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Recuerdos

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Desde que era niña he tenido un temor casi reverencial por la opinión de mi familia, de mis padres.

Avanzaba con pasos inseguros en mi vida con un ojo siempre puesto en las reacciones que suscitaban mis acciones.

Nunca, ni siquiera una vez, fue necesario que me dijesen qué les hubiera gustado que hiciese, qué elección hacer, qué decisión tomar.

Una mirada.

Bastaba sólo esto para llevar a cabo, inconscientemente, lo que deseaban.

A lo mejor podría haber tomado una decisión distinta pero esta sensación nunca salió de la antesala de mis pensamientos, por lo tanto no existía en mi cabeza.

Sólo quería complacer, obedecer, además porque era lo único que sabía hacer.

Sin darme cuenta, en aquellos días, la pequeña concubina ha tomado forma y ha comenzado a dar sus primeros pasos.

Recuerdo que amaba con locura las lecciones de música que me daba un anciano director de orquesta que, después de jubilarse, se había establecido cerca de la casa de mis padres.

Esperaba con ansia el jueves por la tarde, el día en que iba a casa del maestro: él me recibía en el salón y me daba lecciones de música, haciéndome practicar con su piano.

Un día, cuando regresaba de la escuela, mientras estábamos todos alrededor de la mesa y mi hermana Silvia estaba haciendo un barullo impresionante en la trona con cucharones y tapaderas, mi madre me sonrió y me dijo:

«Misia, tu padre y yo hemos decidido que ya no irás a clases de música sino que, a partir de la próxima semana irás a lecciones de gimnasia artística en el gimnasio municipal. No es normal que todas tus coetáneas vayan a esas clases mientras que tú, con tu música, ¡cada día te encierras más! »

Fue como un rayo en un día sin nubes. Nada me había hecho presagiar aquel cambio repentino pero, si bien con pesar, acepté la decisión de mi familia sin decir palabra.

No estaba dotada para la actividad física, tanto era así que el profesor me dejaba siempre de última y, a veces, pasaba por alto que hiciera los ejercicios, que hacia ejecutar a todas las demás.

Nunca he tenido la sensación de verme obligada a comportarme de cierta manera, creo haber hecho todo con gran ligereza, guiada por la confiada mano de quien me había traído al mundo.

Si es justo seguir los dictámenes sociales y de comportamiento impuestos por la familia en la que uno crece, es también justo hacerse preguntas, interrogantes con todos los si y con todos los pero que pululan por nuestra cabeza.

Pero yo no tenía, tan ciega era la confianza en las manos que me guiaban.

Guía sabia que exige sin pedir, que obtiene sin solicitar, que acapara sin dar las gracias.

Esa vez, por ejemplo, habría podido decir a mi familia que hubiera querido continuar con las clases de música pero no estaba familiarizada a pensar por mi cuenta.

Todo me parecía tan normal, pensándolo bien, que si me encontraba con que tenía que tomar una decisión no teniendo consanguíneos cerca de mí, detenía el mundo y buscaba consejo.

Consejos, lo más estúpido y arrogante que se pueda pedir y pretender dar.

Mi abuela decía: Una cosa es morir y otra hablar de muerte.

Quizás sólo ella no había tenido nunca la pretensión de manejarme, de moldearme según sus deseos, de seccionarme en partes y luego quedarse con las gratas y desechar las no gratas.

Quizás sólo con ella, sin darme cuenta, el verdadero YO salía fuera y se movía libremente bailando con los ojos cerrados.

Recuerdo que reíamos a carcajadas por las cosas más estúpidas o que nos conmovíamos mirando, en la televisión, las películas de amor que a ella tanto le gustaban.

Me acariciaba los cabellos y me hacía sentir única en el mundo.

Única… una hermosa sensación.

Mi adolescencia nació y floreció a la sombra de severas reglas.

Nunca he salido por las noche ni he pedido poderlo hacer.

