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2ª PARTE: UTILICE UNA CORTINA DE HUMO PARA OCULTAR SUS ACTOS

El engaño es siempre la mejor de las estrategias, pero aun el mejor de los engaños exige una cortina de humo para distraer la atención de la gente respecto de nuestras verdaderas intenciones. Una fachada neutra —como, por ejemplo, la impenetrable “cara de póquer”— suele ser la cortina de humo perfecta, que oculta sus intenciones tras algo confortable y familiar. Si usted dirige a sus víctimas por un sendero conocido, no se darán cuenta cuando las conduzca a una trampa.

JEHÚ, REY DE ISRAEL, SIMULA VENERAR AL ÍDOLO BAAL

Después Jehú reunió a todo el pueblo y le dijo: “Ahab sirvió poco a Baal; Jehú le servirá más. Llamad, pues, a mí a todos los profetas de Baal, a todos los sacerdotes, sin que quede ni uno solo, porque quiero ofrecer a Baal un gran sacrificio. El que falte no vivirá”. Jehú obraba arteramente para exterminar a los servidores de Baal. Dijo, pues: “Promulgad una fiesta en honor de Baal”. Promulgáronla, enviando mensajeros por todo Israel, y llegaron todos los servidores de Baal, sin que ni uno dejara de venir, y entraron en la casa de Baal, que se llenó de bote en bote... Y fue Jehú a la casa de Baal... y dijo a los servidores de Baal: “Mirad y ved si por acaso hay aquí entre vosotros algún servidor de Yavé o si están sólo los servidores de Baal”. Y entró Jehú para ofrecer sacrificios y holocaustos. Jehú había apostado fuera a ochenta hombres, diciéndoles: “Cualquiera que dejare escapar a alguno de estos que yo pongo en vuestras manos me responderá de su vida con la suya”. Cuando hubieron acabado de ofrecer los sacrificios y holocaustos, Jehú dijo a los de su guardia y a los oficiales: “Entrad y matadlos, sin que salga alguno”. Los de la guardia y los oficiales pasáronlos a todos a cuchillo y los arrojaron fuera, y se fueron al debir del templo de Baal. Sacaron luego las estelas del templo de Baal y las quemaron. Destrozaron los pilares de Baal y derribaron el templo, e hicieron de él una cloaca, que todavía subsiste hoy. Así exterminó Jehú a Baal de en medio de Israel.

ANTIGUO TESTAMENTO, 2 REYES, 10:18-28

OBSERVANCIA DE LA LEY I

En 1910, un tal señor Sam Geezil, de Chicago, vendió su comercio por casi un millón de dólares. Abandonó casi todas sus actividades de negocios y se dedicó sólo a la administración de sus numerosas propiedades; en el fondo, no obstante, añoraba sus tiempos de comerciante. Cierto día, un joven llamado Joseph Weil lo visitó en su oficina y le dijo que quería comprar un departamento que Geezil había puesto en venta. Geezil le explicó los términos del negocio: el precio era de 8,000 dólares, pero pedía un anticipo de sólo 2,000. Weil respondió que lo pensaría, pero regresó al día siguiente y ofreció pagar al contado el precio total de 8,000 dólares, siempre y cuando Geezil pudiese esperar algunos días, hasta que Weil lograra concretar cierto negocio. Aunque estaba casi retirado de su actividad, Geezil, como hábil comerciante que siempre había sido, sintió curiosidad por saber cómo era posible que Weil dispusiera de tanto dinero en efectivo (el monto equivaldría hoy en día a unos 150,000 dólares) en tan poco tiempo. Weil se mostró reacio a dar explicaciones y se apresuró a cambiar de tema. Sin embargo, ante la insistencia de Geezil, y después de que éste le aseguró absoluta reserva, Weil le contó la siguiente historia:

El tío de Weil era secretario de un círculo de financistas multimillonarios. Diez años antes, estos acaudalados caballeros habían comprado una cabaña de caza en Michigan, a muy bajo precio. La cabaña no se había usado durante años, por lo que decidieron venderla, y pidieron al tío de Weil que obtuviera por ella el dinero que pudiera. Por motivos personales —muy fundados—, hacía años que el tío guardaba cierto resentimiento contra los millonarios, y aquélla sería la oportunidad de desquitarse. Vendería la propiedad a 35,000 dólares a un testaferro (la tarea de Weil consistía en encontrarlo). Los hombres de finanzas tenían tanto dinero que no les preocuparía el precio tan bajo. El testaferro, a su vez, revendería la propiedad por su precio real, alrededor de 155,000 dólares. El tío, Weil y el tercer hombre dividirían entre ellos las ganancias de esta segunda venta. Toda la transacción sería absolutamente legal, y además serviría a una causa justa: la venganza del tío.

