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CAPÍTULO PRIMERO:
LOS IMPULSOS DE JULIO DURÁN

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Una gruesa capa de niebla cubría el campo de fútbol y, en la oscuridad, era lo único que Julio Durán podía distinguir. A lo lejos, don Manolo los amenazaba con pisarles el hígado si no seguían corriendo. Ni siquiera había luna. El frío se le pegaba en la piel como un doloroso compañero de castigo. Por un momento, se preguntó quiénes serían los demás. Ralentizó el paso para que alguno de ellos pudiese alcanzarlo. En circunstancias normales, no lo hubiese hecho, estaba acostumbrado a ser siempre el primero y le gustaba ganar. Pero aquello no era una carrera, era un dar vueltas y más vueltas y más vueltas a medianoche, sin un objetivo ni una meta. Don Manolo le gritó que fuera más rápido. ¿Cómo era posible que viera en una noche como aquella? «Los profesores siempre lo ven todo —pensó—. Lo saben todo». Por eso había acabado en el grupo de los castigados nocturnos. Porque se habían enterado de lo ocurrido en las duchas.

Unos pasos arrastrados se acercaron tras él. Julio esperó a que pasara a su lado. No fue una gran sorpresa descubrir que se trataba de Damián. Era un llorica de la clase B, siempre intentando escaquearse a la hora de Gimnasia, siempre perdiendo el recreo leyendo novelas y las tardes escribiendo cuentos o cartas o solo Dios sabía qué. Era un rarito. Y todos sabían lo que pasaba con los raritos, que no se graduaban. Aceleró el paso para alcanzarlo de nuevo, lo que no le supuso trabajo alguno, y, arriesgándose a que el profesor cumpliera sus amenazas si lo oía, le habló.

—¿Por qué te han castigado? —susurró.

Damián no le contestó. No le llegaba suficiente aire a los pulmones como para correr y hablar al mismo tiempo. Su pecho subía y bajaba a un ritmo vertiginoso bajo el pijama gris. A él tampoco le había dado tiempo a vestirse, lo había despertado el profesor a medianoche dando gritos y zarandeándolo de un brazo. Así eran los castigos en el San Agustín de Hipona, inesperados. Detrás, se oían los lamentos y llantos de otros que, sin resuello, daban asimismo vueltas alrededor del campo de fútbol. No había duda de que se trataba de un grupo de pequeños. ¿Qué habrían hecho tan malo aquellos niños para acabar en su misma situación?

—¡A los cuartos! ¡Se acabó la fiesta!

Don Manolo los trataba como ganado. Era normal considerando que tenía el tamaño de un cíclope y que para él no eran más que ovejas. Estaba seguro de que, desde arriba, a don Manolo, todos los niños le parecían iguales. Había sido militar, al menos eso decían, y había matado a muchos rojos en la guerra. El caudillo en persona había alabado su buen hacer. Julio no se explicaba por qué, si era tan importante para la nación, había acabado enseñando Gimnasia en el colegio, pero tampoco se atrevía a preguntar.

Ni siquiera se despidió de Damián, era demasiado tarde para conversaciones y hacía demasiado frío. Atravesó la pista de tierra en la que, durante el día, jugaban a la pelota y cruzó el patio hasta llegar a la residencia. Era un edificio cuadrado y siniestro. Y de noche lo era aún más. Pero a él nada le daba miedo, era el mejor de su promoción o, al menos, lo había sido hasta aquel momento. Esperaba que aquel incidente no manchara su expediente, que sus pecados hubieran quedado absueltos gracias a correr bajo el relente de enero. No podía evitar que una pequeña sombra parpadeara ahí donde debía haber luz y esperanza por finalizar el último curso y comenzar una nueva vida más allá de esos muros. ¿Y si algo evitaba que todo saliera bien? La pequeña sombra volvió a parpadear porque sabía una posible respuesta. Julio la ignoró y entró en la residencia. A oscuras, intentando no tropezar, subió las escaleras y entró en su habitación. Los chicos habían vuelto a quedarse dormidos. Esperaba que cumplieran el juramento. Siempre habían dicho que si algún día castigaban a alguno de ellos, nadie lo sabría, que el secreto no saldría del cuarto que los cinco compartían. Nunca hubiesen imaginado que tendrían que tapar al alumno aventajado, al capitán del equipo de fútbol, al chico más popular de la clase A.

