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Plaza Italia a poto pelado

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Dentro de la campaña del 84 hay un factor que, aunque parezca extraño, ha sido más valorado incluso que el título: después de dieciséis años se le gana al archirrival, a la otra universidad.

Hay famosos hinchas de la UC, como Andrés Tupper, hermano de Raimundo y exdirigente, que alguna vez han admitido que pasaron toda la infancia, o toda su vida escolar, sin ganarle a la U. Dieciséis años. Una eternidad para cualquier fanático.

Es que para un hincha de la UC hay pocas alegrías más grandes que ganarles a los chunchos. Quizás es porque ha habido importantes definiciones entre los dos equipos –que mayoritariamente ha ganado la Católica– o por las historias que nos han contado nuestros abuelos de los clásicos universitarios.

En los 60 el partido entre ambas universidades paralizaba el país, especialmente después de que la Católica logró, inesperadamente, arrebatarle el título a los azules en 1961. El gran equipo del Ballet Azul se encontró al final del campeonato igualado en puntaje con la UC, forzando un partido de definición. Varios expulsados, patadas y juego muy intenso para un nuevo empate y otra definición, que ahora sí ganaron los cruzados por 3-2 con gol en los minutos finales de Fouillioux.

Fueron encuentros ásperos y duros que se complementaban muy bien con la competencia entre las barras antes de los encuentros, creando un espectáculo de horas en medio de una rivalidad que crecía.

Quizás desde esos días que el clásico universitario es tan importante para los hinchas de la UC. Ese es el partido que no se puede perder y el que más se goza cuando se gana. Por eso no puedo evitar pensar en cómo se sentían esos cruzados que pasaron tanto tiempo sin un triunfo.

Luis Alberto Roselli, el “Conejo”, estuvo cuatro años en Católica y nunca logró un triunfo frente a la U. El autor del gol más espectacular que se recuerde en un clásico universitario –la para de pecho, la pelota se levanta y le pega una media chilena desde fuera del área– dice que en esos años, fines de los 70, la diferencia institucional entre los dos equipos era “demasiado grande. Nosotros veníamos subiendo de segunda división y ellos tenían planteles más consolidados. Tenían mejores jugadores. Aunque hubo un partido en que casi acabamos con la paternidad, pero yo me perdí el gol del triunfo en el arco norte del Estadio Nacional”.

El dominio azul llevaba más de quince años, pero como toda maldición se tenía que acabar.

Y llegó el día: 20 de octubre 1984. Dos de Osvaldo Hurtado y el tercero de Gino Valentini. 3-2. El primer triunfo en un clásico universitario en dieciséis años.

El mismo Arica Hurtado me confesó que después de ese triunfo, él, Juvenal Olmos, Oscar Lihn y el hoy alcalde de Vitacura, Raúl Torrealba, se fueron a dar la vuelta olímpica a Plaza Italia. Pero era una vuelta olímpica con malicia: cada tanto se bajaban los pantalones y corrían a poto pelado celebrando.

Un alcalde de Vitacura, ¡de Vitacura!, celebrando a poto pelado en Plaza Italia. No quiero poner la imagen en la mente de nadie, pero es un hecho que sirve para graficar la euforia que vivió la hinchada ese día.

Ganarle a la U siempre ha sido especial y a eso hay que sumarle una espera que se debe haber sentido eterna.

Juvenal Olmos estuvo en la cancha esa noche y lo recuerda con vívida emoción: “Era extraño porque en las juveniles siempre le ganábamos a la U, y en Primera durante dos o tres años siempre estábamos a punto de ganarles y ellos se salvaban. Ahora no, por eso el triunfo fue muy especial”.

Se venía algo grande, se sentía en el ambiente. Se veía un equipo que entusiasmaba.

El mismo Andrés Tupper recuerda que gritó tanto ese gol “que casi perdí el conocimiento”. Y con él, varios. Muchos. Miles. El cabezazo de Valentini fue la antesala para el título de ese año, un campeonato tras dieciocho largos años de espera. Había niños y jóvenes que nunca habían visto a su equipo levantar la copa.

