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Capítulo 2:

LLEGADA AL PUESTO CÓRLIGNI

El puesto militar fue construido a inicio de la década del 1950 tras varios fracasos en expediciones militares que trataron de civilizar a la tribu Amborí. Finalmente, se realizó en 1955 un convenio; los uniformados se establecerían en una zona cercana a la desembocadura del río Paramingú con el gran Marube, situado unos 15 km al sur oeste, donde construyeron, sobre una planicie natural elevada a 20 m del bajío orillado, un asentamiento portuario para protección a la zona ecológica del parque Amborí, al cual las autoridades denominaron “Puesto C’Orligni”, en honor a un aventurero con una mezcla bucanera francesa-italiana, que fue el primero en arribar a la zona y consignar la existencia de la tribu.

C’Orligni, era un puerto hechizo en madera cedrillo y el fortín militar colindaba a una plazuela principal parcelada a su alrededor, para construcción de casas, bienes gubernamentales, allá por 1950, cuando el progreso quiso llegar por vez primera a este norteño paraje olvidado por propios o extraños, a los supuestamente “atrasados” aborígenes Amborí.

En ese precario puesto, se construyeron las casas del escribano legal y del médico sanitario, rodeadas por diez chozas habitadas por residentes ocasionales llegados del alejado puerto Barquesi, que solían pescar y cazar río arriba, para comerciar en la zona. El puesto militar estaba construido sobre un terreno plano, alrededor de un patio con tierra, adoquinado en parte con piedras del río; Las oficinas del comandante estaban al Norte y en el segundo piso sus aposentos que terminaban en una terraza con vista a la serranía Panturere; más al Oeste, construyeron: dos dormitorios para la tropa y una cocina al aire libre. El patio terminaba al sur con una pequeña barda de ladrillos interpuestos y colindante a la orilla del río, donde sobresalían dos baños comunes con duchas alimentados por agua potable desde una plataforma que sostenía un tanque plástico de 5.000 litros, usado antiguamente para proveer diésel, durante la fallida fiebre del oro que azotó entre 1950 a 1960, el puerto Barquesi y sus alrededores.

Aquella fiebre no llegó al afluente Paramingú, que no era navegable por la existencia de varias cachuelas; además, las areniscas residuales extraídas por barcazas en la desembocadura del Marube, no mostraron ninguna señal del preciado elemento dorado.

Esa madrugada del lunes 30, se escuchó un triple pitazo, anunciando que los soldados harían el cambio de turno nocturno por el matutino, en la mal construida plazuela principal, en cuyo centro se levantaba un mástil donde izaban la bandera nacional al lado de un monumento, con placa recordatoria al explorador Alexandre C’Orligni.

Luego de la ceremonia, retornaron al puesto, que contaba con un amplio alar como antesala y comedor; más al Oeste, separadas lateralmente estaban dos habitaciones maltrechas para ser usadas como celdas, en casos locales: hurtos, borrachos y peleas callejeras; Poseía un camastro militar metálico, colchón recogido, mesita con candil y vela, puerta con una ventana “ranurada” por tubos de fierro que daban al patio trasero.

Los precarios caminos norteños de tierra no habían llegado ni a 300 km al sur del parque Amborí, el ingreso era sólo por el río Marube, colmado por embarcaciones que transportaban pasajeros, comestibles, combustibles y los infaltables tronqueros, que destrozaban la prodiga y virginal arboleda amazónica.

Como en C'Orligni no había nada para explotar, ni oro, ni piedras preciosas; el gobierno central las convirtió políticamente en Reserva Nacional, donde mandó a un sargento, un cabo, tres soldados, un notario escribano y un sanitario, para asistir a los aborígenes y a los residentes.

Ese destacamento y autoridades citadas, apenas sabían algo del dialecto local; contrariamente, los aborígenes Amborí sabían más del idioma español enseñado por algún cura católico ejemplar o por ocasionales misioneros evangélicos. Así, se comunicaban en sus visitas semanales, cuando llegaban en sus canoas trayendo: hamacas, utensilios de cerámica, las apreciadas nueces, cacao y el café cultivado en las faldas de la serranía.

