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GUANAJUATO

Ninguno de los dos sabía que estaba hablando con un homosexual.

El encuentro de poetas sucedía en la ciudad de Guanajuato, en mayo, por lo que la tarde noche era agradable y el ambiente humano era un pacto que dictaba reglas exacerbadas y, quizá, oníricas.

Apenas había concluido, con unos segundos de sólidos aplausos, la presentación de un poeta tapatío desconocido para ambos hasta antes de su presentación. La poesía y más bien el performance del invitado fueron pie de conversación que podía dar, cuando menos, para media hora de comentarios emocionantes.

Es imposible, no es un encuentro de poetas sin la presencia de la pócima que, tal vez, había congregado a todos allí: el alcohol. Cecilio y Abel se desprendieron de quienes permanecieron en la plaza con el poeta tapatío, diferenciados la mayoría de los cohibidos jóvenes —el más de ellos, Cecilio— que durante todo el día no había cruzado palabra con otros asistentes más allá de oraciones automáticas.

Era la segunda ocasión que Abel visitaba Guanajuato, él venía de Veracruz. Durante el camino hacia algún bar que les pareciera agradable, le comentaba a Cecilio, tapatío delgado, de piel oscura —contrario al jarocho—, algunas de las cosas que había vivido en su estancia anterior.

—Era noviembre, por eso la lluvia estaba tan cabrona —comenzó a reír ante la inspección tímida a su rostro por parte de Cecilio—. Me di en la madre en esta pinche bajada, por eso tengo esta cicatriz.

Abel abrió su camisa desabotonando tres veces y se levantó la prenda sobrepasando la mitad de la espalda.

—Aquí me rajé, ¿sí lo ves? —Cecilio sonrió y asintió con la cabeza.

Ya en un bar, Cecilio soltaba más palabras, suavizaba su timidez el calor de la cerveza. Contó que era la primera vez que salía solo de Guadalajara. ¿Te la pasas encerrado en tu cuarto escribiendo, eres un topo? preguntó Abel, intentando darle otro tono a la charla. Cecilio explicó todo lo contrario. En realidad era un chico que poco tiempo permanecía en casa, no porque le molestara estar allí sino por la atracción que le generaban los grandes templos de su ciudad.

El tapatío enseñó a Abel decenas de fotografías que mostraban, sobre todo, el Expiatorio de Guadalajara. Aunque la conversación fluía, pocos eran los motivos que Abel encontraba para permanecer con su joven colega. Si bien le parecía atractivo físicamente y no le desagradaba su timidez, ya conocido el diálogo del tapatío, sentía que ese no era el mejor sitio para permanecer en una ciudad que le prometía mayor excitación. Entonces expulsó un bostezo y dijo que iba a regresar a la posada —donde todos los poetas del encuentro se hospedaban— para descansar, con tal de marcharse.

Cecilio respondió: Cuando comienzo con la cerveza me detengo hasta un punto que después no logro recordar; no puedo evitarlo. Me quedo aquí. Que descanses, nos vemos mañana.

Abel dudó unos segundos si debería acompañarlo, pero terminó por mantener su decisión. Salió del bar camino a la posada pero en el trayecto se encontró a otro de los jóvenes poetas, quien lo invitó a unirse a la fiesta del encuentro, a una calle de allí.

Pasado un par de horas, Érika, poeta capitalina, reconoció el rostro de Cecilio, quien permanecía en el mismo bar. Se acercó, ambos tenían ya los tragos en la cabeza, pero el muchacho rozaba el desentendimiento. Con la vergüenza que le restaba por naturaleza, el tapatío confesó no saber quién era aquella luminosa chica, pero en ningún momento se sintió incómodo con su presencia. Su punto en común era el gusto por el rock y de allí se ligó una eufórica plática plagada también de risas, motivada a su vez por la música del bar.

Llegó el punto en el que, ante la inspección de los sedentarios bebedores, Érika y Cecilio realizaban una danza casi religiosa —al ritmo de Led Zeppelin—, sumergida en la embriaguez, algo decadente. Por momentos se abrazaban y colocaban sus cabezas en el hombro del otro, y luego sin inhibición se besaron en una banca que se encontraba en un rincón del bar.