A la mañana siguiente, justo después del desayuno, cuando los alumnos del San Agustín de Hipona abandonaban el comedor y se dividían en grupos para acudir a clase, Tomás se acercó a Julio. Tenía un mensaje que darle. Julio se puso nervioso, nunca lo había admitido, pero de temer a alguien le temería a él. No le gustaría encontrarse en una pelea contra aquel grandullón. Le sacaba dos cabezas, tenía los brazos anchos y peludos, así como las piernas, musculosas como las de una escultura griega. Lo odiaba y no había duda de que el sentimiento era mutuo. Además, y esto era un secreto que pretendía guardar bien en el fondo, donde los mil ojos de los profesores no eran capaces de llegar, todo lo sucedido había sido por su culpa. Desde pequeños, habían sido esa clase de enemigos naturales, como Caín y Abel, como Edmond Dantès y el barón Danglars, y, si nunca habían llegado a las manos, había sido por un pacto tácito en el que cada uno respetaba el territorio del otro y a sus aliados. Una confrontación entre Julio y Tomás habría sido la confrontación de dos planetas, de dos titanes igual de poderosos. Tomás no se metía con la clase A y Julio respetaba a los chicos del coro, a los que Tomás dirigía. Este tratado de paz en el colegio era tan antiguo como ellos y así debía permanecer. Eso sí, algo estaba claro. Al ser su archienemigo el responsable de los cánticos en misa y de deleitar a las visitas del exterior que solían pasar la Navidad en el colegio, normalmente militares, religiosos o doctores, este era el preferido de gran parte del profesorado, si bien Julio lo superaba con creces en inteligencia, belleza y agilidad.

—Don Raimundo quiere que subas a su despacho.

Tomás tenía la voz más ronca de entre todos los estudiantes. La había tenido así desde hacía años, cuando había empezado a salirle pelo donde ningún otro tenía.

Julio asintió y le dio las gracias sin llegar a ser cordial. Tomás murmuró algo a sus espaldas y, como si en lugar de palabras le hubiera lanzado un dardo anestesiante, dejó de caminar y sintió que su corazón dejaba de latir por una milésima de segundo. Se dio media vuelta, sin saber muy bien por qué ni qué sucedería a continuación.

—¿Qué es lo que has dicho? Repítelo si tienes huevos.

—Que sé lo que pasó. Estás metido en un buen lío.

Julio se vio tentado a lanzarse sobre él, a cerrar el puño y a golpearlo hasta hacerle perder la consciencia. A escupir sobre su rostro magullado y dejarle claro que, a pesar del incidente, no dejaría de ser el que mandaba en la clase A y que haría papilla a quien hiciera falta para que nadie se enterara de lo sucedido... Pero no lo hizo. Corrió escaleras arriba, huyendo no solo del enfrentamiento, sino de lo que acaba de oír. ¿Tan amigo era de los profesores? ¿Ellos le habían contado lo que había pasado el día anterior en las duchas? ¿Lo sabría alguien más? Y lo que es peor... ¿sabrían lo que pasaba por su cabeza cuando ocurrió?

Perdido entre interrogantes, Julio llamó a la puerta del director.

—Pase —dijo carraspeando desde el interior.

Julio abrió y, con las piernas temblando, entró.

—Siéntese, muchacho. Por favor.

Don Raimundo tenía aspecto bonachón. Era un anciano regordete, con barba blanca, labios gruesos que siempre enmarcaban una sonrisa y ojillos pequeños y brillantes. Nunca jamás alguien lo había visto enfadado, pero, por ese mismo motivo, todos lo respetaban. Sabían que, si él estaba ahí y no don Manolo, con su fuerza bruta, ni don Nicolás, con sus gafitas, su nariz aguileña y sus cientos de teoremas matemáticos, ni siquiera el padre Sermones, como llamaban al de Latín, era porque debía ser, entre los malos, el peor. Don Raimundo tenía sobre su mesa una botella de un líquido oscuro. Se sirvió en un pequeño vaso de cristal sin ofrecer al muchacho. Estaba claro cuáles eran las diferencias entre profesores y alumnos. Ellos podían beber después del desayuno, incluso fumar. De hecho, podían hacer lo que quisieran. Eran los amos de todo, ya que pertenecían a la estirpe que se había adueñado del país.