La comunidad era realmente asombrosa, notable, porque la civilización usurera, bulliciosa y burda se había quedado a 100 km río abajo en el puerto Barquesi, población de unas tres mil almas donde vivían las únicas autoridades del tropical norte paceño. Olvidé mencionar, para completar el cuadro, que los Amborí no permitían uso de luz eléctrica, lanchas a motor, ni ruidos artificiales, sólo los provenientes de la madre naturaleza; imposición que debían cumplir estrictamente los residentes del Puesto C’Orligni, hasta la desembocadura del río Paramingú.

A las 07.30 horas, el cabo Antonio Mangure natural de Barquesi y brazo derecho del sargento se fue al puerto. El guardia nocturno, que apenas se mantenía despierto le informó que a la 6.00 llegó un señor de edad con su escolta, un cabo altiplánico, para entregarlo al puesto militar como preso político, con toda la documentación en una bolsa plástica. Mangure dio con el preso durmiendo en el piso, usando un bolsón como almohada. Ordenó de inmediato su traslado a una celda.

El Sargento Canilas, se había levantado de malhumor, a enfrentar su tediosa actividad diaria y fue a dar vueltas por el cuartel hasta que dieron las 08.00 horas. Los militares acantonados en ese “puesto militar” no pasaban de seis, fueron a desayunar en una parte del alero que servía de comedor abierto. En este mundillo verde amazónico no había nada más que hacer: solo mirar y anotar el paso de los lanchones tronqueros, botes comerciales, etc., pasando a diario por el rio; mantener al poblado aborigen tranquilo; documentar la muerte o vida de los residentes y los Amborí. Evitar que los comerciantes les abusen en el trueque quincenal. También reportaban al puerto principal la cantidad y el volumen al paso de los lanchones tronqueros por el puesto, especialmente con preciadas maderas explotadas legal e ilegalmente, aguas arriba y abajo del gran río Marube.

No tenían radio para comunicarse, sólo una pequeña lancha a motor, con capacidad para tres personas que patrullaba la zona. Así inició ese lunes en puesto C’Orligni y a menos de un guardia, todos se fueron a seguir su acostumbrada estúpida y tediosa rutina diaria. Estaban tan habituados a esa vida en mísero abandono, sin embargo, nadie sospechaba de los sorprendentes acontecimientos, que iban a suceder en los próximos días, porque justamente a Canilas, su corazón se aceleró al escuchar en el parte diario, la llegada del preso político Grenzio Moxela. Ordenó a Mangure que lo llevase a la comandancia.

Este lo despertó y lo trajo en persona, ingresándolo a la única oficina del sargento Buntre Canilas, compuesta apenas por un escritorio de madera, dos sillas y un sillón para el jefe. No podía faltar la ostentosa foto del presidente militar de turno. El preso no tenía pinta de criminal, menos de político; presentaba sucia vestimenta por la odisea del viaje, pero, aun así, se veía con porte señorial: llevaba puesta una fina camisa blanca, mangas arremangadas y un pantalón azul marino, corte inglés, con bota pie levantado hasta la rodilla, por el excesivo calor. Venía con un historial que fue leído rápidamente por el sargento.

Mientras el recién llegado intentaba mantenerse en pie. Estaba cansado, debido a la calurosa y fatigosa travesía terrestre-fluvial que recorrió sin descanso: por tres días y sus noches, desde La Paz, a 3600 m de altitud, hasta los llanos del norte paceño, a menos de 360 m. Sus glóbulos rojos en exceso, que se habían aglomerado en sus venas para oxigenar su organismo en la altura acostumbrada y ahora se quemaban a raudales, para equilibrar el excesivo oxígeno que se respiraba en el llano y esta batalla sistémica le producían dolor de cabeza, agotamiento e hinchazón en los pies. El comisario miró al preso, sin interés y volvió a leer el memo, esta vez en voz alta:

Memorándum 27 de abril de 1975. Dirección de Control Político/central. Para: Comisario Sgto. Buntre Canilas. Enviamos adjunte con cargo al cabo Cipriano Cordero la persona del político Grenzio Moxela Aterllin, con 64 años de edad, nacido el 5 de mayo de 1910, natural del pueblo yungueño Coripata, hacienda Dorado Grande. Debe Cumplir una sentencia de tres años de exilio, por insultos “innombrables” sobre madre autoridad presidencial en la procesión del aniversario de la benefactora Santa Gertrudis, madre de las FUMB. Sigue sentencia del juez militar de turno. Destino: jurisdicción puerto Barquesi-puesto C’Orligni. Trato con trabajos forzados clase 3. Orden y Respeto. ¡Viva la Patria Progresista UMB! (Unión Militar Boliviana). Adjunto curriculum vitae.

