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Proemio

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En junio de 1990 fui seleccionado para trabajar en el Banco Bogotá, de la avenida 19, con carrera séptima, en pleno centro de Bogotá, luego unas pruebas y una entrevista. Tenía 20 años y estaba feliz. Mi primer trabajo formal, un contrato laboral y todos los beneficios de ley. Cursaba cuarto semestre de Administración de Empresas en la Universidad Externado de Colombia. Me había cambiado a la jornada nocturna, para buscar trabajo, pues el apoyo de mi casa se había, prácticamente, acabado.

Ingresé como “palomero”, es decir, mensajero de la oficina, encargado de llevar y traer papeles, cheques, títulos valores, cartas, correspondencia, además de otros asuntos de la oficina y de otras entidades con las cuales el banco tenía algún negocio en marcha o por iniciar. La actividad era intensa, empezaba a las 8:00 a.m., y solo tomaba un descanso cuando entraba al baño o a la hora del almuerzo. Debí responder a la academia: lecturas, trabajos, ejercicios de costos, de presupuesto, de investigación de operaciones. Aprovechaba cualquier oportunidad para repasar, estudiar: una fila en un banco, un trayecto en un autobús, una espera en una entidad. Aprendí a caminar y leer al tiempo, sin chocar con otros en medio del tráfico y el bullicio de la ciudad.

También, apoyar el canje del día, actividad que iniciaba sobre las 4:00 p.m. y se prolongaba hasta las 6:00 p.m., dos horas de intensidad y movimiento de toda la oficina, preparando el cierre del día. El canje consistía en clasificar, según el banco al que pertenecieran, los cheques consignados durante el día, contarlos, microfilmarlos, amarrarlos con cauchos y llenar una planilla con las cantidades de cheques por banco; pasar el paquete al cajero principal, que los sumaba junto a las consignaciones en efectivo, llenaba otra planilla y finalmente empacaba el movimiento del día (cheques, consignaciones, retiros, transacciones con tarjetas de crédito) en una tula que amarraba con una pequeña cadena y aseguraba con candado. Ese era el canje de la oficina.

Luego había que esperar el camión de la transportadora de valores, que llegaba entre las 6:00 y las 6:10 p.m. a recogerlo, lo que explica el intenso movimiento de las horas previas. Si el canje no estaba listo, o si por alguna razón el camión no pasaba, tenía que salir corriendo con la tula del canje en la mano y llevarla hasta la calle 32 con carrera séptima (unas 13 cuadras), al centro de operaciones del Banco de la República, entidad encargada de procesar los canjes de todos los bancos.

Luego del trabajo volaba para la universidad, en la carrera 1 Este con calle 12, en el barrio La Candelaria. Como me rendía más a pie, emprendía una marcha forzada por las sinuosas calles que van al cerro. Llegaba sudoroso, justo antes de que el profesor de turno cerrara la puerta del salón.

Salía a las 10:00 p.m., caminaba hasta la carrera décima, tomaba el bus hasta la Avenida Boyacá con calle 80, llegaba sobre las 11:00 p.m., preparaba algo (huevos, salchichón, papas de talego) y lo acompañaba con Pony Malta; estudiaba una o dos horas, me acostaba a la 1:00 a.m. para volver a levantarme a las 5:30 a.m. y empezar el trajín diario. Los fines de semana hacía trabajos en grupo, repasaba algunas lecturas, lavaba mi ropa y aseaba mi cuarto.

A finales de octubre de 1990, me informaron que había sido promovido a asistente de Credibanco. Esto significaba algunos pesos más y permanecer en la oficina todo el tiempo. A “palomeros” de otras oficinas les extrañó mi rápido ascenso (cinco meses), cuando era necesario por lo menos un año para ser ascendido; algunos llevaban tres años y no habían sido promovidos. Yo lo interpreté como un voto de confianza por mi buen desempeño.

En el nuevo cargo, entre otras obligaciones, debía atender avances en efectivo y responder por la bóveda de seguridad del banco, donde se encontraban las cajillas de seguridad. Era un cuarto blindado, con puerta de acero gruesa, timón de barco, dos diales para las claves de seguridad, un reloj temporizador, que programaba el tiempo en que permanecía cerrada, y una alarma conectada todo el tiempo con la Policía, que se activaba cuando cualquiera de los sistemas fuera alterado o violentado.

La compañera de quien recibí el cargo me entregó las llaves, entre ellas una llave maestra y me explicó cómo cambiar la clave de uno de los diales, que estaría bajo mi responsabilidad, pues la del segundo dial, la tenía el subgerente. Aprendí el protocolo rápido y empecé a aplicarlo.

Las cajillas de seguridad, de hierro macizo, conforman módulos metálicos dentro de la bóveda. Cada módulo tendría unas 50 cajillas, de unos 30 cm. de ancho, 20 de alto y 70 de largo. La puerta de acceso a la cajilla, tenía dos cerraduras, en una entraba la llave del usuario y en la otra, la llave maestra que yo mantenía, se giraban al tiempo y la pequeña puerta se abría; si faltaba una de las llaves, la puerta era impenetrable.

