Читать книгу Clara en la noche, Muriel en la aurora - Rodrigo Atria - Страница 7
ОглавлениеBAGATELLE
La palabra significa cosa de poca importancia o valor, aunque el diccionario francés agrega: «… O, irónicamente, muy importante». Y es por esto que el Parc de Bagatelle, colindante con el parisino Bois de Boulogne, recibe el nombre: su palacio nació, en 1777, de una apuesta entre la reina María Antonieta y su cuñado, el conde de Artois. Fue construido en el brevísimo lapso de sesenta y cuatro días y costó, irónicamente, la bagatela de seiscientas mil libras en vez de las cien mil previstas en el proyecto original. En su día fue conocido como la Folie d’Artois —la Locura de Artois—, pero con la Revolución de 1789, a la que subsistió, los ciudadanos lo bautizaron como Parc de Bagatelle.
EL MUSEO ESTABA cerrado temporalmente, mientras montaban la exposición anunciada. Una pizarra sostenida por un atril, que habían instalado apenas unos metros detrás de la maciza reja perimetral, lo decía con claridad: «Estamos cerrados, trabajando para usted en la próxima exhibición. Disculpe las molestias». Unos pocos automóviles estaban estacionados en el patio de acceso al recinto, delante del hermoso edificio de dos pisos, diseñado en estilo neoclásico francés y construido en 1920. También había dos camionetas desde las que seis operarios bajaban rollos de tela, armazones metálicas, grandes baúles herméticamente cerrados y varios embalajes de madera, de distintos tamaños, rectangulares y delgados. A unos metros, Muriel observaba atentamente la maniobra. Había llegado a Chile tres días antes y ahora estaba de pie, sobre el suelo de un entorno que no conocía, procesando los códigos de funcionamiento de la ciudad y su gente. Algunos los entendía, porque eran universales: los del hotel en que se alojaba, los de la actividad del museo. Pero otros quizás no, porque eran locales: «No es bueno andar a la defensiva para conocer otra cultura, pero abra bien los ojos», le había dicho el agregado cultural de la Embajada de Francia tras recibirla en el aeropuerto. Y ella estaba atenta. Para procesarlos lo más rápidamente posible y asegurar que todo, cada detalle, saliera como lo había pensado en horas de trabajo preparatorio antes de abordar el avión y volar hasta allí. Como la maniobra que hacían los operarios ante su mirada. O la actitud del hombre que, junto a ella, brazos en jarra, los observaba también. Dijo llamarse Antonio y lo había conocido como el encargado de montar la exposición: «El hombre a cargo», de acuerdo con la explicación que se le dio. No precisamente un curador, porque la muestra no tenía curatoría. Pero era algo así, según lo había entendido ella. Y estaba igualmente atento. Ninguno de los dos hablaba, pese a que ya lo habían hecho: él, en un español con acento chileno, salpicado de palabras francesas e inglesas mal pronunciadas, y, ella, en un español más que pasable. Lo había aprendido en la secundaria y, tiempo después, lo había practicado durante una temporada de intercambio en Madrid. Muchos años antes. Pero el idioma castellano había permanecido en ella. Temía que la traicionase. Que las lagunas perforaran su recuerdo cuando más necesitara de las palabras españolas. Aunque ahí estaban, en ella, no dejaba de sentirse débil o insegura. Tendría que hablar mucho en español. Pero, de momento, decidió olvidar el problema: Au diable avec ça!, pensó. Ahí había, además, otro hombre, observando a los operarios y, a veces, hablándoles y orientándolos. De poca altura y enjuto, parecía cargar más años sobre los hombros de los que probablemente tenía. Un asunto de códigos: ¿cómo envejecían los hombres locales? Sobrepuesta a su ropa usaba una bata o cotona de color barquillo. Y gesticulaba a menudo. Lo habían llamado Cipriano, el conserje. Muriel podría recordarlo en detalle. Lo tenía en imágenes guardadas en la memoria de la máquina fotográfica profesional que tenía colgada de su cuello. A veces, Muriel ponía una mano sobre sus cejas, como visera, para cubrirse de un sol todavía fuerte a inicios de marzo en la ciudad y ver todos los movimientos con mayor nitidez. Sus anteojos, de marco rojo, tenían lentes que no se oscurecían a la intemperie. Llevaba el pelo bastante corto, a la masculina. Vestía una camiseta roja, suelta, sobre pantalones negros y sus pies estaban enfundados en zapatillas