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Capítulo 3

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A Mel le despertó el sonido del teléfono. Miró a la pequeña; sólo se había despertado dos veces durante la noche y en aquel momento dormía profundamente. Buscó las zapatillas y bajó al piso de abajo en busca de una taza de café. El doctor Mullins ya estaba en la cocina, vestido.

–Tengo que ir a ver a los Driscoll. Al parecer, Jeananne podría tener un ataque de asma. Hay una llave de la casa en el buzón y le he dejado escrito el número de mi busca. En este pueblo no funcionan los móviles. Si se acerca alguno de mis pacientes mientras estoy fuera, puede hacerse cargo de él.

–Creía que sólo quería que cuidara a la niña.

–Usted ha venido aquí a trabajar, ¿no es cierto?

–Pero usted dijo que no me quería –señaló ella.

–Sí, y también dijo usted que no nos quería a nosotros, pero continúa aquí –se puso la chaqueta y recogió su maletín.

Después, alzó la barbilla y arqueó las cejas como si estuviera preguntando «¿Y bien?».

–¿Tiene a algún paciente citado para hoy? –le preguntó Mel.

–Sólo cito pacientes los miércoles. El resto de los días los dedico a las visitas a domicilio.

–En el caso de que viniera alguno, ni siquiera sabría qué cobrarle.

–Yo tampoco –respondió el médico–, pero no creo que eso sea muy importante. Esta gente no tiene mucho dinero y son muy pocos los que tienen seguro. Asegúrese de registrar el historial como es debido y yo me encargaré de lo demás. De todas formas, me temo que hasta eso está por encima de sus posibilidades. No me parece una mujer muy brillante.

–¿Sabe? He trabajado con algunos cretinos legendarios, pero creo que usted los supera a todos.

–Me lo tomaré como un cumplido –gruñó el médico.

–Y lo era –respondió Mel con cansancio–. Por cierto, no ha habido ningún problema durante la noche.

Aquella vieja cabra no hizo ningún comentario. Comenzó a dirigirse hacia la puerta y al llegar allí, agarró un bastón.

–¿Está cojeando? –le preguntó Mel.

–Es la artritis –replicó el médico. Sacó una tableta contra la acidez del bolsillo y se la metió en la boca–. También tengo ardor de estómago. ¿Alguna pregunta más?

–¡Dios mío, no!

–Estupendo.

Mel preparó un biberón y mientras lo calentaba en el microondas, subió a vestirse. Justo cuando terminó, comenzó a despertarse la niña. Mel le cambió el pañal, la levantó en brazos y se descubrió a sí misma diciendo:

–Tranquila, Chloe, tranquila, bebé…

Si Mark y ella hubieran tenido una hija, pensaban llamarla Chloe. Y si hubiera sido un niño, Adam. ¿Pero qué estaba haciendo?

–De todas formas –le dijo a la bebé–, tendrás que tener un nombre.

Cuando estaba bajando las escaleras con la pequeña en brazos, Jack abrió la puerta de la casa. Llevaba un termo bajo el brazo y un plato cubierto con un paño.

–Lo siento, Jack, pero el doctor acaba de marcharse.

–Esto es para ti. El doctor ha pasado por el bar y ha dicho que deberíamos traerte algo de desayunar, que estabas esquelética.

Mel se echó a reír a pesar de sí misma.

–Así que estoy esquelética, ¿eh? Ese hombre es insoportable. ¿Cómo lo aguantas?

–Me recuerda a mi abuelo. ¿Qué tal habéis pasado la noche? ¿La niña ha dormido bien?

–Sí, muy bien. Sólo se ha despertado un par de veces. Estaba a punto de darle de comer.

–¿Por qué no le doy yo el biberón mientras tú desayunas? Te he traído café.

–La verdad es que no sabía que había hombres como tú –dijo Mel, dejando que la siguiera a la cocina. Cuando Jack dejó el plato y el termo sobre el mostrador, le tendió el bebé–. Pareces sentirte muy cómodo con un recién nacido para ser un hombre. Un hombre con algunas sobrinas en Sacramento, sí, ya lo sé.

Jack se limitó a sonreír. Mel le tendió el biberón y sacó dos tazas.

–¿Has estado casado alguna vez? –le preguntó, e inmediatamente se arrepintió de haberlo hecho. Sabía que eso la conduciría a tener que responder la misma pregunta.

