Читать книгу Clara en la noche, Muriel en la aurora - Rodrigo Atria - Страница 9

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INVERNADERO

Alrededor de 1850, los horticultores de la provincia holandesa de Westland descubrieron que en edificios de cristal que aseguraran abundante luz y calor constante no solo se podían cultivar plantas de lugares cálidos, sino que se incrementaba el rendimiento de los cultivos. Unos años después, probablemente hacia 1866, el empresario californiano Henry Meiggs, asentado en Chile, levantó un invernadero de fierro forjado y vidrio en Santiago. Se sospecha que sus piezas fueron prefabricadas en Francia, debido a la similitud que tiene con los invernaderos del parque del Château des Ravalet y el del Jardín Massey, en Tarbes. En 1890 fue trasladado a la santiaguina Quinta Normal de Agricultura para servir de reservorio de plantas exóticas del Jardín Botánico Nacional. El invernadero, único en Chile, subsistió al Jardín, que desapareció en 1922, y allí se encuentra, derruido y oxidado, hasta estos días.

HABÍA UN GATO recostado, tomando sol en el zócalo sobre el que se alzaban los restos de la estructura de fierro forjado, despojada de todos sus vidrios, que permanecía en pie. Allí estaba, junto a una mata de flores silvestres que, pese al abandono, seguía viva, sobresaliendo del seto de ligustrinas que alguna vez había sido verde. Permanecía inmóvil, como si estuviera esculpido en piedra, con la cabeza apoyada en una pata esbelta, los ojos cerrados y, aun así, en su adormecimiento, capturando con sus orejas el sonido del más leve movimiento a su alrededor. De pronto, abrió los ojos. Clavó una mirada aguda sobre la mujer que avanzaba lentamente hacia la estructura del invernadero. Muriel se estaba acercando con la precaución de no taparle el sol, pero con el lente de su cámara fotográfica dirigido impúdicamente hacia el animal. Era un gato atigrado, de tonos blancos, grises y marrones. Tres colores. ¿Quizás una hembra?, se preguntó. Los tres colores de su piel eran típicos de las hembras, pero no estaba segura. El chasquido del mecanismo que tomó la fotografía pareció sacar al animal de su letargo, porque levantó la cabeza, con los ojos bien abiertos, pero en seguida se relajó, se lamió varias veces una pata con su lengua pequeña y áspera. Después se levantó y se estiró, las patas hacia adelante, el cuerpo hacia atrás, y entonces arqueó su columna, la cola levantada. Muriel vio que la panza le colgaba: no solo era gata, sino que estaba preñada. Muriel se enderezó, dejando colgar la máquina fotográfica de su cuello, y sonrió. Había recordado que, de pequeña, su padre la llamaba con ese apodo: Chaton, mon petit chaton. Un apodo delicado: «Gatito, mi pequeño gatito». Sin embargo, tenía sentido, porque era pequeña, delgada, flexible y porque solía quedarse quieta e imperturbable para observar algo que le hubiera llamado la atención: un insecto, un dibujo impreso, una planta. Sonrió.

Estaba contenta.

A un centenar de pasos, un lienzo colgaba de un poste en el acceso al Museo de Arte Moderno. Allí aparecía el título de la exposición: El Jardín Francés. Se había inaugurado un par de días antes con buena asistencia de público, autoridades y periodistas. De pie sobre una tarima instalada en el vestíbulo de distribución del primer piso, Muriel había explicado qué cosas iban a contemplar en las salas del museo: fotografías del Parc de Bagatelle y los otros tres parques en París que conformaban el Jardin Botanique de la Ville e imágenes de la composición en coloridas cuadrículas vegetales del jardín huerta del Château de Villandry y de los ornatos geométricos como flores de lis, sobre alfombras de pasto, del jardín que rodeaba el Château de Chambord, todas ellas proyectadas en movimiento por los videoproyectores levantados en cada uno de los patios internos del museo.

