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What was that thing that came after me?

Los gatos no tienen nombres, eso lo sabe todo el mundo. A los perros, sin embargo, cualquier cosa les queda bien, uno tira una o dos sílabas y se les quedan pegadas con velcro: Wally, Furia, Pelusa, etc. El problema es que sin un nombre los gatos no responden, ¿y para qué quiere uno un animal que no viene cuando lo llaman? Mucha gente se conforma, dicen Aníbal, Abril, Pelusa, etc. y los nombres rebotan como el agua sobre los pelos de gato. Dicen Merlín, Alba, Jesús y los gatos, como si no fuera con ellos, van a lamerse el culo en la dirección opuesta. Cualquiera se tira de un puente.

Abro la puerta y en el aire siento el golpe de cloro con el que repasan los pisos y paredes de este lugar, como todas la mañanas recorro las salas abrien do las ventanas y en mi mente comienzo a darle vueltas en una tómbola a todos los nombres que he escrito en mi libretita durante la noche anterior.

Atila

Cianuro

Picasso

Arepa

Meter

Peter

Alcanfor

Meca

Rómulo

Liliput

Goliat

Kayuco

Kawasaki

Meneo

Bambi

Burbuja

Abu

Amadeus

Danny

Núcleo

Apuesto a que esa c con a de meca y esa c con l de núcleo van a quedarse enganchadas del pellejo del animal como anzuelos. Las persianas del sótano están oxidadas y la manivela tarda un poco en ceder, cuando finalmente entra un rayo que ilumina desde la pileta de bañar a los perros hasta la jaula más grande, donde cabría un san bernardo, una bolita surge de la tómbola hacia mi boca con el nombre ganador.

Y allí está el gato, acostado en uno de los peldaños de la escalera del sótano; es junio y lo único fresco en toda la República son los pisos de granito. Antes de que me mire digo el nombre que he elegido, pero se queda allí con esa respiración regular e imperceptible tan común en las figuras de cerámica barata. Tirarle el nombre ahora ha sido un desperdicio, sabiendo como sé que la cerámica es aún más resistente a los nombres que los gatos. Subo espantando al gato con mis zancadas hacia la recepción, tanteando mis opciones para el almuerzo: albóndigas o chuletas, halo la silla para sentarme y allí, sobre el escritorio, encuentro un conejo muerto.

«¿Qué es esta vaina?», pregunté con el volumen de mi voz desajustado, mirando el blanquísimo conejo que alguien, que recién captaba con el rabillo del ojo, había colocado frente a mi silla. El pegote en la esquina de la sala de espera se convertía en persona y se acercaba, supe que tendría que levantar la vista del conejo e hice un rápido inventario: dos canicas de sangre donde van los ojos y una patita tiesa como en esas fotos en las que un jugador de fútbol intenta alcanzar la bola estirando la pierna entre los tobillos de otro sin éxito. «Es mío», dice un hombre joven con la piel de la cara llena de marcas, la camisa polo azul clarito y el pelo como baba. Se me ocurre saludar, pero me tardo demasiado y él comienza a decirme: «se me están muriendo como cosa loca, yo creo que quieren hacerme daño, tú sabes, los vecinos envidiosos». Me introduce en el mundo de sus vecinos envenenadores y hallo tiempo para concentrarme en su piel llena de cráteres donde pueden, como en las nubes, encontrarse formas divertidas, chuchutrenes y tribilines que el acné fue dibujando con la ayuda de dos manos nerviosas que extirpaban antes de tiempo cualquier cosa que creciera sobre la superficie del planeta. Sacude al animal y me dice: «necesito que me le hagan una autopsia». Toma aire y se sienta en una de las butacas de la sala de espera, el conejo en una mano sobre la pierna y en la otra mano un encendedor. Imagino que quiere fumar y le doy permiso ofreciéndole un cenicero en forma de media bola de basketball que Tío Fin trajo porque, según él, combinaría de maravilla con la fibra de vidrio naranja de las butacas.