–Estuve casado con el cuerpo de marines. Y no fue muy agradable.

–¿Durante cuántos años? –preguntó Mel mientras servía el café.

–Sólo durante veinte años. Entré siendo un niño. ¿Y tú?

–Yo nunca he pertenecido al cuerpo de marines –contestó Mel con una sonrisa.

Jack le sonrió.

–¿Pero has estado casada?

Mel no era capaz de mirarle a los ojos mientras le mentía, así que se concentró en la taza de café.

–Estuve casada con el hospital y nuestra relación fue tan mala como la vuestra –y no era del todo falso. Mark solía quejarse de que tenían unos horarios agotadores.

Él se dedicaba a la medicina de urgencias. El día que le habían matado, acababa de salir de un turno de treinta y seis horas. Mel se estremeció involuntariamente y empujó una taza hacia Jack.

–¿Has estado en muchas guerras?

–Sí, en muchas –contestó él mientras le daba el biberón a la niña con mano experta–. Somalia, Bosnia, Afganistán, Irak… Y en Irak dos veces.

–No me extraña que quisieras dedicarte a la pesca.

–Veinte años en los marines le hacen desear dedicarse a la pesca a cualquiera.

–Pero pareces demasiado joven para haberte retirado.

–Tengo cuarenta años. Y decidí que había llegado el momento de retirarme cuando me dieron un tiro en el trasero.

–Vaya. ¿Y ya estás completamente recuperado? –preguntó Mel, y se sorprendió al descubrir que se había sonrojado.

Jack sonrió de soslayo.

–Ya sólo me queda una pequeña cicatriz, ¿quieres verla?

–No, gracias. ¿Sabes? El doctor Mullins me ha dejado a cargo de su consulta y no tengo la menor idea de lo que me espera. A lo mejor deberías decirme dónde está el hospital más próximo, y de dónde vienen las ambulancias al pueblo.

–El hospital más cercano es el Valley Hospital. De él depende el servicio de ambulancias, aunque tarda tanto en llegar hasta aquí que normalmente el doctor utiliza su propia camioneta. Si estás muy desesperada, los médicos de Grace Valley tienen su propia ambulancia, pero creo que no he visto una sola ambulancia en el pueblo desde que llegué. Tengo entendido que en una ocasión vino un helicóptero a llevarse a un hombre que había sufrido un accidente.

–Dios mío, espero que nadie tenga un problema grave hasta que haya vuelto el médico –dijo Mel mientras probaba el desayuno. Parecía una tortilla de patata y estaba tan buena como el desayuno del día anterior–. Humm. Hay otra cosa que me inquieta. No consigo llamar por el teléfono móvil y me gustaría avisar a mi familia de que estoy aquí.

–La altura de los pinos y la inclinación de las montañas impide que haya cobertura para los móviles. Tendrás que utilizar la línea fija, y no te preocupes por el precio de la llamada. Tienes que buscar la manera de mantener el contacto con tu familia. Por cierto, ¿tienes mucha familia?

–No, sólo una hermana mayor que vive en Colorado Springs. Su marido y ella no estaban muy de acuerdo con esta decisión. Lo veían como si estuviera a punto de sumarme a los Cuerpos de Paz o algo parecido. Debería haberles hecho caso.

–Aquí habrá mucha gente que se alegrará de que no lo hayas hecho –dijo Jack.

–Cuando quiero, puedo ser muy cabezota.

Jack sonrió con expresión de admiración.

«No te hagas ilusiones», pensó inmediatamente Mel. Ella estaba casada con otro hombre. El hecho de que no estuviera allí, no significaba que su relación hubiera terminado. Sin embargo, había algo especial en aquel hombre que medía más de un metro ochenta, tenía los músculos duros como una piedra y, sin embargo, era capaz de sostener con ternura y seguridad a un recién nacido entre sus brazos.

Justo en ese momento, le vio posar los labios sobre la cabeza de la pequeña y sintió que el hielo que rodeaba su corazón comenzaba a derretirse.

–Voy a ir a Eureka a comprar provisiones, ¿necesitas algo?

–Pañales, y como tú conoces a todo el mundo, podrías encargarte también de preguntar si alguien puede ayudar a cuidar a la niña. Creo que para ella sería mucho mejor estar en una familia que continuar con el doctor y conmigo.

–Además, tú quieres marcharte de aquí.