Los clientes de las cajillas, firmaban un contrato de fiducia por un año, prorrogable, pagaban una anualidad y recibían su llave identificada un número. El cliente podía guardar lo que quisiera, sin declararlo al banco: joyas, divisas, letras, escrituras y otros documentos. Se comentaba que algunos guardaban armas pequeñas y drogas como cocaína.

Cuando un cliente quería entrar a su cajilla, yo lo conducía a la bóveda, abría la rejilla de acceso, la cerraba de nuevo, desactivaba la alarma oprimiendo un botón verde; abría la puerta, que estaba lista desde las 8:00 a.m., con la clave del subgerente y la mía. Ingresábamos a la bóveda, de unos 7 metros de fondo por 5 de ancho. Una vez abríamos la cajilla; yo salía y cerraba la rejilla de acceso, antes de que el cliente se instalara en una de las dos mesas metálicas y depositara o retirara, según el caso. Cuando terminaba, el cliente me llamaba, le abría la rejilla, él salía, yo cerraba la puerta metálica, activaba la alarma y, de nuevo, cerraba la rejilla de acceso. Tal era el protocolo.

El inicio de la tragedia

El viernes 21 de diciembre de 1990, a las 6:00 p.m., me dispuse a cerrar la bóveda, siguiendo el protocolo. El sistema financiero había decidido no trabajar el lunes 24, el martes 25 era festivo, por lo tanto el servicio se reanudaba el miércoles 26 de diciembre a las 8:00 a.m. Calculé el tiempo que debía programar el reloj temporizador hasta las 6:00 a.m. del 26 de diciembre:108 horas, que corroboré con la anterior encargada. Programé el reloj, activé la alarma, borré las claves de los diales y cerré la puerta. Salí y viajé a Villavicencio a disfrutar la navidad con mi familia.

El miércoles 26 de diciembre llegué puntual a la oficina. A las 6:00 a.m. el reloj temporizador habría terminado su cuenta regresiva, liberando los seguros internos de la puerta. Busqué las llaves, abrí la rejilla de acceso y puse mi clave en el dial; le pedí al subgerente que pusiera su clave para abrir la puerta cuando llegara algún cliente. A las 9:20 llegó el primero. Fuimos hacia la bóveda, abrí la rejilla de acceso, entramos, quedamos frente a la puerta metálica, giré el timón y abrí…

¡Jueputa, que pasó aquí! Casi gritó el cliente. En el interior de la bóveda había un tremendo desorden. Papeles por el piso, cajillas abiertas y quemadas, en el piso y encima de las mesas; los módulos metálicos de las cajillas en desorden. En el centro de la bóveda, había dos cilindros, uno grande y uno pequeño (oxígeno y acetileno, combustible para cortar metales) con sus mangueras y boquillas, una escalera en triángulo, guantes de cirugía por el piso, y un intenso olor a hierro fundido.

Quedé estupefacto. Cuando reaccioné, llamé al subgerente quien al ver el desorden me dijo “no toque nada”. Se comunicó con la gerente, que ordenó cerrar el acceso al segundo piso, donde se encontraba la bóveda de fiduciaria. La noticia, en su recorrido, llegó al primer piso. Todos se preguntaban, me preguntaban. Que si había cerrado bien la puerta el viernes anterior, que dónde dejaba las llaves, que si la llave maestra estaba allí, que si había borrado las claves. Empecé a preocuparme.

A la media hora llegó la gerente y observó la debacle. Mandó llamar a la policía, que llegó a los 15 minutos. Llamaron a un cuerpo especializado en este tipo de delitos (la versión de lo que hoy es el CTI de la Fiscalía), que llegó a la media hora. Vestían batas blancas, tapabocas, llevaban guantes de cirugía; entraron a la bóveda, tomaron fotos, introdujeron pedazos de lámina retorcida por el fuego y algunos papeles en bolsas, tomaron notas. Hablaron con la gerente y el subgerente, mientras me miraban con sospecha. Yo caminaba por ahí observando y sintiendo como crecía mi temor.

Al medio día llegó la prensa, pero no la dejaron entrar. Un periodista transmitió, desde la acera de la carrera séptima, la noticia por los noticieros nacionales del medio día, luego del mundo entero. Mis compañeros me hacían más preguntas, que yo respondía con aparente calma, mientras me esforzaba por comprender qué había pasado.

La gerenta me dijo que el personal de seguridad del banco quería hablar conmigo. Era en la principal, en la carrera 13 con calle 36. Estuve allí a las 3:00 p.m. sentado en una pequeña sala, rodeado por tres tipos mayores, sesentones, pensionados de la policía o del DAS, que terminaban integrando cuerpos de seguridad de diferentes instituciones, a las que ponían en servicio su experiencia para todo tipo de delitos.