Suena el teléfono y es una mujer. Quiere saber sobre las tarifas de estadía. Se va a Miami a hacerse una cirugía y necesita dejar a su perro en el hospital varias noches. Mientras me da detalles sobre el costo de su operación, razón más que suficiente, según ella, para que le rebajásemos el precio, me fijo en los filos del pantalón del muchacho. En un segundo calculé el miedo o el amor que había detrás de aquella plancha, pero sobre todo el tiempo que alguien dedicaba a aquellos y a muchos otros pantalones convirtiendo el kaki en acero.

Tan pronto se me terminó la conversación con la señora de la cirugía saqué la guía telefónica detrás de un número que puede estar entre las letras P, J o W. Este truco para matar el tiempo no me lo ha enseñado nadie y es muy efectivo, sobre todo cuando uno no quiere bregar con dueños de enfermos terminales y más aún cuando el único paciente posible está muerto. Espero a que quien levante el teléfono cuelgue y es entonces cuando empiezo a mover la boca. «Buenas, le hablamos del hospital veterinario Doctor Fin Brea para informarle de que ya puede venir a recoger a Canquiña.» Durante un cuarto de hora comparto con el inexistente dueño de Canquiña anécdotas sobre el buen comportamiento de la perra, la dieta de bolitas orgánicas que le habíamos suministrado, los comentarios del doctor sobre la inteligencia y el carácter de Canquiña, la vaguada que azotó la costa este de la isla la semana pasada y el precio de los artículos de primera necesidad. Cuando el tema comenzó a oscilar entre Canquiña y la momia hermafrodita en el último número de la revista National Geographic, la camioneta de Tío Fin se detuvo frente a la clínica.

Colgué y avisé al loco: «llegó el doctor».

Los pantalones de Tío Fin también tienen filos, pero son tan viejos que el filo está grabado en ellos y Armenia, la mujer que trabaja en casa de Tío Fin, ni tiene que plancharlos. Estos filos permanecen sin mucho trabajo, con sólo colgarlos en el clóset respetando el filo o lo que queda de él se mantienen, gracias a que otra Armenia de nombre Bélgica, Telma o Calvina los planchó a dos centavos la libra durante los años que Tío Fin duró para graduarse. Si fuera por Tía Celia, los pantalones estarían en la basura hace tiempo, y cuando lo ve salir con ellos puestos le grita por el pasillo: «¡coño Fin, ¿cuándo es que tú vas a soltar esos malditos pantalones de cuando tú’taba etudiando?!». Pero Tío Fin sigue caminando como un camello tierno, arrastrando los mismos zapatos de gamuza y los lentes de sol RayBan con los vidrios verde oliva con que aparece en la foto de mi primer cumpleaños.

Tío Fin lleva al conejo y a su dueño al consultorio, coloca al primero sobre la camilla de acero inoxidable y junta la puerta. Es entonces cuando vuelvo a pensar en el gato y digo en mi mente el nombre que tenía bajo la manga, «núcleo». Como un resorte da un brinco y se trepa al escritorio, oliendo el frío residuo del roedor envenenado. Se acerca más a mi cara, estrujando su cabezota en mi barbilla. Por un momento creo ver el milagro ejecutado, el gato ha respondido a mi llamado telepático, lo llevo de nuevo hasta la escalera y colocándome detrás del escritorio, repito en mi mente la palabra mágica, pero esta vez ni me mira, comienza a subir la escalera lentamente y desaparece.

Así llevamos un mes. Todos los días, después de cerrar la clínica, camino hasta la casa acumulando nombres, cuando ya estoy allí los apunto todos y añado unos cuantos más. A veces cuando me voy a la cama el zumbido de todos esos nombres, susurrados por una voz que no es la mía, me mece como en la panza de un gran barco. Cuando cierro los ojos el susurro se hace más fuerte y dibuja figuras geométricas en el interior de mis párpados. Así hasta que me quedo dormida y sueño que he encontrado el nombre, pero el gato ha muerto o desaparecido y yo ando por una calle muy agitada, buscando un supermercado donde el nombre del gato pueda ser canjeado por una vajilla de cuarenta y cuatro piezas.

