Читать книгу Las Confesiones De Una Concubina - Roberta Mezzabarba - Страница 6
Y sentirme transparente
ОглавлениеHay días en los que me siento hermosa, esplendorosa.
Me veo en el espejo y veo mi rostro reflejado, los ojos azul turquesa, los labios pequeños un poco carnosos, las pecas que ensuciaban un poco la piel alrededor de la nariz.
Paso la mano entre los cabellos rojos, sedosos, desanudando los pensamientos con los dedos.
En esos días, ver que mi marido me ignora, me hiere hasta morir: parece que no da importancia a lo que le pertenece por derecho, por contrato, y como un miope no percibe lo que tiene cerca.
Nunca me he puesto hermosa para los otros pero, ser ignorada de este modo, ser transparente, irrelevante, menos que una latosa mosca, es humillante, uno nunca se acostumbra.
Agarro con rabia la habitual pinza para los cabellos, descolorida, por todas las veces que la he usado, y aprisiono mis cabellos y con la mordida de aquellos dientes de plástico me hiero el corazón, el alma, el orgullo, el amor propio.
Y él no comprende tampoco este gesto mío de rabia.
Me observa de reojo, casi como si no consiguiese encajar bien toda la situación y, como siempre, me ahogo en esta incomprensión y sofoco las lágrimas que querrían liberarse, engullendo la amargura y el nudo en la garganta que no quiere bajar.
Mañana cambiará, o mejor, espero que mañana cambie yo.
* * *
«¡Te queda muy bien este corte de pelo, Misia!»
La voz de Pietro pronunció estas palabras, aceite ardiente para mis oídos.
Sentí que se me enrojecían las mejillas, el cuello e instintivamente bajé la mirada, al no saber realmente cómo contestar.
No estaba acostumbrada a recibir cumplidos, hacía tanto tiempo que… había deseado oír aquellas palabras de la boca de mi marido, en muchos sueños había anhelado que eso ocurriese y, en cambio, he aquí que aquel hombre que no me pertenecía me hacía encrespar la piel con un escalofrío, hacía aparecer el deseo de placer que está escondido dentro de cada ser humano.
Pietro era un colega que trabajaba en la administración del supermercado, siempre sonriente, con los cabellos oscuros ligeramente largos, sabiamente despeinados.
En honor a la verdad no le había hecho caso hasta que su mirada había comenzado a cruzarse con la mía, insistentemente. Empezó a saludarme y buscaba la oportunidad para entablar conversación conmigo. Y allí comenzaron a llegar los primeros signos de aprecio, los primeros y velados cumplidos.
Yo escuchaba, inconsciente, sedienta, lastimosamente necesitada de felicitaciones.
Extraño, digo, porque mi educación siempre me ha impedido gozar de la sensación, desconocida, de ser apreciada.
En mi familia los elogios eran una mercancía rara, luego, al casarme con Filippo, la situación no había cambiado: él era un hombre tan cerrado que a menudo tenía la sensación de que ni siquiera me notase.
Pero me había casado con él.
Y ahora no había nada que hacer, si no aceptar lo que el plato que tengo de frente contiene, sin soñar con otras pitanzas.
Hacer caso a las palabras de Pietro era un juego demencial, era consciente, pero escuchando sus palabras, desaparecen como un relámpago, dentro de mi corazón, todas las sombras.
Pero dura poco: de la misma manera que se apaga el eco de aquellas frases, de la misma manera a como Pietro desparece de mi vida, mi corazón se hiela.