–Puedo encargarme de ella un par de días, pero nada más. No puedo quedarme aquí, Jack.

–Preguntaré por el pueblo –respondió Jack, pero decidió olvidarlo inmediatamente. Porque él pensaba que sí, que Mel podía llegar a quedarse allí.

La pequeña Chloe sólo llevaba media hora dormida después de haberse tomado el biberón cuando llegó el primer paciente del día. Era una joven granjera de aspecto saludable, vestida con un peto y con una enorme barriga. Llevaba dos tarros de lo que parecían moras en conserva. Dejó los tarros en el suelo, al lado de la puerta.

–Me han comentado que había una nueva médica en la ciudad.

–No exactamente, soy enfermera.

La joven mostró inmediatamente su desilusión.

–Oh, me habría gustado que hubiera una médica para cuando llegue el momento.

–¿Te refieres al momento de dar a luz?

–Sí. Estoy muy contenta con el doctor, no quiero que se lleve una impresión equivocada, pero…

–¿Para cuándo está previsto que nazca el bebé? –le preguntó Mel.

La joven se frotó la abultada barriga.

–Creo que para dentro de un mes, pero no estoy segura –llevaba botas de trabajo, un jersey amarillo debajo del peto y el pelo recogido en una cola de caballo. Debía de rondar los veinte años–. Es mi primer hijo.

–También soy comadrona –le aclaró Mel y a la chica se le iluminó el semblante–. Pero tengo que advertirte que sólo voy a estar aquí unos días. Pienso marcharme en cuanto… –pensó en lo que debería decir y, en vez de explicar lo de la niña abandonada, preguntó–: ¿Te has hecho alguna revisión recientemente?

–Hace varias semanas. Pero supongo que ya me tocaría hacerme otra.

–Pues ya que estás aquí, ¿por qué no aprovechamos? Siempre y cuando pueda encontrar lo que necesito, claro. ¿Cómo te llamas?

–Polly Fishburn.

–Seguro que anda por aquí tu historial –dijo Mel.

Se colocó detrás del mostrador y comenzó a abrir los cajones del archivador. No tardó en encontrarlo e, inmediatamente, se fue a buscar el instrumental que necesitaba a la sala de revisiones.

–Ven aquí, Polly –la llamó desde allí–. ¿Cuándo te hicieron un examen interno por última vez?

–La verdad es que después del primero, no he vuelto a hacerme otro –hizo una mueca–. Pasé mucho miedo en el primero.

Mel sonrió, pensando en los dedos artríticos del doctor. No debía de haber sido un examen muy agradable.

–¿Quieres que le eche un vistazo? Así podré ver si estás dilatando y de esa forma te ahorrarás una visita con el médico. Sólo tienes que desnudarte, ponerte esta bata y yo vendré inmediatamente.

Mel fue a ver cómo estaba Chloe, que dormía plácidamente en la cocina, y regresó después con su paciente. Polly parecía estar perfectamente; no había ganado más peso del debido, tenía la tensión normal, pero…

–Oh, vaya, Polly, el bebé ya está bocabajo –Mel se incorporó y presionó el vientre de la joven con una mano mientras exploraba con la otra el cuello del útero–. Apenas estás empezando a dilatar. Ahora mismo estás teniendo una pequeña contracción. ¿No sientes una ligera tensión? Son las contracciones de Braxton Hicks. También las llaman falsas contracciones. ¿Dónde piensas dar a luz?

–Aquí, creo.

Mel se echó a reír.

–Pues si te das prisa, seremos compañeras de habitación. Yo estoy durmiendo en el piso de arriba.

–¿Cuándo cree que me pondré de parto? –preguntó Polly.

–Dentro de unas cuatro semanas, pero no podemos estar seguras –respondió.

Retrocedió y se quitó los guantes.

–¿Podrá atender usted mi parto?

–Seré sincera contigo, Polly. Estoy pensando en irme en cuanto pueda, pero si todavía estoy aquí cuando te pongas de parto, y el doctor Mullins también está de acuerdo, estaré encantada de atenderte –le tendió la mano a Polly para ayudarla a sentarse–. Ahora, vístete. Te veré en la puerta.

Cuando salió de la sala de revisiones y se acercó al vestíbulo, descubrió que la sala de espera estaba llena de gente.