El viento abre la puerta del consultorio y sin estirar el cuello puedo ver a Tío Fin sentado detrás de su escritorio, el dueño del conejo frente a él, demasiado cómodo en su silla, con un pie sobre la rodilla izquierda. Tío Fin junta el pulgar y el índice en el asa de una taza imaginaria y se la lleva a los labios queriendo decir haz café. Voy a la cocinita y abro la cafetera, descubro que en el fin de semana de agua y oscuridad se ha desarrollado una película de hongos en el fondo, blancos filamentos por todo el metal del interior cuya resistencia compruebo al tratar de fregarla con un brillo verde. La relleno de agua y coloco la parrilla para el polvo. Cuando enciendo la estufita eléctrica comienzo a pensar en el gato otra vez y me pregunto si será sordo, si no responde a mis nombres porque no puede oírlos. El café sube y el olor llega hasta la calle, coloco las tazas, el azúcar y la Cremora en una bandeja de plástico verde que Tío Fin compró por diez pesos porque pegaba con el verde institución de las paredes. Empujo la puerta con la cadera y encuentro a Tío Fin de pie junto a la camilla metálica, situado justo a la mitad de la misma con el conejo levantado en el aire, como si quisiera quemarlo con la luz de la lámpara blanca que tiene encima. Yo he visto esto antes y no sé dónde, entonces me doy cuenta de que el dueño se ha ido y pongo la bandeja en la camilla, echo azúcar para Tío Fin y para mí en las pequeñas tazas de florecitas azules, remuevo y espero a que él ponga al muerto en su sitio para levantar la mía. Entonces Tío Fin da los dos pasos hacia el teléfono y marca un número de memoria, dice: «aló, Bienvenido, ¿eres tú?».

Bienvenido es el mejor amigo de Tío Fin. Ellos compraron un velero juntos cuando todavía tenían pelo en la cabeza y todas las muchachas querían subirse a ese velero. Hay muchas fotos para comprobarlo, lo de los pelos, el velero y las muchachas, y todas están en casa de mi abuela en una caja de metal con llave para que Tía Celia no las coja y las bote en la basura, adonde pertenecen. Bienvenido es además el único veterinario forense graduado del país, cosa que en boca de Tío Fin suena como si estuviera diciendo el único hombre que puede abrir una botella con el culo.

Tío Fin tranca el teléfono y no he terminado de escuchar su voz en mi mente diciendo «el único veterinario forense del país» cuando deja caer, muy espontáneo, que Bienvenido está de camino para bregar con el conejo, ya que es el único veterinario forense del país. Luego se toma su café despacio y añade que «en un país como éste, en el que los animales no tienen derechos y las gentes son animales, ¿de qué sirve un veterinario forense? Si fuera en Estados Unidos sería otra cosa, allá sí que saben apreciar a un profesional». De inmediato imagino a Bienvenido en una serie del cable, recogiendo con una espátula milimétrica pequeños residuos de semen humano del cuerpo inerte de una tortuga hallada en el sótano de una discoteca. Para cuando Bienvenido llega unos minutos más tarde, mi opinión sobre él ha cambiado totalmente, hasta me parece más inteligente. La arruga que siempre tiene en la frente es ahora la marca de un hombre con una misión: resolver un crimen. Cuando entra en la clínica me levanto y le ofrezco agua, café, un churro y a todo me dice que no, poniéndose unos guantes de goma que Tío Fin le ofrece a manera de saludo; entran los dos al consultorio y cierran la puerta con seguro. Era extraño pensar que allá adentro había dos hombres muy altos, con guantes y mascarillas buscando en el interior del conejo muerto las huellas de un grupo de vecinos envidiosos armados con cianuro o Tres Pasitos. Afuera sonaba el radito, un aparato del año uno que Tío Fin puso a mi disposición el primer día que vine. Yo le propuse traer mi Discman, traer mis audífonos y mis CDS. «¿Y cómo vas a oír el teléfono?», me dijo, «¿y cómo vas a oírme a mí cuando te llame?». «Realmente», me dijo, «el radio es para los pacientes y sus dueños, pon Clásica Radio que ahí ponen música relajante, música buena para un hospital.»