El Sargento Canilas observó detenidamente al reo: su cara, con un mentón firme, mostraba unos ojos color marrón verdosos, cercados por una frente ancha arrugada, cejas aglutinadas sobre una mirada tranquila, pese a las circunstancias; su tez era más oscura que clara, sin llegar a mestizo, flaco, pálido y ojeroso —seguro que pasó varios días en dependencias del Control Político antes de ser enviado a esta alejada región—, pensó el sargento. Según el reporte militar, medía 1.75 m, estaba jubilado, tras una larga carrera exitosa plagada por trabajos efectuados a lo largo y ancho del país, en la profesión de ingeniería electromecánica.

A primera vista no aparentaba tener 64 años, más bien unos 55 años, o menos, calculó el mandamás. Los ojos con la expresión cansina del preso, cambiaron repentinamente, al ver la fotografía oficial con la imagen del presidente, estampada en un cuadro detrás del sillón y sin que nadie lo impidiera, se acercó, le dio un cabezazo frontal quebrando el vidrio protector, luego escupió dos veces en la mismísima cara del dictador, con saliva ya mezclada con sangre que brotaba de su frente. Al tercer salivazo, el cabo Mangure le propinó un puntapié en su pierna derecha haciéndole caer al suelo. Estaba por rematarlo, cuando escuchó la voz del Sargento:

— ¡Pare soldado! ¿Qué le pasa, está loco? Así no se recibe a nuestro primer preso político en este poblado de miércoles ¿me oye?

—Pero “misar” (mi sargento) —Replicó Toño— Mire cómo nos dejó la foto del presi (Presidente) ¿Mire cómo?

— ¡Santa Eufrasia me calme y a usted! ¿Quién manda aquí? ¿No ve lo flaco que está? ni se va a poder levantar solito, parece que estuviera durmiendo despierto. ¡Límpielo y llévelo a la celda Nª 1! Dele algo de comida y déjelo descansar.

—Si misar. —con una sonrisa en los labios respondió— ¡A la orden! y me llevo este primer preso de estrenito ¡Tenemos que challar con guarapo

entintao con alcolatum cuadratun misar!

—Luego, luego ¡Piérdase cabo Mangure! Tiene mucho trabajo con la tropa, debe reparar ese mirador en el puerto.

¡Qué situación tan rara! pensó Buntre cuando estuvo solo. ¿Cuándo se ha visto? que nos envíen a esta gente ¡No es un delincuente! Sólo es un político exiliado. Vamos a aumentar la ración de comida y cambiar los turnos para vigilar a este “peligroso delincuente”. Revisó algunos documentos sobre su escritorio y se dedicó a su rutina diaria.

Cuando llegó el final del día, se preparó para cenar y despachar a la tropa a dormir, se acordó del preso y concluyó que Mangure quedaría a su cargo. El día pasó si más problemas y se fue a dormir. En la mañana del martes, después del cambio de turno, el cabo Mangure estaba en el comedor del alar terminando su desayuno que había preparado para su jefe y la tropa, con su asistente Huiras. Tomó lo separado para el preso Nº 1: café caliente en tasa de plástico con seis galletas de agua, se dirigió a las dos llamadas “celdas” ubicadas bajo las gradas del alero en dirección hacia el patio.