—Diecisiete años ya, ¿verdad? —Fue lo primero que dijo tras dar un sorbo de aquel mejunje negruzco.

—En agosto, don Raimundo.

—Conque en agosto, ¿eh? Muy buena edad la suya. Está floreciendo aún, como quien dice. Estoy seguro de que su cuerpo está experimentando cambios.

—Si se refiere a caracteres sexuales primarios y secundarios, señor, hace tiempo ya que...

—Lo sé, lo sé. Soy el director, tengo los expedientes de todos los alumnos.

—¿Entonces, señor? No lo entiendo.

—No todo es vello, nuez y manos gigantes, Julio. Ni siquiera la cosa termina cuando uno se hace hombre. Hay algo más.

—¿Algo más?

—Algo más. La dignidad, el honor, el hacer bien las cosas. El escoger el camino correcto.

—No lo entiendo, señor.

—Por supuesto que me entiende. ¿Qué pasó ayer en las duchas? Quiero oírlo de su boca. Supongo que no querrá que obligue al padre Mesones a que rompa el secreto de confesión...

—¿En las duchas? Ya fui castigado por ello. No pude evitarlo. Es natural en los chicos de mi edad, lo he leído.

—¿Ha leído que Dios creó sus órganos genitales para algo que no fuera procrear? Espero que no sea eso lo que enseña don Cristóbal.

—No, señor.

—Entonces, estará de acuerdo conmigo en que esta vergonzosa situación no volverá a repetirse, ¿cierto?

Don Raimundo dio otro sorbo a su copita y se la acabó, relamiéndose unas cuantas gotas que se le habían quedado colgadas del bigote.

Julio permaneció en silencio, cabizbajo. No sabía si podía cumplir tal promesa.

—Lo intentaré, señor. ¿Ahora puedo irme? Estoy perdiendo la clase de Historia.

—Estaré observándolo muy de cerca, muchacho. No me gustaría que, después de tantos años, no pudiera graduarse debido a su lascivia incontrolable.

—¿Qué les ocurre a los que no se gradúan, señor?

—Mejor no quiera saberlo.

Julio imaginaba que sería el exilio y el desierto, la humillación pública, lo que esperaba a los malos estudiantes. Despojos humanos que no llegarían al servicio militar ni a honrar a la patria. Niños que no habían sido lo suficientemente fuertes como para convertirse en hombres dignos de besar la bandera.

—Por cierto, a partir de ahora, se acabaron las duchas a solas.

—Pero, señor, es un privilegio inherente al cargo de capitán de la clase.

—Se acabaron los privilegios, jovencito. La tentación será menor si se ducha entre compañeros.

Pero don Raimundo se equivocaba. Precisamente, era en la desnudez de sus compañeros donde residía la tentación. Julio pensó que llorar tan solo empeoraría la situación, no eran lágrimas lo que se esperaba de un hombre de verdad, así que aguantó las ganas con todas sus fuerzas, mordiéndose el interior de los carrillos y apaciguando con pensamientos positivos el nudo que le oprimía la garganta: en cinco meses sería libre, apto para regresar al mundo real. Haría carrera en el Ejército, honraría a sus padres y estos, orgullosos, lo abrazarían y lo besarían por primera vez en muchos años. Trece ya. Llevaba trece años internado en el San Agustín de Hipona y no iba a permitir que, al final, la vida disciplinar no hubiera servido para nada. Lo pensó mejor. Si hacía falta, no volvería a tocarse en su vida, ni siquiera para limpiarse el prepucio. Y los pensamientos… Ya encontraría la manera de deshacerse de ellos. Lo importante era que nadie lo supiera. Si encontraban la manera de salir de su cabeza, estaba perdido.

—No volverá a suceder, señor. Se lo aseguro.

—Así me gusta. Esa es la actitud. Estoy seguro de que llegará muy lejos. Los grandes hombres saben admitir cuándo se han equivocado y, sobre todo, rectificar a tiempo.

—Sí, señor.