deportivas rojas. Rojo y negro contra fondo blanco. Este era el color del edificio del museo: un blanco que había adquirido una hiriente intensidad con la luz del sol del mediodía cayendo a raudales. Muriel se había admirado del hermoso edificio de arquitectura francesa al ver fotografías del lugar cuando supo que la Dirección de Espacios Verdes y Medioambiente de la Municipalidad de París la había designado para viajar al otro lado del mundo y hacerse cargo de la exhibición que iba a montarse allí, en la sede del Museo de Arte Moderno ubicada en una antigua quinta agrícola de una remota ciudad latinoamericana. Ese era el edificio que tenía ante sus ojos y que ahora, cuando lo veía en terreno, le parecía aun más interesante. Por su sencillo diseño, con escasos artificios decorativos y de geometría nítida, por su planta rectangular, simétrica, y por su columnata en la fachada, le recordaba al Trianón del Parc de Bagatelle, uno de los cuatro parques del Jardin Botanique de la Ville de París que administraban en la Dirección de Espacios Verdes. Pero, con sus dos pisos, era un edificio más noble y hermoso que el Trianón de Bagatelle, lo reconocía francamente. Comparable, por esto, con el Petit Trianon de Versalles, aunque este edificio era de planta cuadrada. Si no había entendido mal, el hombre que estaba junto a ella, observando la maniobra de los operarios que descargaban la camioneta, el hombre a cargo, había dicho que el edificio del museo se conocía precisamente con el nombre de Palacio Versailles. Un dato curioso.
—¿Versailles? —preguntó ella, asombrada de que él usara la pronunciación francesa de la palabra.
—Así es, oyó usted bien —había dicho Antonio, el encargado. Para seguidamente agregar con algo de picardía:
—Versailles, dicho à la française.
—¿Y cuándo lo construyeron?
—Está en la fachada —dijo el encargado, apuntando con un dedo una inscripción en el muro—. Año mil novecientos veinte.
El Trianón del parque de Bagatelle lo precedía por cincuenta años. Podía tratarse de una influencia directa.
Muriel cayó en un abrupto silencio. Estaba desconcertada. En parte, por su inseguridad con el idioma local y, también en parte, por la existencia de rastros tan definitorios de la cultura francesa tan lejos de Francia, en un país que no había estado bajo su colonización.
El encargado interpretó bien el silencio de Muriel y actuó como si ella hubiese prolongado el diálogo con una pregunta: ¿Por qué?
—Aquí hay otro edificio al que también se le dice Palacio Versalles —explicó, y Muriel notó que ahora él usaba la misma palabra «Versalles», aunque con la pronunciación castellana—, pero no está en esta ciudad. Así que, para distinguirlos, ese quedó como Versalles y este como Versailles… à la française.
—¿Y dónde queda el otro Versailles? —preguntó ella, ahora aún más intrigada por la información.
—A unos noventa kilómetros. Hacia el norte.
—¿Y tiene jardines… à la française? —preguntó.
—Lo tuvo. Un bellísimo jardín.
—¿Hay imágenes en internet?
—Por supuesto —dijo Antonio. Y le sonrió—, imágenes y datos. Busque por «Hacienda Quilpué».
Muriel sacó el teléfono celular de un bolsillo de su pantalón y lo manipuló para activar la aplicación de Google Chrome. Quería dejar en la memoria del aparato las palabras recibidas y así poder reproducirlas después.
—¿Cómo se escribe? —preguntó.
Antonio se acercó a ella para mirar en la pequeña pantalla del celular. Se detuvo junto a su hombro, a un palmo de su cabeza. Podía sentir la tibieza del cuerpo de Muriel y oler la ligera fragancia que emanaba de su cabello o de su cuello, no podía determinarlo bien. Bajó la voz para repetir las palabras de la búsqueda. Enseguida las fue deletreando a medida que Muriel pulsaba letras en el teclado digital de su teléfono portátil:
—Hacienda Quílpue —repitió ella, una vez escritas las palabras, acentuándolas mal.
—Quilpué —precisó el encargado—. Con acento en la «e» final. Quilpué.
—Quilpué —dijo entonces Muriel.
Antonio asintió. Era su aprobación.
Muriel pulsó el signo de la lupa para activar la búsqueda. Casi instantáneamente apareció, dentro de un tenue rectángulo, el título «Hacienda Quilpué» más el signo utilizado para el término «compartir» en los archivos de documentos virtuales. En la base del rectángulo se desplegaba una franja de fotografías y, debajo, un breve párrafo explicativo de Wikipedia.