Para cuando terminó el día, había visto a cerca de treinta pacientes, la mayor parte de los cuales habían ido para conocer a la nueva doctora. Todos querían conocerla, hacerle preguntas sobre su vida y ofrecerle regalos de bienvenida.

Fue una enorme sorpresa para Mel, pero, al mismo tiempo, era precisamente ésa la respuesta que en secreto esperaba cuando había aceptado aquel puesto de trabajo.

Cuando llegaron las seis de la tarde, Mel estaba agotada, pero el día había fluido como la seda. Tenía a Chloe apoyada en el hombro y la acariciaba delicadamente.

–¿Ha comido algo? –le preguntó al doctor Mullins.

–¿Cómo voy a poder comer algo durante una jornada como ésta? –replicó el médico.

Pero no se mostró ni la mitad de sarcástico de lo que Mel esperaba.

–¿Quiere ir al bar mientras yo le doy de comer a la niña? –le preguntó–. Porque en cuanto usted y Chloe hayan comido algo, quiero salir a tomar un poco el aire. La verdad es que estoy desesperada por cambiar de ambiente. Y no he comido nada desde el desayuno.

–¿Chloe? –preguntó el médico.

Mel se encogió de hombros.

–De alguna manera tenía que llamarse.

–Váyase. Después buscaré por casa algo de comer.

Mel le tendió a la niña con una sonrisa.

–Sé que está intentando darme lástima, pero no va a conseguirlo –dijo Mel–. De todas maneras, gracias. Me encantaría poder salir por lo menos durante una hora.

Agarró la chaqueta que había dejado colgada en la puerta y salió a disfrutar de aquella noche primaveral. Allí, lejos de la contaminación y de la vida de la ciudad, había por lo menos un millón de estrellas. Respiró hondo. Se preguntó si una persona podría llegar a adaptarse a un aire como aquél, mucho más limpio que el aire contaminado de Los Ángeles.

En el bar de Jack había varios clientes, no estaba tan vacío como el día que había llegado. Las dos mujeres a las que había conocido el día anterior estaban allí con sus maridos; Connie y Ron eran los dueños del supermercado y Joy la mejor amiga de la primera. Bruce, el marido de Joy, era el encargado de repartir el correo y también la persona que llevaría las muestras al laboratorio del Valley Hospital cuando fuera necesario. Connie y Joy le presentaron a Fish Bristol, a Doug y a Sue Carpenter. Había un par de tipos en la barra y otros dos en una mesa jugando a las cartas. Por los chalecos que llevaban, Mel dedujo que debían de ser pescadores.

Mel colgó la chaqueta, se estiró ligeramente el jersey por encima de la cintura del pantalón y se sentó en uno de los taburetes de la barra. No era consciente de que estaba sonriendo, ni de cómo le brillaban los ojos. Todas aquellas personas habían ido a la consulta para verla, para darle la bienvenida, para pedirle consejo. Y después de haber pasado un día atendiendo a personas que la necesitaban, aunque no estuvieran estrictamente enfermas, se sentía llena por dentro. Casi feliz, aunque ni siquiera se atreviera a decírselo.

–Tengo entendido que hoy ha habido una gran actividad en la consulta del médico –comentó Jack mientras limpiaba la barra.

–Pero vosotros habéis tenido cerrado el bar.

–Tenía cosas que hacer. Y Predicador también. Normalmente, siempre tenemos el bar abierto, pero si surge cualquier cosa, ponemos el cartel de cerrado e intentamos volver para la hora de la cena.

–¿Si surge algo?

–Sí, como la posibilidad de ir a pescar –contestó Predicador.

Colocó unos vasos debajo de la barra y regresó después a la cocina. Justo en ese momento, llegó Ricky, que estaba atendiendo las mesas. Cuando vio a Mel, sonrió de oreja a oreja y se acercó a la barra con una bandeja llena de platos.

–Señorita Monroe, ¿todavía está aquí? Es increíble –y se dirigió a la cocina.

–Es una monada.

–Procura que no te oiga decir eso –le aconsejó Jack–. Está en la edad de los enamoramientos. ¿Qué te apetece tomar?

–¿Sabes? Creo que no me vendría mal una cerveza fría –dijo, y Jack se la sirvió al instante–. ¿Qué hay de cenar?

–Carne asada –contestó–. Y el mejor puré de patatas que hayas probado en toda tu vida.

–No tenéis nada parecido a una carta, ¿verdad?