—Tome —le dijo el director, alargándole una de las estampitas que amontonaba sobre la mesa—. Rece a san Agustín. Él era uno de vosotros.

El solemne carillón de roble que se erguía junto a la biblioteca de don Raimundo dio las nueve.

—¡Bueno, ahora márchese! —exclamó, recuperando la jovialidad con la que lo había recibido—. ¡Aún está a tiempo de entrar en esa clase de Historia! Don Francisco estará contando un episodio apasionante.

—Siempre lo hace —respondió Julio.

Don Raimundo sonrió mientras destapaba de nuevo su preciada botella azabache y lo dejó marcharse.

«Se acabaron los privilegios», había dicho el director. Ante él, se abrían meses de duchas comunes, raciones más pequeñas y domingos de uniforme. Sabía que no por ello iba a perder el respeto de sus compañeros, pero sí que generaría multitud de preguntas entre ellos. Imaginaba el revuelo, similar al que montó Galileo cuando se atrevió a decir que el Sol no giraba alrededor de la Tierra. El Sol ya no giraba alrededor de Julio Durán, el capitán de la clase A. Una desafortunada ducha caliente había empañado, no de vapor, sino de vergüenza, su último año en el Hipona. Sintiendo que sus pasos recorrían la cuerda floja y que más allá no había red, sino soledad y rechazo, entró en clase.

—Pase, Durán —dijo don Francisco—. Ha llegado justo a tiempo para el desenlace de la batalla del Ebro.

Julio tomó asiento, pero, a pesar de que aquel era uno de sus momentos históricos favoritos, no pudo prestar atención.

A las doce, las campanas dieron aviso de que la batalla, fuera por donde fuera, había llegado a su fin. Los chicos de cada clase formaron filas, salieron de las aulas y se dirigieron sin apenas hacer ruido hasta la capilla. Julio no tenía ganas de acudir a misa. Sabía que aquella desidia podía ser pecado mortal, pero qué más daba cuando tenía claro que, con o sin misa, su alma iba directa hacia la perdición. No sabía si era peor escaquearse y faltar a la cita con Dios o contemplar cómo Tomás, desde el coro, cantaba con voz de tenor alabanzas a Cristo y abría con su timbre, con su pose y su prominente nuez las puertas de la lujuria.

Debería habérselo dicho a don Raimundo, que, de haber un culpable de su caída en la tentación, ese era Tomás y no él. Que, si bien las manos habían sido las suyas, era Tomás el que se había colado en sus pensamientos y lo había provocado, lo había llevado a darse placer bajo la ducha. Pero no lo habría creído, puesto que estaba claro que Tomás no tenía interés en el pecado de la carne. Se lo había escuchado decir a don Cristóbal tras el examen de fin de curso, el pasado junio. Al principio, el profesor de Ciencias había pensado que el medidor óptico había dejado de funcionar. Finalmente, tuvo que admitir que la pupila de Tomás no se movía ante el cambio de estímulos.

—O lo que es lo mismo, no tiene ni el más mínimo interés por el sexo —le había dicho entre susurros a don Raimundo.

Le pusieron, por primera vez en su vida, un diez. Julio sacó un siete. No estaba mal. Pero eso había sido antes del verano. Estaba seguro de que, si le hacían la prueba ahora, no solo no la pasaría, sino que sería expulsado.

Atormentado por aquel pensamiento y por la idea de volver a ver el objeto de su pasión y, al mismo tiempo de su odio, decidió perderse en uno de los pasillos que se cruzaban en su camino hacia la capilla. Sabía que, tarde o temprano, alguno se chivaría, así que echó a correr. No paró hasta sentirse a salvo tras los setos del jardín trasero y, una vez allí, rompió a llorar.

El cielo nublado cobijaba su pena y, por un momento, deseó convertirse en el jirón de una nube oscura y perderse entre las borrascas. Una mano se posó, tímida, sobre su hombro. Bien podía ser una pálida mariposa sobreviviendo al gélido invierno, pero no, era la mano huesuda de Damián, aquel chico del que, apenas unas horas antes, había pensado que era un llorica y un rarito.

—Tranquilo —le susurró Damián—. Yo me siento así muchas veces. Es bueno desahogarse. También aprovecho la misa de las doce, nadie tiene en cuenta quién falta y quién no.