—El jardín à la française —leyó Muriel de papeles que sostenía ante el micrófono— se ha visto como expresión del dominio humano sobre la naturaleza —miró hacia la gente reunida en el vestíbulo y continuó:

—Y es cierto. El boj y la rosa no están a la par del ser humano, pero esta superioridad no nos da derecho a justificar una explotación irracional y destructiva. Todo lo contrario, nos exige responsabilidad. Apropiarse de la belleza de las flores y de la bondad de las plantas tiene por condición la necesidad de amarlas y respetarlas. Amor, no despreocupación ni negligencia. Respeto, no desprecio ni maltrato.

El espíritu que impregnaba sus palabras era el de una toma de conciencia sobre la fragilidad de los equilibrios naturales que se estaban degradando aceleradamente en la era del Antropoceno:

—Espero que vean en el jardín francés un antídoto y no un tóxico —dijo Muriel. Y concluyó:

—Porque, como toda belleza, la belleza cultivada por los jardineros franceses del pasado es redentora de nuestros errores del presente…

Al terminar, destacó la importancia que la Dirección de Espacios Verdes y Medioambiente de la Municipalidad de París daba a la colaboración con el museo y agradeció la asistencia del público. Después, aplacados los aplausos de cortesía, animó a los visitantes para que pasaran a uno u otro patio interior del edificio: al jardín huerta de Villandry a la derecha, o al jardín de ornatos geométricos de Chambord a la izquierda.

Y entonces Cipriano captó la señal de Muriel y la transmitió a los técnicos para que soltaran las luces de los proyectores en cada patio interior y que los muros, suelos y cielos se llenaran de imágenes de esos jardines. Fotografías que no eran una película, sino un juego de superposiciones, desplazamientos y fundidos que creaban el ilusionismo de un espacio vivo y envolvente, como si el espectador estuviera realmente pisando la gravilla de los senderos, respirando el aire cargado de pureza y aromas, rozando pétalos, hojas y ramas podadas.

Mezclada con los visitantes, Muriel fue recibiendo felicitaciones.

Las cosas habían salido bien.

Vio a Cipriano agazapado tras una de las columnas que sostenían el segundo piso del edificio, observando con asombro el mágico despliegue de las imágenes: ciento quince mil plantas de legumbres y de flores, combinadas y organizadas según colores y tipos de cultivos, producían patrones geométricos en nueve cuadrículas vegetales del jardín huerta de Villandry.

—¿Le gusta? —preguntó Muriel en un susurro.

Don Cipriano se giró hacia ella. Tenía la cara transformada, los ojos humedecidos.

—¿Qué le parece? —volvió a preguntar Muriel.

—Muy hermoso —balbuceó el conserje—. Nunca había visto algo igual.

Muriel puso una de sus manos en el brazo de un hombre conmovido. No le importó ignorar si tocarlo así era, o no, un gesto aceptable en el código local de la correcta distancia física entre dos personas de sexo opuesto. Simplemente lo hizo.

—Me alegro de que le guste —le murmuró, mirándolo a los ojos—. Ya me dirá algo del resto de la exhibición.

Se sintió halagada por su trabajo. Después de todo, un hombre como ese, sencillo y silencioso, que llevaba tantos años trabajando en el museo, debía guardar numerosas imágenes en su memoria. Y, sin embargo, nunca había visto imágenes y luces como las que ella había traído desde tan lejos. Pensó que tenía que preguntarle muchas cosas y que lo haría. Entonces se giró y lo dejó solo, para que don Cipriano volviera a envolverse en las imágenes que seguían en su ficticio movimiento.