Geezil había escuchado lo suficiente; quería ser el testaferro. Weil se mostró reacio a involucrarlo en el asunto, pero Geezil no cedía; la idea de ganar una suma importante y embarcarse en una pequeña aventura lo entusiasmaba. Weil le explicó que él tendría que poner los 35,000 dólares en efectivo para realizar la operación. Geezil, que era millonario, respondió que podría conseguir el dinero sin dificultades. Al fin Weil accedió a concertar una reunión entre el tío, Geezil y los financistas, en la ciudad de Galesburg, Illinois.

En el tren que los condujo a Galesburg, Geezil conoció al tío, un hombre imponente, con el que conversó con entusiasmo sobre temas de negocios. Weil llevó también a otro hombre, de nombre George Gross. Weil le explicó a Geezil que él era entrenador de boxeadores, que Gross era uno de los boxeadores más promisorios, que estaba entrenando y que lo había llevado para asegurarse de que se mantuviese en forma. Gross, de cabello entrecano y vientre prominente, no tenía demasiado aspecto de boxeador, pero Geezil estaba tan entusiasmado con el negocio que iba a realizar, que no prestó mayor atención a la apariencia poco atlética del hombre.

Cuando llegaron a Galesburg, Weil y su tío se fueron a buscar a los financistas, mientras Geezil esperaba en un cuarto de hotel con Gross, que de inmediato se vistió con su equipo de boxeador y comenzó a practicar golpes. Geezil, distraído, no reparó en que el boxeador comenzó a jadear mucho al cabo de pocos minutos de ejercicio, aunque su estilo parecía bastante creíble. Una hora después, Weil y su tío regresaron con los financistas, un grupo de hombres de aspecto impresionante e intimidador, vestidos todos con trajes caros. La reunión se desarrolló sin contratiempos y los financistas accedieron a vender la cabaña de caza a Geezil, que ya había transferido los 35,000 dólares a un banco local.

Liquidado ese negocio menor, los financistas se reclinaron en sus sillones y comenzaron a discutir de altas finanzas, dejando caer el nombre “J. P. Morgan” como si conocieran muy bien a ese hombre. Por último, uno de ellos reparó en el boxeador, que se hallaba en un rincón del cuarto. Weil les explicó la razón de la presencia de Gross allí. Uno de los financistas comentó que él también tenía un boxeador amigo, y cuando dio su nombre Weil se echó a reír y afirmó que Gross podría derrotarlo con toda facilidad. La conversación fue subiendo de tono, hasta convertirse en una acalorada discusión. Weil desafió a los financistas a apostar al ganador, y ellos accedieron con avidez. La pelea se llevaría a cabo al día siguiente.

En cuanto los hombres de finanzas se retiraron, el tío, sin reparar en la presencia de Geezil, se enfureció con Weil; le dijo que no tenían dinero suficiente para apostar y que, una vez que los financistas se dieran cuenta, él perdería su puesto. Weil se disculpó por haberlo metido en semejante apuro, pero de inmediato ideó un plan: como conocía muy bien al otro boxeador, calculaba que con un pequeño soborno podrían arreglar la pelea. ¿Pero de dónde sacarían el dinero para la apuesta?, planteó el tío. Sin esos fondos, quedaban fuera del juego. Al fin intervino Geezil. Dado que no quería comprometer su negocio y le importaba ganar la buena voluntad de Weil y de su tío, ofreció sus 35,000 dólares como parte de la apuesta. Aunque perdiera esa suma, haría transferir otro tanto y aun ganaría dinero con la venta de la cabaña. El tío y el sobrino le agradecieron. Con sus propios 15,000 dólares, más los 35,000 de Geezil, tendrían suficiente dinero para la apuesta. Aquella noche, mientras miraba a los dos boxeadores que ensayaban la pelea, en el cuarto del hotel Greezil disfrutaba de antemano de las suculentas ganancias que obtendría tanto de la pelea como de la venta de la cabaña.