—¿Te escaqueas para llorar? —le preguntó Julio, cortándose de súbito sus lágrimas.

—Sí. Te parecerá raro, ¿no? Pero es lo que estás haciendo tú hoy, al fin y al cabo.

—¿Por qué no lloras en tu habitación?

—¿De noche? No quiero despertar a mis compañeros y que piensen que soy un…

—Ya.

—¿Y tú? ¿Por qué no lloraste anoche? ¿Por qué te lo has guardado hasta ahora?

—No sé, me ha venido así, de golpe.

—¿Qué te ha dicho don Raimundo?

Damián se había sentado a su lado y, rebuscando en su abrigo, sacó un par de cigarrillos y le ofreció uno a Julio.

—No soy tan bueno como parezco, ¿sabes?

—Ni yo tan malo —respondió Julio.

Ambos chicos esbozaron una sonrisa.

—Pues me han quitado los privilegios de capitán.

—Toma ya. ¿Has matado a alguien o algo así? Primero el castigo y ahora esto… A mí ni siquiera me ha echado la charla el director. Ha sido don Manolo. Sobre lo saludable que es el deporte y todo eso.

—¿Por qué te castigaron anoche?

—Me pillaron escaqueándome de la clase de Gimnasia.

—¿Faltas a misa y también a Gimnasia? Te gusta ir por el lado peligroso de la vida, ¿verdad? Pensaba que eras un ratón de biblioteca.

—Y lo soy. Leer libros no quiere decir que sea idiota.

—Ser el capitán del equipo de fútbol no significa que no lea libros.

Los rasgos de Damián eran misteriosos y femeninos: sus ojos verdes y felinos, sus labios finos y de color púrpura. Su cabello era lo único masculino en él, áspero y negro como el alquitrán. Incluso sus movimientos y sus formas eran más propios de una chiquilla. Julio lo miraba embelesado, era muy diferente a Tomás, pero, al mismo tiempo, le provocaba una fascinación similar.

—¿Qué hiciste entonces? ¿No vas a contármelo? —preguntó mientras encendía su cigarrillo con un mechero plateado.

—Ese mechero es del padre Sermones, tiene la esvástica. Va a matarte como se entere de que lo tienes.

—Me lo ha regalado. No pasa nada. También me da el tabaco.

—¿Y eso?

—Cuéntame tú primero por qué te han castigado y, encima, te han quitado todos tus privilegios.

Si un año atrás le hubieran dicho que estaría hablando con Damián, y no solo hablando, sino a punto de confesarle sus más íntimos secretos, no lo habría creído. Pero aquellos ojos lo invitaban a acurrucarse en ellos, a hacerlo sonreír, a convertirse en su persona favorita en todo el mundo. Al contrario que Tomás, Damián no le daba miedo.

—Me masturbé en las duchas y me pillaron.

—Normal que te pillaran. Ahí tienen cámaras.

—¿Cámaras?

—Claro, todo está controlado por un sistema muy moderno de vigilancia. Eso sí, tiene sus puntos ciegos.

—¿Puntos ciegos?

—¿Quieres que te cuente una cosa?

Damián intentaba deslumbrar al capitán de la clase A y al capitán de la clase A le gustaba la sensación que le provocaba tener un admirador. Primero, con cigarrillos; después, con la pose lánguida y despreocupada, con el aura de misterio que rodeaba el mechero del profesor de Latín y su conocimiento de los secretos del colegio. Intentaba alejarse lo máximo posible de la imagen de niño debilucho y perdedor que todos tenían de él y, con tan solo unos minutos de conversación y unas cuantas caladas, estaba consiguiéndolo.

Julio asintió.

—Yo también suelo masturbarme. Pero en puntos ciegos. Así no me ven.

