1 Corintios 10:13). Los judíos decían que ciertos mandamientos eran los cercos de la ley. Así, por ejemplo, para cercar al hombre y apartarlo de la crueldad, Dios le mandó que no tomara la madre con los pollos ni «guisara el cabrito en la leche de su madre» (Éxodo 23:19) ni le «pusiera bozal al buey» (1 Corintios 9:9). ¿Acaso tiene Dios cuidado de las bestias, pero no de Su criatura más noble? Por lo tanto, debemos juzgar con caridad las quejas que se exprimen del pueblo de Dios en tales casos. Dios estimó a Job como un hombre paciente a pesar de sus quejas apasionadas. La fe que de momento está sobrepasada volverá a ganar terreno, y el dolor por el pecado, aunque es menos violento que el dolor por la miseria, supera a este último en constancia, así como el arroyo alimentado por una fuente perdura mientras el torrente repentino se disipa.

Para concluir este punto y fomentar que nos casquemos cabalmente y tengamos paciencia cuando Dios nos casque, todos debemos saber que nadie es más adecuado para recibir el consuelo que los que piensan que están más alejados de él. Por lo general, las personas no se sienten lo suficientemente perdidas cuando piensan en un Salvador. La santa desesperanza de nosotros mismos es el fundamento de la esperanza verdadera. En Dios el huérfano alcanza misericordia (Oseas 14:3); si los hombres fueran más huérfanos, sentirían más del amor paternal celestial de Dios, pues el Dios que habita en las alturas de los cielos también habita en el alma más humilde (Isaías 57:15). Las ovejas de Cristo son ovejas débiles y carecen de una u otra cosa; por lo tanto, Él se ocupa de las necesidades de cada oveja. Busca a la que estaba perdida, vuelve a traer a la que se había descarriado del camino, venda a la que se quebró y fortalece a la débil (Ezequiel 34:16). Su cuidado más tierno es para la más débil. A los corderos los lleva en Su seno (Isaías 40:11). Le dice a Pedro: «Apacienta mis corderos» (Juan 21:15). Fue sumamente afable y abierto con las almas perturbadas. ¡Qué cuidadoso fue para garantizar que Pedro y el resto de los apóstoles no estuvieran demasiado abatidos luego de Su resurrección! «Pero id, decid a sus discípulos, y a Pedro» (Marcos 16:7). Cristo sabía que la culpa por la mala actitud que mostraron al abandonarlo había abatido sus espíritus. ¡Con cuánta ternura toleró la incredulidad de Tomás y se rebajó a su debilidad al punto de permitirle poner la mano en Su costado!

La caña cascada

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