Uno panzón, de bigote espeso, me acercó la cara y me dijo: “mire joven, es mejor que nos diga toda la verdad, colabore, para que nosotros le podamos colaborar”. En ese preciso momento entendí que estaba metido en un lío grande. Les relaté lo acontecido, tal cual había sucedido. Escuchaban, se miraban; el panzón se cogía el bigote, otro se sobaba el mentón, el otro me miraba con malicia. Intenté estar tranquilo y que mi voz sonara serena. Uno atacó y dijo: “mire Roberto, ¿Roberto es que se llama usted?” Sí, dije. “Bueno Roberto, su versión no nos convence, hay algo que usted sabe y no nos quiere contar; como dijo mi compañero, colabore para que le podamos colaborar; usted es el principal sospechoso de este robo, tenía las llaves, las claves, manipulaba el reloj, desactivaba la alarma. Sin una falla en el sistema de seguridad, que usted maneja, es imposible el robo, así que usted verá, colabora o puede que termine muy pronto en la Modelo”.

La Modelo. Un escalofrío recorrió mi espalda y me puse rígido. Sentí terror, náuseas. En esa época eran frecuentes los enfrentamientos en La Modelo: muertos, desaparecidos, peleas, violaciones. Guerrilleros contra ladrones; narcos contra guerrillos; ladrones contra los dos. El resultado: sangre, muertos; muchos muertos.

Me puse serio. “Lo que les he contado es la verdad, no estoy guardando nada; no fui cómplice del robo, tendría que ser muy bruto para hacerlo; yo solo soy un joven estudiante que trabaja para sostenerse y pagar su carrera, nada más”, dije. El panzón me miraba con desconfianza. “Listo Roberto, si hoy no nos quiere decir nada, vaya pensando que lo mejor es que colabore. Por ahora va a seguir trabajando en la oficina, lo estaremos llamando para otras declaraciones, pues este proceso va para largo”, dijo. Salí de allí con dolor de estómago y ganas de llorar, cosa que hice cuando pisé la calle.

Estuve un mes más en la oficina, y a finales de enero de 1991 me trasladaron para una dependencia en el piso 7 de la oficina principal. Era claro que querían tenerme cerca. Allí me dedicada a revisar largos listados y encontrar errores en las conciliaciones bancarias de las oficinas. En marzo, me llegó la primera citación de la fiscal asignada para el caso. Leyendo la citación me dieron espasmos. Un abogado, tenía que presentarme con abogado. ¿Dónde lo conseguiría y cómo le pagaría? Fueron las dos preguntas que me asaltaron. Lo que me ganaba apenas alcanzaba para pagar el crédito de la universidad y cubrir mis gastos básicos. Hablé con mi tío Humberto Merchán, abogado del Externado y le pedí ayuda; me contactó con una estudiante de derecho de la universidad, cuyo esposo era abogado litigante. Me entrevisté con los dos y acordamos que para acompañarme a la primera citación, le pagaría $15.000.

La entrevista con la fiscal fue abrumadora. El abogado me aconsejó responder corto, sin muchas explicaciones, pues “entre más detalles dé, más preguntas le hará la fiscal”. Así lo hice. Fueron tres horas de muchas preguntas, muchas con doble sentido, intentando ser coherente todo el tiempo. Las respuestas las consignaba el secretario de la fiscal en una máquina de escribir. “Esté pendiente, señor Sanabria, de la próxima citación” dijo la fiscal. “Estuvo bien, mijo”, me dijo el abogado. Tuve otra citación a los dos meses, y las preguntas variaron muy poco. Las respuestas igual.

En junio de 1991, recibí una carta firmada por la Jefe de Personal del Banco: me despedían “con justa causa”, arguyendo negligencia de mi parte en un trámite de cancelación de un título valor, cuando estuve en la oficina de la Avenida 19. No se hacía referencia al robo de las cajillas de seguridad. Una persona del Sindicato del Banco, me instó para que apelara la decisión, que el Sindicato me apoyaría. No quise, pues la verdad quería irme de allí sin más problemas de los que ya tenía.

Estuve desempleado dos meses. A finales de agosto de 1991, ingresé al Banco Internacional, a través de una oficina de temporales. Debo de estar loco, pensé, sigo con el sistema financiero. Sin embargo, el trabajo allí era diferente: llamar a clientes del banco y ofrecerles servicios de crédito. No me iba mal, empecé ganando poco, pero como pagaban por comisiones según las ventas de crédito, empecé a ganar un poco más cada mes. La cosa iba bien, hasta abril de 1992.

Tuve una citación más con la fiscal hacia noviembre de 1991, y no me volvió a citar. Por mi madre, supe que la fiscal estuvo en mi casa de Villavicencio, todo un día, haciéndole preguntas a ella y a mi hermana, indagando por mis costumbres de gasto y propiedades a la fecha; la fiscal, que pensaba encontrar una casa grande supongo, en un mejor barrio, se decepcionaría al encontrar que mis propiedades se reducían a mi ropa, una cama sencilla y unos cuantos libros, donados por mi tío Humberto. “Mijito, esa señora no se cansaba de preguntar, con su hermana estábamos muy asustadas, pues llegó de repente una mañana, sin avisar, con un señor y una máquina de escribir, y eso escribía hasta los tosidos de uno”, me dijo.

No volví a saber de la fiscal. Con el abogado hablaba por teléfono cada semana, pues para ese momento, la fiscal dejó de recoger información y la pasó al juez para su valoración. “Ahora estamos en las manos del juez, a esperar”, me dijo el abogado a finales de diciembre de 1991. En ese momento yo pensaba que los honorarios habían sido justos y que mi defensa, relativamente fácil, estaba en buenas manos. Lejos estaba de imaginar lo que se cocinaba en mi contra.