FRENTE A ELLA estaba el armazón, desprovisto de todos sus vidrios. Eran los restos de un invernadero francés. Entendió que, de alguna manera, la sonrisa con que acababa de fotografiar una gata preñada era irónica en ese lugar tan marchito, tan decadente. Lo miró bien: era visible que ese armazón había tenido mejores días. Don Cipriano le había contado que recordaba haber visto el invernadero lleno de plantas y flores exóticas, mucho tiempo atrás, de la mano de su padre. Anciano ahora, el hombre había sido conserje cuando el edificio de arte moderno, donde se exhibía la muestra sobre el jardín francés, albergaba la Facultad de Agronomía de una universidad. Muriel entendió que la universidad se había ido a comienzo de los años setenta. ¿Y después? Agronomía e invernadero. Tenía lógica. Había habido otro mundo allí. ¿Qué quedaba de ese mundo? Don Cipriano sabía.

No era posible acercarse a los restos del invernadero, porque el armazón estaba rodeado de una valla perimetral desde hacía pocos años. ¿Qué protegía esta reja? No quedaba mucho para robar: ni un solo vidrio; el zócalo estaba desconchado; los pilares, vigas y cerchas de fierro tenían mucho óxido; también faltaban algunas piezas de la estructura y otras estaban dobladas; en las puertas metálicas habían enmarañados grafitis basura; aún existía un seto alrededor del perímetro de la estructura, con algunas matas que luchaban por conservarse verdes, pero que, mayoritariamente, estaban secas y, en la base del seto, se observaban algunos adoquines levantados.

—¿Por qué el armazón del invernadero está enrejado? —quiso saber Muriel.

—Los niños tiraban piedras para romper los vidrios —respondería Cipriano más tarde.

—¿Y nadie decía nada?

—Nadie —diría el conserje —. Después llegaron bandas de muchachos, hombres y mujeres. Y hacían de todo… —miraría a Muriel con cierta vergüenza, como si le estuviese pidiendo perdón—. Se encaramaban a lo alto de la estructura y los chicos colgaban a las muchachas de los pies, casi desnudas, y les vaciaban botellas de vino, usted perdone, entre las piernas.

La gata se paseó por el zócalo, miró a Muriel como si sus ojos fueran un par de agudas agujas mientras calculaba si de ella emanaba alguna amenaza. Después parpadeó, bajó la cabeza y saltó a la tierra. Pronto, pensó Muriel, iba a echarse en alguna parte de ese paisaje para parir su camada. ¿Sería una buena cazadora para conseguir suficiente alimento?

¿Y cómo se había llegado a tanto abandono?

Don Cipriano aún recordaba el invernadero pletórico de plantas y flores.

Muriel caminó por el lugar hasta encontrar un banco. Cerca había un vagabundo, vestido de andrajos y rodeado de algunos bultos sucios, que miraba ausentemente. Iba descalzo y los zapatos, viejos y rotos, estaban tirados junto a sus pies. Una palabra apareció y desapareció en la cabeza de Muriel. No era una palabra que en ese momento representase una idea, sino más bien un sentimiento: «Un clochard». No quería ser incorrecta, pero se sentó a una cierta distancia. Sacó lápiz y libreta de un bolso. Anotó lo siguiente:

«El edificio está orientado en dirección norte sur. La puerta del extremo que mira al sur enfrenta una avenida y está cerca de una casa antigua. Se escuchan gritos de niños que juegan, así que debe ser un jardín infantil. El extremo norte de la estructura mira la fachada trasera de un gran edificio clásico dedicado a un museo de historia natural. No lo he visitado aún. En el costado oeste hay una plazoleta hundida y un jardín desolado y algo estéril. Por el costado este corre un ancho sendero de gravilla que separa la estructura del invernadero de una casa que, por lo que pude averiguar, fue un instituto de enología. Tampoco lo he visitado. Junto a este edificio, en diagonal con el invernadero, está el Museo de Arte Moderno, la antigua Facultad de Agronomía de una universidad. Historia natural, agronomía, enología, invernadero. Me trae al recuerdo nuestro Jardín de Plantas. Como allí, aquí había un mundo. Ahora es un mundo desaparecido... ¿Qué fue lo que pasó?».