–No. Ofrecemos lo que a Predicador le apetece cocinar. ¿Quieres disfrutar tranquilamente de la cerveza o quieres que te sirva la cena cuanto antes?

–Dame un minuto –bebió un sorbo de cerveza–. Ahhh –Jack sonrió al verla–. Creo que hoy he conocido a medio pueblo.

–Qué va. Todavía te falta mucha gente por conocer. Pero los que han ido a verte hoy hablarán de ti. ¿Has tenido algún paciente de verdad o sólo han ido a verte?

–He tenido un par de pacientes. ¿Sabes? Ni siquiera me habría hecho falta venir al bar esta noche. Tenemos la casa llena de comida. Todos y cada uno de los que han venido, enfermos o no, han traído algo de comer. Pasteles, tartas, embutidos, pan recién hecho… Todo muy… rural.

Jack se echó a reír.

–Ten cuidado. Al final esto va a terminar gustándote.

–¿Crees que podrías darle algún uso a un par de tarros de moras en conserva? Creo que ha sido el pago de una paciente por la consulta.

–Desde luego. Predicador hace las mejores tartas de la zona. ¿Se sabe algo sobre la madre de la niña?

–He decidido llamar Chloe a la niña –le explicó, esperando sentir que se le llenaban los ojos de lágrimas al pronunciar aquel nombre, pero, curiosamente, no fue así.

–Teniendo en cuenta lo rápido que corren las noticias por aquí, si hubiera una mujer enferma, ya lo sabría.

–A lo mejor la dejó aquí alguien de otro pueblo.

–Pareces casi contenta.

–Y casi lo estoy –respondió–. La chica que me ha traído las moras me ha pedido que la asista en el parto, y me ha gustado que lo hiciera. El único problema parece ser que va a tener el bebé en mi dormitorio, y que quizá lo tenga que dejar pronto.

–Ah, Polly. Sí, al parecer, el bebé está a punto de salir.

–¿Cómo lo sabes? Oh, no importa. Aquí todo el mundo lo sabe todo.

–Además, tampoco hay muchas mujeres embarazadas por los alrededores –dijo Jack riendo.

Mel giró en el taburete y miró a su alrededor. Dos ancianas estaban cenando en una mesa, al lado del fuego. Las parejas a las que Mel había saludado, que debían de andar entre los cuarenta y los cincuenta años, parecían estar compartiendo una agradable velada. En total, debía de haber una docena de clientes.

–Esta noche va bien el negocio, ¿eh?

–Cuando llueve, la gente no suele salir. Supongo que están demasiado ocupados arreglando goteras. Pero bueno, ¿todavía estás loca por irte cuanto antes de aquí?

Mel bebió un poco más de cerveza. Comenzaba a ser consciente de que, en un estómago vacío, el efecto era instantáneo. Y delicioso.

–Voy a tener que irme, aunque sólo sea porque aquí no hay ningún lugar en el que ponerme mechas.

–Hay tiendas de todo tipo en la zona. Y Dot Schuman tiene una peluquería en un garaje.

–Eso parece interesante –alzó la mirada hacia Jack y le confesó–: Estoy empezando a marearme. Creo que será mejor que empiece con la carne –hipó y los dos se echaron a reír.

Cerca de las siete de la tarde, Hope McCrea se dejó caer por el bar y se sentó a su lado.

–He oído decir que ha tenido mucha compañía a lo largo del día.

Sacó los cigarrillos del bolso y cuando estaba a punto de encenderse uno, Mel la agarró de la muñeca.

–Tendrá que esperar hasta que haya terminado de cenar.

–Oh, qué tonte… Es usted una aguafiestas –guardó la cajetilla–. Ponme lo de siempre –le pidió a Jack, y se volvió hacia Mel–. ¿Cómo ha ido su primer día de trabajo? ¿Ya le ha perdido el miedo al doctor?

–El doctor me parece absolutamente manejable. Incluso me ha dejado dar un par de puntos. Por supuesto, en ningún momento ha alabado mi trabajo, pero me ha dicho que no estaba mal –se inclinó hacia Hope y le dijo–: Creo que incluso se atribuye el mérito de mi presencia en la consulta.

–¿Entonces piensa quedarse?

–Pienso quedarme durante unos días, hasta que solucionemos un par de cosas que requieren de atención urgente.

