Читать книгу América ocupada - Rodolfo F. Acuña - Страница 12

Оглавление

CAPÍTULO 1

El legado de odio:

la conquista del Suroeste de Estados Unidos

Lo trágico de la cesión mexicana es que la mayoría de los angloamericanos no han admitido que Estados Unidos cometió un acto de violencia contra el pueblo mexicano cuando se apoderó del territorio noroccidental de México. La violencia no se limitó a la apropiación de la tierra; se invadió y violó el territorio de México, se asesinó a su gente, y se saquearon sus riquezas. El recuerdo de esta destrucción generó una desconfianza y una aversión que perduran con fuerza en la mente de muchos mexicanos, pues la violencia estadounidense dejó cicatrices profundas. Y para los chicanos –los mexicanos que quedaron dentro de las fronteras de los nuevos territorios estadounidenses– la agresión fue más insidiosa todavía, puesto que el desenlace de las guerras de Texas y de Estados Unidos y México los convirtió en pueblo conquistado. Los angloamericanos eran los conquistadores e hicieron patente toda la arrogancia de los vencedores militares.

Los conquistadores impusieron a los conquistados su versión de lo que había sucedido en las guerras. Crearon mitos sobre las invasiones y sobre los acontecimientos que las desencadenaron sobre todo en cuanto a la guerra de Texas de 1836. Se pintó a los angloamericanos de Texas como pobladores amantes de la libertad a quienes la tiranía mexicana llevó a la rebelión. El mito más popular era el del Álamo y, de hecho, se convirtió en una justificación para mantener a raya a los mexicanos. Según los angloamericanos, el Álamo era una confrontación simbólica entre el bien y el mal; los mexicanos traicioneros lograron tomar el fuerte solo porque eran más que los patriotas y porque “pelearon sucio”. Este mito, junto con la exhortación resonante del estribillo “recuerden el Álamo”, encendía las actitudes angloamericanas hacia los mexicanos, puesto que servía para estereotipar para siempre al mexicano como el enemigo y al patriota texano como el baluarte de la libertad y la democracia.

Esos mitos y las prejuiciadas versiones angloamericanas de la historia mexicano-norteamericana sirvieron para justificar la posición inferior a la que se ha relegado al chicano: la de pueblo conquistado. Después de la conquista, los habitantes originales se vieron continuamente denigrados por los vencedores angloamericanos. Se echó al olvido el hecho fundamental del carácter imperialista e injusto de las guerras, y los historiadores cubrieron las invasiones angloamericanas del territorio mexicano con el manto de la legitimidad. En el proceso, la violencia y la agresión se borraron de la memoria, y de ese modo se perpetúa el mito de que Estados Unidos es una nación pacífica dedicada a la democracia.

EL CHOQUE ENTRE DOS CULTURAS

Parte integral de las justificaciones angloamericanas de la conquista ha sido la propensión por pasar por alto o a distorsionar los acontecimientos que precedieron el choque inicial de 1836. Para los angloamericanos, la guerra de Texas fue provocada por la tiranía o, cuando menos, por la ineptitud de un gobierno mexicano que era la antítesis de los ideales de la democracia y la justicia. Aún hoy, escritores relativamente libres de prejuicios, como Cecil Robinson, soslayan el expansionismo y la avidez territorial de los pobladores texanos y elogian de modo resplandeciente la civilización democrática que estos representaban:

Los norteamericanos que se establecieron en Texas trajeron consigo una tradición democrática muy arraigada. Es aquí donde yace la base de otro conflicto cuya naturaleza es esencialmente cultural. El colono norteamericano y el nativo mexicano se dieron cuenta pronto de que las mismas palabras podían tener significados enormemente distintos y que estos dependían de las tradiciones y las actitudes de quienes hablaban. Democracia, justicia y cristianismo, palabras que al principio parecían significar ideales comunes, se convirtieron en consignas de una revolución debido a las diferentes interpretaciones que les daban los colonos norteamericanos y sus gobernantes mexicanos en Texas.1

Los angloamericanos comenzaron a establecerse en Texas desde 1819, fecha en que Estados Unidos adquirió Florida de España. El Tratado Transcontinental con España le marcó a Estados Unidos una frontera que dejaba fuera a Texas. Al momento de ratificarse el tratado en febrero de 1821, Texas era parte de Coahuila, estado de la República Mexicana. Mientras tanto, los angloamericanos realizaban incursiones de pillaje en Texas de la misma forma que las habían hecho en Florida. En 1819, James Long dirigió una infructuosa invasión de la provincia con el propósito de crear la “República de Texas”. Al igual que muchos angloamericanos, Long sostenía que Texas le pertenecía a Estados Unidos y que “el Congreso no tenía el poder ni el derecho de vender, canjear o ceder un ‘dominio norteamericano’”.2

Después de un periodo de inactividad insurreccional angloamericana en Texas el gobierno mexicano brindó tierras gratis a grupos de pobladores. A Moses Austin se le dio permiso para establecer un poblado en Texas, y a pesar de que murió poco tiempo después, el plan se llevó a cabo bajo la dirección de su hijo, Stephen. En diciembre de 1821, Stephen fundó el poblado de San Felipe de Austin. Al poco tiempo, muchos angloamericanos comenzaron a establecerse en Texas; hacia 1830 sumaban unos 20 000 pobladores y unos 2000 esclavos. Se suponía que los pobladores debían acatar las condiciones establecidas por el gobierno mexicano –todos los inmigrantes tenían que profesarse católicos y jurar lealtad a México–, pero los angloamericanos burlaban estas leyes. Además, se sintieron agraviados cuando México intentó hacer cumplir las leyes que ellos se habían comprometido a obedecer. México se preocupaba cada vez más del flujo continuo de inmigrantes, la mayoría de los cuales conservaba su religión protestante.3

Pronto se hizo obvio que los anglo-texanos no tenían la menor intención de obedecer las leyes mexicanas porque consideraban a México incapaz de desarrollar ninguna forma de democracia. Muchos pobladores, entre ellos Hayden Edwards, consideraban a los mexicanos como los intrusos en el territorio texano; estos angloamericanos usurpaban tierras que pertenecían a los mexicanos. En el caso de Edwards, los terrenos que se le habían cedido eran reclamados tanto por mexicanos e indios, como por otros pobladores angloamericanos. Después de que intentó echar arbitrariamente a los pobladores de las tierras y antes de que pudiera emitirse un fallo oficial, las autoridades mexicanas le anularon su concesión y le ordenaron que saliera del territorio. Edwards y algunos seguidores tomaron el pueblo de Nacogdoches el 21 de diciembre de 1826 y proclamaron la República de Fredonia. Los funcionarios mexicanos, respaldados por algunos pobladores (tal como Stephen Austin), sofocaron la revuelta; sin embargo, la actitud angloamericana ante esos sucesos auguraba lo que habría de sobrevenir. Muchos periódicos estadounidenses se refirieron a la revuelta como al caso de “200 hombres contra una nación” y describieron a Edwards y sus seguidores como “apóstoles de la democracia aplastados por una civilización extranjera”.4 Fue en este momento cuando el presidente de Estados Unidos, John Quincy Adams, ofreció a México un millón de dólares por Texas. Las autoridades mexicanas, sin embargo, estaban convencidas de que Estados Unidos había instigado y apoyado la guerra de Fredonia y rechazaron la oferta. México intentó consolidar su control sobre Texas, pero tanto el gran número de pobladores angloamericanos como la inmensidad del territorio se lo hicieron poco menos que imposible.5

Los anglo-texanos ya eran una casta privilegiada que dependía en su mayor parte de los beneficios económicos proporcionados por sus esclavos. Al igual que la mayoría de las naciones progresistas, México abolió la esclavitud, el 15 de septiembre de 1829, por orden del presidente Vicente Guerrero. Los texanos, no obstante, eludieron la ley “liberando” a sus esclavos, pero haciéndolos firmar contratos vitalicios de servidumbre obligatoria.6 A pesar de que lograron burlar el decreto de abolición, los anglo-texanos lo tomaron como una violación de sus libertades personales. Las numerosas tensiones aumentaron en 1830, cuando México decretó el fin de la inmigración angloamericana a Texas.7 El decreto violentó a los angloamericanos. Los resentimientos entre estos y los mexicanos se agravaron aún más durante la presidencia de Andrew Jackson en Estados Unidos. Al igual que lo había hecho Adams, Jackson intentó comprar a Texas y estaba dispuesto a pagar hasta cinco millones de dólares. El inmenso número de pobladores angloamericanos en Texas, su predominio económico en la región y su negativa a obedecer las leyes de México, habían provocado actitudes xenófobas en las autoridades mexicanas; las presiones diplomáticas fueron rechazadas y al mismo tiempo se movilizaron más tropas al estado de Coahuila, del cual Texas era parte. Desde antes de que los refuerzos mexicanos pasaran a Texas, la polarización entre anglo-texanos y mexicanos estaba muy acentuada; los anglo-texanos tomaron la movilización como una invasión mexicana.