En abril de 1992, me llamó la esposa del abogado y me la soltó: “Roberto, sucedió lo que no queríamos, el juez le expidió orden de captura”. Quedé mudo. La Modelo, fue lo primero que pensé. Un escalofrío me atravesó todo. “Con mi esposo creemos que lo mejor es que se vaya de la ciudad por un tiempo, tal vez dos o tres meses, mientras el DAS lo busca para detenerlo; van a ir a su casa, a la universidad, al trabajo, pues tienen la orden de detenerlo y ponerlo preso, mientras el juez estudia el caso y toma una decisión, y eso puede durar mucho tiempo”. En aquellos años, el procedimiento establecido en el código penal, mandaba que si una persona era sospechosa de un delito, el juez podía ponerlo preso, mientras estudiaba las pruebas aportadas por la fiscal, y otra información aportada por la parte demandante, en este caso el Banco de Bogotá, y tomaba su decisión de declararlo culpable o inocente.

En las cárceles había muchos sindicados de haber cometido o participado en un delito, esperando la decisión del juez y, como había pocos jueces y muchos casos, los tiempos de las decisiones eran largos. Muchos podían durar tres, cuatro, hasta cinco años, esperando la sentencia: inocente o culpable. En la espera, algunos sindicados fueron heridos o asesinados por otros presos, por defenderse o en enfrentamientos que se daban entre grupos en disputa por el control de los patios de las cárceles.

Estuve de acuerdo en irme, no iba a exponerme a uno o dos años en La Modelo, poniendo en riesgo mi vida, sabiendo que no era culpable. Maldije mi situación, pues no era fácil: dejar la universidad (cursaba octavo semestre), el trabajo en el que las cosas iban bien y, sobre todo, dejar de tener contacto con mi familia, que no debía saber mi ubicación, pues a través de ellos, el DAS podía llegar a mí y capturarme.

Mi amigo de la universidad, Oliverio Ortega, con quien había estrechado fuertes vínculos afectivos, y a la postre uno de mis ángeles de la guarda, me ayudó a esconderme en El Espinal, To-lima, su pueblo natal, donde vivía parte de su familia. Llegué a finales de abril de 1992, luego de una despedida clandestina con mi familia, pasada por lágrimas, y con un nombre falso: Andrés Camargo; Andrés porque siempre me gustó ese nombre y Camargo, en honor a Jairo Camargo, uno de mis actores favoritos.

En la oficina tuve que inventar un cuento chino, una calamidad familiar que me obligaba a viajar por un tiempo no definido al Vichada; en la universidad, Oliverio se encargaría de contar la verdad a mi grupo de estudio, cercanos y de confianza; a los otros les diría que estaba enfermo e incapacitado. También hablaría con los profesores y les explicaría la situación para buscar que me colaboraran, permitiéndome presentar los parciales a distancia y yo me pondría al día con los contenidos de las clases a través de Oliverio. Tal era mi preocupación con la Universidad, para no perder el semestre.

En El Espinal estuve mes y medio aproximadamente, unos días maldiciendo mi injusta situación, otros simplemente llevando la vida que tenía que llevar en ese momento particular de mi existencia, hasta que decidí volver a Bogotá, bajo mi riesgo. El abogado no estuvo de acuerdo, pero insistí: no quería perder el semestre. Ese año, 1992, fue el de la hora Gaviria, cuando el reloj se adelantó una hora en todo el país, para paliar el racionamiento de energía. Hubo cortes de energía hasta de 6 horas, que se distribuían por los diferentes sectores de las ciudades. Por suerte, la Universidad quedaba a oscuras desde las 4:00 hasta las 10:00 p.m. y no tenía planta propia. Las directivas suspendieron el semestre nocturno por un mes, mientras importaban una planta que soportara la demanda de energía eléctrica nocturna. Ese mes fue todo mayo de 1992. Las clases se retomaron iniciando junio, y yo volví a mitad de ese mes.

Me instalé en una residencia estudiantil, en el barrio Palermo. Seguía siendo Andrés Camargo, solo de nombre, pues nunca saqué papeles falsos (una “chapa”, como se dice en el bajo mundo), justamente porque si por alguna razón me detenían y me hallaban papeles falsos, esto sería una prueba contundente en mi contra, y se alegaría que huía de la justicia con papeles falsos. Cuando salía, usaba cachucha, gafas y me dejé el bigote por unos dos meses. Así pude terminar satisfactoriamente mi octavo semestre.

Como vivía cerca de la parroquia de Santa Teresita, mi fe se incrementó y empecé a hablar con un estudiante de Teología, aspirante a sacerdote en la Orden de Carmelitas Descalzos (OCD), David Arcila, otro ángel guardián. Me infundía fortaleza y, al ver mi difícil situación económica, me dio trabajo como secretario en la Revista Vida Espiritual, que él administraba; la revista era editada por la OCD y se distribuía en varios países. Esos meses (tal vez 7, entre agosto de 1992 y febrero de 1993), fueron los más tranquilos y espirituales de esos años tormentosos.