Buscó sus llaves al llegar a la celda Nº 1 pero luego vio que no eran necesarias ¡la puerta estaba abierta! Entró despacio, para dejar el desayuno en la mesita de noche… súbitamente se sobresaltó, su corazón latía aceleradamente, vio que la cama estaba bien tendida a filo de navaja, pero el preso, el recién llegado ¡había desaparecido! Salió como un tornado septembrino al medio del patio tratando de no gritar a viva voz ¡alerta roja! En pausado silencio para no delatar la primera fuga, avistó sus ojos a lo largo y ancho del patio cuando repentinamente escuchó un sonido cantarino que provenía del agua en los baños al oeste del recinto. Tomó su arma reglamentaria, la amartilló y entró sigilosamente hasta el final del pasillo donde se escuchaba una voz melódica con registro tonal perfecto, entonando canciones escogidas.

Era el preso escapista, su primer instinto fue entrar a molerle a palos, pero esperó a que concluyese la hermosa melodía, no la conocía, aunque sonaba cual trinos de aves cantoras selváticas. Mangure supo que no estaba perdido y se le entró el alma al cuerpo, el preso no se había fugado solo se estaba bañando, esperó que acabara su aseo y entonces, sin miramientos, abrió la cortina de plástico plasmado con figuras de pececitos marinos y gritó enérgicamente:

—Preso de miércoles ¡Te me sales, así como estás, vuelves a tu celda, al segundo! ¿Me oís gallinazo vueltero? ¿Cómo te saliste?

—Calma oficial, no ve que estoy en pelotas ¿a dónde piensa que voy a ir? si me deja terminar de bañar le voy a agradecer mucho, además si me provee: tornillos, un desarmador y un alicate, le arreglaré chapa y puerta de las celdas para que no huyan sus presos.

— ¡No te voy a permitir! colla e mier…

Pero se calló al ver que el preso se dio la vuelta y siguió jabonando sus partes íntimas como si él no estuviera presente y siguió cantando a voz en cuello otra melodía conocida; Se calmó, su cólera se diluyó entre las suaves notas musicales. Mangure, como era joven nacido en puerto Barquesi, tenía un carácter bondadoso y asimiló la situación dejando pasar su arrebatadora furia y se calmó poco a poco.

Cerró la cortina, bajó su arma, atisbó hacia fuera del baño. No veía a nadie en el patio o sus alrededores, si se daba tiempo volvería a poner al preso en su celda, sin que nadie lo notara.

— ¡Apúrese flaco enjabonao! — le conminó ásperamente para recordar quien era el jefe.

—No se preocupe oficial, diga que usted ordenó sacarme la mugre acumulada en el viaje desde La Paz, porque olía a cerdo de monte.

— ¡Jochi pintao u Ocurí! colla tonto. Ahora sí nos entendemos. —Captó la solución propuesta— pero apure, pronto aparece misar y me pone de plantón al medio del patio ¡justo al mediodía mismo! Justito, si hablas del mono luego se asoma, ahí está el sarge Buntre listo para las matutinas ¡Salga inmediatamente! volvemos a la celda, mire que estoy armado, mire…

Buntre y sus dos ayudantes habían ido a refrescarse después del desayuno para dar inicio a la ceremonia matinal y leer los partes del día anterior. Estaba cansado por este monótono ajetreo, pero su cara cambió de pronto al sentir que entró adrenalina en su sangre y trató de no reírse, pero no pudo aguantar y contagió a todos. Una risa matinal había cambiado el inicio del tedioso día; saliendo por la puerta de los baños se veía un caballero flaco con el torso desnudo, cubriendo sus partes íntimas con una toalla blanca, en sus manos y hombros portaba su ropa recién lavada.

Detrás de él, con suma autoridad, se veía al cabo Mangure con su pistola en ristre apuntándole por la espalda y gritando órdenes mascullantes, la procesión llegó hasta el sargento. El cabo saludó militarmente y muy serio dio su parte:

—Buen día misar. Aquí reportándose el cabo Mangure. Llevé al preso a bañarse porque al entrar a su celda, olía como ocurí viejo.

—Buen día cabo —respondió y siguió riendo inconteniblemente— disculpe, parece que fue una gran idea, pero deje de mostrar su pistolón, ¿a dónde cree que va a huir el preso, desnudo cómo está?

Y mirando a sus ayudantes les paro la risa, contempló al preso quien, pese a su flacura lucía respetable bañado por el tibio sol mañanero, parecía un lugareño más del parque Barquesi.