Guardó su libreta.

El vagabundo continuaba allí, inmóvil. No había nadie en los alrededores. La gritería de los niños se escuchaba detrás de la tapia que circundaba el jardín infantil.

Por algún motivo, Muriel pensó en la gata preñada. Ya no la veía.

Se levantó de su asiento y caminó hacia el sendero de gravilla. Intentó no mirar hacia el vagabundo. No quería parecer provocativa. Después, por el sendero, se dirigió hacia las grandes puertas de la Quinta Normal. Debía salir a la avenida para volver a entrar al ámbito del Museo de Arte Moderno, porque este edificio estaba rodeado de una reja sólida, sin acceso hacia o desde el parque.

Había guardias apostados junto a las puertas.

Un continuo flujo de gente ingresaba al parque o salía hacia la avenida. Numerosas personas aparecían desde la estación del ferrocarril subterráneo construida a escasos metros de la entrada y caminaban hacía allí. Algunos vendedores voceaban sus productos. Chicas vestidas de uniforme escolar parloteaban animadamente y se mezclaban con algunos muchachos.

Había mucho bullicio en la avenida.

Repentinamente, Muriel se sintió angustiada. La atmósfera del parque era tan distinta a la atmósfera de la avenida, ambas separadas apenas por las puertas protegidas con guardias. No era distinto a los parques y jardines de París. Pero ahí, en la ciudad donde ella era una visita, lo sentía diferente. Se daba cuenta y no sabía bien por qué. Seguramente, tenía que ver con ella. Había estado mal en el último tiempo. No era el entorno.

Protegió la cámara fotográfica con una mano y apuró el paso hasta las puertas de la reja del museo. Enseguida entró en ese ámbito conocido, ya casi familiar.

Algunas personas salían en ese momento desde el interior del edificio.

Esto le gustó. Quería decir que venían de visitar la exposición, que habrían visto las imágenes en movimiento del jardín huerta de Villandry y las del Jardín de Chambord. Las proyecciones se reiniciaban cada quince minutos.

Pensó que quizás su angustia tenía que ver con esto: la exposición era ella. Y tal vez la angustia se le presentó cuando la Dirección de Espacios Verdes del Ayuntamiento de París la designó para viajar al otro lado del mundo, sola, con ese propósito.

Subió los tres peldaños de la escalinata de acceso y entró al edificio.

Estaba como en casa, rodeada de imágenes de jardines que conocía como la palma de su mano.

En el vestíbulo, se topó con don Cipriano. Siempre estaba allí, pendiente de todo. Era una presencia continua. Como debía ser un conserje. Aparte de un saludo, no pensaba hablarle. Nada tenía para decirle. Pero se arrepintió. Quiso saber por qué el armazón del invernadero estaba enrejado y entonces de él supo la razón: los niños lo habían vandalizado, usaban los vidrios como blanco para sus piedras y después, cuando ya no hubo vidrios, llegaron bandas de chicos y chicas que se encaramaban hasta lo alto de la estructura, y bebidos y drogados, tenían sexo a destajo dentro de la cúpula o los muchachos colgaban a las chicas desde las pasarelas superiores, desnudas o semidesnudas, tomadas por los pies y les vertían vino en las vaginas hasta que el alcohol las repletaba y les corría por el cuerpo. Muriel pudo imaginarse la escena: las chicas resistiéndose cuando las tomaban para colgarlas cabeza abajo y, después, sacudiéndose mientras, entre risas y gritos, los muchachos les vaciaban vino y, para terminar la prueba, las conminaban a atrapar con la lengua y la boca la cantidad que pudieran antes de que la mayor parte del alcohol chorreara de sus cabezas y brazos hacia el suelo.

Pensó que, finalmente, alguien debió haber levantado una queja, puesto que rodearon el armazón con un cerco metálico perimetral.

—¿Y no ha vuelto a ocurrir? —preguntó.