Frente al escritorio hay una puerta de vidrio por la que se ve la avenida Rómulo Betancourt; es una avenida más bien fea, como son casi todas las avenidas de esta ciudad. La puerta permanece abierta el día entero para que entre aire, pues aunque tenemos dos abanicos encendidos el calor se concentra y hasta las fotos de perras paridas con que hemos decorado comienzan a sudar. Lo único es que Tío Fin me ha pedido que cuando vaya al baño cierre la puerta del frente con seguro, cosa que a veces hago y a veces no. Tío Fin lo dice porque un día se metieron unos ladrones y se llevaron toda la mercancía para perros que encontraron en la sala de espera, champús, correas y juguetes para mascotas más que nada, chucherías que tenía Tío Fin para que los dueños compraran si querían. Aunque él no me lo diga, yo sé que Tío Fin sospecha de Cutty, el hijo de la mujer de la casa de al lado. Cutty es difícil y dice muchas palabras similares a «mamañema» en cada oración, tiene unos brazos musculosos que a mí la verdad me gustaría tener y en uno se ha tatuado con una máquina de hacer tatuajes hecha en casa un dragón chino color rojo sangre. Cutty es muy compacto y cuando digo compacto me refiero a que toda la ropa que se pone parece ser parte de él. Es como si él siempre estuviera desnudo, porque los jeans, el t-shirt y las chancletas de goma que siempre tiene puestas parecen haber venido con él.

Si Tío Fin esta aquí (Cutty lo sabe porque ha visto la camioneta) Cutty viene y hace unas preguntas que ha estado planeando toda la tarde para tener algo que decir al llegar y habla muy fuerte con una voz que hace que los choferes que cruzan la avenida volteen la cabeza. A Tío Fin se le pone la carne de gallina, sale a la sala de espera y le hace un chiste tonto. Cutty entonces se ríe de una manera que hace que Tío Fin se arrepienta de haberle hecho el chiste y de haber estudiado veterinaria. Luego Cutty nos cuenta de un chef italiano que vive en San Cristóbal que tiene las luces que le faltan a su Vespa y de cómo estas luces y este italiano son los únicos en el país. Cutty está reconstruyendo esta Vespa desde hace un año, cuando encontró el cascarón oxidado cerca del 28, a la vuelta de visitar a su mamá en el manicomio. Tío Fin, que ha visto la Vespa y también a la mamá de Cutty, se mete la mano en el bolsillo y saca cincuenta pesos. «¿Con eso te da?», le pregunta, y Cutty, sin mirar a Tío Fin a la cara, dice «vamo a ve» y sale corriendo como loco no sin antes escupir en la acera.