—Cabo, lleve al preso a su celda que iniciaremos el parte del día.

— ¡A sus órdenes misar! ¡A sus órdenes misar! —respondió Mangure y llevó al preso hasta la celda haciendo ademanes de que le iba a dar una tunda más tarde, llegando a la puerta lo encerró y se dirigió al patio de ceremonias arreglándose el quepí y sus charreteras.

Pasada la ceremonia, Buntre había dispuesto los trabajos del día con dos salidas del cabo y su ayudante usando la pequeña lancha para recorridos de inspección: barrer el río 5 km a lo largo y ancho. Entro a su oficina para hacer el parte a pulso, pero luego debía mecanografiar en la máquina de escribir Burroughs, con cinta casi transparente por lo vieja. Su mayor sacrificio diario era colocar papel bond con dos papeles seda más livianos y sus carbónicos para copias.

Se dedicó a releer los antecedentes del preso. Un pensamiento le corroía en su interior; sospechaba que la llegada del preso, le iba a traer una serie de fortunios e infortunios, pero estaba seguro que cambiaría esta sosa vida en este puestucho militar. Se sentó frente al viejo escritorio y trató de usar la destartalada máquina, sin poder conseguirlo, entonces leyó el curriculum del preso y supo que era un académico, egresado en 1941 como ingeniero electromecánico, de una universidad limeña. Ejerció su profesión por 33 años en todo el país.

Por tanto, su experiencia era amplia. Era casado y tenía cuatro hijos que, en ese tiempo dictatorial, huyeron del país para no soportar los odiosos regímenes militares. Su esposa, siempre había permanecido a su lado, pero infelizmente, una rara enfermedad complicada con diabetes le quitó la vida en 1972. Así que, prácticamente era un hombre solitario, abandonado.

Como necesitaba caminar, dejó el escritorio, se ajustó la gorra, revisó su arma, vio que el guardia estaba en la puerta de ingreso y se adentró al patio en busca de las celdas. Al llegar encontró al preso fuera su celda; esta vez, con camisa blanca sin mangas, pantalones cortados como bermudas y llevaba en la cabeza, dos hojas de plátano secas para cubrirse del quemante sol.

Se acercó prudentemente, lo vio arrodillado sobre la puerta extraída de su celda hurgando la chapa. En el piso se veía una usada latita que contenía combustible diésel, un desarmador, un viejo alicate, clavos y tornillos herrumbrados. Hizo sonar fuertemente sus botas militares sobre el piso pedregoso que dieron el resultado buscado, el preso dio la vuelta, dejó el desarmador y un tornillo en el suelo, se levantó lentamente, se sacó sus hojas, se limpió el sudor y miró con respeto al recién llegado.

— ¿Qué hace el preso afuera su celda con todas estas herramientas no autorizadas?

—Cumplo órdenes para trabajos forzados, clase tres, del carcelero Mangure, mi oficial jefe. Debo arreglar chapas de las dos celdas porque ya no funcionan y alinear las puertas con sus bisagras.

—¡Santa Gertrudis me proteja! Esto se está volviendo más que interesante, el propio preso arreglando la cerradura de su celda, me olvidé asignarle trabajos forzados. Como ya tiene dos trabajos asignados por el cabo, señor (le dijo, en tono casual y respeto a sus 64 años) le doy la tercera orden, al terminar pasará a mi oficina, limpio y bien aseado a teclear en una máquina de escribir una carta con el parte diario.

Grenzio reparó la primera chapa, lubricándola con diésel, a seguir alzó la puerta entera para colocarla alineando los cuatro bordes en sus lugares debidos, de esa manera, la chapa calzaba perfectamente. Luego hizo lo propio con la segunda puerta y notó que esa habitación era más aireada y templada que la otra porque soplaba en el techo alto, una brisa directa del campo colindante a los bajíos ribereños del puerto. Decidió cambiarse de celda trasladando su pequeño bolsón, donde le habían permitido llevar ropa y algunas pertenencias. Luego se dirigió a la comandancia.