—No desde entonces —respondió el conserje—. De eso hará unos dos años.

Muriel pensó en la gata preñada. Sin comida, el animal callejero abandonaría a las crías paridas, si es que no las mataba. Si no las mataba, iban a sobrevivir una o dos. Se infectarían, quizás por dentro o quizás por fuera; tal vez en los ojos. Crías ciegas o llenas de gusanos serían presa fácil para las ratas o para un perro. Morirían antes de un mes. Lo había visto. ¿Qué había ocurrido para llegar a esas ruinas? Quiso saber quién era el responsable de los restos del invernadero.

Don Cipriano no lo sabía con exactitud, aunque todo el parque, salvo el edificio del Museo de Arte Moderno, que era un inmueble universitario, pertenecía a una municipalidad.

—Muchas personas han visitado el invernadero para ver qué se puede hacer con tal de recuperarlo de alguna manera —dijo el conserje, adivinando el interés de Muriel—, pero nada se ha conseguido.

—Es muy triste —comentó ella—, un edificio tan bonito. ¿Qué pasó?, ¿cómo se llegó a esto?

Don Cipriano se encogió de hombros. Así se guardó las palabras y habló con un gesto. Quería decir que a él no le preguntaran esas cosas, que le hicieran cualquier pregunta sobre el museo y entonces podía dar todas las repuestas solicitadas. Conocía el edificio como la palma de su mano. Había vivido su historia. Era el conserje, como su padre había sido un conserje.

Muriel entendió. Cambió de tema.

—¿Ha venido público? —quiso saber.

—Lo normal —respondió don Cipriano. Muriel asintió, porque lo sabía—. Lo que más gusta son las imágenes que se mueven. Muy bonitas —dijo y agregó, para congraciarse con ella—. Usted debería ir al liceo de niñas que está ahí —señaló con la cabeza hacia la calle—, frente al museo.

—¿Ese liceo de niñas? —repitió. Lo había visto, claro.

—Debería hablar con las profesoras, para que manden a sus niñas para acá. Esto podría llenarse de estudiantes —dijo don Cipriano, mostrando satisfacción por una buena idea.

Muriel le sonrió. Falsamente, porque no estaba de humor. Más bien, sentía un sutil fastidio. Estaba molesta y esto la desganaba. Supuso que la idea de invitar escolares ya se le había ocurrido al Agregado de Cultura de la embajada, que oficiaba también de director del Instituto Francés. Buscar público era algo que él debía hacer. Ése era su trabajo. Ç’est son travail!, pensó. Pero igual se lo diría esa misma noche. Estaba invitada a una cena en su casa. Sería la figura central, como una flor en el desierto. O en un solitario vaso de agua. Le agradeció a don Cipriano y se alejó. No iba a quedarse mucho más tiempo en el museo. Tenía que volver al hotel y arreglarse para esa noche. Tal vez las circunstancias, quizás la posibilidad de una buena conversación con invitados, la inspiraran para preparar su próxima charla. ¿Y qué si dijera algo crítico sobre el ruinoso invernadero francés de la Quinta Normal? ¿Algo que mostrara escandalosamente la violencia hecha a una arquitectura magnífica, dejándola degradarse en aquellos despojos? Había un invernadero casi gemelo en el parque del Château des Ravalet. Era hermoso. Y estaba intacto. Lo recordaba bien. Habría fotografías en su computador. Quizás valía la pena hacer comparaciones odiosas. Remecer el ambiente. Quizás podía usarlas para mostrar lo que era posible lograr, invirtiendo un poco de respeto y afecto, con la oxidada estructura de fierro cuyas imágenes guardaba en la tarjeta de su cámara digital.