¿En serio? A pesar de que había intuido —le había dicho a don Raimundo que lo había leído, pero realmente no lo sabía a ciencia cierta— que todos lo hacían, nunca había conocido a ninguno que lo admitiese abiertamente. Durante las últimas horas, había vivido sumido en el tormento de ser el estudiante que no llegaría a graduarse por no saber controlar sus impulsos, pero no, a su lado había otro. Uno que no era como él, que no era corpulento ni de piel morena, que aún movía las caderas con la cadencia del vaivén de un paseo en barco, pero que, al mismo tiempo, compartía con él aquellos impulsos secretos y la necesidad de llorar de vez en cuando. Y sus ojos inquietos le decían que compartían algo más. Pero ¿cómo preguntárselo? Julio se mantuvo callado durante un momento. Le daba vergüenza levantar la vista del suelo y que Damián fuera capaz de analizar su mirada y de darse de cuenta de lo que estaba pensando.

—¿Quieres que te enseñe dónde están?

—¿Cómo?

—Que si quieres que te enseñe dónde puedes masturbarte sin peligro a que te pillen.

Julio dudó un par de segundos. La idea de compartir un rincón del placer con Damián lo excitaba, pero, al mismo tiempo, lo aterrorizaba. ¿Y si los descubrían? O, lo que era aún peor, que una cosa llevara a la otra y sus manos acabaran sujetando un pene que no fuera el suyo...

—Ni de broma. Paso de meterme en líos.

Damián sonrió y no dijo nada más. Se puso en pie y se despidió levantando el puño y guiñando un ojo.

—¡Tú te lo pierdes!

Tras la comida, Julio tuvo clase de Latín. Debían aprender bien la lengua, decían que era muy importante para que, una vez fuera del colegio, encontraran un buen trabajo o pudiesen ir a la universidad. Damián era un chico listo, seguro que acababa estudiando alguna carrera como Medicina o Derecho. Una vez más, por enésima vez desde el mediodía, su pensamiento regresó al mechero nazi. El hecho de que perteneciera al padre Sermones le ponía la piel de gallina, pero aún lo inquietaba más saber que este había compartido con un estudiante no solo eso, sino la verdad sobre el sistema de ojos secretos que ocultaba el San Agustín de Hipona tras las paredes. No podía evitar sentir celos cuando su imaginación flotaba hacia posibilidades perversas y retorcidas en las que Damián era una concubina y el padre Sermones, un amo implacable.

—Durán, salga a la pizarra.

Cada vez que el padre Sermones lo llamaba, un saco de truenos caía sobre la cabeza de Julio y lo aturdía, lo convertía en una marioneta sin voluntad y era incapaz de llevarle la contraria en nada. Imaginaba que era la misma técnica que utilizaba con Damián cuando quería someterlo a su antojo. De nuevo, lo imaginó pegándole en las nalgas con una vara y, sin saber muy bien por qué, se excitó.

—Durán, ¿me oye?

—Sí, padre Mesones.

—¿Quiere salir a la pizarra?

—No puedo, padre Mesones.

—¿Cómo que no puede? ¡Póngase firme ahora mismo, Durán!

¡Ni en sus peores pesadillas hubiera imaginado vérselas en una situación así! Su pene se había revelado a las normas de conducta y abultaba visiblemente en su entrepierna. Palpitaba por sí solo, había cobrado vida y no encontraba la manera de hacerlo bajar en cuestión de segundos. El padre Sermones hizo intención de gritarle, pero Julio, asustado, se puso en pie confiando en que nadie se diera cuenta de su estado. Quizá nadie lo hizo, pues cierto es que nadie dejó escapar risitas ni exclamaciones. El único que dijo algo fue el profesor de Latín.

—Siéntese, Durán. Y venga a verme a mi despacho después de clase.

Julio hizo lo que el padre Sermones le ordenó, añadiéndose otro motivo a su estado de nerviosismo. Sabía lo que el profesor pretendía. Le había gustado su erección y quería convertirlo en parte de su harén. ¿Habría más estudiantes en él, aparte de Damián? El pene, siempre fantasioso, pensó que no era tan mala idea, que tenía su encanto servir a un cura nazi y dominante. Pero la cabeza, y el corazón, se opusieron, algo no muy habitual, al miembro viril. No, aquello no estaba bien y nada bueno podía ocurrir si iba al despacho. Pero ¿cómo iba a escaquearse de aquello?