Pero había algo más.

Como dijimos antes, el trabajo de Ignacio Prieto no fue solo que el equipo jugara bien y ganara, fue abrazar una ideología futbolística. Basado en la escuela holandesa, la Católica empezó a practicar su versión del fútbol total, visionado por Riera en Chile y después patentando por Rinus Michels y perfeccionado por Cruyff en Holanda y en el Barcelona. Todos jugaban en varios puestos. No era raro ver, si uno afinaba la vista en el estadio, a Andrés Romero, lateral derecho, cambiándose de posición con Fabián Estay, volante por la derecha. O como Juvenal Olmos llevaba su sociedad con Osvaldo Hurtado a otro nivel y “Arica” pasaba al mediocampo, metía el pase, y Juvenal aprovechaba su potencia para llegar al gol en delantera. O el mismo Raimundo Tupper, ícono de la polifuncionalidad, que partió como centrodelantero; luego puntero derecho; después lateral por la derecha, por la izquierda; volante mixto e incluso creador. Le faltó ser central y arquero.

En las divisiones inferiores jugaban igual. Empezó a ser parte del ADN futbolístico cruzado. Se comenzó a ver un estilo propio de la UC.

Para garantizar que eso ocurriera, Prieto necesitaba que alguien continuara su visión en las divisiones inferiores mientras él estaba al mando del primer equipo. El elegido fue Fernando Carvallo, compañero de equipo en la Católica campeona del 66 y también seguidor del fútbol de Riera y Andrés Prieto. Solo había un problema: Carvallo todavía estaba jugando como profesional.

“Yo estaba haciendo la pretemporada –recuerda Carvallo– y Nacho me llama en la mañana: ‘Necesito que te vengas conmigo a trabajar en las inferiores’. ‘Pero si todavía estoy jugando’. ‘Las oportunidades se dan solo una vez’, me contestó Ignacio”.

Ese día Carvallo fue a entrenar en Unión Española, volvió a su casa, “almorcé, dormí una siesta y llamé al Nacho para decirle que sí. Al otro día fui a Santa Laura a anunciar que me retiraba y Honorino Landa no lo podía creer”.

Y ahí empezó una de las duplas más prolíficas que ha tenido la UC, no en la cancha, pero sí formando a quienes iban a estar en ella.

Fernando Carvallo lo explica: “Lo que enseñábamos eran los fundamentos del juego”, es decir: pasársela al compañero y que la pelota circulara. “La pelota tenía que estar en movimiento siempre. Nadie la podía dormir. Si alguien la controlaba para pararla, yo pitaba foul en los entrenamientos. La pelota siempre rodando”.

Y una vez que los jugadores entendían eso, se les enseñaba el desempeño en una posición específica. “Saber de fútbol también es saber dónde pueden rendir tus jugadores –reflexiona Carvallo–. A Yoma no lo íbamos a poner de centrodelantero, ni a Estay de puntero derecho, porque le faltaba velocidad, pero sí de mediocampista por los dos lados, porque manejaba los dos perfiles”.

Hoy, varios años después, muchos técnicos y exjugadores que han pasado por la UC reconocen que la visión de Ignacio Prieto y su impulso al centro de formación de la UC, fue el gran paso adelante del fútbol chileno. Uno de esos exjugadores y técnicos es Mario Lepe, quien asegura que la forma en que se comenzó a trabajar en cadetes en los 80 fue algo completamente nuevo en el fútbol chileno. “No era solo enseñarte a jugar, era una red completa de apoyo: médico, dentista, nutricionista, sicólogo, asistente social… Todo”. Y el mismo Lepe va más lejos y asegura que al centro de esa red integral de formación estaba la preocupación por la persona: “A mí me sacaron de un estrato social muy bajo y de una realidad familiar muy complicada y me transformaron en profesional (...) si no pones la formación de la persona al centro no logras eso”.