TRAS ENTRAR AL hotel, Muriel pasó al bar, fue a la barra y se sentó en una esquina. El barman, un tipo joven, moreno, peinado de manera cuidadosamente desordenada, la saludó con cierta familiaridad. Hacía ya varios días que la veía por allí. «¿Un Aperol?», le preguntó. Muriel forzó una sonrisa y asintió. Necesitaba algo de alcohol en el cuerpo para sostenerse esa noche como la única flor que el Agregado de Cultura iba a poner en un vaso de agua solitario. Aún era temprano, así que podía matar un poco de tiempo en la barra antes de subir a la habitación y prepararse para la hora en que pasarían a buscarla en un automóvil con patente diplomática. Muy llamativo, muy elegante. Très frappant, vraiment très élégant, pensó. Mientras el barman preparaba su aperitivo, se dedicó al ejercicio de calcularle la edad. La mirada de la gata, pero con algo de disimulo. Estaba estirando la cuerda, pero hacía ya mucho que había aprendido hasta dónde jalarla, en qué momento enviar el mensaje correspondiente: no puedes ir más allá. Calculó: ¿quince años menor? El tipo se dio cuenta de que estaba siendo auscultado y entró, con una sonrisa, en el juego. No era raro que aceptara enredarse en ese pulso sutil con una pasajera del hotel alguna vez durante la semana. Jugar con la tentación. Muriel pensó que el tipo estaba para alguien como Emma. Pensó: Que deviendrait Emma? Sí, ¿qué iba a ser de ella? Nunca había estado tan pendiente de su hija. ¿Sería la soledad y la distancia, casi inalcanzable, a la que se encontraba? Cuando la copa con el aperitivo llegó a sus manos, admitió que le daba igual que el tipo fuera tanto menor: para ella, también tenía su encanto. Tomó algo de alcohol y dejó que el líquido cubriera su lengua, que, lentamente, corriera hacia su garganta y bajara hasta su estómago. Cerró los ojos. Sintió la aterciopelada suavidad del alcohol. Se le ocurrió una pregunta: ¿Se hablaría francés o español durante la cena de esa noche? Salvo al Agregado, no conocería a nadie. Decidió que iba a plantear el tema del invernadero con crudeza, sin pelos en la lengua. Quien fuese que estuviere invitado. ¿Cómo se había llegado a la vergonzosa ruina del edificio? Desidia. Alguien no había hecho su trabajo y esto le había importado un comino a alguien más. Acercó su cámara fotográfica y la encendió para repasar las fotografías almacenadas en la tarjeta de memoria. Allí estaba todo. La evidencia. Siguió repasando fotografías: apareció Emma sola y Emma con su pareja, el tipo que no le gustaba para ella. Apagó la cámara. Bebió otro poco y decidió llevarse la copa a su habitación. Ni siquiera pensó que podría haber un problema. Simplemente, se levantó, tomó la copa, además de sus cosas, y le dijo al barman que cargara el aperitivo a su cuenta. Le dejó una mirada de propina y se fue.

El ascensor llegó pronto. Subió con Muriel y una pareja de jóvenes que no se atrevieron a mover la boca delante de ella, salvo para sonreírse bobamente.

En su habitación, la tarjeta de invitación todavía estaba sobre la mesilla donde la dejara horas antes. La mujer del servicio había hecho la limpieza, sin tocarla. Quizás la leyera. Habría sido fácil e irresistible. Seguro. Así podría haberse enterado de la cena que Muriel tenía esa noche en casa del Agregado de Cultura de la embajada de Francia y director del Instituto Francés, y para la que se le pedía asistir con una tenida formal. ¿Y qué? Si ella hubiera sido la mujer del servicio, habría hurgado en el armario. La entendía. ¿Qué hubiese elegido para ponerse una mujer que, sin ser ella, hubiera querido serlo? ¿Al menos, por una noche?