—Ahí lo tiene —dijo el encargado, retomando su sonrisa. Parecía gratamente satisfecho—. Los archivos de internet son inagotables. Asombroso, ¿no le parece?
A Muriel le parecía. Lo que empezaba a no parecerle era la cercanía física de ese hombre. Para sus adentros, dijo: Reculez, s’il vous plaît! Pensó luego en algo más cortante y grosero: Vous êtes dans mon mètre carré. Sors, s’il vous plaît! Pero, sin conocer los códigos locales, no quería pasar por descortés. Y no hizo ningún reproche. Se concentró en lo que estaba haciendo. Echó un rápido vistazo a las dos primeras fotos de la franja, que simultáneamente cabían en el ancho de la pantalla de su teléfono: se veía un edificio magnífico, un palacete de estilo neoclásico francés, pero lo que más le interesó fue su jardín. En la primera foto, tomada de frente, el edificio se veía al fondo y, adelante, en el primer plano, aparecían los vestigios de un jardín indudablemente francés: dos cortinas laterales de árboles y, al centro, el largo estanque de lo que había sido un espejo de agua. El sitio se veía abandonado. La segunda foto, en blanco y negro, mostraba, en escorzo, una imagen del edificio en su pasado esplendor. Pensó explorar todos los archivos de internet que pudiera en su computador, más tarde, en la habitación del hotel. Y por cortesía, para no ser tan abrupta, antes de cerrar la aplicación de Google Chrome en el celular, preguntó:
—¿Qué pasó con el edifico y su jardín?
Antonio, el hombre a cargo, abrió sus fosas nasales y arrugó el labio superior. Media mueca de desencanto y media mueca de disgusto.
—Quedó casi en el suelo con un terremoto —dijo.
—¿Terremoto? —preguntó Muriel, girando su cabeza para mirarlo a la cara.
—Aquí hay temblores casi a diario y muchos terremotos —explicó el hombre a cargo. Había detectado la traza de un desasosiego en el tono de esa pregunta, como solía ocurrir con la gente que viajaba al país. Sonrió con un cierto grado de disfrute. Algo que Muriel supo entender, porque la mueca tenía un código universal.
—¿Cuándo fue? —volvió a preguntar ella. Y de nuevo giró su cabeza para clavar sus ojos sobre la pantalla del teléfono.
—El ochenta y cinco... —dijo el hombre.
—¿Ochenta y cinco? —esta pregunta de Muriel había sonado como una expresión de incredulidad, casi con dolor. Añadió:
—Es mucho tiempo, ¿no?
—Más de treinta años.
—¿Y sigue en el suelo?
—Peor… Solo quedan algunas ruinas.
Era un desastre que Muriel lamentó. En Francia ocurrían desastres similares, bien sûr, pensó y recordó varios ejemplos. Aunque una de las causas parecía diferente: guerras en vez de terremotos. Las otras dos eran universales: codicia inmobiliaria y estupidez humana. Pero, comparativamente, las ruinas de un espacio paisajístico como el del Palacio Versalles local era un impacto mayor en el patrimonio arquitectónico y cultural de un país pequeño y periférico. En todo caso, tenía una hebra de conocimiento, algo interesante en su campo profesional y pensó que, como todas las hebras, valía la pena seguirla. Para descubrir cuál era el tejido al que pertenecía o a dónde llevaba. Apagó el celular y fue como levantar una esclusa. Lo que estaba estancado fue repentinamente fluido. Un flujo de agua entre su cabeza y la cabeza del hombre a cargo, que así se despegó de su cercanía.
Los operarios habían terminado de descargar la camioneta y de trasladar los rollos de tela al interior del museo. Las armazones de metal permanecían afirmadas al muro de la fachada, a un lado de la puerta de ingreso al edificio. Después serían armadas como sendas estructuras tubulares en cada uno de los dos patios techados del museo y en ellas deberían instalarse varios proyectores de imágenes para conseguir el efecto deseado: una idea del espacio que ocupaba un jardín en el entorno de un gran edificio.
Cipriano apareció por la puerta y caminó hacia Muriel. Ella no necesitaba códigos para saber lo que venía a decirle: estaban listos y quedaban a la espera de sus instrucciones.
