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LÍNEAS IMAGINARIAS

Juan colorea el mar a pesar de que no es necesario. El profesor explicó que el interés de la actividad reside en hallar diez puntos terrestres a través de los paralelos y meridianos, pero él se empeña en colorear el mar, en hacerlo despacio. Cuando alguno de sus compañeros lo mira con extrañeza, Juan arquea su espalda y pone sus brazos sobre el pupitre: una guarida hecha con su propio cuerpo para pintar el mar sin interrupciones, para pasar la punta del azul fuerte entre los bordes de la tierra y el agua y escarchar el azul cielo desde lo alto con ayuda del sacapuntas, para llevar a un extremo lo que tantas veces ha repetido el profesor: el color del mar es reflejo del cielo.

Lili ha encontrado México y Turquía en el mapa, los ha pintado de rojo y café, respectivamente, y escrito sus coordenadas. Pero a Juan le gusta buscar puntos en el océano, surcar con su dedo las aguas del Atlántico y detenerlo: encontrar la ubicación de la nada. Porque, al fin y al cabo, ¿no es el cruce del ecuador y el meridiano de Greenwich (las líneas imaginarias más importantes) un pedazo de agua nada más? 0° y 0°, anota con otro tipo de azul para no romper con la armonía del mapa. Lili gira su cabeza para observar lo que hace.

—Así no es.

—¿Por qué? —pregunta sin quitar la vista de su cuaderno.

—Porque en el mar no hay nada.

Tal vez por eso le gusta, por su vacío. Darse cuenta que el océano sigue siendo inaccesible le hace sentir bien. Había escuchado que en unas décadas las personas más ricas del mundo podrían habitar distintos astros: dejarlo todo aquí y fugarse en un cohete hacia la luna. Pero el mar no, sigue siendo inhabitable para nosotros a pesar de su cercanía.

—¡Tiempo!

El maestro se pone de pie, se acomoda la camisa y continúa hasta la primera fila de pupitres. Destapa su pluma negro con dorado y comienza a firmar los cuadernos. Al llegar a Juan observa su mapa, los tres únicos puntos trazados sobre el mar.

—Ahí no hay nada —dice mientras une los puntos con su dedo, esbozando un triángulo.

—No hay tierra. Solamente no hay tierra.

El profesor guarda silencio. Después comprueba que las coordenadas son las correctas, acerca la pluma al cuaderno y estampa su firma en el continente americano, entre dos países que Juan identifica como Brasil y Bolivia. Cuando los últimos cuadernos se abren para recibir la rúbrica, Juan toma el azul turquesa y sigue el espectro trazado por el dedo del profesor: un triángulo en el Atlántico.

—Sigan con su cuaderno afuera. Ahora vamos con un tema que me gusta mucho: el sol —anota el nombre con rojo hasta arriba de la pizarra—. Como ustedes saben, el sol es el astro más importante de nuestro sistema, es el encargado de darle calor a nuestro planeta, alimentos y hasta vitamina D.

Juan se concentra en sus palabras. Su voz es algo rasposa, le gusta. El maestro traza un círculo con el plumón negro que abarca casi toda la superficie. Después un punto color azul en el centro.

—Este —explica señalando el círculo más grande— es el sol. Este, para comparar, es nuestro planeta —y el puntito azul desaparece bajo su tacto. Juan pasa sus dedos por cada línea que forma el triángulo en su cuaderno—. Es un millón de veces más grande que la Tierra —se pregunta por qué se llama así, Tierra, si hay más agua que otra cosa. Debe ser porque la gente prefiere tener los pies sobre algo firme, quién sabe. El maestro tira del rollo plegable que descansa en lo alto hasta convertirlo en una pantalla. Enciende el proyector; mete una película al DVD.

—Veremos un documental. Tomen nota para comentarlo.

Las luces se apagan. La pantalla de plástico regresa la imagen distorsionada al techo. El profesor observa de pie. Los ojos se le iluminan como si la imagen saliera de ellos: todos esos mundos y estrellas provenientes de su interior. Rasca su nariz. El puntito azul que antes era la tierra se expande hasta su mejilla. Su cara morena, junto a esa mancha de plumón y un eclipse de sol en la pantalla que se vuelve una aurora boreal en el techo, le hacen sentir a Juan que se encuentra ante un punto decisivo de su vida. Viviré en el océano, en el triángulo que su dedo ha trazado solo para mí.

