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CAPÍTULO II

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Hace apenas un par de horas, sobre las 6:15 p.m., María, una agente de la policía, me pidió la cédula en la Terminal de Transportes de Bogotá, hoy, en el día de los no hombres decretado por el alcalde Mockus, cuando me disponía a comprar el pasaje para Villavicencio. Se la entregué tranquilamente, confiado, como en tantos retenes que había pasado sin contratiempos. Sin embargo, en esta oportunidad María, se abrió la cremallera de su chaqueta verde oliva y sacó un radioteléfono. Ver el aparato, como una gran panela negra con antena, me produjo una punzada en el estómago.

–Central, central, para reportar un número

–qqqqq Aquí central, siga.

–1 7 3 4 1 7 9 1 –leyó despacio– siga.

– qqqq ya verifico.

Hubo un silencio atronador de 10 segundos. María me vio y sonrió.

–qqqqq cinco, cinco… tenemos un QRT.

–Me confirma central –dijo María.

–qqqqq confirmo, tenemos un QRT.

Empecé a temblar, se me aceleró el corazón.

–Necesito que me acompañe a la Estación, señor

–¿Pasó algo? –mi voz sonó tranquila.

–Al parecer tiene usted un pedido. Pero no se afane, puede ser un homónimo. Pasa con frecuencia.

Me acuerdo de Dios y lo invoco, le suplico que me rescate de esta situación. Es lo único que se me ocurre. Imaginé a mi familia esperándome para ir a comer y celebrar el día de la mujer, como lo había prometido 15 minutos antes por teléfono. No llegaré. Me empiezan a pulular las preguntas, comunes en estas situaciones: ¿qué pasó? ¿Por qué ahora que todo marchaba bien? ¿Qué cuenta de cobro se me está pasando?

Me empiezo a calmar, pero sé que vendrán malos tiempos. Quiero escribir, escribir y escribir para estar a salvo de pensar. La escritura me rescata, me mantiene a salvo, me desconecta de esta realidad asquerosa. Quiero pensar en mi familia para calmarme.

Caminé con María hasta la Estación 22, a un costado de La Terminal; allí me dejó con otros policías, que me miraron con displicencia. Otro potencial delincuente, pensarían, como todos los que llegan. Me quedé parado sin saber que hacer hasta que un policía que estaba frente a un computador con mi cédula en la mano, me dijo:

–¿Usted es Roberto Sanabria?

–Sí, dije.

–Pues hermano, acá le aparece una boleta de captura por hurto agravado y calificado. ¿Sabe de qué se trata?

No supe que responder, estaba en blanco. Un capitán malacaroso me repitió la pregunta con sorna. Respondí que sí, que sabía. Pero no era yo el que respondía.

–¡Ah bueno, me gusta que se acuerde de las cosas! –dijo en el mismo tono.

Llamó a una agente y le ordenó que tomara mis datos. La agente, amable, me los tomó en un “formato de captura” que diligenció en una máquina de escribir. En el mismo, me tomó la huella del índice derecho. Me leyó mis derechos que oyó el que soñaba, no yo. Posteriormente me dijo que conforme a la ley tenía derecho a hacer una llamada. ¿A quién llamaría? No sería a mi madre que estaba en Villavicencio, que además de desesperarse no podría hacer mucho. ¡A mi tío Humberto, el gordo! Marqué. No estaba. Que se encontraba donde la sobrina, me dijo Rosi la empleada y no tenía el número. ¿A quién más? Juancho, mi amigo y compañero del Cinep, había viajado a Cali esa tarde. ¡A mi Magaga Ana! Marqué a su casa y don Luis, su padre, me dijo que no estaba, que se encontraba en su taller de escultura y me dio el número. Marqué por tercera vez, con temor de agotar la paciencia y comprensión de la guardia. Me contestó mi Magaga. Le comenté rápidamente la situación y le pedí que me trajera una cobija pues la cosa iba para largo. Ella se sorprendió, pues no sabía nada, pero inmediatamente me dijo que claro, que iría, que iba a buscar un abogado para que la acompañara.

–Magago, tranquilo, estoy contigo –me dijo antes de colgar.

Hecho el protocolo de papeles, la agente me dijo, siéntese y espere un momento. En la Estación entran y salen policías, suenan radios; los agentes se dan órdenes entre ellos. Mi desconcierto se mantiene; siento estar en un lugar que no me corresponde. Al rato vino un agente y me dijo, vamos hermano, tengo que guardarlo, aquí no se puede quedar. Me invadió el pánico y le pregunté que con quien iba a estar, si eran personas peligrosas con las que iba a compartir el calabozo. Fresco que son manes que están allí por “terrorismo lácteo”, dijo y se echó a reír junto con dos policías. No entendí esa definición y mi angustia creció.

El policía me llevó hasta el calabozo, detrás de las oficinas. Eran dos, pegados y muy pequeños. Abrió la puerta del primero y entramos. El corazón se me quería salir cuando vi las caras de los dos tipos que estaban adentro, uno acostado en una losa de cemento y el otro sentado.

Ahora los veo. Édgar, un cincuentón, tiene cara de diablo viejo y pocos dientes, come tranquilo, reposado; y Eduardo, tal vez 32, descansa encima de unos cartones, abrigado por una chaqueta negra. Édgar está detenido por inasistencia alimentaria y Eduardo por Ley 30 (narcotráfico). Lo capturaron el martes anterior cuando iba para España con bolsitas en el estómago y aquí están conmigo en este calabozo que mide tal vez 3 x 3 metros. Solo le entra luz a través de la pequeña rejilla que tiene la puerta y otra rejilla ubicada en la parte superior izquierda de la pared. Mis dos compañeros fuman todo el tiempo y hace un frío endemoniado. Cuando entré, orando, me senté y Eduardo se acercó y me preguntó todo Cali: ve, ¿y vos por qué estás aquí, que hicistes? Entrecortado, le conté todo.

Sigo tensionado, pero debo calmarme, mantenerme así, escribiendo, escribiendo hasta que la angustia vaya cesando y sea capaz de asumir la situación. Ese momento llegará y entonces actuaré, no tengo alternativa.

Me preocupa mi trabajo en el Cinep. No quiero que piensen que los engañé o les hice trampa, Dios sabe que no es así. ¿Podré esperar algún apoyo del Cinep? ¿Seré apoyado en la búsqueda de la justicia de esta injusticia? ¿Y la gente de Riosucio? ¿Que será del Fondo Rotatorio que administraba y que tanto he empezado a querer? Ir al río Atrato, hablar con la gente, intercambiar informes, sonrisas... ¡maldita sea!

Marco Adolfo, mi compañero de trabajo, tendrá que asumir las cosas. Lo extrañaré, igual que a la gente, la negramenta, ya no los podré acompañar más. Siento mucho eso, pues a partir del lunes no podré estar más con ellos, no sé hasta cuándo.

10:45 p.m. Ana no llega; estoy dopado, ¿será que sueño? Aún no soy consciente de mi situación y temo mucho la reacción del momento en que despierte. Mañana estaré asustado. Debo hacerme terapia pues empieza una nueva etapa en mi vida: mi trabajo, mis viajes quincenales a Villavo a compartir con mi familia se acabaron. No quiero llorar, al menos por ahora.

Ana no llega ¿Qué pasa Magaga? ¿Estás en un trancón o no te dejaron hablar conmigo estos policías de mierda? ¡Por fin apareces, ayúdame!

Mal adentro

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