Los acontecimientos que siguieron a la movilización han sido interpretados reiteradamente por los historiadores angloamericanos como ejemplos de la naturaleza tiránica y arbitraria del gobierno mexicano, en contraste con los objetivos de orientación democrática de los pobladores texanos. Cuando los texanos desafiaron la recaudación de derechos de aduanas y se encolerizaron por los intentos mexicanos de acabar con el contrabando, los ciudadanos estadounidenses los respaldaron. Es obvio que la facción de guerra (war party) que se amotinó en Anáhuac, Texas, en diciembre de 1831, tenía respaldo popular. Uno de los líderes de la facción, Sam Houston, “era un protegido reconocido de Andrew Jackson, a la sazón presidente de Estados Unidos. El propósito de Houston era, a la larga, incorporar Texas a Estados Unidos”.8 Los angloamericanos, a quienes México había concedido permiso para establecerse en Texas, socavaron la autoridad de su anfitrión de diversas maneras. Disfrazaban cada vez menos su insubordinación y en el verano de 1832; un grupo de ellos atacó la guarnición mexicana, pero fue derrotado. Ese mismo año, el coronel Juan Almonte realizó una gira de buena voluntad en Texas y rindió un informe secreto sobre la situación de la provincia. En el informe recomendaba hacer muchas concesiones a los texanos, pero también “que la provincia se mantenga bien aprovisionada de soldados mexicanos”. El historiador texano Fehrenbach criticó las acciones mexicanas: “Hasta a un mexicano de buena voluntad le resultaba virtualmente imposible entender que los angloamericanos eran capaces de autodisciplinarse”. Añade Fehrenbach: “Por esta razón, los pasos que dieron entonces los pobladores fueron mal interpretados en México, tanto por los liberales, como por los conservadores. Por iniciativa propia, los pobladores del ayuntamiento de San Felipe convocaron una asamblea para el l0 de octubre de 1832. Diez y seis distritos anglo-texanos acudieron a la asamblea”. La asamblea de anglo-texanos aprobó resoluciones dirigidas al gobierno de México y al estado de Coahuila. Fundamentalmente, lo que pedían era mayor autonomía para Texas. Fehrenbach, al igual que otros historiadores estadounidenses, erróneamente ha pintado un cuadro de un gobierno mexicano tiránico que no acogió las “justas demandas de los pobladores”:

Todas las resoluciones comenzaban con enfáticas expresiones de lealtad a la Confederación y la Constitución mexicanas. Estas expresiones eran totalmente sinceras. Lo que solicitaban los texanos era pluralidad cultural bajo la soberanía mexicana; esa pluralidad no solo era ajena a la naturaleza hispánica, sino que, además, debido a la fobia antiestadounidense que permeaba a la mayoría de los mexicanos, no podía ser evaluada en sus méritos. De hecho, las asambleas mismas, tan naturales en la experiencia y la tradición de los angloparlantes, estaban totalmente al margen de la ley mexicana. En México no surgía del pueblo ninguna iniciativa que no fuera el motín o la insurrección. Guando asumían el poder, tanto los liberales como los conservadores gobernaban por decreto. En este contexto, la asamblea solo podía parecer a los oficiales mexicanos de Texas y de México, como una gigantesca conspiración contra las bases de la nación.9

Fehrenbach y otros historiadores angloamericanos no lograron darse cuenta de que en México existía la pluralidad cultural, a tal grado que hasta a los angloamericanos se les permitía mantener su cultura. Lo cierto es que a quienes era ajena la pluralidad cultural, era a los angloamericanos. Los acontecimientos posteriores a la asamblea corroboraron la preocupación de los mexicanos en cuanto a la independencia de los angloamericanos en Texas.

En 1833, se celebró una segunda asamblea. Fehrenbach alega que los angloamericanos procedieron de acuerdo con su tradición al redactar una constitución y presentársela al gobierno central, y que los mexicanos tomaron el documento como un pronunciamiento. Asevera igualmente que los historiadores mexicanos han interpretado la acción como “una ingeniosa estratagema para separar a Texas de México”, interpretación que él reconoce que “no puede negarse por completo”, puesto que angloamericanos prominentes, entre ellos Sam Houston, agitaban a favor de la independencia. La asamblea designó a Austin para que sometiera sus quejas y resoluciones al gobierno de México.10

Austin partió hacia la ciudad de México para exigir las demandas de los angloamericanos en Texas. Su gestión iba encaminada primordialmente a que se dejara sin efecto la prohibición de más inmigración angloamericana en Texas y a que se convirtiera al territorio en un estado aparte. El problema de la abolición de la esclavitud también presentaba una excesiva inquietud. Al escribirle a un amigo desde la ciudad de México, Austin pone de manifiesto una actitud nada conciliadora: “Si se rechaza nuestra proposición, estaré a favor de que nos organicemos sin ella. No concibo otra forma de salvar el país de la anarquía total y de la ruina. Ya estoy hastiado de las medidas conciliatorias, y de ahora en adelante seré inflexible en cuanto a Texas”.11

En carta del 2 de octubre de 1833, Austin incitaba al ayuntamiento de San Antonio a declarar a Texas como estado independiente. Después se justificaría atribuyendo la incitación a “un momento de irritación e impaciencia”; no obstante, sus actos no eran los de un moderado. El contenido de la nota fue a parar a manos de las autoridades mexicanas, que ya dudaban de la buena fe de Austin. Subsecuentemente Austin fue encarcelado y muchas de las concesiones que había logrado se fueron a pique. Contribuyeron a la desconfianza general que reinaba, los manejos del embajador estadounidense en México, Anthony Butler, cuyos abiertos intentos de sobornar a los funcionarios gubernamentales para que vendieran Texas enfurecían a los mexicanos, llegando a ofrecer 200 000 dólares a un funcionario. Todo el problema se agravó en mayo de 1834, al apoderarse de la presidencia de México Antonio López de Santa Anna.12

López de Santa Anna es un enigma en la historia mexicana. Desde que llegó al poder en Tampico en 1829 hasta su caída en 1855, ejerció una influencia disociadora en la política mexicana. Durante ese periodo se disputaban el control del país los conservadores, que representaban los intereses de los terratenientes (y de la iglesia y los militares), y los liberales, que querían convertir a México en un Estado moderno bajo la supremacía de los comerciantes. Santa Anna manipuló ambas facciones y se cambiaba de un partido a otro para tomar el poder. Su gestión profundizó la desunión de la época, debilitó a México y lo convirtió en fácil víctima de las ambiciones de Estados Unidos. Además, la perfidia de Santa Anna dio a los historiadores estadounidenses una víctima propiciatoria a quien atribuirle la responsabilidad de las guerras. Muchos historiadores señalan que la abolición del federalismo por parte de Santa Anna desencadenó movimientos separatistas en varios estados mexicanos; sin embargo, los mismos historiadores se olvidan de señalar que Estados Unidos atravesó una etapa similar en el proceso de forjarse como nación.

Sea cual fuere el papel de Santa Anna, la revuelta texana había comenzado a fraguarse antes de su gestión por hombres como William Barret Travis, F. M. Johnson y Sam Houston, agitadores continuos a favor de la secesión. Además, la mayoría de los anglo-texanos se resistía a subordinarse al gobierno de México.

Los partidarios de la guerra eran muchos en Texas. En el otoño de 1834, Henry Smith publicó un folleto titulado “Seguridad para Texas” en el que abogaba por el desafío abierto a la autoridad mexicana. La situación política se polarizó, y se movilizaron tropas mexicanas hacia Coahuila. La intriga dominaba el panorama texano. No solo había individuos propugnando la independencia, sino que las compañías angloamericanas que se dedicaban a la compraventa de terrenos tenían agentes, tanto en Washington como en Texas, intrigando en municipios y cabildos a favor de un cambio. Entre estas compañías ocupaba un lugar prominente la Galveston Bay and Texas Land Company of New York, con la cual se había coludido Anthony Butler, el embajador estadounidense en México.13

El 13 de julio de 1835, Austin quedó en libertad como resultado de una amnistía general. Camino a Texas escribió una carta a un primo, donde sustentaba que Texas debía ser norteamericanizado a pesar de que era todavía un territorio mexicano, y que algún día debía convertirse en territorio estadounidense. En la misma carta instaba a que se establecieran en Texas grandes cantidades de angloamericanos, “cada uno con su fusil”, los cuales él creía debían inmigrar “con o sin pasaportes, de cualquier modo”. Decía también: “Aunque durante catorce años he tenido muchas dificultades por ello, nada podrá intimidarme o hacerme cejar en mi empeño de norteamericanizar Texas”.14

Fehrenbach defendió la carta de Austin y amonestó a los historiadores mexicanos que han condenado al líder texano: “El llamado a inmigrar a Texas masiva e ilegalmente, y con armas, no respondía tanto a un plan de Austin para anexar Texas a Estados Unidos, como a una búsqueda de la mayor ayuda posible en la fuente más lógica, del mismo modo que lo hicieron los israelitas cuando, acosados por los árabes, apelaron a los judíos en todas partes del mundo”.15

La asamblea de anglo-texanos aprobó resoluciones dirigidas al gobierno de México y al estado de Coahuila. Fundamentalmente, lo que pedían era mayor autonomía para Texas. Fehrenbach, al igual que otros historiadores estadounidenses, erróneamente ha pintado un cuadro de un gobierno mexicano tiránico que no acogió las “justas demandas de los pobladores”:

Todas las resoluciones comenzaban con enfáticas expresiones de lealtad a la Confederación y la Constitución mexicanas. Estas expresiones eran totalmente sinceras. Lo que solicitaban los texanos era pluralidad cultural bajo la soberanía mexicana; esa pluralidad no solo era ajena a la naturaleza hispánica, sino que, además, debido a la fobia antiestadounidense que permeaba a la mayoría de los mexicanos, no podía ser evaluada en sus méritos. De hecho, las asambleas mismas, tan naturales en la experiencia y la tradición de los angloparlantes, estaban totalmente al margen de la ley mexicana. En México no surgía del pueblo ninguna iniciativa que no fuera el motín o la insurrección. Guando asumían el poder, tanto los liberales como los conservadores gobernaban por decreto. En este contexto, la asamblea solo podía parecer a los oficiales mexicanos de Texas y de México, como una gigantesca conspiración contra las bases de la nación.16

Fehrenbach y otros historiadores angloamericanos no lograron darse cuenta de que en México existía la pluralidad cultural, a tal grado que hasta a los angloamericanos se les permitía mantener su cultura. Lo cierto es que a quienes era ajena la pluralidad cultural, era a los angloamericanos. Los acontecimientos posteriores a la asamblea corroboraron la preocupación de los mexicanos en cuanto a la independencia de los angloamericanos en Texas.

LA REVUELTA DE TEXAS

Sería simplista atribuirles toda la responsabilidad por el conflicto a Austin y a todos los pobladores angloamericanos. De hecho, Austin era mejor que la mayoría: fue de los partidarios de la paz que al principio se oponían a una confrontación con los mexicanos. En última instancia, sin embargo, esta facción se unió a los “halcones”. Eugene C. Barker, un historiador texano, sostiene que la causa inmediata de la guerra fue “el derrocamiento de la república nominal y la instauración en su lugar de una oligarquía centralizada que presuntamente suponía un mayor control de Texas por parte de México.17 Sin embargo, Barker reconoce que “patriotas sinceros, tales como Benjamín Lundy, William Ellery Channing y John Quincy Adams, consideraban que la revuelta texana era un asunto desgraciado promovido por esclavistas sórdidos y especuladores en tierras. Sus argumentos parecen plausibles, aun desde el punto de vista crítico del historiador modern”.18 Sin embargo, Barker niega que el problema de la esclavitud haya representado papel alguno en la revuelta, y afirma que el asunto de las tierras no aceleró, sino que retardó la confrontación.