Debo decir que iniciando 1993, y luego del trabajo en la Revista, me fui tranquilizando con mi problema. Hablaba muy ocasionalmente con el abogado, para preguntarle si sabía algo del proceso, y su respuesta era siempre la misma: “hay que esperar”. Empecé a pensar que ya no me buscarían, y que mi vida volvería a ser normal, sin estar prevenido, mirando con desconfianza a la gente que me observaba más de lo normal, y sin palidecer y sudar frío cada vez que veía una patrulla de la Policía.

En abril de 1993, empecé a trabajar con una empresa que comercializaba equipos de limpieza para el hogar, importados y muy costosos. Como hacía bien las demostraciones del equipo en las casas de los posibles compradores (de estrato 5 y 6 o con buen poder adquisitivo), me nombraron capacitador de los vendedores nuevos y eventualmente también vendía. Ganaba para mi sustento y la universidad. Allí estuve hasta fin de año. Terminé el undécimo semestre, y con él, las materias y el trabajo de grado, y quedé listo para graduarme al año siguiente. Lo había logrado, había terminado mi carrera con esfuerzo y dedicación. Ese diciembre, estuve feliz con mi familia, ahora sí, en el Vichada, y el problema aquel del Banco se diluía cada vez más, como un barco que se aleja lento pero seguro y se interna mar adentro.

Lo primero que llega son las malas noticias

En marzo de 1994, tuve mi primer trabajo como profesional. Una mujer Tamareña, Luz Marina González, que había sido intendente de Casanare, me dio la oportunidad de trabajar con ella como su asistente en la Corporación Llanos de Colombia, que funcionaba en una casa en la carrera 10 con calle 68, al norte de Bogotá. La corporación se dedicada a apoyar la gestión y el seguimiento a proyectos de importancia para el Meta y Casanare, como la veeduría de las obras que en ese año se adelantaban, en tres tramos, para mejorar la infraestructura y disminuir el tiempo de recorrido en la vía Bogotá – Villavicencio. En Casanare, seguimiento a obras como el aeropuerto de Villanueva, e informes de avance de los diferentes tramos de la carretera alterna al Llano, que pasa por Boyacá, Casanare y llega al Meta.

Luz Marina fue mi primera maestra a nivel profesional, me enseñó a leer entre líneas, me destrozó mis primeros escritos de análisis regional (me dejaba algunos renglones. Los demás, tres o cuatro hojas, los rayaba con rojo y hacía muchas aclaraciones y preguntas al margen; parecía un examen reprobado de un mal estudiante) y me exigía que lo volviera a escribir, hasta que fuera sensato, con información veraz y pertinente. Nada de estupideces o cifras mal dadas. A veces, algo de lambonería, según el público. Una buena maestra, sin duda.

En abril de 1994 recibí mi título de Administrador de Empresas y allí estaba yo, aprendiendo mucho de mi tierra. La vida me sonreía, cuando en junio tal vez, recibí una llamada.

– ¿Roberto?

– ¿Siii?

– Hola, con Luis –era el abogado–.

– Hola doctor, cuénteme, ¿qué ha pasado?

– El juez ya decidió

– ¿yyyy?

Hubo un silencio.

– Lo condenaron Roberto.

¡La Modelo! Esta vez el silencio fue mío.

– La sentencia es a 52 meses –continuó.

¡52 meses! Hice cuentas mentalmente. Más de cuatro años. ¡Hijueputas! Pensé.

– ¿Cuándo salió, doctor?

– La semana pasada

– Ahhhhh… ¿y qué se debe hacer doctor?

– Apelar, por supuesto.

Apelar. Yo no quería saber nada de ese maldito proceso y cuando sentía que me alejaba de él, volvía a alcanzarme.

– ¿Y qué debo hacer entonces, doctor?

– Reunirnos para elaborar el documento de apelación al Tribunal

– Bien.

Asistí a la reunión completamente desanimado. Luego de un día completo, en el cual se volvieron a revisar los hechos, los argumentos, las pruebas en contra, las pruebas a favor, los artículos que me podían favorecer, quedó lista la apelación.

– Ahora tiene que redoblar su seguridad, Roberto. Es muy posible que esta decisión reactive la boleta de captura en su contra, así que tenga cuidado a donde vaya, trate de no salir mucho, solo lo estrictamente necesario, ¡no dé papaya!

No dar papaya. Sí. Seguí las instrucciones y volví a tener paranoia los dos meses siguientes. Luego me fui calmando. Terminó 1994 sin mayores novedades del proceso.

Continué en 1995 en la Corporación, pero con nueva jefe, Esperanza Serrano, quien asumió la dirección ejecutiva, pues Luz Marina González, salió elegida como Diputada al Casanare y se radicó allí. La dinámica de la Corporación y mis clases de música y guitarra en la noche, que tomaba desde el año anterior en la Academia Luis A Calvo, me volvieron a absorber y a pensar que ese lio jurídico podía ser una pesadilla, un mal sueño.

Pero no fue así. La bestia se rehusaba a dejarme. Hacia junio de 1995, recibí otra llamada.

– ¿Roberto?

– ¿Siiiii?

– Hola, con Luis.

Ese nombre era una invocación directa de Lucifer, del maligno, el mismo averno, que venía a aguarme la fiesta.