–Sí, ya me he enterado de lo de la recién nacida.

Jack le sirvió a Hope un vaso de whisky.

–¿Tiene idea de quién puede ser la madre? –le preguntó Mel.

–No, pero todo el mundo parece recelar de todo el mundo. Si la madre es de aquí, aparecerá. ¿No piensa comer? Porque estoy dispuesta a ponerme a fumar en cualquier momento.

–Sabe que no debería fumar.

Hope McCrea miró a Mel con una mueca de impaciencia y se empujó las gafas con un dedo.

–Y a estas alturas, ¿qué demonios me importa? Ya he vivido más de lo que esperaba.

–Eso son tonterías. Es posible que todavía le queden muchos años de vida.

–Oh, Dios mío, espero que no.

Jack no pudo evitar una carcajada, y lo mismo le ocurrió a Mel.

Hope, con la actitud de una mujer que tuviera un millón de cosas que hacer, se bebió rápidamente la copa, se fumó un cigarrillo, dejó unas monedas sobre la barra y se levantó del taburete.

–Estaremos en contacto –dijo–. Si me necesita, yo puedo ayudarla con la pequeña.

–No se puede fumar delante de un bebé –le informó Mel.

–No he dicho que vaya a pasarme todo el día con ella –replicó Hope–. Pero no lo olvide –y se fue, no sin antes detenerse a saludar en un par de mesas.

–¿Hasta qué hora abrís? –le preguntó Mel a Jack.

–¿Por qué? ¿Estás pensando en venir a tomar algo antes de dormir?

–Esta noche no, estoy agotada. Pero a lo mejor otro día, sí me acerco.

–Normalmente cierro a las nueve, pero si alguien me lo pide, puedo esperar hasta más tarde.

–Éste es el bar más complaciente con sus clientes que he conocido nunca –miró el reloj–. Será mejor que vaya a ver al doctor. No sé si tendrá mucha paciencia con un bebé. Nos veremos en el desayuno, a no ser que el doctor tenga que salir a hacer una visita.

–Aquí estaremos.

Mel se despidió de él, fue a buscar el abrigo y se marchó, no sin antes despedirse de la gente a la que acababa de conocer.

–¿Crees que se quedará? –le preguntó Predicador a Jack con voz queda.

–Lo que creo es que unos vaqueros como ésos deberían estar prohibidos –miró a Predicador–. ¿Te importa quedarte aquí? Porque estoy pensando en ir a tomar una cerveza a Clear River.

Era un código que tenían entre ellos. En Clear River había una mujer.

–No, claro que no.

Mientras Jack conducía hacia Clear River, no estaba pensando en Charmaine, y eso le hizo sentirse culpable. Aquella noche, estaba pensando en otra mujer. Una preciosa rubia capaz de hacerle ponerse a un hombre de rodillas vestida con unos vaqueros y unas botas.

Hacía un par de años, Jack se había acercado a una taberna de Clear River para tomar una cerveza y había entablado conversación con la camarera, Charmaine. Era una mujer divorciada y madre de un par de hijos ya crecidos. Una buena mujer, y muy trabajadora. Amiga de las diversiones y de los coqueteos. Al cabo de algunas visitas y muchas cervezas, Charmaine le había invitado a su casa. Jack le había explicado que le gustaba asegurarse de que las mujeres comprendieran que no era la clase de hombre al que le gustara sentirse atado a una mujer y que en cuanto ella comenzara a sentir esa necesidad, lo dejaría.

–¿Y qué te hace pensar que todas las mujeres van en busca de un hombre? –le había preguntado ella–. Yo ya me deshice de uno, así que no voy a atarme ahora a otro, después, había añadido con una sonrisa–: De todas formas, todo el mundo se siente un poco solo de vez en cuando.

Habían empezado una aventura que Jack había sostenido durante un par de años. No se veían muy a menudo; una vez a la semana, cada quince días, y a veces incluso pasaban un mes sin verse. Jack no estaba seguro de lo que hacía Charmaine cuando no estaba con él. Quizá hubiera otros hombres, aunque jamás había visto nada que se lo hiciera pensar. Nunca la había visto hablando con otros hombres en el bar y tampoco había visto muchos hombres alrededor de su casa.

Él guardaba una caja de preservativos en la mesilla del dormitorio de Charmaine y le había comentado en alguna ocasión que le gustaba ser el único hombre con el que se divertía.