Como despertando, en un segundo aislado Cecilio separó a Érika y revisó el estado de las cosas; por un momento pensó en Abel y casi pudo ver la forma exacta de su cicatriz. Al encontrar de vuelta el rostro de la excitada mujer, halló una sonrisa cómplice que lo encegueció de nueva cuenta. Acarició lentamente la parte de la pierna que exponía el jean roto de la chica, echó un vistazo por el largo de ese cuerpo, deteniéndose en el escote de la blusa, como si fuera la ocasión en que conocía la curvatura de unos pechos. Lanzó sus labios hacia allí y los lamió con energía.

Érika, después de escuchar su propio gemido, también separó a Cecilio y le propuso ir a la posada: su habitación estaba sola.

Por la mañana Cecilio, resentido por los tragos, despertó en una habitación ya abandonada, en la cama que le correspondía. El tapatío no cuestionó cómo era que había llegado; verdaderamente su memoria había destrozado sus vivencias. Solo tenía en claro que junto con Abel había iniciado la parranda la noche anterior. Buscó la hora: 11:23 a.m. Veintitrés minutos pasados desde el inicio de la primera cátedra a la que debía asistir ese día.

Recibiendo el agua helada en su cuerpo, rememoraba lo que le era posible. Por alguna razón imaginar la cicatriz dibujada en la espalda de Abel le hacía sonreír. Cuando pasó el jabón por sus genitales, notó que varios hematomas pintaban su pene, pero no percibía ningún dolor. Nunca había presenciado algo similar y se preocupó en demasía.

Cuando terminaba de ducharse, su teléfono sonó. Era su padre: ¿Cómo va todo? ¿Aprendiendo mucho? Eso es, mi poeta. Quiero ver muchas fotos cuando vuelvas. ¿Cómo vas con el dinero? Hay que cuidarlo. Voy a ver si puedo enviarte un poco más en la tarde, pero no malgastes. Sí, nosotros bien. ¿Ya leíste? No estés nervioso, todo irá bien. ¿Ya conociste alguna muchacha? Ja ja. Cuídate, hijo. Te queremos.

Cecilio, con todo, casi había olvidado el motivo por el que estaba en Guanajuato: compartir su poesía. Esa misma tarde era su turno. Con la cabeza palpitando, bebió un café en el comedor de la posada. Desayunó aprisa y salió rumbo a la plaza, donde las actividades del encuentro continuaban.

Nuevamente Abel se acercó al tapatío. A unos metros Érika le sonreía e intentaba sostener las miradas, pero Cecilio, desconcertado, las evadía constantemente. El veracruzano sentía incomodidad, una distinta a la del día anterior, una que más bien ya le era natural. No cruzaban palabra, fingiendo escuchar con atención el discurso del ponente.

Era la una: cuatro horas antes de la lectura en la que Cecilio participaría. La exposición terminó para alegría de casi todos los presentes, quienes no podían ocultar su cansancio debido a la noche anterior. Abel esbozó una sonrisa dirigida a Cecilio, quien la devolvió con un gesto que parecía querer provocar cierta culpa.

—¿Sucede algo? —preguntó Abel.

—Estoy confundido, preocupado, ansioso, no sé… ¿Qué pasó anoche?

—Supongo que se te pasaron las chelas, más que a mí.

—Creo que sí.

Cecilio no preguntó más, un tanto nervioso por lo que pudiera responder Abel. Érika se acercó.

—Qué onda.

—Hola —respondieron ambos.

—Yo soy Abel.

—Sí, Abel, Abel. Yo soy Érika, un gusto.

—Un gusto, yo soy Cecilio.

Érika, extrañada, se despidió.

—Los veo después.

—¿Pasa algo, Cecilio?

—No… digo, sí, pero no sé qué es.

—Podemos dar una vuelta, si quieres. Sirve que te relajas. Estás nervioso por la lectura, ¿verdad?

—Un poco.

—¿Fumas mariguana? Eso nos relajaría.

Recorrieron el centro de Guanajuato, casi todo el tiempo en silencio, salvo algunos comentarios de Abel referentes a la calidad de la hierba. Cecilio no probó, pues temía volverse demasiado susceptible —todavía más.