– Doctor ¿hay noticias? Espero que sean positivas…

– Lamentablemente no son buenas, Roberto

– Ah vaina… ¿y entonces que decidió el Tribunal?

– Confirmó la sentencia de primera instancia del juez, pero hay una buena

– ¿Sí? ¿Y cuál es, doctor?

– Redujo la condena a 49 meses – lo dijo emocionado.

¡49 meses, valiente descuento de tres cagados meses!, pensé. En ese momento supe, como una revelación, que mi defensa había sido débil, correspondiente a un pago bajo, mínimo de honorarios. A un lío serio, como en el que yo estaba, correspondía una defensa seria, estructurada, que hubiera pensado mejor los argumentos, especialmente al tratarse de un implicado como yo, que tenía tantos indicios en contra, pero eso costaba mucho dinero y no lo tenía. Supe, porque se lo pregunté al abogado, que de los 8 implicados iniciales que tuvo el robo y que fuimos llamados a declarar (los tres celadores que prestaron turno los cuatro días y cinco noches entre el 21 de diciembre en la noche y las 8:00 a.m. del 26 de diciembre, el supervisor de los tres celadores, el cajero principal, el subgerente, la jefe de operaciones y yo), solo un celador y yo seguíamos en el proceso. Los demás habían logrado salir, declarados inocentes por el juez de primera instancia o por el tribunal.

Supe que a los dos celadores y a su supervisor, la empresa les contrató un abogado que cobró costosos honorarios, pero que eran menores a la multa millonaria a la que se exponía, en caso de haber hallado culpables a los celadores y su supervisor. El celador que quedaba tenía una gran responsabilidad en los hechos pues cubrió el turno de la noche las cinco noches que el Banco estuvo cerrado (de 10:00 p.m. a 6:00 a.m.) y los peritos del CTI, concluyeron que el robo se realizó durante ese horario, amparados por la noche, pues en el día hubiese sido más complejo ingresar al banco sin levantar sospechas, por los tanques, las mangueras y las escaleras que ingresaron los ladrones y que dejaron en la bóveda, por salir rápido con el botín, antes de que amaneciera.

La jefe de operaciones, el subgerente y el cajero principal, pagaron buenas defensas y salieron bien librados. Yo no hice eso. Pagué lo que pude, y como pude, que fue poco realmente. Traté de controlar una enfermedad terminal, con un tratamiento de una gripa, y era evidente que moría en mi intento. En ese momento supe entonces que la segunda apelación, que se trataba de un recurso de Casación, ante la Corte Suprema de Justicia, iba a nacer muerta, pues se trataba de la instancia superior más alta del sistema judicial colombiano y allí hay que llegar muy bien parado, con un arsenal de argumentos jurídicos muy fuerte, estructurado, además de utilizar bien la técnica jurídica que exige la Corte, pues si el recurso está mal planteado, ni siquiera se contempla su estudio y es desestimado, y se niega de entrada. Yo me enfrentaba, como David contra Goliat, pero mi cauchera era de corto alcance.

Con esa comprensión, asistí a la reunión para formular el recurso de Casación, segunda y última apelación. Duramos un fin de semana, con parte de sus noches, elaborando el recurso. Salí agotado, con dolor de cabeza. Antes de irme, pregunte al abogado:

– ¿Qué pasaría si el recurso no es aceptado o se ratifica la sentencia en mi contra?

– La sentencia quedaría definitivamente en firme y no tiene reverso

– ¿Seguiría… La Modelo, entonces?

– ¡Si se deja coger sí!

– ¿y si no me cogen?

– Queda la prescripción del tiempo de la sentencia

– Ajá ¿y cómo sería eso, doctor?

– Como su condena es de 49 meses, inferior a cinco años, prescribe a los cinco años, que se cuentan desde el momento en que sea ratificada la sentencia por la Corte.

– Ya veo

– Es decir que si a usted no lo cogen en esos cinco años, y lo cogieran después, usted puede alegar que esa condena ya prescribió y que no tiene validez, y tendrían que soltarlo, claro, luego de unos días en que esto sea verificado con el sistema judicial.

– Entiendo

Me fui pensando en la prescripción y que a ella me iba a encomendar.

Volví a mi vida y traté de llevarla de manera tranquila. Eso sí, cuando veía policías y mucho más cuando veía retenes de la Policía pidiendo cédulas para verificar si tenían orden de captura o antecedentes, ponía pies en polvorosa.

En diciembre de 1995 entré a trabajar al Corpes Orinoquia, en Villavicencio, mi ciudad, luego de estar durante casi 8 años en Bogotá. Leonel Pérez, el director, me contrató como asesor de proyectos especiales, luego de que mi tío Humberto (siempre mi tío, mi ángel mayor, cuidando por mí) le diera una recomendación. Para ratificar esta recomendación, Leonel me entrevistó y luego de una conversación en la que me preguntó por los problemas y potencialidades de la Orinoquia, decidió contratarme.