Según el gran capitán cruzado eso inevitablemente se traspasa a lo futbolístico: “Los técnicos de las selecciones nacionales, en todos los niveles, siempre dicen que los jugadores que vienen de Católica son los mejor formados técnicamente y los con mejor capacidad para entender el juego”.

El artífice de eso es Ignacio Prieto.

“Fue un adelantado –asegura Jorge Pellicer–. La buena salud que tiene la Católica hoy se la debe a Prieto. Y eso que a él le tocó construir el camino de tierra, literalmente, pero siempre viendo que venía la gran avenida pavimentada. Ahí no solo se formaron futbolistas, sino que se formaron también formadores de futbolistas”. Pellicer va más lejos y asegura: “Sin eso no hubiéramos tenido la generación dorada”.

Y así, mientras Carvallo y Prieto trabajaban en San Carlos de sol a sol, conociendo a sus futbolistas y enseñándoles a jugar, el plan de Prieto daba frutos mucho antes de lo esperado.

Después del partido en que Católica sale campeón en 1984, frente a Cobresal, en medio de la celebración de la quinta estrella, Mauricio Werner, presidente de la rama de fútbol, deja en claro que lo que acababa de ocurrir era resultado de un esfuerzo a largo plazo: “Esto es fruto de un trabajo sin claudicación (…) tratamos no de ser campeones, pero sí ser los mejores. Creo que lo hemos conseguido”.

El 85 y el 86 no hubo títulos, pero el proceso se respetó, nadie se desesperó, en parte porque el campeonato del 84 descomprimió el ambiente después de dieciocho años y eso le dio tiempo a Prieto para renovar el plantel y que todos los jugadores entendieran lo que él pretendía: que los de blanco se la dieran a los de blanco, para que los otros no la tuvieran.

No importaba la alineación o si el sistema era 4-4-2 o 4-3-3, lo importante era mantener esa forma de juego. “Yo nunca he hablado de sistemas de juego o de sistemas tácticos. A veces marcábamos en zona y otras al hombre. A veces jugábamos con cinco atrás, otras con cuatro y a veces con tres o con dos, porque Yoma y Abarca, los centrales, se quedaban cuando los laterales estaban jugados arriba”.

Y mientras la Católica impresionaba a todo el mundo con su fútbol atildado y ofensivo, Prieto y Carvallo avanzaban en el centro de formación en San Carlos de Apoquindo, la cantera más importante del fútbol chileno.

Los resultados en el primer equipo volverían a llegar y lo hicieron en 1987. Con un equipo formado solo por chilenos y en su mayoría canteranos, la Católica rompió todos los récords y salió campeón cinco fechas antes del final. Ese equipo ganó veintiún partidos, empató siete y perdió solo dos. En esos treinta encuentros, anotó cincuenta y un goles. Una máquina.

El eje de esa máquina era Osvaldo Hurtado. Fue el capitán de la UC, goleador del campeonato con veintiuna anotaciones y unánimemente considerado como el mejor jugador del torneo.

Como siempre pasa, ese título también tuvo una noche mágica. Fue el clásico universitario de la segunda rueda. Si la UC ganaba, prácticamente era campeón cinco fechas antes, dependiendo de lo que pasara con Colo-Colo el día siguiente, su más cercano perseguidor, pero varios puntos más atrás.

Ganamos 2-1 y jamás voy a olvidar cómo celebré el gol de la victoria. Por supuesto que lo hizo Osvaldo Hurtado, con un cabezazo extraño, como entre el parietal y el hombro, para sellar el triunfo. “Yo no cabeceaba ni para los velorios”, me dijo, pero esa vez se las arregló para que ese extraño gesto técnico terminara en celebración.

Una noche especial, con un título frente al archirrival y celebración desatada. Sin embargo, lo más importante de esa jornada sería que se consolidaba un trabajo a largo plazo que estaba transformando a Católica desde dentro, consolidando su ADN. Y eso dio más frutos en el futuro.

Raíces Cruzadas

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