Barker compara la revuelta de Texas con la revolución norteamericana: “En ambas la causa general fue la misma: un intento repentino de aumentar la autoridad imperial a costa del privilegio local”.19 En efecto, en ambos casos los gobiernos centrales intentaban hacer cumplir leyes existentes que entraban en conflicto con las actividades ilegales de algunos hombres prominentes y bien organizados. Barker pretende justificar las acciones de los anglo-texanos señalando que “hacia fines del verano de 1835, los texanos estaban en peligro de convertirse en súbditos extranjeros de un pueblo al que deliberadamente consideraban moral, intelectual y políticamente inferior. El racismo, no hay duda, subyació y matizó las relaciones texano-mexicanas desde que se estableció la primera colonia angloamericana en 1821”.20 Por lo tanto, según Barker, el conflicto era inevitable y, por consiguiente, justificado.

Es difícil poner de acuerdo a los apologistas texanos. Estos reconocen que el racismo desempeñó una función principal entre las causas de la revuelta; que a los contrabandistas les contrariaba que México hiciera cumplir sus leyes de importación; que a los texanos les perturbaban las leyes de emancipación; y que la mayoría de los nuevos pobladores procedentes de Estados Unidos agitaban en favor de la independencia. Pero a pesar de reconocer todo esto, los historiadores como Barker rehúsan culpar a sus compatriotas. En lugar de hacerlo, Barker escribe: “Si no hubiese existido un ambiente de desconfianza racial entre México y los pobladores, quizás no hubiera habido crisis. Quizá México no hubiese considerado necesario insistir tan drásticamente en una sumisión inequívoca, o quizá los pobladores no hubiesen creído tan firmemente, que la sumisión ponía en peligro su libertad”.21 Lo que hace Barker es, sencillamente, justificar el racismo angloamericano y repartir la responsabilidad especulando sobre lo que pudo haber pasado.

Sea lo que fuere, las antipatías de los texanos se convirtieron pronto en una abierta rebelión. Austin incitó a la insurrección el 19 de septiembre de 1835, proclamando que “la guerra es nuestro único recurso. No nos queda otro remedio”.22 Es simbólicamente significativo que volviera a cambiarse el nombre de Esteban a Stephen.

Demasiados historiadores han presentado los esfuerzos mexicanos de sofocar la rebelión como una invasión, y la subsiguiente victoria texana como el triunfo de un pequeño grupo de patriotas sobre los “hunos” del sur. El doctor Félix D. Almaraz, miembro del Departamento de Historia de la Universidad de Texas, recinto de Austin, subraya este hecho: “Demasiado a menudo los especialistas texanos han interpretado la guerra como la derrota de un pueblo inferior por parte de una clase superior de pioneros angloamericanos”.23

Lo cierto es que los angloamericanos tenían ventajas muy reales. Como ya se ha dicho, eran considerablemente numerosos; estaban “defendiendo” un terreno que conocían bien; y a pesar de que la mayoría de los aproximadamente 5000 mexicanos del territorio no se les unieron, los angloamericanos propiamente dichos estaban muy unidos entre sí. En contraste, la nación mexicana estaba dividida y sus centros de poder estaban a miles de kilómetros de Texas. Desde el interior de México, Santa Anna encabezó un ejército de cerca de 6000 conscriptos, muchos de los cuales habían sido obligados a ingresar al ejército y luego tuvieron que caminar cientos de kilómetros sobre tierras áridas y desérticas. Además, muchos de ellos eran mayas que no hablaban español. En febrero de 1836, la mayoría llegó a San Antonio; estaban enfermos y en malas condiciones para combatir. A pesar de que el ejército mexicano era superior en número al contingente angloamericano, este estaba mejor armado y tenía la ventaja de ser el lado defensor. (Hasta la Primera Guerra Mundial, esto era una ventaja indudable.) Y por su parte Santa Anna, al contrario, estaba muy lejos de sus fuentes de abastecimiento y de la sede de su poder.

Los 187 hombres que defendían San Antonio rehusaron rendirse a las fuerzas de Santa Anna y se refugiaron en un antiguo convento, el Álamo. Durante diez días de batalla los texanos causaron muchas bajas a las fuerzas mexicanas, pero la simple superioridad numérica de los mexicanos terminó por derrotarlos. Se ha escrito mucho sobre la crueldad de los mexicanos en el Álamo y sobre el heroísmo de los hombres condenados a morir. El resultado, como se dijo al principio de este capítulo, fue la creación del mito del Álamo. Ha habido muchas tergiversaciones dentro del amplio marco de lo que en verdad sucedió: 187 texanos se hicieron fuertes en el Álamo, en desafío a las tropas de Santa Anna, y a la larga fueron derrotados por los mexicanos. En un artículo titulado “Mitos y realidades sobre el Álamo”, Walter Lord ha aclarado gran parte de este incidente.24 Puesto que el mito del Álamo les ha servido a los angloamericanos de justificación principal para sojuzgar al chicano histórica y psicológicamente, es pertinente que vuelva a relatarse brevemente la historia del Álamo.

La mitología texana presenta a los héroes del Álamo como amantes de la libertad que defendían sus hogares; presuntamente todos eran buenos texanos. En la realidad, dos terceras partes de los defensores habían inmigrado recientemente de Estados Unidos, y solo media docena de ellos llevaba en Texas más de seis años.25 Por otra parte, la moral de los defensores es dudosa. Sobre esto arroja mucha luz la obra Olvídate de El Álamo, de Rafael Trujillo Herrero, a pesar de su parcialidad confesa.26 Trujillo sostiene que Estados Unidos de América fue una nación agresora y que su nombre debe ser cambiado por el de Estados Unidos de Angloamérica. Para él, el uso de “América” simboliza las ambiciones angloamericanas de conquistar todo el hemisferio occidental. Según Trujillo, los hombres del Álamo eran unos aventureros y no los idealistas virtuosos que presentan frecuentemente los historiadores texanos. Trujillo revela que William Barret Travis era un asesino; mató a un hombre que le había hecho proposiciones amorosas a su mujer. En lugar de confesar su crimen, Travis permitió que se juzgara y se condenara a un esclavo por el asesinato, abandonó a su mujer y a sus dos hijos y huyó a Texas. James Bowie era un hombre sin escrúpulos que se había enriquecido en la trata de esclavos y había llegado a Texas en busca de minas perdidas y más dinero. Y el decadente Davey Crockett, legendario ya en su tiempo, guerreaba por el gusto de guerrear. Muchos más de los hombres del Álamo habían llegado a Texas en busca de riquezas y de gloria; los que habían respondido al llamado a las armas de Áustin eran los menos. Estos defensores no eran hombres a quienes pueda clasificarse como pobladores pacíficos que defendían sus hogares.

El folklor sobre el Álamo rebasa los nombres legendarios de los defensores. Según Walter Lord, está repleto de medias verdades dramáticas que se han aceptado como hechos históricos.27 Se nos ha presentado a los defensores del Álamo como héroes desinteresados que sacrificaron sus vidas para ganar tiempo para sus compañeros de armas. Se nos ha dicho que William Barret Travis advirtió a sus hombres que estaban perdidos y trazó con su espada una raya en el suelo que debían cruzar los que estuviesen dispuestos a luchar hasta el fin. Supuestamente, todos cruzaron la raya, incluyendo a uno que estaba en una camilla y pidió que lo pasaran al lado de los combatientes. La situación sin esperanza y la valentía de los defensores del Álamo han sido dramatizadas en muchas películas de Hollywood.

La realidad es que el Álamo tenía poco valor estratégico, que sus defensores contaban con que recibirían ayuda y que el Álamo era la mejor fortaleza al oeste del río Misisipi. Si bien se trataba de solo unos 180 hombres, contaban con 21 cañones para enfrentarse a los ocho o diez de los mexicanos. Los angloamericanos eran expertos tiradores y tenían fusiles de 200 metros de alcance; en contraste, los mexicanos estaban mal equipados, insuficientemente entrenados, y armados de mosquetes de poco calibre y de solo 70 metros de alcance. Además, los defensores, escondidos tras las gruesas murallas del Álamo, tenían blancos fáciles en los mexicanos que estaban a campo abierto. O sea, mexicanos inexpertos, mal equipados y mal comidos atacaron a soldados profesionales bien armados. Por último, del estudio de todas las fuentes confiables resulta dudoso que Travis hubiera trazado una raya en la arena. Las mujeres y los no combatientes que sobrevivieron en San Antonio, no hablaron del incidente sino muchos años después, una vez que el cuento se había difundido ampliamente y el mito se había convertido en leyenda. Además, uno de los hombres, Louis Rose, escapó.28

El cuento más difundido es probablemente el del presunto heroísmo y la última batalla del anciano Davey Crockett que, al final, murió “peleando como un tigre”, matando mexicanos con sus propias manos. Eso es un mito: siete defensores terminaron por rendirse y fueron ejecutados; Crockett fue uno de ellos.29

La importancia de esos mitos es que han servido para sustentar una falsa superioridad de los anglo-texanos sobre los mexicanos, a quienes se ha presentado como asesinos despiadados y traicioneros. Esta estereotipia condicionó las actitudes angloamericanas hacia los mexicanos y sirvió de racionalización, tanto para la posterior agresión estadounidense contra México, como para el mal trato de los chicanos. Es también significativo que los “defensores” del Álamo cuyos apellidos son hispánicos hayan sido excluidos de la lista de héroes texanos.