Cuando ya se habían sentado en un café, mientras bebía una cerveza, Abel contó de la fiesta de la noche anterior. Cecilio, a veces concentrado en las palabras que oía, se hacía muchas preguntas; pensaba en Érika —quien le había hecho acelerar el corazón de forma dramática—, en su pene maltrecho, y de manera intermitente le venía la imagen de la cicatriz de Abel.

El veracruzano, como si fueran las palabras mágicas para atraer la atención del tapatío, comenzó a hablar acerca de un «chico misterioso» que el día pasado había conocido. Decía que le era atractivo, que lo estaba poniendo loco. ¿Hablará de mí?, se cuestionó Cecilio, quien hasta entonces confirmó a consciencia la homosexualidad del pequeño hombre que tanta atención le había brindado.

—No sabía que eras gay.

—Ja ja ja, pues sí, lo soy.

—Por alguna razón no me saco de la cabeza tu cicatriz.

—¿En serio? ¿Tú tienes alguna? No, ¿verdad?

Repasó su cuerpo con la mente y después contestó que no, a pesar de recordar los pequeños moretones de su entrepierna.

—¿Sabes? —continuó Cecilio—, anoche yo también conocí a alguien que me agradó.

—¿Ah, sí? ¿Hombre o mujer? —preguntó Abel, calmando las palabras que por poco se le salían.

Cecilio rio.

—¿Qué más da? Lo que importa es que…

—Shhh, mejor no digas nada —interrumpió Abel, seguro de que el tapatío estaba refiriéndose al rato que pasaron juntos ellos.

La conversación cambió el ánimo de ambos. Cecilio se mostraba más abierto. Era un joven al que poco se le habían acercado para cortejarlo, y básicamente él mismo lo había evitado siempre. Abel parecía ahora más interesado en él, intentaba relacionar las experiencias que este le contaba con las suyas y bromeaba con todo lo posible. Cuando pasaron por el Callejón del Beso se miraron riéndose, pero ambos notaron algo en la mirada del otro.

Casi eran las cuatro. De a poco primero, luego con mayor fuerza, fue creciendo el nervio de Cecilio por su participación en el congreso; ese tipo de situaciones lo llenaba de tensión. Entonces, con enfado por tener que hacerlo, le pidió a Abel que lo dejara un momento: quería prepararse para su lectura.

Pasaban diez minutos de las cinco. Abel, en la Plaza de San Roque, recorría una línea recta de diez metros y la regresaba mientras consumía un cigarro; esperaba con ansias la presentación de Cecilio y, más que eso, al propio poeta.

Llegó el momento en el que por la plaza se expandió el nombre: Es turno de Cecilio Ponce. El murmullo llenaba el espacio entre los asistentes; casi todos se preguntaban quién era ese. Abel se apresuró al sitio donde se encontraban los organizadores y mintió, diciendo que Cecilio le había pedido que avisara una complicación que lo entretenía, que esperaba llegar antes de las 6:30, hora en que finalizaba el evento. Así anunciaron por el micrófono y otro poeta subió al pequeño escenario.

Abel corrió hacia la posada, no muy lejos de allí, pensando que encontraría en su cuarto al tapatío. Al llegar, preguntó en recepción por el número en el que Cecilio se hospedaba. Tocó la puerta encarecidamente. Un chico, que apenas portaba calzón y playera, abrió la puerta.

—¿Sí?

—Busco a Cecilio.

—¿Cecilio?

—Sí, el chavo de Guadalajara.

—Ah. Ni idea.

Después de escuchar el portazo, Abel se sentó decepcionado en el piso afuera de la habitación, y se mantuvo en silencio por unos minutos. ¿Y si llegó a la plaza y no lo escuché? ¡Leyó y no estuve presente! ¡No me encontró!

Con esa esperanza y preocupación, retornó de nuevo a la plaza. Llegó en un tiempo muy breve. Preguntó por Cecilio a los asistentes después de no encontrarlo; nadie supo darle seña, nadie se enteró si leyó o no. Todos conversaban con todos, siendo Abel un ajeno ahí.

Si era dicha o dolor

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