Me refugiaba en la música y en la lectura que me permitían evadirme de lo que yo no veía como una prisión, pero que lo era.

* * *

No tengo recuerdos desagradables que borrar, más bien una serie de jornadas desvaídas, pasadas soñando que vivía una vida de película.

Estudiaba por pasión y también para complacer a mi familia que, sin embargo, parecía que nunca estaba satisfecha, creyendo que quizás de aquella manera me incitarían a hacerlo mejor.

De esta manera me acostumbré a creer que no era nada especial.

En el espejo me miraba poco, creía que era incluso un poco fea, simplemente porque la vida me había enseñado a no confiar en mí misma, en mis capacidades.

Recorriendo mis días al revés, me doy cuenta de que, sólo ahora, se esperaba de mí lo mejor, que, sin embargo, una vez alcanzado el objetivo no valía ni siquiera una mención, una felicitación, para mover la meta siempre un poco más lejos.

Me diplomé con la máxima nota y también esto pareció algo evidente.

Los profesores incitaban a todos a que continuase estudiando pero mi familia no auspició esta iniciativa, de manera que para mí buscarme un trabajo se dio por descontado.

De esta manera, del prometedor futuro que imaginaba por la noche, leyendo mis libros, pasé a aceptar un puesto de almacenista en un supermercado de mi ciudad y a tener un novio que no sabía siquiera si me gustaba o no.

Filippo entró en mi vida en un momento en el que todas mis coetáneas estaban prometidas desde hacía tiempo y mi madre hacía continuamente preguntas sobre por qué no tenía un novio.

No lo había escogido, es más, en honor a la verdad, ni siquiera lo había considerado, y no podía hacer comparaciones.

Un día en el parque público, donde nos reuníamos por las tardes en verano, con las cigarras que interpretaban su canto, Filippo me lo había propuesto y yo había aceptado.

Volví a casa corriendo y jadeante, arrastré a mi abuela a su pequeño dormitorio: le conté lo que me había sucedido y sus blandas mejillas se ruborizaron regalándome una sonrisa cargada de dulzura.

«Misia, ten cuidado, el mundo no es bueno pero tu eres tan cariñosa que mereces todo el bien de este mundo, ¡que ojos tan brillantes tienes!»

Entonces le pregunté:

«¿Cómo se comprende quién es la persona justa? Y sobre todo ¿dónde se encuentra y cómo?»

Entonces ella, con paciencia, me contó cómo había conocido al abuelo que yo apenas recordaba.

«No nos conocíamos y debo decirte, mi pequeña, que he sido muy afortunada al encontrarlo. Pero también he sido lista a agachar la cabeza cuando la situación lo requería y a enseñarle también a hacerlo. No existe, Misia, la persona justa. Es necesario que dos personas se conviertan en adecuadas la una para la otra, juntas».

Después de algunos días, mi abuela tuvo un ictus que le quitó el uso de la palabra y de buena parte de su cuerpo. Algunos amigos de mi padre la trajeron a casa con las rodillas arañadas y las gafas rotas. Había perdido el conocimiento y había caído en la plaza delante de la iglesia.

Me miraba con los ojos muy abiertos, como si intentase decirme algo. Cuando estábamos solas, alargaba una mano entre las barras de su camita y ella me la estrechaba fuerte. Desde ese momento comencé a comprender lo que significaba sentirse impotente y solo.

Tenía miles de preguntas en la cabeza y ningún valor para planteárselas a nadie, así que jamás obtuve respuestas.

Mi abuela se fue una mañana de otoño, en silencio, y sus risas argentinas ya no resonaron más entre los muros de casa, dejando un vacío enorme dentro de mí.

La vida me había arrebatado una parte importante, la única persona que siempre había creído en mí, que me quería totalmente, así como era.

«Tú eres imperfecta y muy hermosa», me decía mi abuela.

Desde el día que ella murió sólo me sentí imperfecta.

Las Confesiones De Una Concubina

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