Como ya se ha dicho, el Álamo carecía de valor estratégico militar. Fue una batalla donde dos tontos se enfrascaron en un conflicto inútil. La resistencia de Travis significó para Santa Anna un retraso de solo cuatro días en su plan de campaña, puesto que los mexicanos tomaron San Antonio el 6 de marzo de 1836. Al principio, la defensa del Álamo no tuvo ni siquiera valor propagandístico. Después, el ejército de Houston fue menguándose, abandonándolo muchos voluntarios para acudir en ayuda de sus familias que huían de la avanzada del ejército mexicano. Además, la mayoría de los anglo-texanos no estaban orgullosos del Álamo y sabían que habían sido derrotados malamente. No obstante, a la larga el incidente tuvo como consecuencia la ayuda masiva de Estados Unidos, que envió voluntarios, armas y dinero. El estribillo “Recuerden el Álamo” se convirtió en llamado a las armas para los angloamericanos, tanto en Texas como en Estados Unidos.30

Con la derrota del Álamo y de la guarnición de Goliad, al sudeste de San Antonio, Santa Anna se hizo dueño de la situación. Persiguió a Sam Houston hasta sacarlo del territorio texano al noroeste del río San Jacinto. Santa Anna se enfrentó a Houston en una escaramuza el 20 de abril de 1836, pero no aprovechó la ventaja que tenía. Pensando que Houston atacaría el 22 de abril, Santa Anna y sus hombres se acomodaron a descansar para la batalla. Los texanos, sin embargo, atacaron el 21 de abril, a la hora de la siesta mexicana. Santa Anna había cometido un error grave: sabiendo que Houston tenía un ejército de mil hombres fue sumamente descuidado en sus precauciones defensivas. El ataque lo pescó totalmente desprevenido. Los gritos de “Recuerden el Álamo” y “Recuerden Goliat” se oían por todas partes.

Muchos historiadores han recalcado la violencia y la crueldad de los mexicanos en Texas. No hay duda de que en los encuentros con los texanos Santa Anna no daba cuartel; pero por lo general se ha soslayado la violencia de los angloamericanos. La batalla de San Jacinto fue literalmente una matanza de fuerzas mexicanas. Se hicieron pocos prisioneros. A los que se rendían “se les apaleaba y apuñalaba, incluso cuando se encontraban de rodillas. La matanza… se sistematizó: los fusileros texanos se arrodillaron y disparaban continuadamente contra la apretujada masa de soldados mexicanos”.31 Los texanos mataban a los meskins que huían. El conteo final de muertos fue de 630 mexicanos y solo dos texanos.

La batalla de San Jacinto suscitó bastante orgullo entre los angloamericanos, tanto en Texas como en Estados Unidos. Sin embargo, la viuda de Peggy McCormick, propietaria de los terrenos donde se dio la batalla, mostró con mayor ingenuidad los sentimientos de su raza hacia los mexicanos. “Protestó enérgicamente porque los cientos de cadáveres de mexicanos insepultos desmerecían su propiedad”. Poco después de la batalla pidió a Houston que sacara de sus tierras a “esos mexicanos apestosos”. Houston le contestó: “¡Señora, sus tierras serán famosas en la historia como el lugar clásico donde se obtuvo la gloriosa victoria de San Jacinto!”. La señora replicó: “¡Al diablo con su gloriosa victoria! Llévese sus mexicanos apestosos”. El éxito del sorpresivo ataque de Houston puso fin a la guerra. Santa Anna fue capturado y no tuvo más remedio que firmar la cesión del territorio. En octubre, Houston fue elegido presidente de la República de Texas.32 La victoria en Texas preparó el camino para la guerra entre Estados Unidos y México. Incitó sentimientos antimexicanos y alimentó el nacionalismo de la joven nación angloamericana. Es cierto que oficialmente Estados Unidos se había mantenido neutral, pero en realidad aportó grandes e cantidades de hombres, armas y dinero para sus colegas angloamericanos. Desde luego, no todos los angloamericanos aprobaron la guerra, pero cuando esta se desarrolló muchos respaldaron a los angloamericanos de Texas. La consciencia de la lucha sostenida por los anglo-texanos fue aumentando en Estados Unidos. La batalla del Álamo decidió a muchos neutrales a dar su apoyo a los anglo-texanos. La muerte de Bowie, Crockett y Trávis parecía justificar cualquier medida contra los mexicanos, del mismo modo que la muerte de Custer serviría más tarde para justificar la matanza de “los pieles rojas”. Más importante aún fue el odio generado por la guerra. Se presentó al mexicano como a un enemigo cruel, traicionero y tiránico en quien no se podía confiar. Estas estereotipadas imágenes perduraron hasta mucho después de la guerra y pueden percibirse en las actitudes angloamericanas hacia el chicano. La guerra de Texas dejó un legado de odio y determinó la situación de pueblo conquistado, en que quedaron los mexicanos que permanecieron en territorio texano.

LA GUERRA ENTRE MÉXICO Y ESTADOS UNIDOS

La guerra contra México es representativa del fervor expansionista de Estados Unidos en el siglo XIX. Parecía inexorable que la nación trasladara sus fronteras hacia el oeste, a menudo mediante guerras que ella misma provocaba. A mediados de la década de 1840, México se convirtió en el blanco. Los angloamericanos no podían renunciar a expandirse hacia un territorio en apariencia tan rico como las tierras baldías controladas por México al suroeste de Estados Unidos. A pesar de que para entonces ni su extensión ni su poderío eran abrumadores, ya resultaba peligroso compartir una frontera con Estados Unidos; era una nación arrogante en sus relaciones exteriores, en parte debido a que sus ciudadanos se consideraban cultural y racialmente superiores. México, por el contrario, era considerado una nación cuyo futuro sería superior a la de Estados Unidos. Sin embargo, México estaba plagado de problemas financieros y de conflictos étnicos internos; además, padecía un gobierno débil. La anarquía reinante en la nación actuó en detrimento de un desarrollo cohesivo.33 La guerra de Texas, que Harriet Martineau ha llamado “el robo más sofisticado de los tiempos modernos”, fue solo el preludio. Carl Degler ha resumido lo que verdaderamente aconteció:

[La guerra] no culminó en una victoria indiscutible para los texanos, puesto que México se negaba a reconocer la independencia de la recién proclamada República de Texas, a pesar de que el gobierno mexicano no tenía poder alguno para ejercer su autoridad sobre sus antiguos súbditos. Sin embargo, esa situación no impidió a los texanos negociar su anexión a Estados Unidos. En 1845, al aproximarse la consumación de esa anexión, México ofreció su reconocimiento total a la República de Texas a condición de que la fusión no se llevara a cabo. La historia ha demostrado que México tenía razón en temer que la anexión era meramente el preludio a sucesivas usurpaciones de su territorio. Ni Estados Unidos ni los texanos, sin embargo, permitieron que la preocupación mexicana impidiera la anexión. El ingreso de Texas a la Unión Norteamericana preparó el camino para la guerra entre Estados Unidos y México.34

En 1844, el arrastre de la doctrina del “Destino manifiesto” predominó en el caso de Texas sobre cualquier consideración legal relativa a los derechos de México en el suroeste de Estados Unidos. James K. Polk, partidario enérgico de la anexión de Texas y del expansionismo en general, obtuvo la presidencia de Estados Unidos; aunque ganó por pocos votos, se interpretó su elección como un mandato de expansión nacional. El presidente Tyler decidió actuar y pidió al Congreso que aprobara la anexión de Texas mediante una resolución conjunta; la medida fue aprobada pocos días antes de la instauración de Polk, quien respaldó el paso. En diciembre de 1845, Texas se convirtió en un estado de Norteamérica. México rompió inmediatamente las relaciones diplomáticas y Polk envió al general Zachary Taylor a Texas para defender la frontera. Sin embargo, la localización de la frontera era dudosa. Texas sostenía que era el río Grande, pero México, basándose en los precedentes históricos, la ubicaba 150 millas más al norte, en el río Nueces. Con el propósito de provocar a México, Taylor cruzó el Nueces con sus tropas y se instaló en el territorio en disputa, pero se abstuvo durante un tiempo de proseguir hasta el río Grande. Mientras tanto, en noviembre de 1845, Polk envió a John Slidell a México en una misión secreta para negociar sobre el territorio en disputa. La presencia de soldados angloamericanos entre el Nueces y el río Grande hacía que las negociaciones parecieran absurdas, y los mexicanos rehusaron entrevistarse con el embajador de Polk. Además, Slidell insistía en que se le recibiera en los términos deseados por Estados Unidos, es decir, como embajador permanente, y no con el carácter de emisario ad hoc que le conferían los mexicanos.35 Slidell regresó de México en marzo de 1846, convencido de que había que “castigar” a los mexicanos para que negociaran. El 28 de ese mismo mes el general Taylor se encontraba en la ribera del río Grande, al mando de un ejército de 4000 hombres.

Encolerizado por la negativa mexicana a recibir a Slidell en sus condiciones y por la reafirmación de los derechos de México sobre Texas formulada por el general Mariano Paredes, Polk había decidido ir a la guerra. Cuando las fuerzas mexicanas cruzaron el río Grande y atacaron al contingente del general Taylor –paso que sin duda Polk esperaba– el presidente de Estados Unidos halló una excusa para lanzarse al ataque. De inmediato preparó su mensaje de estado de guerra y el 13 de mayo de 1846, el Congreso declaró la guerra a México y autorizó el reclutamiento y abastecimiento de 50 000 soldados. Según Polk, “México ha derramado sangre norteamericana en suelo norteamericano”. En otras palabras, las acciones estadounidenses estaban justificadas; el país había sido provocado a guerrear”.36

Años más tarde, Ulises S. Grant dijo que creía que Polk deseaba que se provocara una guerra y dio pasos para conseguirlo, y que la anexión de Texas fue, de hecho, una agresión. Añadió: “Yo detestaba la guerra contra México… pero no tuve el valor moral necesario para renunciar… Consideraba que mi obligación suprema era hacia mi bandera”.37 Representante en el Congreso, Abraham Lincoln se opuso a la Guerra, demandado que Polk enseñara adonde atacaron las tropas mexicanas a las fuerzas norteamericanas.38

Nunca hubo dudas sobre cuál sería el resultado de la guerra. El ejército mexicano, mal equipado y mal dirigido, tenía pocas probabilidades de triunfar frente al empuje de los angloamericanos expansionistas. Aun antes de que se declarara la guerra, los angloamericanos, y particularmente Polk, estaban seguros de que la ganarían. El plan de guerrear de Polk consistía en tres etapas: 1] se sacaría a los mexicanos de Texas; 2] los angloamericanos ocuparían California y Nuevo México; y 3] fuerzas de Estados Unidos marcharían sobre la ciudad de México para obligar al gobierno derrotado a aceptar la paz dictada por Polk. Y, fundamentalmente, la campaña siguió ese itinerario. Al final, a un costo relativamente bajo de hombres y dinero, la guerra le produjo a Estados Unidos inmensas ganancias territoriales: toda la costa del Pacífico, desde San Diego hasta el paralelo 49, y toda el área comprendida entre la costa y la División Continental.