La pelea tuvo lugar al día siguiente, en un gimnasio. Weil se encargó del dinero, guardado, para mayor seguridad, en una caja cerrada. Todo se desarrolló tal como lo habían planeado en el hotel. Los financistas miraban con expresión sombría el mal desempeño de su boxeador, y Geezil soñaba con el dinero fácil que estaba por ganar. Pero, de pronto, un inesperado swing del boxeador de los financistas dio en pleno rostro de Gross, haciéndolo caer. Cuando golpeó contra la lona, la sangre le brotó a borbotones de la boca. Tras un acceso de tos, quedó tendido, inmóvil.

Uno de los financistas, que había sido médico, le tomó el pulso; Gross estaba muerto. Los millonarios entraron en pánico; todos debían desaparecer de allí antes de que llegara la policía, ya que podrían ser acusados de asesinato.

Aterrado, Geezil huyó del gimnasio y regresó a Chicago, dejando atrás sus 35,000 dólares, que le parecieron un precio bajo por evitar verse implicado en un crimen. Nunca quiso volver a ver ni a Weil ni a ninguno de los otros protagonistas de aquel episodio.

En cuanto Geezil se fue, Gross se levantó por sus propios medios. La sangre que le había brotado de la boca, había salido de un pequeño globo lleno con sangre de gallina y agua caliente, oculto en su boca. Todo el asunto había sido manipulado de manera magistral por Weil, conocido como “The Yellow Kid”, uno de los estafadores más creativos de la historia. Weil repartió los 35,000 dólares con los financistas y los dos boxeadores (todos estafadores, como él), una bonita ganancia por un trabajo de pocos días.

Interpretación

Yellow Kid había elegido a Geezil como la víctima ideal, mucho antes de montar su golpe magistral. Sabía que la treta del match de boxeo sería el medio perfecto para sacarle el dinero de manera rápida y definitiva. Pero también sabía que, si hubiera intentado interesar a Geezil de entrada en el asunto del boxeo, habría fracasado. Tenía que ocultar sus verdaderas intenciones y distraer la atención de su víctima, creando una cortina de humo que, en este caso, fue la venta de la cabaña de caza.

Durante el viaje en tren y en el cuarto del hotel, la mente de Geezil estuvo por completo absorta en el negocio pendiente, el dinero fácil que ganaría y la oportunidad de codearse con hombres de las altas finanzas. Esto demuestra el poder de distracción de una cortina de humo. Enfrascado en su negocio, la atención de Geezil pudo ser orientada con facilidad hacia el encuentro de boxeo, pero sólo cuando ya era demasiado tarde para que se diera cuenta de los detalles que habrían delatado a Gross. La pelea, después de todo, dependía del soborno y no del estado físico del boxeador. Y, al final del episodio, Geezil se sintió tan aterrado ante la supuesta muerte del boxeador, que se olvidó por completo de su dinero.

Aprenda del Yellow Kid: una fachada familiar y poco llamativa es la cortina de humo ideal. Encare a su víctima con una idea que parezca de lo más normal, común y corriente: un negocio, una intriga financiera. La mente de la persona a la que intenta manipular estará ocupada y no sospechará nada. Será entonces cuando, con suma cautela, usted lo conducirá hacia el camino lateral y la resbaladiza pendiente por la que caerá, sin remedio, en la trampa.

OBSERVANCIA DE LA LEY II

A mediados de la década de los veinte, los poderosos y dictatoriales jefes militares de Etiopía se dieron cuenta de pronto de que un joven de la nobleza, de nombre Haile Selasie, también conocido como el Ras Tafari, los estaba superando a todos y se hallaba muy cerca de proclamarse líder absoluto del país y unificar Etiopía por primera vez en décadas. La mayoría de sus rivales no llegaba a comprender cómo era posible que aquel hombre esmirriado, callado y de modales suaves hubiera llegado a tener tanto poder. Sin embargo, en 1927 Selasie logró convocar a todos los caudillos, uno a uno, a Addis Abeba, para que le declararan su lealtad y lo reconocieran como líder.

