Читать книгу Las Confesiones De Una Concubina - Roberta Mezzabarba - Страница 11

Bocados amargos, dulces migajas

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Quizás les sucede a todas las mujeres el tener que aceptar situaciones que racionalmente parecen imposibles de soportar, insostenibles.

Yo hacía todo lo posible por intentar comprender a Filippo, justificaba su comportamiento siempre distante, sus maneras, últimamente cada vez más bruscas, pero todo esto me hacía tanto daño que, a menudo, en los recurrentes momentos de soledad estallaba en un llanto tan desesperado, que no conseguía encontrar ningún consuelo.

Tampoco cuando las lágrimas paraban y los sollozos se calmaban me sentía un poco más tranquila.

Sólo estaba cansada.

Cansada en mi interior.

Y mientras me sentía que me hundía, el único pensamiento que me daba una razón para existir era Pietro.

* * *

Era un invierno frío, llovía continuamente desde hacía demasiados días como para recordar cuántos.

Estaba ordenando las facturas en las carpetas, escondida detrás de un estante lleno de papeles.

No había oído a Pietro acercarse.

«He encontrado un lugar».

Su aliento cálido sobre el cuello, dejado al descubierto por los cabellos recogidos en la nuca, me confundía las ideas.

«Baja las escaleras hasta la planta baja, luego continúa otros dos rellanos, donde están todas las cajas. Nos vemos abajo».

En cuanto dijo esto, de la misma manera que había aparecido, desapareció, dejándome presa de una tormenta de emociones.

Sentía mis brazos pesados y las piernas no me sostenían, el corazón latía tan fuerte que parecía que todos en el estudio lo podían escuchar.

¿Qué debía hacer?

Razona.

Razona.

Me importaba un rábano razonar en aquel momento.

Razona, haz funcionar la cabeza.

¿Qué debo hacer?

¿Desciendo?

No, no desciendo.

¿Y si no desciendo y él se enfada y ya no me habla más?

No puedo arriesgarme a pasar sin aquello que sólo él sabe darme.

Desciendo.

No.

No lo sé.

Me encontré bajando los escalones de aquel lugar tan sombrío, donde todos los vecinos acumulaban cosas totalmente inútiles.

Estaba oscuro.

¿Y si Pietro no había bajado?

¿Y si me había gastado una broma pesada?

En la penumbra que me envolvía vi emerger su rostro y sus manos extendidas que me buscaban.

Mis pasos levantaban pequeñas nubes de polvo que danzaban en los haces de luz que penetraban desde los vidrios sucios.

Me dejé llevar como en un sueño, como si no fuese yo partícipe de aquel encuentro sino que lo viese a través del monitor de un televisor.

Sus brazos eran poderosos y me estrechaban fuerte contra su pecho.

«Hacía tanto tiempo que deseaba abrazarte así», me dijo.

Yo no conseguía hablar: un nudo de emociones y de miedo me apretaba la garganta sofocando cada sílaba en la boca.

Sus manos vagaban sobre mi cuerpo explorándolo, mostrándole al tacto todo lo que la oscuridad que nos circundaba escondía a la vista.

Luego, bajando dulcemente a lo largo del cuello con los dedos acariciadores se paró en el primer botón del cardigan que llevaba puesto.

Me puse rígida.

Y él lo advirtió.

«¿Qué sucede, pequeña? ¿De qué tienes miedo, no sabes que yo te amo? ¿Lo sabes? Entonces, déjate ir. Nunca he deseado nada como lo deseo en este momento».

Sus gestos se volvieron apremiantes.

Mis manos, siempre cruzadas sobre mi pecho, no se apartaban.

Fue él quien capituló.

«Vale. He comprendido, necesitas tiempo».

Me besó durante un momento que me pareció increíblemente largo.

Me susurró palabras que nunca había oído, llenándome de sensaciones desconocidas, besándome sobre los párpados, con los ojos cerrados.

* * *

Debajo del chorro de agua caliente de la ducha.

Inmóvil.

Pensando en él.

Con los ojos abiertos, rememorando, como una película, todo lo que había sucedido.

Increíble.

Todavía sentía el corazón latir furiosamente, cuando me asomé al muro del sótano para ver si podía remontar las escaleras sin que nadie me viese.

Me apoyé en el pasamanos clavado en la pared y subí deprisa las escaleras.

Todavía sentía las luces de neón del supermercado que me herían los ojos habituados a la oscuridad.

Y encontrarme respondiendo de manera forzada a una cliente que me preguntaba dónde podía encontrar el pan tostado.

Volver a ver a Pietro después de unos minutos desde mi escritorio, volver a entrar en la oficina, que con ojos brillantes me pedía los albaranes del suministrador del agua mineral.

El agua corre por mi nuca y se desliza por mi espalda. No hay un jabón que pueda lavar los pensamientos que me llenan la mente.

O quizás soy yo la que no quiere lavar nada.

Este será mi secreto.

Nuestro secreto.

El pequeño gozo de todos los días.

El cuaderno rojo espera en mi bolso, Filippo está durmiendo en la butaca con el mando a distancia en la mano, la televisión sintonizada en una de esas transmisiones demenciales que detesto desde lo hondo de mi corazón.

Escribo.

Y me pierdo pensando en ti,

tiernamente serena,

inconclusa

como todas las horas

que me separan de ti.

Y me adapto, soñolienta,

en tu sueño que me sigue,

indeleble es la adhesión

que me desgarra.

Y te abrazo con recuerdos que llegan

sin descanso

para verte diez, cien, mil veces.

En cualquier sitio donde esté tu aliento.

Las Confesiones De Una Concubina

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