En cuanto a Jack, tenía claro que no quería estar con más de una mujer al mismo tiempo. A veces la relación podía durar un año, otras, una noche, pero no era un mujeriego. Y aunque tampoco pudiera decirse que estuviera rompiendo la regla aquella noche, no se sentía del todo tranquilo.

Él nunca había pasado la noche en Clear River y tampoco había invitado a Charmaine a Virgin River. Y durante aquellos dos años, sólo en un par de ocasiones le había llamado Charmaine para que fuera a verla, una demanda que a Jack no le había parecido en absoluto excesiva. Al fin y al cabo, él no era el único que necesitaba estar con alguien de vez en cuando.

Le gustaba llegar a la taberna y ver en el rostro de Charmaine, la emoción que le producía el que hubiera ido a verla. Sospechaba que lo que sentía por él era más fuerte de lo que quería admitir y Jack era consciente de que tendría que dejar la relación antes de que las cosas fueran más lejos. De modo que a veces, se dejaba caer por la taberna sólo para tomar una cerveza, sin que pasara nada después.

Aquel día, en cuanto se sentó en la barra, Charmaine le llevó una cerveza. Se ahuecó el pelo, era una rubia impresionante. Una rubia teñida. Medía más de un metro setenta y cinco y conservaba una gran figura. Jack no sabía qué edad tenía, pero sospechaba que había cumplido ya los cincuenta. Vestía ropas ajustadas y tops que realzaban la plenitud de sus senos. En un primer momento, podía parecer una mujer un tanto vulgar, aunque tampoco podía decirse exactamente que tuviera mal gusto. En cualquier caso, en cuanto se la conocía y se descubría lo bondadosa y lo generosa que era, todo eso se olvidaba. Jack imaginaba que de joven tenía que haber sido una auténtica belleza.

–Hola, cariño. Hacía tiempo que no pasabas por aquí.

–Creo que sólo han sido un par de semanas.

–Pues a mí me han parecido cuatro.

–¿Cómo has estado?

–Ocupada, trabajando. La semana pasada estuve en Eureka viendo a mi hija. Está soportando un matrimonio pésimo, pero teniendo en cuenta que la crié en uno casi peor, no se podía esperar otra cosa.

–¿Está pensando en divorciarse? –preguntó, aunque en realidad no le importaba mucho. No conocía a los hijos de Charmaine.

–No, pero debería. Déjame ir a atender esa mesa. Ahora mismo vuelvo.

Se marchó para asegurarse de que los otros clientes fueran atendidos. No había muchos clientes y en cuanto Jack vio que también andaba por allí el propietario del local, comprendió que Charmaine querría que se fueran pronto. La vio llevar una bandeja llena de vasos a la barra y hablar con su jefe, que asintió a algo que le decía. Después regresó a su lado.

–Sólo quería pasar a saludarte y a tomarme una cerveza –le explicó Jack–. Tengo que volver, estoy metido en un proyecto importante.

–¿Ah, sí? ¿Y qué es?

–Estoy arreglando una cabaña de una mujer del pueblo. Hoy le he colocado el porche y mañana tengo que pintar la casa y arreglar las escaleras de la puerta de atrás.

–¿Ah, sí? ¿Y es una mujer guapa?

–Supongo que podría decirse que sí, por lo menos para los setenta y seis años que tiene.

Charmaine soltó una carcajada. Charmaine tenía una risa magnífica. Una risa que parecía nacer de lo más profundo de sus entrañas.

–En ese caso, supongo que no hará falta que me ponga celosa. ¿Pero crees que podrás acompañarme hasta mi casa?

–Sí, claro que puedo –respondió y apuró su cerveza–, pero esta noche no voy a subir.

–No importa –respondió Charmaine–. Voy a buscar el abrigo.

Cuando salieron, Charmaine le agarró del brazo y comenzó a hablarle de lo que había hecho durante aquellas dos semanas. A Jack le gustaba el sonido de su voz, una voz profunda y ligeramente ronca. Charmaine podía pasarse horas y horas hablando, pero de una forma agradable, en absoluto irritante. Le hablaba del bar, de la gente del pueblo, de sus hijos, de lo último que había comprado o del libro que se estaba leyendo. Las noticias la fascinaban, antes de ir a trabajar, veía los informativos de la CNN y le gustaba conocer su opinión sobre las noticias de actualidad. Siempre tenía algún proyecto que llevar a cabo en su casa, ya fuera empapelar las paredes o comprar un nuevo electrodoméstico. Tenía la casa pagada gracias a una herencia o a algo parecido, así que todo el dinero que ganaba lo invertía en ella y en sus hijos.