Algunos se apresuraron a hacerlo, otros titubearon, pero sólo uno, Dejazmach Balcha de Sidamo, osó desafiar a Selasie. Hombre violento y fanfarrón, Balcha era un gran guerrero y consideraba al nuevo líder débil e indigno de su cargo. Se mantuvo ostensiblemente alejado de la capital del país. Al fin, Selasie, con su actitud cortés pero firme, le ordenó que acudiera a la cita. El caudillo decidió obedecer la orden, pero se propuso aprovechar la oportunidad para revertir la suerte del aspirante al trono de Etiopía: iría a Addis Abeba con un ejército de 10,000 hombres, una fuerza lo bastante grande como para iniciar, dado el caso, una guerra civil. Apostó sus imponentes fuerzas en un valle, a unos cinco kilómetros de la capital, y esperó como lo haría un rey. Selasie tendría que ir a él.

Selasie envió emisarios para invitarlo a un banquete en su honor. Pero Balcha, que no era ningún tonto, conocía bien la historia de su país y sabía que otros reyes y gobernantes de Etiopía habían utilizado la excusa del banquete como trampa. Una vez que estuviese ebrio, Selasie lo arrestaría o mandaría asesinar. Para dar a entender que conocía el juego, contestó que aceptaría la invitación siempre y cuando pudiese llevar su guardia personal: 600 de sus mejores hombres, todos armados y dispuestos a defenderlo y a defenderse. Para gran sorpresa de Balcha, Selasie le contestó, con la mayor cortesía, que se sentiría muy honrado de recibir a esos guerreros.

Cuando iban camino hacia el banquete, Balcha advirtió a sus soldados que no se embriagaran y que se mantuvieran alerta. Cuando llegaron al palacio, Selasie hizo gala de una actitud encantadora. Rindió pleitesía a Balcha y lo trató como si necesitara con desesperación su apoyo y cooperación. Pero Balcha no se dejó seducir y advirtió a Selasie que, si él no regresaba a su campamento para el anochecer, su ejército tenía órdenes de atacar la ciudad. Selasie se mostró herido por tal desconfianza. Durante la comida, cuando llegó el momento tradicional de entonar cánticos en honor de los líderes de Etiopía, el anfitrión ordenó que sólo se cantaran loas al caudillo de Sidamo. Balcha tuvo la impresión de que había logrado intimidar a Selasie y se convenció de que, en los días venideros, sería él quien ganaría la partida.

Al caer la tarde, Balcha y sus soldados iniciaron el regreso al campamento en medio de cánticos y gran algarabía. Mirando por sobre su hombro hacia la capital, Balcha ya planeaba su estrategia, seguro de que en pocas semanas sus soldados entrarían triunfantes en la ciudad y Selasie se hallaría prisionero o muerto. Sin embargo, a medida que se iban aproximando al campamento, Balcha notó que algo terrible había sucedido. Donde antes se levantaban carpas multicolores hasta donde alcanzaba la vista, ahora no había absolutamente nada, sólo el humo de una que otra fogata extinguida. ¿Qué demonios había ocurrido?

Un testigo le relató lo sucedido. Durante el banquete, un gran ejército, al mando de un aliado de Selasie, se había aproximado al campamento de Balcha por una ruta lateral, que éste no había visto. Sin embargo, el ejército no llegaba en pie de guerra: sabiendo que Balcha oiría desde la ciudad el ruido de un encuentro bélico, y que habría regresado a toda prisa con su escolta de 600 hombres, Selasie había armado a sus tropas con cestos llenos de oro y dinero en efectivo. Rodearon el ejército de Balcha y procedieron a comprar hasta la última de sus armas. No resultó difícil intimidar a los pocos que se rehusaron. Al cabo de pocas horas, las fuerzas de Balcha, desarmadas, se habían dispersado en todas direcciones.

Al comprender el peligro en que se encontraba, Balcha resolvió dirigirse hacia el sur con sus 600 soldados para reagrupar sus tropas, pero el mismo ejército que había desarmado a sus soldados le bloqueó el camino. La otra salida consistía en marchar sobre la capital, pero Selasie había dispuesto un ejército numeroso para defender Addis Abeba. Cual hábil jugador de ajedrez, había previsto los movimientos de Balcha y le había puesto jaque mate. Por primera vez en su vida, Balcha se rindió. Para purgar sus pecados de orgullo y ambición, accedió a recluirse en un monasterio.