Si Tío Fin no está, Cutty entra en la sala, se dobla sobre el escritorio hasta que el olor a queso frito en aceite de motor que sale de su boca y yo somos una sola cosa. Si está contento porque ha conseguido una bujía o una tuerca milenaria me cuenta una película de muertos y se agarra la bolsa, dando brinquitos al ritmo de la implosión de su risa, celebrándose como un bebé al que unas manos invisibles zarandean alzándolo por debajo de las axilas. Si hace calor y la Vespa no tiene futuro, se sienta sobre el escritorio y pone un pie sobre cada brazo de mi asiento, se abre el zipper y se saca un pene rosado del largo de un lapicero Paper Mate. Yo me quedo muy tranquila porque la verdad no sé qué hacer mientras él echa un vistazo hacia atrás para comprobar que no viene nadie con un movimiento de cuello muy rápido, tan rápido que por un momento Cutty no tiene cabeza. «Mira», me dice, moviendo su mano hacia arriba y hacia abajo, y me golpea la mejilla con la punta y pienso que si yo abriera la boca y la mordiera mis dientes se quedarían marcados como en una goma de borrar. Luego, casi siempre, Cutty se cierra el zipper, se ríe y se va y el aire se queda hecho sopa. Yo entonces me voy al baño y me hago una paja detrás de la otra pensando que he dejado la puerta sin seguro y que los ladrones a su regreso van a darse cuenta de que en esta clínica no hay nada que valga la pena robar.

Tío Fin y Bienvenido abren la puerta y salen quitándose los guantes; los dos están sudados y parecen haber visto un fantasma. Bajo el volumen del radio para poder oír lo que dicen pero ninguno dice nada. Entran muy juntos al baño y los imagino compartiendo la pastilla de jabón para lavarse las manos, las muñecas, los antebrazos, como hacen los doctores en las películas. Bienvenido sale primero y dice que tiene que ir a resolver un asunto, y lo dice como si el asunto, en vez de un picapollo con plátanos fritos para su esposa, fuese un caballo con los ojos sacados en el parque Independencia. De mí ni se despide y de Tío Fin apenas, se quita la bata sucia que trajo en una funda y se mete en un Mitsubishi Lancer del 79.

Bienvenido arranca y yo le pregunto a Tío Fin por el conejo. Él me acerca un frasco de mayonesa a la cara. El frasco es uno de tantos que Tío Fin trae de su casa para reciclar. Por lo general yo misma les quito el olor a pepinillos o Cheese Whiz con un estropajo para que Tío Fin los llene de mierda de perro o, como en este caso, coloque dentro una bola de pelo, porque eso encontraron en el estómago del conejo: una bola de pelo maciza de un gris brillante, tan perfecta que daba ganas de ponerla en un árbol de navidad. Al ver aquella perla peluda detrás del vidrio recordé la excursión que habíamos hecho antes de que acabara el año escolar al Museo del Hombre Dominicano, donde los trigonolitos y las espátulas de los arawacos palidecían bajo luces artificiales. El guía del museo, recién convertido a Testigo de Jehová, nos explicó en voz baja que los taínos estaban atrapados en una fantasía satánica como también lo estaban los españoles que venían supuestamente en nombre de Dios, y cuando llegamos al diorama de la pesca y la caza aprovechó para vendernos un par de revistas Atalaya y ¡Despertad!

«Los conejos no vomitan, por eso hay que darles mucha fibra», me dice Tío Fin sonriendo, «para que puedan deshacerse de todos esos pelos que se tragan». Ahora está listo para salir y se arremanga hasta por encima de los codos. Está claro que no va a atender a ningún otro animal esta mañana. Se monta en la camioneta y arranca, pero antes de avanzar tres metros viene de reversa y me grita desde la calle: «¡si llama el dueño del conejo no le digas nada, si le decimos la verdad no va a venir a pagar!».

Cuando Tío Fin se ha ido y estoy sola en el hospital, quiero decir, sola con el gato, abro la libreta donde a veces dejo algunos nombres en remojo. Si ya los he gastado todos, apunto unos cuantos más. La libretita está siempre muy cerca de mí y los bordes de las páginas están llenos de garabatos que dibujo cuando hablo por teléfono que es casi todo el tiempo que no paso buscando nombres. A veces llaman amigos de Tío Fin, amigos míos o los dueños de los pacientes, pero la mayoría de las veces quien llama es Tía Celia.

