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ОглавлениеHe says nothing, said the Satyr. Men have voices.
A mi abuela se le cruzan los cables.
Esto viene de lejos, yo creo que desde siempre, pero ahora que cumplió los ochenta como que se nota más.
A mí no me gusta cuando mi mamá se enoja porque mi abuela la llama tres veces seguidas para contarle el mismo cuento de un travesti que le tocó la puerta para pedirle trabajo como cocinera o de unos perros que vienen a sentársele en el frente de la casa y que ella espanta con una olla de agua fría. Primero porque a la abuela le pasan tan pocas cosas recientemente que es normal que las cuente una y otra vez. Lo otro es que la abuela cuando hace el cuento del travesti lo goza tanto, porque no se acuerda que ya te lo contó, que es, por lo menos para mí, como si me lo contara por primera vez, eso sin añadir que cada vez que lo cuenta el travesti tiene algo nuevo, y ese algo, un pañuelo, una voz de ultratumba, unas medias de nylon por donde se cuelan pelos de medio centímetro de diámetro, hace que a la abuelita se le iluminen los ojos, y si uno tiene suerte, ella hasta hace la señal de la cruz, riéndose.
En la primera versión ella está recostada, porque la abuela nunca está acostada sino recostada, cuando ve una mano de hombre que entra por la ventana. Son las tres de la tarde y la mano le ha amargado la siesta, la abuela se levanta y dice: «¿quién es?». Y una voz de hombre le responde: «Ramona». Luego ella corre a despertar a mi abuelo, que también está siempre recostado y él se levanta y encuentra con la mano pesada un martillo que tiene debajo de la cama junto a la bacinilla y con el que ha matado para la gloria de no se sabe qué santo más de siete ratas preñadas.
La abuela se le engancha del codo y él se engancha de su andador y van los dos a dos pasos por minuto arrastrando las pantuflas hasta la puerta, lo que quiere decir que les toma su buena hora y media llegar hasta donde está Ramona, preciosa, tocando el timbre como si la luz eléctrica no costara dinero. El timbre de la casa de la abuela es otro tema y yo creo que es parte del problema, es un ding dong que sólo se encuentra en telenovelas, en baladas de los setenta y en la casa de mi abuela, que es como decir que el timbre es casi imaginario o que es el último timbre que queda en toda la República con ese sonido, y para probarlo sólo hay que ir conmigo (como hice una tarde) tocando todos los timbres del vecindario y escuchar el brrrrr, el buzzzz o el bididididi.
Cuando los viejos llegan a la puerta están listos para cualquier cosa. Desde que unos ladrones se metieron en la casa de al lado para robarse un radito de pilas y dejaron al señor que cuidaba amarrado a una silla y con el cerebro afuera, los viejos están listos para cualquier cosa. Por eso cierran las puertas de madera que dan a la galería día y noche, abriéndolas cuando vengo yo o cuando viene algún vecino con el teléfono cortado a hacer una llamada.
Mi abuelo ya tiene levantado el martillo cuando mi abuela abre la puerta, Ramona se presenta y dice que sabe lavar, planchar y cocinar, tiene experiencia y se sabe todas las canciones de Marisela. Mi abuela habla entonces con una voz que oyó una vez en alguna emisora de radio en los años 30 y le dice que no necesitan una sirvienta, que ya están viejos y despacharon a las que tenían, que ahora comen de cantina, una comida desabrida y que llega cada vez más tarde, que mis hijos vienen a vernos y nos traen empanadas y helado de ron con pasas.
Cuando al abuelo el brazo con el martillo se le cansa, sale de atrás de la puerta para encontrar a su esposa recostada de la puerta contándole a Ramona el cuento de cuando ella vio unos submarinos alemanes en la Romana, y Ramona, que tiene tiempo para escuchar el cuento tres, cuatro, cinco veces, se sienta encima de una maleta color carne con las piernas cruzadas y va añadiendo detalles a la historia. Cuando la abuela le dice que ella vivía en un ingenio azucarero, Ramona dice: «como una princesa». Cuando la abuela dice que el ingenio estaba cerca de la playa, Ramona dice: «como en una película». Cuando la abuela le dice que ella tenía un caballo, Ramona dice: «fabulosa». Cuando la abuela entra en detalles sobre el vestido de organdí y las botitas de charol, Ramona dice: «con bucles de agua de azúcar y camomila», y cuando la abuela se da cuenta de que el abuelo está de pie junto a ella con un martillo colgándole de la mano, no lo ve a él sino a Felina, la negrita que llegó al ingenio cuando ella tenía tres años y que sus papás criaron «como a otra hija», y le dice: «ve, cuélate un cafecito, ¿no ves que tenemos visita?».