Interpretación

Durante el largo reinado de Selasie, nadie logró explicarse cabalmente cuál era su secreto. Los etíopes admiran a los líderes fuertes y feroces, y sin embargo Selasie, que se mostraba como un hombre gentil y pacífico, gobernó más tiempo que ninguno de sus predecesores. Sin impacientarse ni enojarse jamás, seducía a sus víctimas con dulces sonrisas, obnubilándolas con su encanto y su deferencia antes de atacar. En el caso de Balcha, Selasie jugó con la desconfianza del hombre y con su temor de que el banquete fuera en realidad una trampa. Y así fue, aunque no del tipo que el caudillo esperaba. La táctica de Selasie de aplacar los temores de Balcha —al permitirle concurrir al banquete con su guardia personal y hacerle sentir que era él quien controlaba la situación— creó una densa cortina de humo que cubrió lo que en realidad sucedía a cinco kilómetros de distancia.

CRUCE DISIMULADAMENTE EL OCÉANO A PLENA LUZ DEL DÍA

Esto significa crear un frente que, con el tiempo, termina impregnado de un clima o una impresión de familiaridad, dentro de la cual el estratega puede maniobrar de modo invisible, mientras los ojos de todo el mundo están preparados sólo para ver lo obviamente familiar.

“Las treinta y seis estrategias”, citado en El arte japonés de la guerra, THOMAS CLEARY, 1991

Recuerde: los paranoicos y los desconfiados suelen ser los más fáciles de engañar. Procure ganar su confianza en un área y tendrá la perfecta cortina de humo que les impedirá ver la otra, por la cual usted podrá acercarse para asestarles un golpe mortal. Un gesto de ayuda o de aparente sinceridad, o una actitud que sugiera que la otra persona controla la situación, son los elementos perfectos para distraer la atención respecto de sus verdaderas intenciones.

Montada de forma adecuada, la cortina de humo es un arma de gran poder. A Selasie le permitió destruir por completo a su enemigo, sin disparar un solo tiro.

No subestime el poder de Tafari. Se escurre sigilosamente como un ratón, pero tiene las mandíbulas de un león.

ÚLTIMAS PALABRAS DE BALCHA DE SIDAMO, ANTES DE INGRESAR EN EL MONASTERIO.

CLAVES PARA ALCANZAR EL PODER

Si usted cree que los impostores son personajes pintorescos que despistan y desconciertan con elaboradas mentiras y “cuentos del tío”, está muy equivocado. Los mejores burladores utilizan una fachada inocente para no llamar la atención sobre su persona. Saben que las palabras y los gestos extravagantes de inmediato despiertan sospechas. Ellos, en cambio, se ocultan tras una máscara familiar, banal, inofensiva. En el caso del “negocio” de Yellow Kid Weil con Sam Geezil, lo familiar era la transacción comercial. En el caso etíope, fue la obsequiosidad desconcertante de Seilase, es decir, exactamente lo que Balcha esperaba de un caudillo más débil que él.

Una vez que haya adormecido la atención del incauto con lo familiar, lo habitual, la víctima no se dará cuenta de la argucia que se está perpetrando a sus espaldas. Esto se basa en una verdad muy simple: la gente sólo puede centrar su atención en una cosa a la vez. Les resulta demasiado difícil imaginar que la persona inofensiva y en apariencia sincera con la que están tratando, planee, en forma simultánea, cómo tenderles una trampa. Cuanto más gris y uniforme sea la cortina de humo, tanto mejor ocultará sus intenciones. Con el señuelo y con las pistas falsas logrará distraer a la gente; con la cortina de humo adormecerá a sus víctimas y las atraerá hacia la red que les ha tendido. Por la fuerza hipnótica que encierra, ésta suele ser la mejor forma de ocultar sus intenciones.

La cortina de humo más simple es la expresión facial. Tras una fachada inofensiva y hermética es posible planear todo tipo de confusión, sin que ésta sea detectada. Es el arma que han perfeccionado de modo magistral los hombres más poderosos de la historia. Se decía que nadie era capaz de descifrar la expresión de Franklin D. Roosevelt. El barón James Rothschild disimuló, durante toda su vida, sus verdaderos pensamientos tras una inofensiva sonrisa y una presencia anodina. Stendhal le escribió a Talleyrand: “Nunca vi un rostro menos revelador”. Henry Kissinger aburría mortalmente a sus contrincantes a la mesa de negociaciones, con su voz monótona, su aspecto insulso y su interminable letanía de detalles. Entonces, cuando los ojos de los demás ya parpadeaban de tedio los sacudía de golpe con una lista de condiciones audaces. Tomados por sorpresa, resultaba fácil intimidarlos. Como explica un manual de póquer: “Mientras está jugando su mano, el buen jugador rara vez se desenvuelve como un actor. Por el contrario, pone de manifiesto una conducta totalmente inexpresiva que reduce al mínimo las posibilidades de interpretación, frustra y confunde al contrincante y permite una mayor concentración”.