Bebió nuevamente de la copa que aún mantenía en la mano. La dejó. Se quitó los zapatos y fue al armario. Paseó los ojos por la ropa colgada. No tenía muchas opciones. Un conjunto de chaqueta y pantalón, negro, combinado con una blusa de seda y gasa, con cuello redondo, le pareció lo adecuado: la haría verse más delgada, sería elegante y estaría cómoda. El toque de informalidad y simpleza lo pondría en sus zapatos tipo ballerina, también negros. Bien. Iba a ducharse. Bebió el resto del Aperol y fue al baño. El aperitivo la hacía sentirse ligeramente tibia. Se desnudó. Quedó así frente al gran espejo de pared colocado detrás del lavatorio. Estaba cerca de los cincuenta años, había tenido una hija a los veintidós. Demasiado joven. Un lejano acontecimiento y, sin embargo, el tiempo transcurrido le había hecho bien. Su cuerpo se había recuperado. Escrutó su cara, no tenía arrugas en el labio superior, aunque algunas habían aparecido en la comisura de los párpados. Tocó sus pechos: aún estaban bastante firmes y redondos. Pasó una mano por su estómago: allí se formaba un pequeño volumen, pero nada adiposo, ni grotesco. Después tocó su abdomen, también liso y sin estrías. Se veía bien, el vértice oscurecido por el vello púbico. Lo frotó: transmitía una sensación mullida, esponjosa. Dudó por un segundo, pero entonces tocó los labios de su sexo: aún tenían suficiente grosor. Los abrió con los dedos y notó la humedad que empezaba a suavizarlos. Deslizó sus dedos por entre ellos, arriba y abajo, delicadamente. Cerró los ojos. Su cuerpo aún podía atraer a un hombre; sin embargo, era ella quien no había podido retenerlos. ¿De qué huían? ¿De qué parte de ella escapaban? Imaginó unos dedos masculinos en el lugar donde estaban los suyos y, segundos después, la humedad de su sexo se hizo más líquida. Le gustó. Mantuvo sus dedos entre los labios de su vagina. ¿Por qué no? Les permitió que la exploraran, que tocaran el recóndito lugar habitado por el más agudo placer. Allí se hundieron, allí presionaron. Lo tomó como si fuera el pequeño botón de una flor y un espasmo la sacudió. De la boca se le escapó un quejido. Abrió los ojos. Había tomado una decisión. Dio el agua de la ducha, se metió a la bañera. Graduó el agua para darle la temperatura adecuada y la dejó caer sobre su cabeza. Al escurrir por su cuerpo hacia el desagüe, tuvo la sensación de ser envuelta por un velo. Llevó sus dedos nuevamente a su sexo, se penetró con el índice y el medio, juntos, y los movió rítmicamente. Imaginaba la posesión: el hombre tendido sobre ella, su abdomen contra el suyo, balanceándose entre sus piernas recogidas y abiertas, entrando en su vagina y saliendo, entrando y retirándose. Sintió la aceleración de su sangre. El agua de la ducha le dejaba un tenue sabor dulce en la boca. Retiró los dedos de su interior y se frotó entre los labios de su sexo. La imagen de una muchacha, desnuda y colgada de los pies desde lo alto del invernadero, le llegó a la cabeza. Apareció Emma repentinamente, pero en seguida la reemplazó por ella misma. Era una mujer a la que un hombre desnudo, doblado sobre ella y con los labios empapados de vino, la hacía sacudirse y gemir mientras la besaba en su vagina. Más y más. Hasta que de pronto surgió de sus entrañas un latigazo que la abría de par en par y la vaciaba en espasmos cada vez más ligeros. El agua de la ducha seguía envolviéndola. Levantó la cabeza y dejó que los delgados chorros la golpearan en la cara. Estaba bien. Sintió que aún era una mujer en plenitud. Podía ir a la comida de esa noche y enfrentarse sola a todos. Estaba segura de no tener ninguna flaqueza en su cuerpo, ni en su mente.

Una hora después, Muriel estaba lista, aguardando en el vestíbulo del hotel por el automóvil que enviarían a buscarla.

Clara en la noche, Muriel en la aurora

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