El viejo emprende el largo camino a la cocina, a tres milímetros la hora, lo que quiere decir que en lo que llega a la cocina la abuela ya ha terminado el cuento de los submarinos y ha comenzado el cuento de los submarinos, y para cuando el abuelo ha vuelto, con una bandeja con café y galletitas de soda con mantequilla, Ramona ya sabe por qué el segundo hijo de la abuela se llama Fin y dónde estaba mi papá cuando mataron a Trujillo.
En la segunda versión del cuento del travesti el abuelo no aparece sino hasta al final o está tan enfermo que no puede levantarse y mi abuela se la bandea sola en medio de la oscuridad, porque esta vez es de noche y hay un apagón del carajo y lo que la despierta es una voz igualita a la de su madre, o sea mi bisabuela, diciéndole que juegue el 14 o el 78 o el 36. Mi abuela dice que cuando oyó la voz se puso a llorar y a decir «ay, mamá, es como si estuvieras viva», y que al decir esto cogió tanta energía que quiso levantarse de la cama como si fuera a pitchar un juego de béisbol. «Y cuando me vi en el piso lo único que alcancé a hacer fue a tirarme un pote de alcoholado en la cabeza, un potecito que tengo siempre junto a la bacinilla por si acaso. Cuando de repente oigo pasos en el callejón. Ese maldito callejón que yo no sé cuántas veces le he dicho a mi hermano Rolando que termine de clausurarlo, ésa es una madriguera en la que cualquier tigre va a terminar metiéndose, y nos encontrarán a tu abuelo y a mí, panqueaos, como dos turpene, mejor sería que nos cogiéramos de las manitas y saltáramos del Malecón y ya nadie tendría que bregar con nosotros.»
A este último fragmento siguen unas cuantas lágrimas que yo le seco a la abuela con la manga de mi t-shirt para que me siga contando y ella sigue: «después de tres avemarías y un padre nuestro logré sacar fuerzas y me levanté, mejor dicho, me levantó Jesús, porque yo la verdad no fui, cogí la linterna, acuérdate que no hay luz, y cuando la prendo no tiene pilas, mierda, lo raro es que encontré las pilas dentro de una cartera dentro de una gaveta en el cuarto que era de tu tío, no me preguntes cómo llegué porque no sé, sería Jesús también, que es la luz de este mundo. Cuando cargué la linterna, los pasos seguían en el callejón, pasos con tacones altos, caminé hasta la puerta que da al patio y pregunté ‘¿buenas noches?’ y una voz gruesa respondió: ‘Ramona’. Abrí la persiana e iluminé con la linterna una boca y luego unos ojos pintados de azul violeta, la voz me dijo que quería trabajo y yo le dije que aquí no había y además que mi esposo tenía muy mal genio y dos pistolas cargadas y que si se despertaba se iba a armar un lío, la tal Ramona se fue corriendo y yo le oí los pasos con tacos saliendo del callejón, empecé un rosario a esa hora pero me quedé dormida como al quinto avemaría».
En la tercera versión el abuelo llama a la policía y a Ramona le parten el sieso. La abuela dice que le dio pena porque «se ve que por lo menos el muchacho quería trabajar y que si hubiera encontrado una mano dura a tiempo no andaría dando pena en una falda».