La cortina de humo es un concepto adaptable y puede ponerse en práctica en muchos niveles distintos, pero todos ellos juegan con los principios psicológicos de la distracción y de la confusión. Una de las cortinas de humo más eficaces es el gesto noble. La gente quiere creer en gestos aparentemente nobles y aceptarlos como genuinos, ya que esa confianza resulta placentera. Raras veces notan cuán engañosos pueden ser estos gestos.

En cierta oportunidad, el marchand Joseph Duveen se vio frente a un problema terrible. Los millonarios que venían pagando altos precios por los cuadros que él vendía iban quedándose sin espacio en las paredes y, con el incremento de los impuestos a la herencia, era poco probable que siguieran comprando obras de arte. La solución a este problema fue el Museo Nacional de Bellas Artes de Washington, D. C., creado por Duveen cuando logró que Andrew Mellon donara su colección. El Museo Nacional de Bellas Artes era la perfecta fachada para Duveen. Sus clientes, con un solo gesto de generosidad al donar sus obras al museo, lograban eludir impuestos, liberar espacio en sus mansiones para nuevas adquisiciones, y reducir la cantidad de cuadros en circulación en el mercado, con lo cual ejercían una presión alcista sobre los precios. Todo esto lo lograban apareciendo, al mismo tiempo, como generosos benefactores públicos.

Otra cortina de humo eficaz es el esquema, el artilugio de establecer una serie de acciones que inducen a la víctima a creer que usted seguirá actuando siempre de la misma manera. El esquema juega con la psicología de lo previsible, ya que nuestros comportamientos se adecuan a esquemas determinados, o al menos eso es lo que queremos creer.

En 1878, uno de los grandes capitalistas de la época, Jay Gould, creó una empresa que en poco tiempo comenzó a constituir una amenaza para el monopolio telegráfico de la empresa Western Union. Los directores de Western Union resolvieron comprar la empresa de Gould.

Para ello tuvieron que desembolsar una suma importante, pero consideraron que habían logrado deshacerse de una peligrosa competencia. Sin embargo, algunos meses más tarde Gould apareció de nuevo en escena, quejándose de que había sido tratado injustamente. Creó otra empresa para competir con Western Union y su nueva adquisición. Los hechos se repitieron: Western Union le compró la empresa para eliminar la competencia. Gould repitió el mismo proceso una tercera vez, pero en este caso apuntó a la yugular: llevó adelante una adquisición agresiva y sangrienta y logró quedarse con el control absoluto de Western Union. Había establecido un esquema que indujo a los directores de Western Union a creer que su objetivo era ser comprado por una suma importante. Una vez que le pagaban, se quedaban tranquilos, sin darse cuenta de que Gould apuntaba mucho más alto. El esquema es un arma poderosa, puesto que induce a la otra persona a esperar lo opuesto de lo que usted realmente se propone hacer.

Otra debilidad psicológica sobre la cual se puede construir una cortina de humo es la tendencia a confundir las apariencias con la realidad. En general, la gente siente que si algo parece pertenecer a su grupo, esa pertenencia debería ser real. Este hábito hace que la fusión sin transiciones resulte un proceder sumamente eficaz. El truco es muy simple: basta con fusionarse con quienes lo rodean. Cuanto más completa sea esta fusión, menos llamará la atención. Hoy se sabe que durante la Guerra Fría, en las décadas de los cincuenta y sesenta, un grupo de funcionarios del gobierno británico pasaba información secreta a la Unión Soviética. Sus maniobras permanecieron inadvertidas durante años porque en apariencia eran tipos decentes que habían ido a las mejores escuelas y se adecuaban a la perfección a su entorno. La capacidad de fusionarse con el entorno constituye la cortina de humo perfecta para cualquier tipo de espionaje. Cuanto mejor lo haga, tanto mejor logrará disimular sus verdaderas intenciones.