LA RAZÓN FUNDAMENTAL DE LA CONQUISTA

Glenn W. Price, autor de Origins of the War With México: The Polk-Stockton Intrigue, dice: “Los norteamericanos han tenido mayor dificultad que otros pueblos para enfrentar racionalmente sus guerras. Nos concebimos únicos, y a nuestra sociedad planificada y creada especialmente para evitar los errores de todas las demás naciones”.39 Muchos historiadores angloamericanos todavía pretenden pasar por alto la guerra entre Estados Unidos y México declarándola simplemente “una mala Guerra” del tiempo en que predominaba en Estados Unidos la doctrina del “Destino manifiesto”. Esto es tan peligroso como si los historiadores alemanes descartaran la Segunda Guerra Mundial, diciendo que sucedió durante el predominio de la doctrina del Lebensraum en Alemania. De hecho, la discusión en torno a la doctrina del “Destino manifiesto” ha apartado a los historiadores del problema principal, a saber, la agresión norteamericana planificada.

Los historiadores sostienen que la doctrina del “Destino manifiesto” encuentra sus raíces en la ideología puritana que todavía ejerce influencia en el pensamiento angloamericano. Esta doctrina se basaba en el concepto de la predestinación, que formaba parte del calvinismo. Dios destinaba a los hombres o al cielo o al infierno. En gran medida, la doctrina de la predestinación se fundamentaba en la del “pueblo escogido” del Antiguo Testamento. Los puritanos se consideraban el pueblo escogido del Nuevo Mundo. Esta creencia suscitó en los angloamericanos el convencimiento de que Dios los había hecho custodios de la democracia y que su misión era difundir los principios de esta. A medida que la joven nación se expandía hacia el oeste, que superaba su etapa infantil, a pesar de la guerra de 1812, y obtenía éxitos comerciales e industriales, se acrecentaba la consciencia de su predestinación. La doctrina Monroe de la década de 1820, advirtió al mundo que América no sería víctima de más conquistas ni colonizaciones; sin embargo, nunca se dijo que esa doctrina se aplicaba a Estados Unidos. Muchos ciudadanos comenzaron a creer que Dios los había destinado a ser dueños y señores de toda la tierra entre océano y océano, y de polo a polo. Su misión era difundir los principios de la democracia y del cristianismo entre los desafortunados del hemisferio. En las décadas de 1830 y 1840, México fue víctima de esta temprana versión angloamericana de la doctrina del Lebensraum.

Oscurece aún más el asunto de la agresión angloamericana planificada, lo que denuncia el profesor Price como la retórica de paz que Estados Unidos ha utilizado tradicionalmente para justificar sus agresiones. La guerra entre Estados Unidos y México constituye un estudio sobre el uso de esta retórica. Examínese, por ejemplo, el discurso pronunciado el 11 de mayo de 1846 por el presidente Polk, donde explica sus razones para ir a la guerra: “El deseo intenso de establecer la paz con México en condiciones liberales y honorables y la disposición de nuestro gobierno a ajustar nuestra frontera y otras causas de desavenencia con esa nación, siguiendo principios justos y equitativos que condujeran a relaciones permanentes de naturaleza amistosa, me indujeron en septiembre pasado a buscar el restablecimiento de relaciones diplomáticas entre los dos países”.40 Polk prosiguió declarando que Estados Unidos había hecho todo lo posible por no irritar a los mexicanos, pero que el gobierno de México había rehusado recibir a un emisario norteamericano. Pasó entonces revista a los acontecimientos que condujeron a la guerra y concluyó: “Dado que existe una guerra y que a pesar de nuestros esfuerzos por evitarla existe por causa del propio México, todas las consideraciones del patriotismo y del deber, nos obligan a reivindicar decididamente el honor, los derechos y los intereses de nuestro país”.41

Esta retórica, según la cual Estados Unidos tenía el deber de ir a la guerra para mantener la paz y reivindicar su honor, recuerda la mayoría de las injerencias bélicas de Estados Unidos. La necesidad de justificar las acciones estadounidenses resulta evidente en las historias que ofrecen diferentes teorías para explicar por qué Estados Unidos le robó a México parte de su territorio. En 1920, Justin F. Smith obtuvo un premio Pulitzer en historia angloamericana por una obra que culpaba a México de esta guerra. Lo asombroso es que Smith presuntamente examinó más de 100 000 manuscritos, 120 000 libros y folletos y 200 periódicos o más para llegar a esa conclusión. Es válido especular que se le premió por haber aliviado la consciencia de los angloamericanos. El “estudio”, publicado en dos volúmenes y titulado The War With México, utiliza análisis como el siguiente para sustentar sus hipótesis: “Al comienzo de su existencia independiente nuestro pueblo sentía el deseo ardiente y entusiasta de mantener relaciones cordiales con nuestra hermana República Mexicana; y muchos llegaban hasta el sentimentalismo absurdo por esta causa. Sin embargo, las fricciones fueron inevitables. Los norteamericanos eran directos, positivos, bruscos, ásperos y emprendedores; no podían comprender a sus vecinos del sur. Los mexicanos eran igualmente incapaces de captar nuestra buena voluntad, nuestra sinceridad, nuestro patriotismo, nuestra firmeza y nuestra valentía, y algunos aspectos de su carácter y de su condición nacional hacían muy difícil el trato con ellos”.42

Esta concepción de su propia ecuanimidad y justicia de parte de los funcionarios gubernamentales y los historiadores en lo que refiere a sus agresiones alcanza también las relaciones entre la mayoría social y los grupos minoritarios. Los angloamericanos creen que la guerra redundó en beneficio del suroeste y de los mexicanos que se quedaron o que luego emigraron allí. Ahora gozaban los beneficios de la democracia y estaban libres de la tiranía. Dicho de otro modo, los mexicanos deberían estar agradecidos a los angloamericanos. Si hay choques entre estos y los mexicanos, se nos dice, se debe a que el mexicano no es capaz de entender ni apreciar los méritos de una sociedad libre, la cual tiene que defenderse contra los ingratos. Por lo tanto, la guerra interna, o sea, la represión, se justifica con la misma retórica con que se justifica la agresión internacional.

Por fortuna, algunos historiadores han recusado a los propagandistas. Ramón Eduardo Ruiz, por ejemplo, ha disipado la cortina de humo levantada por muchos de sus predecesores. En The Mexican War: Was It Martifest Destiny escribe: “En ninguna otra guerra ha logrado Estados Unidos victorias tan asombrosas como las de la guerra con México de 1846-1848. Después de una cadena ininterrumpida de triunfos militares desde Buenavista hasta Chapultepec, y de su primera injerencia militar en una capital extranjera, los norteamericanos añadieron a su dominio los vastos territorios de Nuevo México y California. También había cumplido así Estados Unidos su destino manifiesto, ese credo de los expansionistas norteamericanos, según el cual la Providencia les había encomendado la misión moral de ocupar todas las tierras vecinas. Ningún norteamericano puede negar que la guerra resultó provechosa”.43 Ruiz puntualiza, además, que hay poco interés en Estados Unidos por lo que se ha llamado la guerra mexicana; desinterés que subraya la propensión angloamericana a olvidar las cosas desagradables. Ruiz contrasta la débil reacción de los angloamericanos a la guerra con la de los mexicanos: “Esa guerra es una de las tragedias de la historia mexicana. Al contrario de los norteamericanos, que han relegado el conflicto al pasado, los mexicanos no lo olvidan. México salió de la guerra despojado de la mitad de su territorio; su pueblo quedó derrotado, desalentado y dividido”.44 En su estudio, Ruiz examina las diversas teorías sobre la guerra y pone de manifiesto los intentos de los estudiosos para justificarla.

Otras obras recientes acusan a Estados Unidos de haber “fabricado la guerra”.45 En su audaz monografía, mencionada antes, Price demuestra claramente cómo México fue víctima de una conspiración encaminada a obligarlo a hacer una guerra y a ceder su territorio. La obra examina principalmente las actividades del comodoro Robert F. Stockton, quien se trasladó a Texas antes de que el territorio se anexara a Estados Unidos y estimuló a los líderes republicanos de ese estado, para que atacaran a México y lo arrastraran a la guerra. Stockton les aseguró que Estados Unidos respaldaría a Texas cuando fuese invadida; por otra parte, California y el suroeste serían anexados a Estados Unidos. Para poner en práctica este plan, Stockton, hombre muy rico, aportó su propio dinero, y recibió el estímulo activo del presidente James Polk, hombre que, retóricamente, hablaba de paz.

EL MITO DE UNA NACIÓN PACIFISTA

Gran número de obras sobre la guerra entre México y Estados Unidos se han ocupado de las causas y resultados de la guerra, estudiando en ocasiones la estrategia de esta. No obstante, es necesario volver sobre el tema, puesto que la guerra dejó cicatrices muy reales, y puesto que las acciones angloamericanas en México son recordadas tan vívidamente como algunos sureños recuerdan la marcha de Sherman hacia el mar. Sin duda, la actitud de los mexicanos hacia los angloamericanos fue influida por la guerra de igual forma que la fácil victoria condicionó la actitud angloamericana con respecto a los mexicanos. Afortunadamente, muchos angloamericanos condenaron esta agresión y acusaron abiertamente a sus compatriotas de ser insolentes, ávidos de tierras y de haber provocado la guerra. Abiel Abbott Livermore, en The War With México Reviewed acusó a su país, escribiendo:

Una vez más, el orgullo de raza ha superado aún con mayor insolencia al orgullo nacional, siempre demasiado activo para la debida observancia de las exigencias de la fraternidad universal. Aparentemente los anglosajones han sido persuadidos de que son el pueblo elegido, la raza ungida por el Señor, los encargados de arrojar a los gentiles, e implantar su religión y sus instituciones en toda la tierra de Canaán que puedan sojuzgar.46

La obra de Livermore publicada en 1850, recibió el premio de la American Peace Society por “el mejor análisis de la guerra mexicana y los principios del cristianismo, y un lúcido estudio político”. A propósito de las causas de la guerra, escribió: “El trato que hemos dado, tanto al hombre rojo, como al hombre negro, nos ha acostumbrado a sentir nuestro poder y a olvidar la justicia”.47 Y más adelante observa: “La pasión por la tierra, también, es una característica dominante del pueblo americano… El dios Terminus es una deidad desconocida en América. Como el del hambriento muchacho de la fábula, el grito ha sido ‘más, más, dadnos más’”.48 A través de Livermore se despliega una perspectiva desconocida en la mayoría de los libros sobre la guerra. Otis A. Singletary en The Mexican War, como se hace en otros estudios similares, narra simplemente las batallas y sus resultados. Livermore monta un excelente proceso en el que declara culpable a Estados Unidos de crímenes de guerra si los patrones establecidos por los juicios de Nuremberg hubieran sido respetados: describe una política activa de conquista y pillaje.