El trabajo en el Corpes me exigía viajar en avión por las diferentes capitales de departamentos de la región (San José del Guaviare, Yopal, Arauca, Puerto Inírida, Mitú, La Primavera), viajes que eran una tortura para, pues en el aeropuerto, el DAS exigía a los viajantes presentar la cédula y verificar antecedentes antes de ingresar al avión; recurrí a diversas estrategias, como presentar mi carnet del Corpes, en el cual por cosas del destino (y de mis ángeles, supongo), los tres últimos números de mi cédula, habían quedado invertidos (decía 197, siendo realmente 791) y cuando el funcionario del DAS me pedía la cédula, yo le pasaba el carnet y le decía que se me había quedado la cédula, verificaba en las pantallas y salía limpio; por fortuna, el Corpes era una entidad seria y respetada, y probablemente por eso, los funcionarios del DAS permitían esa flexibilidad con los carnets de la institución.

En otras oportunidades, le pedía la cédula prestada a un amigo de mucha confianza, y en cuya foto nos parecíamos (realmente mucha gente se parecía en esas fotos antiguas) y yo respondía con seguridad al nombre y al número de la cédula de mi amigo, haciéndome pasar por él, cuando el funcionario del DAS me lo preguntaba. Pero cada viaje, o cada retén de la Policía que lograba pasar, me dejaba con los nervios destrozados y tembladera, de solo pensar que podían haberme capturado.

En abril de 1998, se me ocurrió llamar al abogado, pues ya habían pasado tres años desde la presentación del recurso de Casación, y más de un año que no hablaba con él, para preguntar por la respuesta de la Corte. Así que cuando me contestó y me dijo que la Corte Suprema de Justicia había aceptado la presentación del recurso, pero ratificado la condena de 49 meses, no me sorprendió.

– Doctor ¿y cuando se pronunció la marica Corte?

– En abril del año pasado –es decir, 1997

– ¿y qué Magistrado fue el que la ratificó?

– Fueron dos ponentes, me acuerdo que uno fue el magistrado Vladimiro Naranjo

¡Vladimiro maricón!, pensé.

– ¿Y porque hasta ahora me informa?

– Porque usted hasta ahora llama.

– Claro doctor, pero ¿no le parece que esa noticia era importante para haberme llamado e informarme?

– La verdad, pensamos con mi esposa, que usted ya aprendió a convivir con ese problema, y que mientras más pase el tiempo, se acerca la prescripción de la condena. Mire, ya lleva prácticamente un año de ratificada la sentencia, es decir que le quedan cuatro años para que prescriba.

– Ahhh…

– Por eso decidimos no informarlo tan pronto salió, sino más bien que pasara el tiempo para usted y que estuviera tranquilo en lo suyo, así el tiempo se le hace más corto. Ahora lo que tiene que hacer es cuidarse estos cuatro años que le quedan, hasta abril de 2002, para que la pena prescriba. No dé papaya, usted ya sabe cómo es el asunto.

– Gracias, doctor, hasta luego –colgué.

Prescripción. Bendita prescripción. Faltaban cuatro años. Cuatro años eran bastante, pero menos que los casi 8 que llevaba conviviendo con la bestia. Esa noche, reflexionando largamente sobre el asunto, pensé en la posibilidad de ir a la Corte y presentármeles en persona a los dos magistrados que me habían clavado, que me habían condenado sin conocerme. Pensé en que la justicia es muy injusta, pues el juez de primera instancia, el juez del Tribunal de segunda instancia y los magistrados de la Corte Suprema de Justicia, habían tomado sus decisiones sin conocerme, sin escucharme siquiera. Claro, estaban los argumentos jurídicos de las apelaciones, pero estos eran argumentos sin ver la cara del sospechoso, sin escuchar su voz, sus movimientos, sus palabras.

Pensé que un juez, o un magistrado, antes de tomar su decisión para “impartir justicia” (¡por Dios, que responsabilidad tan grande con otro ser humano!) debería tomarse muchas horas hablando con el sindicado, conocer sus puntos de vista, sus antecedentes, contados por él mismo, no por otro, conocer su familia, de donde viene, qué ha influido en su personalidad, en su psique, en su comportamiento, sus ideales, sus miserias, sus decisiones, y luego de ello, y con la ayuda de un sicólogo que exprese su punto de vista y le dé más elementos reales de juicio, pueda tomar una decisión más equilibrada, más justa (¿acaso las personas no se casan después de conocer bien a su pareja? No es por cuentos de otros). Y que luego le digan ¡culpable o inocente!, no antes.

Pensé en presentarme a la Corte, pedir cita, pues seguramente ni sabrían quién era Roberto Sanabria García, con tantos procesos que estudian, y decirles quien soy yo, contarles cómo ha sido mi vida y en esa conversación franca, abierta, honesta, se dieran cuenta del error que cometieron al condenar a una persona inocente, ateniéndose a argumentos escritos por otros. Compartí esta reflexión al otro día con un abogado conocido y me dijo:

– Lamentablemente el sistema judicial funciona así, sobre los hechos procesales, no sobre los comportamientos y los sentimientos humanos. Si usted va y se presenta en la Corte, lo obvio es que cuando sepan quién es usted, lo detengan inmediatamente y empiece a pagar su condena.

Desistí de mi filantrópica idea y decidí que mi vida continuaría como venía, hasta que llegara ese anhelado abril de 2002, para declarar mi grito de independencia, representado en la prescripción.