Recuerde: necesitará paciencia y humildad para apagar sus colores brillantes y ponerse la máscara que le permita pasar inadvertido. No se desespere por tener que llevar una máscara tan anodina. A menudo será su “indescifrabilidad” lo que le permitirá atraer a la gente y parecer una persona de mucho poder.

Imagen: Una piel de oveja. Una oveja nunca saquea, una oveja nunca enga- ña, una oveja es tonta y dócil. Cubierto con una piel de oveja, un zorro puede entrar en el gallinero sin ser detectado.

Autoridad: ¿Oyó hablar alguna vez de un hábil general que intenta tomar por sorpresa una ciudadela y anuncia su plan al enemigo? Disimule su propósito y oculte sus progresos. No revele sus designios en toda su magnitud, hasta que ya no haya forma de oponerse a ellos, es decir, hasta que el combate haya concluido. Obtenga la victoria antes de declarar la guerra. En otras palabras, imite a quienes, al mejor estilo de los guerreros, no permiten que nadie conozca sus designios, salvo el país asolado por el que acaban de pasar. (Ninon de Lenclos, 1623-1706)

INVALIDACIÓN

No hay cortina de humo, señuelo, falsa sinceridad ni ninguna otra táctica de distracción que logre ocultar sus intenciones si usted ya tiene fama de estafador. A medida que vaya avanzando en edad y que se incrementen sus éxitos, le resultará cada vez más difícil disimular sus tretas y engaños. Todo el mundo sabe de sus trampas; si insiste en hacerse el ingenuo, corre el riesgo de parecer el más grande de los hipócritas, lo que limitará seriamente su campo de acción. En tales casos es mejor sincerarse, actuar de frente y aparecer como el rufián honesto o, mejor aún, el rufián arrepentido. No sólo lo admirarán por su franqueza sino que, lo más maravilloso y sorprendente de todo, podrá seguir aplicando sus estratagemas.

A medida que P. T. Barnum, el rey del fraude del siglo XIX, fue envejeciendo, aprendió a usar su fama de gran estafador. Cierta vez organizó una cacería de búfalos en Nueva Jersey, con indígenas y algunos búfalos llevados al lugar ex profeso. Promovió la ocasión como una genuina cacería, pero la farsa resultó tan evidente que la multitud reunida allí, en lugar de enfurecerse y reclamar la devolución de su dinero, se divirtió muchísimo. Todos sabían que Barnum hacía todo tipo de trampas todo el tiempo; aquél era el secreto de su éxito y lo amaban por ello. Barnum aprendió la lección y dejó de disfrazar sus engaños e incluso los confesó en una reveladora autobiografía. Como dijo Kierkegaard: “El mundo quiere que lo engañen”.

Por último, a pesar de que es más sabio distraer la atención de sus propósitos presentando una fachada inofensiva y familiar, hay veces en que el gesto colorido o sospechoso es la táctica de distracción perfecta. Los grandes charlatanes de feria de la Europa de los siglos XVII y XVIII utilizaban el humor y la diversión para engañar a su público, que, embelesado por un gran espectáculo, no percibía las verdaderas intenciones de aquellos charlatanes. Así, el charlatán en jefe llegaba a la ciudad en un coche negro tirado por caballos negros, acompañado de payasos, saltimbanquis y equilibristas que atraían al público hacia sus demostraciones de elixires y pociones mágicas. El charlatán hacía creer que su negocio era divertir a la gente, cuando su verdadero negocio era, de hecho, la venta de elixires y pociones.

El espectáculo y el entretenimiento son, sin duda, excelentes herramientas para disimular sus intenciones, pero no se les puede utilizar indefinidamente. El público se cansa y desconfía y, con el tiempo, se da cuenta de la trampa. La verdad es que los charlatanes de antaño tenían que pasar con rapidez de ciudad en ciudad, antes de que se corriera la voz de que sus pociones no surtían efecto y que la diversión no era más que una trampa. Por el contrario, gente poderosa con una fachada inofensiva —los Talleyrand, los Rothschild, los Selassie— puede ejercer el engaño en un mismo lugar y durante toda su vida. Su actuación nunca pierde el encanto y rara vez despierta la sospecha de sus víctimas. La colorida cortina de humo deberá utilizarse con mucha cautela y sólo en las ocasiones apropiadas.

Las 48 leyes del poder

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