Hay amplia evidencia de que Estados Unidos provocó la guerra. Ya citamos las impresiones del general Grant. La guerra misma era aún más insidiosa. La artillería de Zachary Taylor arrasó la ciudad mexicana de Matamoros, matando a cientos de civiles inocentes en el bombardeo. Muchos mexicanos se arrojaron al río Grande, aliviando sus sufrimientos en una tumba de agua.49 La ocupación que siguió fue aún más aterradora. El ejército regular de Taylor estaba supuestamente bajo control, pero los voluntarios planteaban otro problema: “Los regulares consideraban a los voluntarios, de los que cerca de dos mil habían llegado a Matamoros a finales de mayo, con impaciencia y desprecio… Robaron a los mexicanos su ganado y su maíz, les arrebataron sus cercas para hacer fuego, se emborrachaban y mataron a muchos ciudadanos inofensivos en las calles de la ciudad”.50 Hubo numerosos testigos de estos incidentes. Por ejemplo, el 25 de julio de 1846, Grant escribió a Julia Dent:

Desde que estamos en Matamoros han sido cometidos muchísimos asesinatos y lo extraño es que los métodos empleados para evitar sus frecuentes repeticiones parecen ser muy débiles. Algunos de los voluntarios y casi todos los texanos parecen encontrar perfectamente correcto dominar a los habitantes de una ciudad conquistada sin ninguna limitación, e incluso asesinarlos cuando el hecho puede hacerse en secreto. ¡Y cuánto parecen disfrutar los actos de violencia! No pretendo calcular el número de asesinatos cometidos entre los mexicanos pobres y nuestros soldados, desde que estamos aquí, pero el número te sorprendería.51

Simultáneamente, los corresponsales informaban de actos de inútil y absurda destrucción.52 Taylor conocía estas atrocidades, pero, como observó Grant, era poco lo que se hacía para refrenar a los hombres. En una carta a sus superiores. Taylor admitió: “Escasamente habrá una forma de crimen que no me haya sido reportada como cometida por ellos”.53 Taylor pidió que no le enviaran más tropas del estado de Texas. Estos actos vandálicos no estaban limitados a los hombres de Taylor. Los cañones de los barcos de la flota norteamericana destruyeron gran parte del sector civil de Veracruz, arrasando un hospital, iglesias y casas. Las bombas no discriminaban en cuanto a edad ni sexo. Las tropas angloamericanas repitieron igual actuación en casi todas las ciudades que invadieron; primero era sometida a la prueba del fuego y luego saqueada. Los voluntarios gringos no tenían respeto a nada, profanando iglesias y ultrajando a curas y monjas.

Durante estas campañas eran comunes las ejecuciones militares. Los soldados y civiles capturados eran ejecutados, generalmente ahorcados por colaborar con las guerrillas. Un aspecto interesante es que muchos inmigrantes irlandeses, así como algunos otros anglos, desertaron pasándose al lado mexicano, formando el cuerpo San Patricio. Se pasaron a los mexicanos “debido al disgusto innato de las masas por la guerra, el mal trato y la pobre subsistencia.54 Muchos de los irlandeses eran también católicos, y resentían el trato que daban a los curas y monjas los invasores protestantes. Se ha calculado que uno 260 angloamericanos lucharon junto a los mexicanos en Churubusco en 1847. “Parece que fueron capturados unos ochenta… Unos cuantos fueron encontrados inocentes y los dejaron en libertad. Unos quince, que habían desertado antes de la declaración de guerra, fueron simplemente marcados con una ‘D’ [desertor], y cincuenta de los capturados en Churubusco fueron ejecutados”.55 Otros recibieron doscientos latigazos y fueron obligados a cavar fosas para sus compañeros ejecutados.56

No necesitamos acudir a fuentes mexicanas para reseñar el reino de terror instaurado por las tropas yanquis. Memorias, diarios y artículos periodísticos escritos por angloamericanos lo documentan. Nos concentraremos aquí en el libro de Samuel E. Chamberlain My Confessions. Solo tenía 17 años cuando se alistó en el ejército para combatir a los greasers. Muchas de sus “‘confesiones’ tratan de la invasión de México y las atrocidades de los anglos, especialmente de los Texas Rangers. El autor refleja el racismo de los invasores. En la ciudad mexicana de Parras, escribió: “Encontramos que la patrulla se había hecho culpable de muchos ultrajes… Entraron violentamente en la Iglesia de San José, mientras se celebraba la misa, llena de mujeres arrodilladas y niños, y entre juramentos y burlas obscenas arrestaron a los soldados que tenían permiso para estar presentes”.57 En otra ocasión, describe una masacre realizada por voluntarios, la mayor parte pertenecientes a la caballería de Yell, en una cueva:

Al llegar al lugar encontramos a un greaser fusilado y con el cuero cabelludo arrancado, pero que todavía respiraba; el pobre hombre sostenía en las manos un rosario y una medalla de la “virgen de Guadalupe”, solo sus débiles movimientos impedían a los feroces buitres caer sobre él mientras aún seguía con vida. Por compasión se le atravesó con un sable y seguimos apresuradamente nuestro camino. Muy pronto llegaron a nuestros oídos gritos y maldiciones, llantos de mujeres y niños, provenientes al parecer de una cueva al fondo de la quebrada. Trepando sobre las rocas llegamos a la entrada, y tan pronto como nuestra vista se acostumbró a la oscuridad contemplamos una escena espantosa. La cueva estaba llena de nuestros voluntarios aullando como endemoniados, mientras que en el suelo rocoso yacían unos veinte mexicanos, muertos o agonizando sobre charcos de sangre. Mujeres y niños se aferraban a las rodillas de los asesinos pidiendo a gritos compasión.58

Chamberlain continuaba:

La mayor parte de los mexicanos asesinados habían sido escalpados; solamente tres hombres no habían sido heridos. Un tosco crucifijo estaba clavado en una roca y algún miserable irreverente había coronado la imagen con un sangriento cuero cabelludo. Un olor insoportable llenaba el lugar. Las mujeres y niños sobrevivientes empezaron a dar grandes gritos al vernos, ¡pensaban que nosotros llegábamos a terminar el trabajo!

Chamberlain concluía: “Nadie fue castigado por este crimen”.59 Cerca de Saltillo, Chamberlain dejó constancia de las acciones de los rangers. Sus descripciones son gráficas. Un anglo borracho entró en la Iglesia y arrojó al suelo una imagen de madera de nuestro Salvador, y anudándole al cuello su reata, montó en su caballo y galopó arriba y abajo de la plazuela, arrastrando la imagen tras él. El venerable sacerdote de cabellos blancos, al tratar de rescatar la imagen, fue arrollado y pisoteado por el caballo del ranger.60

Los mexicanos se enfurecieron y atacaron al texano; entre tanto, los rangers regresaron: “Al entrar a galope en la plaza, vieron a su miserable camarada colgando de la cruz, con la piel colgando en jirones, rodeado por una turba de mexicanos. Con gritos de horror los rangers cargaron sobre la multitud atacando con sus cuchillos y revólveres, sin hacer distinciones de edad ni sexo en su terrible furia”.61 Chamberlain es explícito en su desprecio por los rangers: “El general Taylor no solo recaudaba [a los mexicanos] las gabelas impuestas por la fuerza de las armas, sino que además lanzaba sobre el país las jaurías de sabuesos humanos llamados Texas Rangers”.62 Prosigue describiendo la brutalidad de los rangers en el Rancho de San Francisco situado en el camino de Camargo cerca de Agua Fría: “El lugar estaba rodeado, las puertas fueron derribadas y todos los hombres capaces de manejar armas fueron arrastrados fuera, amarrados a un poste y ¡fusilados!… Treinta y seis mexicanos fueron fusilados en este lugar; se concedió media hora para que los horrorizados sobrevivientes, mujeres y niños, sacaran sus escasas pertenencias, luego prendieron fuego a las casas, y a la luz de las llamas del incendio los feroces texanos se alejaron al galope hacia nuevas acciones sangrientas”.63 Estos imperdonables actos de crueldad, presenciados por un hombre, se suman a los relatos de otros cronistas, dando más peso a la evidencia de que Estados Unidos, a través de las acciones de sus soldados, dejó en México un legado de odio.

La omisión de las atrocidades de la guerra en las historias angloamericanas ha conducido a muchos angloamericanos a considerar el conflicto como una guerra elegante, en la que los mexicanos fueron derrotados en una lucha limpia y resultando afortunados de haber perdido únicamente su tierra. Esta indiferencia por parte de los anglos es lo que no ha permitido cicatrizar las heridas de los mexicanos y lo que ha mantenido vivos los viejos odios. Ha perpetuado, para los chicanos, la realidad de que son un pueblo conquistado: los mexicanos y los indios son los únicos pueblos de Estados Unidos que fueron forzados a formar parte de esa nación después de la ocupación de sus tierras por tropas angloamericanas.

