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I could see the Thing rather more distinctly now.

It was no animal, for it stood erect.

Cuando Mauricio llegó a la casa no se llamaba así. Así le pusieron porque según doña Moni con ese pelo y ese porte ya desde los dos meses se parecía a Mauricio Garcés, un actor que, decía ella, tenía mucho sex appeal. Se lo trajo de regalo a Palola, la hija de doña Moni, un novio argentino que le duró a Palola lo que duró Palola en encontrarse un italiano.

Mauricio al principio era chiquito y dormía donde le cogía la noche, en la cama de doña Moni, encima de la mesa del comedor o en el tupido nido de sábanas recién lavadas del clóset de la ropa blanca. Mauricio, casi como un gato, se pasaba el día durmiendo, y cuando no estaba durmiendo estaba o comiendo o mirando un punto fijo en la pared. A doña Moni esto le parecía encantador y aunque el perro técnicamente era de Palola, esos primeros meses ella cogió a Mauricio para ella, alimentándolo, llamándolo «cosa bella», acariciándolo día y noche, encontrando en aquel ejercicio una serenidad tan grande que se preguntaba si no se estaría volviendo loca.

Pero Mauricio, como todo pastor alemán, comenzó a crecer y con el tamaño adquirió una súbita torpeza que le hacia llevarse de camino lámparas y botellas, jarrones y abanicos de pedestal. Las lluvias de marzo cocinaron un lodo perfecto que Mauricio iba a recoger entre las patas para venir corriendo hasta la habitación de doña Moni e imprimir con sus huellas todas las alfombras y las almohadas. A doña Moni este jueguito no le hizo ninguna gracia y de repente se acordó de que el perro no era de ella, recordando también que tenía una hija, y así sucesivamente. Palola dijo que cuando ella pariera se ocuparía de limpiar mierda y esto se lo dijo por el teléfono a no sé quién mientras sacaba a Mauricio al callejón, cuya única conexión con la casa era una puerta de hierro que daba a la cocina, puerta que desde ese momento permanecería cerrada, pues la comida le podía ser suministrada al perro a través de los barrotes.

Aquella primera noche Mauricio pensó que estaban jugando con él y que si él adivinaba cuál era el fin de este juego alguien vendría, abriría la puerta y lo dejaría entrar a la casa para acomodarse en la cama de doña Moni o en cualquier otro lugar, incluso allí mismo en el piso de la cocina. Dio saltos, corrió de un lado a otro, colocó las dos patotas en la puerta de hierro, ladró feliz, luego ladró fingiendo estar enojado como a veces hacía cuando doña Moni jugaba «perro bravo» gruñendo para que él le respondiera. Así la noche entera. Cuando salió el sol y alguien vino a prepararse café, él estaba tan cansado que ni movió la cola. Palola lo miró desde la estufa y le dijo: «sigue ahí, jugando con tierra». Él se acordó de Palola y se incorporó listo para estar allí con Palola, poner sus dos patas en el pecho de Palola, mover las patas a toda velocidad hasta que los olores a alcanfor, Anais Anais, trementina, cloro, cedro, mimbre, gamuza con moho, restos de una salsa curry que se derramó hace tres años en el pasillo y licra que provenían del cuarto de Moni, y que Mauricio reconocía con claridad, se le metieran dentro. Pero esa cosa que estaba entre él y Palola seguía allí y seguiría allí para siempre.

De vez en cuando la señora que venía a limpiar abría la puerta, pero antes de que Mauricio se diera cuenta, ella ya estaba afuera con una manguera a presión y una botella de shampoo restregándolo y enjuagándolo, y la puerta, vista desde los ojos jabonosos del perro, allá al fondo, otra vez cerrada. De vez en cuando un vientecillo arrastraba partículas del cuarto de doña Moni hasta su hocico iluminándole la noche a Mauricio, y ni los gatos ni las ratas, ni la lluvia ni el piso de concreto le amargaban ese gustico.

Con el tiempo Mauricio encontró el triángulo de sombra que un vértice de la casa proyectaba en el callejón al mediodía, donde una película de musgo hacía más suave el cemento y aprendió a lamer manos y caras a través de los hierros del portón, su lengua se hizo más larga y sus reflejos más precisos. Los domingos doña Moni recibía familiares y amigos y cocinaba para todo el mundo, a media tarde una lluvia de muslos de pollo a medio comer le caían a Mauricio en la cabeza, y él, si venían directamente de la mano de doña Moni, movía el rabo frenético, feliz con el olor de su amor en aquellos huesos, triturando con los ojos bien abiertos hasta el tuétano.

Un domingo de ésos doña Moni le trajo un sobrinito de dos años a la puerta, «mira, perrito», Mauricio vio aquella cosita que había estado durmiendo en la cama de Moni, con las sábanas de Moni, en el cuarto de Moni, y Mauricio en un segundo olió a Moni y en Moni el perfume y en el perfume químicos como arañitas de hierro diciendo «fuá», y debajo del perfume el sudor de Moni, capas y capas de rastros de lociones, jabones y sudores ajenos que ni el agua ni el ácido de batería arrancan de la piel, picapollo, wasakaka, ajo, pimienta, enemocada, yuca con cebollita, envases de foam, fábrica de foam, sillas de plástico, marquesinas con grasa, el algodón, el detergente con que se lavó el t-shirt, la mano de Mela, la lavandera de Moca, tierra negra, lombrices de tierra, Moca, leche, tetera de goma, leche cortada, leche empegotada, azúcar, olor a hormiga, olor a aceite y talco y el olor de una encía nueva por donde empieza a salir un diente, y cada olor era un rascacielos en la nariz de Mauricio y encima del olor a gente, del olor a niño y a Moni, estaba el olor a óxido de hierro de la puerta, el olor a cemento de la casa y el olor de todos los trabajadores haitianos que un día la levantaron, el humo de la calle y los vecinos con el café puesto, la tinta negra de los periódicos que había en el suelo de la cocina, las veintitrés medicinas que Moni tenía en el botiquín del baño y allá al fondo de todas las cosas, la mancha de curry en el pasillo.

Cuando Mauricio llegó al hospital ya el papá del niño le había reventado un ojo y doña Moni le había sellado la boca con una tira de tape. Imaginé una pelea con otro perro o un camión a toda velocidad por la avenida Las Américas, le avisé a Tío Fin y él abrió la puerta para que lo colocaran sobre la camilla. Doña Moni estaba lista para ir al trabajo, conjunto sastre tipo Jackie Onassis con sobrepeso y un moño con mucho spray y muchos pinchos. Imaginé un banco donde entró de cajera y terminó de gerente, igual que mami, o una compañía de seguros en bancarrota. Salió del consultorio de Tío Fin y se recostó sobre mi escritorio para hacer un cheque, me lo entregó y se fue.

Cuando los dueños de los animales se van Tío Fin siempre tiene algo que decir y yo corro hasta su consultorio para escucharlo. La mayoría de las veces son chistes tontos que nos hacen reír un ratito, pero esta vez Tío Fin no dijo nada. Por lo menos por un buen rato. Se quedó fumando sentado en su sillón con los zapatos de gamuza sobre el escritorio.

«¿Qué le pasó?», le pregunté.

«Mordió a alguien.»

«¿Y qué va a pasar?»

«Ya no lo quieren, ve y búscate unos mangos.»

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