Muriel pensó que, a lo mejor, era posible ir al Palacio Versalles local. Arrendar un automóvil y cubrir los noventa kilómetros de distancia. Un día de dedicación. Para ver exactamente eso: el ejemplo de un edificio y los jardines monumentales a su alrededor. O lo que quedara de ellos. Incluso así, quizás era un antecedente. Algo tan distinto a lo que ocurría con el edificio del museo de la Quinta Normal y su entorno. Un edificio neoclásico francés sin un jardín francés. Los palacios del auténtico parque de Versailles estaban rodeados de jardines. À la française, pensó Muriel. Y, en cambio, lo que ocurría allí no era en esto nada similar. Una gran avenida, atestada de vehículos, corría paralela al edificio del museo, a las afueras de la reja perimetral. A escasos metros del portón de ingreso había un paradero de autobuses y el patio de acceso estaba pavimentado para el estacionamiento de automóviles. Cierto que había algunos pequeños parterres con plantas y flores, y que a espaldas del edificio aparecían los añosos árboles de la Quinta. Pero, en estricto rigor, el edificio estaba aislado de ese telón de fondo por una reja que lo circundaba y no tenía jardines a su alrededor. En su opinión, esto afectaba la nobleza de su arquitectura. Porque el jardín à la française había sido concebido en su origen como una extensión de la arquitectura, para terminar articulándose tan íntimamente con los edificios que llegó un punto en que se hizo indistinguible qué cosa se creó para qué: si el jardín para el edificio o el edificio para el jardín. Una simbiosis única y tan perfecta entre jardín y arquitectura que, con toda propiedad, se podía hablar de un paisaje construido. Un paysage construit. El propio lenguaje de la construcción paisajística francesa se había apropiado de palabras de la arquitectura y de la decoración de interiores: las distintas zonas, espacios o ámbitos del jardín pasaron a ser identificadas como salles, chambres y théâtres de vegetación. Los setos fueron llamados les murs y el agua surcaba por coureurs y escaliers, corredores y escaleras, organizando y limitando los espacios, o bien formando auténticos espejos, miroirs, donde el cielo, los árboles y los edificios podían verse nítidamente reflejados. En el suelo había alfombras de hierba, que se llamaban tapis, y sobresalían los parterres, macizos o cuadros de plantas y flores, separados por caminos, diseñados como si fueran geométricos bordados vegetales o brodés. Y con los árboles se formaban cortinas, es decir, rideaux, a los costados de los paseos. Al ver el edificio del museo, desnudo y disminuido por la mezquindad espacial y paisajística que lo rodeaba, Muriel pensó: Le Nôtre se retournerait dans sa tombe. André Le Nôtre, el más importante jardinero de la Francia anterior a la revolución, ya se había revolcado en su tumba cuando a mediados del siglo XVIII el jardín inglés, naturalista y romántico, irrumpió en el continente europeo y relegó el jardín francés, geométrico y artificioso, a la historia y la arquitectura fue desplazada como cimiento de la construcción paisajística. El arte que imperaba era el romanticismo y su expresión dominante era la pintura. El jardín no hizo más que doblegarse a ese dominio. Todo un tema que Muriel había incorporado en el programa de las charlas que iba a dictar como complemento de la exhibición cuyo montaje en el Museo de Arte Moderno estaba observando.
Mentalmente, repasó los archivos de su computador. Creía tener fotografías del Petit Trianon y sus jardines, así como del Palacio, el Trianón y la Orangerie del parque de Bagatelle, con el rosedal de mil doscientas especies y diez mil matas. Las veinticuatro hectáreas del parque conformaban uno de los cuatro espacios que el Jardin Botanique de la Ville de París mantenía para la conservación, el estudio, los intercambios y la educación sobre la naturaleza vegetal. Muriel pensó incluir algunas imágenes de Bagatelle en las presentaciones power point que tenía preparadas para mostrar la relación entre la arquitectura del edificio del museo y la de algunos castillos o palacios del Loira, de Bretaña o incluso de París. Quizás podía intentar hacer una sobreimpresión reemplazando el Petit Trianon del Parque de Versalles con una foto del museo, perfeccionada con photoshop, para ver el efecto que un jardín francés hubiera podido tener en la arquitectura del Palacio Versailles santiaguino. Tendría que hacer varias fotografías del edificio ante sus ojos. Volvió a hacerse una visera con su mano: Mais oui, cela peut être possible. Y tendría tiempo: un mes de estadía en la ciudad.
—Estamos listos —dijo Cipriano, ya delante de ella— vamos a montar las armazones. ¿Quiere verlo?