Cuando llegaron a la puerta de su casa, Jack le dijo:

–Tengo que irme, Charmaine, pero nos veremos pronto.

–De acuerdo, Jack –respondió ella e inclinó la cabeza para que le diera un beso. Jack la besó rápidamente–. No ha sido un gran beso.

–No quiero subir a tu casa esta noche.

–¿Crees que estás demasiado cansado para darme un beso que pueda recordar durante dos o tres horas?

Jack volvió a intentarlo. En aquella ocasión, cubrió su boca con la suya y deslizó la lengua entre sus labios mientras la estrechaba contra él. Ella le agarró el trasero. ¡Maldita fuera!, pensó Jack. Charmaine se restregó ligeramente contra él y succionó su lengua. Después, deslizó la mano por la cintura de sus pantalones y dejó que la mano descendiera hacia su vientre.

–De acuerdo –le dijo con voz débil–, subiré unos minutos.

–Ése es mi chico –contestó Charmaine con una sonrisa radiante. Empujó la puerta y él la siguió al interior de la casa–. Será sólo como una pastilla para dormir.

Jack dejó la cazadora en una silla. Charmaine todavía no se había quitado el abrigo cuando él la agarró por la cintura y la devoró con un beso repentinamente ardiente y cargado de deseo. Le quitó el abrigo, caminó sin soltarla hasta el dormitorio y la dejó caer en la cama. Le bajó la parte superior del top y devoró sus senos. Después, le quitó los pantalones y descendió sobre ella. Deslizó las manos por su cuerpo lujurioso, por los hombros, la cintura, los muslos y buscó después los preservativos en la mesilla. Rasgó el envoltorio de uno de ellos, se lo puso y se deslizó tan rápidamente en el interior de Charmaine que incluso a ella le sorprendió. Comenzó a moverse, rodeado por los gemidos placenteros de Charmaine.

Estaba a punto de explotar, pero intentó contenerse mientras Charmaine le rodeaba la cintura con las piernas. Sabía que había ocurrido algo dentro de él, que había perdido la cabeza. No sabía dónde ni con quién estaba. Cuando por fin Charmaine se tensó a su alrededor, él también se dejó llevar. Los jadeos de su amante le indicaron que había quedado completamente satisfecha.

–Dios mío –dijo Charmaine cuando por fin recuperó la respiración–, ¿por qué estabas tan excitado?

–¿Mmm?

–Jack, no te has quitado ni las botas.

Jack, más sorprendido que ella, se incorporó en la cama. Dios santo, pensó, no se podía tratar a una mujer de esa manera. No sabía en qué estaba pensando, pero por lo menos podía asegurarle que no estaba pensando en nadie más, se consoló. Y no había habido nada cerebral en lo que allí había ocurrido; había sido algo completamente visceral.

–Lo siento, Charmaine, ¿estás bien?

–Estoy mejor que bien. Pero, por favor, quítate las botas y abrázame.

Jack estuvo a punto de decirle que tenía que marcharse; era eso lo que en realidad quería decirle, pero no podía hacerlo después de haberla tratado así. Se sentó, se quitó las botas, los pantalones y la camisa y los dejó en el suelo. Después de una rápida visita al cuarto de baño, regresó a la cama, la abrazó, la besó y, al cabo de un rato, volvió a hacer el amor con ella, en aquella ocasión de forma menos salvaje, pero igualmente satisfactoria. A la una de la madrugada, estaba buscando sus pantalones en el suelo.

–Pensaba que esta noche te quedarías a dormir –le dijo Charmaine desde la cama.

Jack se puso los pantalones y se sentó en la cama para calzarse. Dio media vuelta y le dio un beso en la mejilla.

–No puedo, pero ahora ya estarás tranquila –le sonrió–. Considéralo como una especie de pastilla para dormir.

Mientras conducía de vuelta hacia Virgin River, se dijo que aquello había terminado. Tenía que terminar. No podía volver a hacerlo, por lo menos con la conciencia tranquila. Porque había otra mujer que había despertado su atención.

Un lugar para soñar

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