EL TRATADO DE GUADALUPE HIDALGO

Cuando el general Winfield Scott derrotó a Santa Anna en el violento combate de Churubusco, a fines de agosto de 1847, la guerra estaba a punto de terminar. Esto colocó a los angloamericanos a las puertas de la ciudad de México. Santa Anna buscó un armisticio y durante dos semanas se condujeron las negociaciones. Sin embargo, Santa Anna reorganizó sus defensas durante este periodo y, a su vez, los angloamericanos renovaron sus despiadados ataques. El 13 de septiembre de 1847, Scott entró en la ciudad. Aunque los mexicanos defendieron valientemente su capital, la batalla dejó 4000 muertos y 3000 prisioneros entre sus hombres. El 13 de septiembre, antes de comenzar la ocupación de México, los niños héroes detuvieron a los conquistadores y prefirieron la muerte antes que rendirse. Estos cadetes adolescentes (Agustín Melgar, Francisco Márquez, Juan Escuda, Femando Montes de Oca, Vicente Suárez y Juan de la Barrera), se convirtieron en “símbolo e imagen de esta injusta Guerra”.64

Aunque los mexicanos estaban derrotados la guerra continuó. La primera magistratura recayó en el presidente de la Suprema Corte, Manuel de la Peña y Peña. Este sabía que México había perdido y que su deber consistía en salvar lo más que fuese posible. La presión aumentó, porque Estados Unidos controlaba gran parte del actual México. Nicholas Trist, enviado a México para actuar como comisionado de paz, no pudo iniciar las negociaciones hasta enero de 1848. Trist llegó a Veracruz el 6 de mayo de 1847, donde tuvo “un altercado vigoroso pero temporal con Scott”. Las negociaciones se conducían a través de la legación británica, pero se atrasaron debido a la enfermedad de Trist. Este retraso obligó a hacer un arreglo apresurado y, después de la caída de la ciudad de México, el secretario de Estado James Buchanan quiso revisar las instrucciones de Trist. Le ordenó romper las negociaciones y volver a casa.65 Aparentemente, Polk había empezado a considerar la posibilidad de exigir más territorio a México y de pagar menos por él. No obstante, Trist, con el apoyo de Winfield Scott, decidió ignorar las órdenes de Polk, y procedió a negociar en los términos originales. México, derrotado, con su gobierno trastornado, no tenía más elección que acceder a las propuestas angloamericanas.

El 2 de febrero de 1848 los mexicanos aceptaron el Tratado de Guadalupe Hidalgo, por el que México aceptaba el río Grande como frontera con Texas y cedía el suroeste (que abarcaba los actuales estados de Arizona, California, Nuevo México, Utah, Nevada y partes de Colorado) a Estados Unidos recibiendo a cambio 15 millones de dólares. Polk se enfureció con este tratado; consideraba a Trist ‘Vilmente infame” por haber ignorado sus órdenes. Pero no le quedaba más remedio que someter el tratado al Senado. A excepción del artículo x, el Senado ratificó el tratado el 10 de marzo de 1848, con 28 votos a favor por 14 en contra. Insistir en la exigencia de más territorio hubiera significado más lucha, y tanto Polk como el Senado consideraban que la guerra ya comenzaba a ser impopular en muchos sectores. El tratado fue enviado al Congreso mexicano para su ratificación y, aunque el Congreso tuvo dificultades para formar un quorum, el acuerdo fue ratificado el 19 de mayo con 52 votos a favor por 35 en contra. De esta manera, las hostilidades entre ambas naciones terminaban oficialmente. Sin embargo, Trist fue calificado de “bribón”, porque Polk estaba disgustado con el acuerdo. En Estados Unidos había apoyo y fervor considerable hacia la adquisición de México.

Contrariamente a la creencia popular, México no abandonó a sus ciudadanos que habitaban dentro de las fronteras del nuevo territorio de Estados Unidos. Los negociadores mexicanos estaban preocupados por los mexicanos que quedaban atrás, y expresaron grandes reservas acerca de la posibilidad de que estas personas se vieran forzadas a “sumergirse o mezclarse” en la cultura angloamericana. Protestaron por la exclusión de medidas que protegieran los derechos, títulos de tierras y religión de los ciudadanos mexicanos. Querían conocer el estatus de los mexicanos, y querían proteger sus derechos mediante un tratado. Las previsiones que se refieren específicamente a los mexicanos y sus derechos se encuentran en los artículos VIII y IX y en el omitido artículo X. Tomadas en el contexto de la renuencia de las autoridades mexicanas a abandonar a sus ciudadanos a una nación que virtualmente no tenía respeto por los mexicanos, es fácil comprender por qué los chicanos están tan encolerizados por las violaciones a su identidad cultural.

Según el Tratado de Guadalupe Hidalgo, los mexicanos dejados atrás disponían de un año para elegir entre regresar al interior de México o permanecer en el “México ocupado”. Cerca de 2000 eligieron trasladarse: sin embargo, la mayor parte permaneció en lo que consideraba su territorio. La situación era muy similar a la de otros pueblos conquistados, porque la legalidad de la ocupación por la fuerza está todavía a discusión. El artículo IX del tratado garantizaba a los mexicanos: “El disfrute de todos los derechos de los ciudadanos de los Estados Unidos según los principios de la Constitución; y al mismo tiempo debían ser protegidos y apoyados en el libre disfrute de su libertad y propiedad y debía garantizárseles el libre ejercicio de su religión sin restricciones”.66 Este artículo y la adhesión de Estados Unidos hacia él han sido ampliamente discutidos por los estudiosos. Muchas fuentes admiten que los angloamericanos han respetado la religión de los chicanos; por otra parte, los chicanos y estudiosos renombrados opinan que los derechos de la integridad cultural y los derechos de ciudadanía han sido constantemente violados. Lynn I. Perrigo, en The American Southwest, resume las garantías de los artículos VIII y IX, escribiendo: “En otras palabras, además de los derechos y deberes de los ciudadanos norteamericanos, ellos [los mexicanos] tendrán algunos privilegios especiales derivados de sus costumbres anteriores respecto a idioma, leyes y religión”.67

A pesar de estas garantías, los chicanos han sido sometidos a un genocidio cultural, así como a violaciones de sus derechos. La Documentary History of the Mexican Americans, publicada en 1971, afirma: “Como única minoría, aparte de los indios, asimilada mediante la conquista, los mexicanos norteamericanos han sido sometidos a una discriminación económica, social y política, así como a un alto grado de violencia a manos de sus conquistadores anglos. Durante el periodo comprendido entre 1865 y 1920, volvieron a producirse linchamientos de mexicanos norteamericanos en el suroeste. Pero la peor violencia ha sido la inflexible discriminación contra la herencia cultural –idioma y costumbres– de los mexicanos norteamericanos, sumada a la explotación económica de todo el grupo. Los derechos de propiedad estaban garantizados, pero no defendidos, por los gobiernos federal ni estatal. La igualdad ante la ley ha sido constantemente burlada en las comunidades mexicano-norteamericanas”.68

Igual de polémica es la protección explícita de la propiedad. Aunque la mayoría de los análisis no consideran el omitido artículo x, este artículo incluía amplias garantías protegiendo “todos los títulos de propiedad anteriores y pendientes de cualquier descripción”. Cuando esta cláusula fue rechazada por el Senado de Estados Unidos, los representantes mexicanos protestaron. Los emisarios angloamericanos los tranquilizaron redactando una Declaración de Protocolo el 26 de mayo de 1848, que decía así: “El gobierno norteamericano, al suprimir al artículo X del Tratado de Guadalupe Hidalgo, no pretendía en ninguna forma anular las concesiones de tierras hechas por México en los territorios cedidos. Estas concesiones… conservan el valor legal que puedan tener, y los concesionarios pueden tramitar sus derechos (títulos) para que sean reconocidos ante los tribunales norteamericanos. De acuerdo a la ley de Estados Unidos, los títulos legítimos de cualquier tipo de propiedad, personal y real, existente en los territorios cedidos, son los mismos que eran títulos legítimos bajo la ley mexicana de California y Nuevo México hasta el 13 de mayo de 1846, y en Texas hasta el 2 de marzo de 1836”.69

Es dudoso, considerando la oposición mexicana al tratado, que el Congreso mexicano hubiera ratificado el tratado sin esta aclaración. La votación fue reñida. La Declaración de Protocolo fue reforzada por los artículos VIII y IX, que garantizaban los derechos mexicanos de propiedad y de protección legal. Además, las decisiones de los tribunales siempre interpretaron el tratado como protector de los títulos de tierras y derechos de aguas. No obstante, sigue siendo un hecho que la propiedad fue arrebatada y los derechos individuales violados, sobre todo mediante manipulaciones políticas.

Una cosa es hacer un tratado y otra respetarlo. Estados Unidos tiene una tradición particularmente pobre en cuanto a la forma en que ha cumplido las obligaciones de sus tratados, y como veremos en los siguientes capítulos, casi absolutamente todas las cláusulas arriba citadas fueron violadas, confirmando la profecía del diplomático mexicano Manuel Crescendo Rejón, quien comentó en la época de la firma del tratado:

Nuestra raza, nuestro infortunado pueblo tendrá que ir a buscar hospitalidad a una tierra extraña, solo para ser arrojados después. Descendientes de los indios como somos, los norteamericanos nos odian, sus representantes nos menosprecian, aun cuando reconozcan la justicia de nuestra causa, y no nos consideran dignos de formar con ellos una sola nación y una sola sociedad, manifiestan claramente que su futura expansión comienza con el territorio que nos quitan y haciendo de lado a nuestros compatriotas que habitan esa tierra.70

CONCLUSIÓN

Manuel Crescencio Rejón confirma el legado dejado por la conquista anglo y su violencia. Los mexicanos fueron víctimas de injustas agresiones y transgresiones contra ellos y su nación. Mezclada con sentimientos de superioridad racial y cultural angloamericana, la violencia creó un legado de odio en ambos lados que ha sobrevivido hasta el presente. La imagen del texano ha llegado a identificarse con la del aborrecible y rudo opresor en toda Latinoamérica, mientras que muchos angloamericanos consideran a los chicanos como extranjeros con derechos inferiores. Como resultado de la guerra de Texas y las agresiones angloamericanas de 1845-1848, comenzó la ocupación del territorio chicano y empezó a tomar forma la colonización. La actitud de los anglos, durante el periodo de dominación que siguió a las guerras, se refleja en las conclusiones del famoso historiador texano que fue presidente de la American Historical Association, Walter Prescott Webb:

Era necesaria una sociedad europea homogénea adaptable a nuevas condiciones. Esto no lo podía ofrecer España en Arizona, Nuevo México y Texas. Sus fronteras, a medida que avanzaban, dependían cada vez más de una población india… Esta mezcla de razas significó con el tiempo que los soldados rasos del ejército español provenían principalmente de los indios pueblo o sedentarios, cuya sangre, comparada con la de los indios comunes, era como agua estancada. Hacía falta algo más que una pequeña mezcla de sangre española y un barniz de instrucción militar española para hacer soldados valerosos de los tímidos indios pueblo.71

Había comenzado una nueva era y, según los angloamericanos, contaban con un pueblo homogéneo y racialmente superior para dirigirla. La conquista sentó las bases de la colonia y justificó los privilegios económicos y políticos establecidos por los conquistadores. Muchos angloamericanos, historiadores tanto como profanos, padecen una amnesia histórica con respecto a cómo adquirieron y cómo mantuvieron el control sobre la tierra y el pueblo conquistado.