Cuando el timbre dio la una, los alumnos de la clase A se pusieron en pie con el orden y la calma que los caracterizaba y se dirigieron hacia el comedor. No tenían permitido verbalizar su hambre, así que daban las gracias en voz baja al cocinero cuando este les servía en la escudilla y ocupaban sus mesas sin montar el revuelo que era de esperar en unos jovenzuelos saludables y con buen apetito. Julio, por segunda vez en aquel extraño día, rompió la fila. El sacerdote se acercó a él y lo agarró del brazo. Subieron a la segunda planta sin dirigirse la palabra. Sentía sus dedos clavándose en su aún tierna carne, pero prefería no quejarse no fuera a llevarse alguna regañina más. El despacho del padre Sermones estaba cubierto de una gran alfombra del color de las uvas pasas. De las paredes, colgaban numerosas condecoraciones y no menos fotografías, algunas suyas, vestido de uniforme, y otras de militares que no conocía. En una muy grande, que tenía enmarcada sobre todas las demás, aparecía dándose la mano con el mismísimo Hitler. Había escuchado hablar de la existencia de aquella fotografía por algunos de los chicos que habían tenido la suerte de visitar «el museo de los nazis del padre Sermones», como lo llamaban, pero era la primera vez que la veía. Así que todo lo que se decía sobre él era cierto… En lugar de dejarse llevar por el pánico, lo que lo sobrecogió fue de nuevo la envidia. Envidia por no poder ser él el nazi que sometiera a Damián. Fue un pensamiento efímero que, inmediatamente, lo hizo sentirse culpable.

A solas con el padre Sermones, Julio pudo comprobar que el profesor olía muy bien. A colonia de hombre, que le despertaba ganas de gritar y de desgarrarse el chaleco del uniforme.

—Debe jurar solemnemente que lo que le diga dentro de este despacho será un secreto. Si no es capaz de guardar uno, dígamelo y habremos terminado.

El padre Sermones se acercó y lo agarró de los hombros. El pecho de aquel hombre era amplio como la cordillera de los montes Urales cortando de mar a mar el mapa de Europa. ¡Eran demasiadas excitaciones en una sola mañana! En ninguna asignatura, les explicaban lo difícil que era la vida llegada una determinada edad, su pene parecía cobrar vida propia y pensar en lugar de su vieja amiga la mente.

—Lo juro. Soy una tumba.

—Más le vale, Durán. Porque, si no, acabará en una. Sé que es un joven sensato y que hará lo que más le conviene.

Julio esperó sin decir nada a que le explicara a qué venía tanto secretismo.

—Una vez al mes, me reúno con algunos estudiantes selectos del Hipona. Formamos un club muy exclusivo. A partir de este mismo viernes, está usted invitado, Durán.

¿Un club exclusivo para buenos estudiantes? ¿Y cómo es que no había tenido noticia de ello antes si él siempre había sido el mejor? Optó por no preguntar.

—Es para mí un honor, padre Mesones.

—A las doce de la noche en este mismo despacho, Durán. El viernes. Está de enhorabuena, va a entrar en un nuevo nivel.

—Muchas gracias, padre Mesones. Aquí estaré.

—¡Muy bien, joven! ¡Y ahora vaya a comer! ¡No querrá coger anemia!

Salió del despacho aturdido, con un montón de piezas de un rompecabezas esparcidas por la cabeza. ¿De qué iba aquello del club? ¿Quiénes serían los demás estudiantes? De su habitación, no, desde luego, hubiera notado la ausencia. ¿De la clase B? ¿Acaso era posible que el padre Sermones considerara que los mejores estudiantes estaban en la clase B? ¡Si todos los de la B eran unos zopencos! Y los del coro ni a zopencos llegaban... Lo único que sabían hacer era cantar y poner cara de no haber roto un plato, pero, a la hora de redactar, calcular, aprender idiomas o practicar deporte, eran unos inútiles. Confiaba en el criterio del padre Sermones, al fin y al cabo, era uno de los profesores bendecidos por Dios y por Franco. Quedaba solo un año y dos meses para la mayoría de edad, para convertirse en un ciudadano y hacer algo bueno por su país. No debía estropearlo ni con pajas ni con tonterías. Debía dejar de pensar en Damián y, si unirse al club nocturno del padre Sermones, era una buena manera de asegurarse un puesto de excelencia el día de la graduación, sería el primero en acudir el viernes a medianoche.

El último año en Hipona

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