Trabajé hasta septiembre de 1998 en el Corpes y luego me pude dedicar a escribir mi trabajo de monografía, para optar al título de especialista en Gobierno, gerencia y asuntos públicos, que adelanté también en el Externado de Colombia y que pude pagar con mi trabajo y crédito del Icetex.

A finales de enero de 1999, con 29 años de edad, ingresé a trabajar a la Corporación Universitaria del Meta, como decano de la Escuela de Ciencias Administrativas y Económicas. Tenía bajo mi responsabilidad prácticamente la mitad de estudiantes de la universidad (unos 900) de cinco facultades (administración, economía, contaduría, mercadeo y publicidad y administración hotelera), y los docentes de las mismas (unos 60, entre docentes de planta y docentes de cátedra); el trabajo era intenso, pues además de actividades administrativas, tenía 12 horas de clase a la semana. La experiencia fue importante por lo intensa. Allí estuve hasta agosto de ese año como decano y termine el año como docente de cátedra.

En enero de 2000, el sociólogo Wilson Ladino, con quien había trabajado en el Corpes, me dio la mano y logré ingresar a la Universidad de los Llanos, como coordinador del programa de Administración Financiera, que tenía la universidad en convenio con la Universidad del Tolima. Trabajé casi seis meses, hasta junio, cuando mi amigo Juan David Villa, a quien había conocido cuando trabajé en la Revista Vida Espiritual, me invitó a presentar mi hoja de vida en el Centro de Investigaciones y Educación Popular, CINEP, de la Compañía de Jesús, donde trabajaba como sicólogo, en el equipo que atendía la región de Urabá.

Presenté mi hoja de vida y luego una entrevista con el padre Mauricio García, en ese momento coordinador del equipo de Urabá. Me contrataron a partir de julio de 2000 para apoyar la estrategia de formulación e implementación de proyectos productivos para las familias de desplazados del norte del Chocó, en el municipio de Riosucio y que estaban en proceso de retorno, luego de durar casi cuatro años, desplazadas de sus tierras, y vivir en cambuches en el municipio de Mutatá y Ca-repa (Antioquia). El equipo de trabajo era fascinante: sicólogos, abogados, y un ingeniero agrónomo que trabajaba directamente conmigo; el trabajo también: desarrollar una estrategia para que más de 5.000 familias, recuperaran su territorio a partir del fortalecimiento organizativo, la formación política y la recuperación de sus procesos productivos, base de su seguridad alimentaria (cultivos como ñame, plátano, arroz, maíz, pesca artesanal, gallinas ponedoras); las familias se distribuían por cinco cuencas, de muchas más, tributarias del río madre, el río Atrato, que atra-vesaba mansamente el territorio chocoano, de sur a norte, hasta su desembocadura en el golfo de Urabá, entre Turbo (Antioquia) y Unguía y Acandí (norte de Chocó, frontera con Panamá).

Mi trabajo específico consistía en visitar las comunidades de estas cinco cuencas (de los ríos Montaño, Curvaradó, Domingodó, Truandó, Salaquí, Jiguamiandó), revisar sus necesidades, sus habilidades para la producción, apoyar la formulación de sus proyectos, comprar los insumos para los mismos, entregarlos y hacerles seguimiento. Una labor humanitaria, de mucho significado para estas familias que intentaban recuperar sus vidas y sus territorios, a partir de recuperar sus cultivos, sus animales, su pesca, los lugares para sus actividades tradicionales, fortalecer la estructura organizativa y sus compromisos con la vida, luego de que atravesaran un período de muerte, destrucción y violencia, generado por el enfrentamiento de los paramilitares bajo el mando de Carlos Castaño y su lugarteniente alias “el Alemán” con el frente 57 de la guerrilla de las Farc, para mantener el control de la zona, un corredor estratégico para el tráfico de coca y el comercio de armas, hacia Centro y Norteamérica.

Allí estaba yo, feliz, lejos de la bestia, aportando a la reconstrucción de esta zona del país, trabajando para el Cinep, una de las instituciones más antiguas en la defensa de los derechos hu-manos. Pero nada es para siempre y no hay felicidad completa. La bestia, en su egoísmo, no podía aceptar esta situación y se despertó y rugió como nunca lo había hecho, un fatídico viernes 9 de marzo de 2001, a escasos 13 meses de cumplirse el tiempo para la prescripción de la condena, luego de haber convivido con ella por más de 10 años.

El relato que sigue empieza el 9 de marzo de 2001 a las 6:00 p.m. y termina el viernes 12 de octubre del mismo año, a las 5:30 p.m., cuando el Juzgado Segundo de Descongestión de Penas de Seguridad, me otorgó el beneficio de la Casa por Cárcel, para terminar de pagar allí mi condena y da cuenta de mi experiencia en prisión durante 7 meses y cuatro días, tiempo físico que pagué por la sentencia injusta de 49 meses, por un delito que no cometí, en el que no participé, cometido en las cajillas de seguridad del Banco de Bogotá de la avenida 19 con carrera séptima, en Bogotá, ocurrido entre el 21 y el 26 de diciembre de 1990. Aquí está.

Mal adentro

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