1 Cecil Robinson, “Flag of Illusion”, The American West, mayo 1968, v. v, no.3, 15.

2 T.R. Fehrenbach, Lone Star: A History of Texas and the Texans, New York: The Macmillan Co, 1968, 128.

3 Walter Prescott Webb, The Texas Rangers: A Century of Frontier Defense, Austin: University of Texas Press, 1965, 21-22. Tijerina, Tejanos under the Mexican Flag, 25-45. Letter from Gen. Manuel de Mier y Terán to Lucás Alamán, “¿En qué parará Texas? En lo que Dios quiera”. (“What is to become of Texas? Whatever God wills”.), julio 2, 1832, Sons of DeWitt Colony Texas.

4 Fehrenbach, op.cit., 163-64.

5 Eugene G. Barker, Mexico and Texas, 1821-1835, Russell & Russell, Nueva York, 1965, 52.

6 Barker, op. cit., 74-80

7 Ibid., 80-82.

8 Fehrenbach, op. cit., 182.

9 Ibid., 181. Andrés Tijerina, Texanos Under the Mexican Flag, 1821-1836, College Station: Texas A & M University Press, 1994, 3-24.

10 Carlos Castañeda, Our Catholic Heritage in Texas, 1519-1933, vol. 6, New York: Arno, 1976, Vol. 6, 252-53. Fehrenbach, Lone Star, 181. Andrés Tijerina, Texanos Under the Mexican Flag, 1821-1836, College Station: Texas A & M University Press, 1994, 113. See Stephen F. Austin, Texas State Library & Archives Commission, http://www.tsl.state.tx.us/treasures/giants/austin/austin-01.html.

11 Nathaniel W. Stephenson, Texas and the Mexican War: A Chronicle of the Winning of the Southwest, New York: United States Publishing, 1921, 51.

12 Stephenson, Texas and the Mexican War, 52. Barker, Mexico and Texas, 1821-1835, 128. Castañeda, in Vol. 6, 234. Gene M. Brack, Mexico Views Manifest Mexico Views Manifest Destiny, 1821-1846: An Essay on the Origins of the Mexican War, Albuquerque: University of New Mexico Press, 1975. Fehrenbach, Lone Star, 188. Hutchinson, 6. Address of the Honorable S. F. Austin, Louisville, Kentucky, marzo 7, 1836, The Avalon Project, http://avalon.law.yale.edu/19th_century/texind01.asp.

13 Stephenson, op.cit., 52,

14 Fehrenbach, Lone Star, 188-89. Address of the Honorable S. F. Austin, Louisville, Kentucky, marzo 7, 1836, The Avalon Project, http://avalon.law.yale.edu/19th_century/texind01.asp. Austin septiembre 19, 1835 letter, http://www.tsl.state.tx.us/treasures/giants/austin/austin-safety-1.html.

15 Fenrenbach, op.cit., 180.

16 Ibid., 181.

17 Barker, op.cit., 146.

18 Ibid., 147,

19 Ibid., 147.

20 Ibid., 148-49/

21 Ibid., 162.

22 Fehrenbach, op. cit., 189.

23 Felix Almaraz, ‘The Historical Heritage if the Mexican America in 19th century Texas”, The Role of the Mexican American in the History of the Southwest, Inter-American Institute. Pan American College, Edinburg, Texas, 1969, 20-21.

24 Walter Lord, “Myths and Realities of the Alamo”, The American West, 5 mayo de 1968, n. 3.

25 Lord, op. cit., 20.

26 Rafael Trujillo Herrera, Olvídate de El Álamo, La Prensa, México, D.F., 1965.

27 Lord, op. cit., 18. Santa Anna no había destacado a la mayoría de su ejército al Alamo, pues un gran número había sido asignado a otros lugares.

28 Ibid., 22.

29 Ibid., 24.

30 Ibid., 25.

31 Fehrenbach, op. cit., 232.

32 Marilyn McAdamis Sibley, Travelers in Texas 1761-1860, Austin: University of Texas, 1967, 108-9.

33 Charles A. Hale, Mexican Liberalism in the Age of Mora, 1821-1853, New Haven, CT: Yale University Press, 1968, 11-12, 16.

34.Carl N. Degler, Out of Our Past: The Forces That Shaped Modern America, New York: Harper & Row, 1970, 107.

35 Albert C. Ramsey, ed. and trans., The Old Side or Notes for the History of the War Between Mexico and the United States, reprint ed., New York: Burt Franklin, 1970, 28-29. Ramón Alcaraz et al., Apuntes para la Historia de la Guerra Entre México y los Estados Unidos, México, DF: Tipografía de Manuel Payno, Hiho, 1848, 27-28. For an excellent account of Slidell’s mission, see Dennis Eugene Berge, “Mexican Response to United States Expansion, 1841-1848”, PhD dissertation, University of California, Los Angeles, 1965.

36 James. D. Richardson, A Compilation of the Messages and Papers of the Presidents, 10 vols., Washington, DC: Government Printing Office, 1905, 4, 428-42, quoted in Arvin Rappaport, ed., The War with Mexico: Why Did It Happen?, Skokie, IL: Rand McNally, 1964, 16. President James Polk’s State of the Union Address, diciembre 2, 1845. Joint Session of Congress, State of the Union Address, 29th Congress, First Session, diciembre 2, 1845, http://www.presidentialrhetoric.com/historicspeeches/polk/stateoftheunion1845.html. James K. Polk, Message on War with Mexico, mayo 11, 1846, http://www.pbs.org/weta/thewest/resources/archives/two/mexdec.htm

37 Grady McWhiney & Sue McWhiney, eds., To Mexico with Taylor and Scott, 1845-1847, Waltham, MA: Praisell, 1969, 3. Letter from Ulysses S. Grant to Fiancée Julia Dent, julio 25, 1846. John Y. Simon, The Papers of Ulysses S. Grant, Vol. 1, London: Feffer & Simons, 1967, 102.

38 Abraham Lincoln’s “Spot Resolutions”, Resolution and Preamble on Mexican War: “Spot Resolutions”, The Abraham Lincoln Papers at the Library of Congress, diciembre 22, 1847, http://memory.loc.gov/cgi-bin/query/r?ammem/mal:@field(DOCID+@lit(d0007000)).

39 Glenn W. Price, Origins of the War with Mexico: The Polk-Stockton Intrigue, Austin: University of Texas Press, 1967, 7.

40 quoted in Arvin Rappaport, ed., The War with Mexico: Why Did It Happen?, Skokie, IL: Rand McNally, 1964, 16. President James Polk’s State of the Union Address, diciembre 2, 1845. Joint Session of Congress, State of the Union Address, 29th Congress, First Session, diciembre 2, 1845, http://www.presidentialrhetoric.com/historicspeeches/polk/stateoftheunion1845.html. James K. Polk, “Message on War with Mexico”, mayo 11, 1846, http://www.pbs.org/weta/thewest/resources/archives/two/mexdec.htm.

41 Ibid., 16.

42 Justin H. Smith, The War with Mexico, Vol. 2, Gloucester, MA: Peter Smith, 1963, 310.

43 Ramon Eduardo Ruiz, The Mexican War: Was It Manifest Destiny?, New York: Holt Rinehart and Winston, 1963, 1.

44 Ruiz, op.cit., p.1.

45 Según Chamberlain, Taylor recaudó más de un millón entre los habitantes de Nuevo León y Tamaulipas.

46 Abiel Abbott Livermore, The War with Mexico Reviewed, Boston, MA: American Peace Society, 1850, 8.

47 Ibid., 11.

48 Ibid., 12.

49 T. B. Thorpe, Our Army on the Rio Grande, cit. en Abiel Abbott Livermore, The War with Mexico Reviewed, Boston, MA: American Peace Society, 1850, 126.

50 Alfred Hoyt Bill, Rehearsal for Conflict, New York: Knopf, 1947, 122.

51 John Y. Simon, The Papers of Ulysses S. Grant, Vol. 1, London and Amsterdam: Feffer & Simons, 1967, 102.

52 Livermore, op. cit., 140.

53 Ibid., 147-48.

54 Smith, vol. I, 550, nota 6.

55 Ibid., vol. II, 385, nota 18.

56 Livermore, op. cit., 160.

57 Samuel E. Chamberlain, My Confessions, New York: Harper & Row, 1956, 75.

58 Ibid., 87.

59 Ibid., 88,

60 Ibid., 174.

61 Ibid.

62 Ibid., 176.

63 Ibid., 177.

64 Alfonso Zabre, Guide to the History of Mexico: A Modern Interpretation, Austin: Pemberton Press, 1969, 300.

65 Dexter Perkins and Glyndon G. Van Deusen, The American Democracy: Its Rise to Power, New York: Macmillan, 1964, 237.

66 Wayne Moquin et al., eds., A Documentary History of the Mexican American, New York: Praeger, 1971, 185.

67 Lynn I. Perrigo, The American Southwest, New York: Holt, Rinehart and Winston, 1971, 176.

68 Moquin, op. cit., 181.

69 Compilation of Treaties in Force, Washington, DC: Government Printing Office, 1899, 402, cit. en Perrigo, The American Southwest, 176. The Querétaro Protocol, mayo 26, 1848, Protocol of Quéretaro en Rodolfo F. Acuña and Guadalupe Compeán, eds., Voices of the U.S. Latino Experience, Westport: Greenwood, 2008, 113-4.

70 Antonio de la Peña y Reyes, Algunos Documentos sobre el Tratado de Guadalupe-Hidalgo, México, DF: Sec de Rel. Ext., 1930, 159, cit. en Richard Gonzales, “Commentary on the Treaty of Guadalupe Hidalgo”, en Feliciano Rivera, ed., A Mexican American Source Book, Menlo Park, CA: Educational Consulting Associates, 1970, 185.

71 Walter Prescot Webb, The Great Plains, Grosset & Dumlap, 1931, 125-26.

América ocupada

Подняться наверх