Como mi mamá no es muy buena hija que digamos y mi tío Fin está muy ocupado haciendo avioncitos de papel en su consultorio, Tía Celia se ha encargado de mantener a mis abuelos por lo menos aseados. Ella le paga a una enfermera para que venga una vez por semana y los meta obligados a la bañera y los restriegue con una esponja a ver si se les sale ese olor a sofá orinado que cogen los viejos con el tiempo. Tía Celia también le paga a otra muchacha para que venga una vez cada dos semanas y le pegue manguera a la casa, levante las alfombras, sacuda los cojines y los muebles de caoba centenaria y oiga el cuento de los submarinos, de Ramona y de cómo mi abuelo se ganó la lotería en 1939. Las muchachas, a menos que Tía Celia se quede para supervisar, terminan haciendo nada, comiéndoselo todo y viendo televisión, al abuelo lo empolvan y a la abuela le echan un chin de colonia en la cabeza, la hacen cambiarse la bata y la sacan al sol del patio una hora para que el olor a moho se le evapore. Pero, como dice Tía Celia, a esos viejos hay que bañarlos, y como nadie es indispensable, que es otra cosa que Tía Celia dice todo el tiempo, me saca del hospital veterinario los días que las muchachas van a casa de los abuelos para que yo las supervise. Este trabajito, la verdad, es peor que la clínica, se supone que yo les diga lo que tienen que hacer, pero al final termino yo haciéndolo todo, barriendo el patio, desempolvando los biscuises, estrujando con agua y jabón las espaldas arrugadas de los viejos, que tienen que sentarse en una silla de plástico dentro de la ducha porque tenerlos allí de pie en la superficie mojada y hacerles un chiste sería una manera muy sencilla de aniquilarlos.
Un día, sin aviso, Tía Celia llegó con dos haitianos y como diez galones de pintura blanca. Pusimos a los viejos en la habitación del fondo con las ventanas abiertas en lo que los haitianos pintaban la sala. Luego rodamos a los viejos a la habitación del centro y allí les rodé también el tocadiscos con un LP de Eduardo Brito para que escucharan una musiquita. Cuando le tocó a la habitación del medio, los rodamos al patio y allí se quedaron toda la tarde muy callados preguntando, más por quedar bien que por interés real, qué cuánto cobraban los haitianos por pintar la casa. Tía Celia, que es arquitecta e ingeniera y tiene haitianos hasta para regalar, les dijo que no se preocuparan por eso, que eso era un asunto entre ella y sus haitianos. Cuando empezó a atardecer la abuela se quejó de frío y le traje un suéter color fucsia que a ella le gusta mucho y al abuelo un pedazo de pan para que lo repartiera a las palomas. Allí estuvieron entretenidos un rato y cuando llegó la hora de la cena los entramos a la casa, que olía a pintura fresca y donde habíamos encendido todos los abanicos para que se secara. Mi mamá llegó con unos pastelitos y Tío Fin trajo varios envases de foam con bollitos de yuca y picapollo, un big leaguer de Coca-Cola y un tetra pack de leche, nos sentamos en la mesa del comedor y les servimos a los viejos primero. Mami le cortó todo en trocitos al abuelo, que derramó sin querer su vaso de leche sobre el mantel de plástico.
Mi mamá, como nunca hace nada por los viejos, se siente un poco culpable y se pone muy nerviosa delante de Tía Celia, así que o habla de un problema en la oficina o hace muchos chistes muy malos de los que sólo se ríen ella y mi abuela. A pesar de los chistes todo el mundo estaba contento, incluso yo, si mantenía la posición de mi cabeza, tratando de no ver a los viejos masticando con sus dientes postizos aquel vendaval de comida rápida y buenas intenciones. Cuando terminamos Tío Fin trajo café y leche y todos quisimos; de repente la abuela levantó la cabeza de su taza y con la cuchara del azúcar todavía en la mano preguntó: «¿y dónde es que estamos?, ¿y de quién es esta casa?». Tío Fin, como un papel crepé al que le cae un chorro de sopa, se acercó muy rápido y tocó el hombro de su mamá apretando y soltando, diciendo «oh, mamá, en tu casa, ésta es tu casa» y ella, volviendo a meter la cuchara en su café con leche, dejó escapar un «ah» con menos peso que el humo que salía de la cafetera.
Desde ese día la abuelita está convencida, aunque esto sólo me lo dice a mí, de que la llevaron a otra casa, idéntica a la suya y que está en la misma cuadra que la suya, pero que no es la suya o, y esto me gusta más, que su casa la han rodado, o sea que ésta es su casa de antes pero que la rodaron unos cuantos metros y aunque nadie se da cuenta ella sí. Yo imagino a Tía Celia con sus dos, tres, mil haitianos poniendo la casa sobre un conveyor belt para rodarla y confundir a la abuela, pero la abuela se las sabe todas y se da cuenta comparando el espacio que hay ahora en el callejón donde antes cabía un policía dándole macanazos a tres ramonas y ahora solamente cabe una bicicleta.