Toca el hombro de Lili. Ella voltea su cara hacia él sin despegar la vista de la pantalla.

—¿Ya viste? Lo hice bien —expresa con su cuaderno en la mano.

Ella ve la firma y asiente con la cabeza.

¿Por qué lo habrá hecho? Su firma le sugiere la posibilidad de habitar el océano. Observa al maestro, que suda cerca del proyector y abre su camisa por la parte de arriba. De repente él mira a Juan y señala los fotones ardientes en la pantalla, como diciendo: Ahí está la acción, ¿qué me ves? Juan retira su vista, también acalorado.

Mariana, la niña detrás de él, le acerca la punta del lápiz a la espalda y rasca por encima del suéter en un movimiento circular. Juan mira al profesor de nuevo y cierra los ojos. El narrador del documental anuncia: El sol alcanza las temperaturas más altas del universo.

Después de ver cómo la atmósfera solar le arranca la cola al cometa S29 como si fuese una lagartija hecha con polvos espaciales, el documental cierra con la imagen del sistema solar alejándose hasta quedar únicamente el sol, un puntito que tal vez sea Júpiter o Saturno y una decena de círculos punteados que representan las órbitas; la Tierra no, esa ha desaparecido como el punto azul en la pizarra, en virtud del sol.

—Bueno, ahora me gustaría saber qué piensan —y enciende las luces sin avisar, encandilando a todos.

Los estudiantes se miran entre ellos esperando a que algún valiente abra la boca.

—Por ejemplo, ¿para qué nos sirve el sol?

Para darnos cuenta que hay lugares inhabitables esperando por nosotros. Levanta la mano.

—¿Sí, Juan?

—Es importante por la fotosíntesis, sin ella no tendríamos muchos alimentos… ni flores.

Rodrigo, desde la tercera fila y con una sonrisa burlona en la cara, entierra su dedo índice en su mejilla. Juan sabe lo que significa.

—Sí, es cierto: el sol nos proporciona un sinfín de alimentos de origen vegetal.

Rodrigo arranca una hoja de su cuaderno y comienza a dibujar algo. Mira a Juan una y otra vez y después sigue: poniéndole rosa, amarillo, púrpura. Le estira el papel hecho dobleces a Jonathan. El papelito comienza a pasar de mano en mano y cada vez que esto sucede los ojos de esas manos observan con atención a Juan, burlándose abiertamente o simulando que no pasa nada sin mucho éxito.

Él pasa su dedo por el triángulo mientras sigue de reojo la trayectoria del papelito.

—Me estás escuchando, ¿Juan?

—Sí, sí, perdón.

—Te decía que, además, todos los alimentos que consumimos están relacionados de alguna forma con el sol. Las vacas podrían morir por la falta del calor solar, y entonces nos quedaríamos, por ejemplo…

—¡Sin bisteces!

Lili suelta una carcajada a la que después se unen otras.

—Muy bien, Jorge— expresa el profesor con una sonrisa en los labios.

A él se le dibuja otra y por un momento olvida que también es motivo de burla. El papelito llega rápidamente a Mariana, quien tras verlo observa a Juan para después doblar la hoja por la mitad y estirársela.

—¿Quieres ver? —pregunta en voz baja.

Juan toma la hoja cuadriculada, la abre, la aplasta hasta que se vuelve una bola y la mete en su bolsillo del suéter.

—¿Alguien más? —pregunta el maestro mirando de un lado a otro.

Lili pide la palabra.

—A mí me gustó saber que estamos hechos de la misma materia que el sol, que somos polvo de estrellas.

Los compañeros no. No todas las personas están hechas así. La gente mala está hecha con lodo. Pasa sus yemas por el borde de México mientras oprime la bola de papel en su suéter. Yo tampoco. A lo mucho de agua salada. Traspasa el océano Pacífico a bordo de su dedo, rodea una isla pequeñita con forma de lágrima y después otras que se desprenden de Argentina, que huyen de tierra firme, como él. Sigue a la derecha hasta llegar al triangulo con su nave manchada de azul y un rastro nebuloso tras ella. Desciende, entra al agua, se hunde, el frío mitiga su coraje, se hunde más, se hunde hasta tocar el fondo. No todos tienen miedo de habitar el océano.

Si era dicha o dolor

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