Tía Celia es la esposa de Tío Fin y es, como quien dice, la dueña del hospital, porque ella lo construyó con su dinero y eso se lo recuerda a todo el mundo, todo el tiempo. Mi mamá dice que lo que pasa con Tía Celia es que nunca pudo tener hijos y toda la energía que debió poner en criar y parir la pone en joder a la humanidad. Yo que casi nunca estoy de acuerdo con mi mamá, estoy muy de acuerdo cuando ella dice «joder a la humanidad» y hasta creo que Tía Celia por la noche cuando se acuesta ve letreros en neón en su mente que dicen «joder a la humanidad» y creo que hasta le gustan.

En lo que respecta al hospital, Tía Celia quiere saberlo todo y para eso tengo otra libreta en la que apunto cada movimiento del doctor, a qué hora tomó el café y con cuánta azúcar, por ejemplo, y si me fuera posible comprobarlo, la cantidad de papel de inodoro que usa cada vez que va al baño. Esto es en serio y por cada página de la libreta Tía Celia me da veinte pesos o una entrada al cine, que es la misma cosa. Lo que Tía Celia no sabe es que yo en la libreta pongo lo que me da la gana y un día de éstos si me jode mucho se lo digo a Tío Fin porque Tío Fin también me da dinero, además del salario con el que me pagan las diez horas que me paso en este hoyo, dizque porque hay que aprender a trabajar.

La idea no fue de ellos sino de mi mamá y mi papá, con las maletas hechas para su segunda luna de miel. A mí no me dijeron nada hasta una semana antes de irse, cuando encontré cinco conjuntos idénticos de bermudas y chaqueta (lima, salmón, rosado, azul cielo y lila) en el asiento trasero del carro de mami junto con un brochure que decía SEVILLA 92. Para entonces mi papá ya se había memorizado las rutas y los nombres de cada uno de los monumentos que iban a visitar y en su cabeza todo el mundo en Grecia hablaba español y él por supuesto allá como aquí hablaría hasta por los codos y se sentiría complacido en ilustrar a todo el que se le acercara sobre la plaga de la mosquita blanca, dónde estaba él cuando mataron a Trujillo y el gemelo que se le murió al nacer.

Lo peor no es el trabajo, pues Tío Fin y yo nos llevamos muy bien. Lo peor es que el mamagüevo de Mandy se queda sólo con la casa y a mí que me lleve el diablo, o sea, Tía Celia. Mami trató de explicarme que porque Mandy se acababa de graduar del bachillerato y se iba del país al final del verano a estudiar en Miami, ellos entendían que él necesitaba tiempo y espacio para despedirse de sus amigos. Mandy es el favorito de mami, y aunque no es hijo de papi, él también lo prefiere. Mami le puso Armando José por una telenovela que veía cuando estaba embarazada y le salió igualito que el galán, dice ella, y cuando lo dice pueden verse residuos de mazorca de maíz entre sus dientes. Cuando este tipo de cosa pasa, a mí me da un chin de miedo, o sea, cuando la gente se convierte en otra gente. No es que se disfracen ni nada, a veces basta con que enciendan la lámpara de la mesita en vez de la del techo para que pasen de ser el señor que vino a instalar el cable a ser Amanda Miguel. Mandy por ejemplo, con tanto músculo y tanto cabello, sale del baño recién afeitado y con la toalla amarrada a la cintura, yo lo miro desde el pasillo y entiendo lo que piensa un bistec: me van a comer si no salgo corriendo, por eso Mandy siempre tiene las rodillas flexionadas como si estuviera en una cancha de voleibol.

Cuando mami terminó el discurso sobre lo que se podía y no se podía hacer en casa de Tía Celia me hizo poner en la maleta sólo la ropa que ella consideraba apropiada para una «niña que ya va a empezar a trabajar» y me hizo dejar todos mis t-shirts y jeans en el clóset. «Te va a hacer bien vestirte diferente, salir de la rutina», me puso en un taxi, le pagó al taxista y prometió llamarme del aeropuerto para despedirse.

Nombres y animales

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