En la oficina del sargento, a eso de las 11.00 horas, radiaba en su entorno un calor infernal pese a estar abiertas todas las ventanas. El ventilador que colgaba del techo, paradójicamente era eléctrico, no tenía ningún uso al no disponerse de grupo electrógeno. Buntre agitaba frente a su cara un viejo periódico y trataba de concentrarse en el informe escrito a mano, el mismo que debía pasar a máquina y estar listo para las 15.00 horas, cuando pasaría el lanchón de correo fluvial retornando a puerto Barquesi. No notó que alguien tapaba la puerta abierta de par en par, sólo escuchó una voz varonil presentándose:

— ¡Preso Grenzio Moxela, reportándose al jefe!

— ¡Sonamos! —Saltó asustado— llegó a tiempo. Necesito su ayuda para redactar mi informe del día anterior, en esta horrorosa máquina de escribir Burroughs. Fíjese que he tenido tiempo de escribir el informe manuscrito a lápiz, para que lo lea y pase a máquina.

Moxela se impresionó ante la máquina, era realmente una antigua original Burroughs, en mal estado y sin ningún mantenimiento. La acarició como a la última muchacha que tuvo en sus manos, años atrás. Para él, en cuyo interior sentía una tendencia a escribir, sería un tesoro invaluable si sabía cómo tratarla, sin perder el respeto a esta ignorante pero bravía masa soldadesca que resguardaba el alejado territorio nacional.

Leyó las líneas bien dibujadas, con letra cursiva tipo Palmer del sargento. Le hizo unas preguntas sobre algunas ininteligibles líneas, sacó el rodillo por completo, revisó el teclado y lo alineó letra por letra, aceitó las partes móviles con diésel y volvió a colocar el rodillo. Limpio las partes para escribir, luego tomó una hoja blanca y su copia, comenzó a escribir varias palabras al azar, con una sutileza que enervó la impotencia del sargento.

Este se levantó a dar una vuelta, pero al ver al cabo de guardia le recomendó: “ojo con el preso” y salió en dirección al puerto, donde soplaba una brisa sureña que aliviaba el rotundo calor del medio día. El guardia no dio ninguna novedad, sólo anotaba el paso de los botes y lanchones ya conocidos por sus nombres rimbombantes pintados a babor y estribor tales como: “Gaviota sin rumbo”, “Nube negra”, “Tiburón blanco”, “Ají colorado”, “Vuelve mi dueña”, “Ruperta mía”, “Llévate ésta más”, “Sir titánico “y otras verborreas fluviales. Pasadas dos horas, decidió volver, más aliviado del húmedo calor y vio a la lancha que ya retornaba de su patrulla; Mangure mostraba en sus manos unos pescados dorados conseguidos de algún bote al pasar.

Volvió a su oficina, entró sacándose la gorra e iba a coger el periódico viejo para abanicarse cuando notó que estaba más fresca. Las ventanas estaban abiertas hacia fuera, pero no de lado, sino hacia arriba, resguardando la entrada de rayos solares, pero dejando entrar y salir una brisa refrescante. Su jarra de limonada estaba llena, sobre su escritorio estaban listas las dos hojas del informe del día anterior. Comprobó si era igual a lo que había escrito a mano y además noto un añadido con datos sobre la llegada del mentado preso.

Quedó conforme y fue a buscar al reo para agradecerle, pero no lo vio, tampoco estaba su máquina de escribir. Salió bufando como un toro al alero del patio interior, ahí, sobre las gradas cubiertas por un techo con calamina plástica verde, se hallaba el preso con un sinfín de partes y piezas de su máquina, distribuidas ordenadamente sobre los cuatro peldaños.

Se aproximó lentamente, se sentó a su lado y le comentó:

—Usted, caballero Moxela, tiene una endemoniada manera de desaparecer y aparecer como un mago, como el tal Houdini, creo que sabe de qué hablo ¿Le parece que eso esté bien?, tratándose de un preso común sentenciado a trabajos forzados.

—No me parece bien, pero no estoy acostumbrado a recibir órdenes militares y como usted se habrá dado cuenta, no tengo idea con los rangos militares, porque no fui a prestar servicio militar.

— ¿Qué pasó? ¿Cómo vivió de omiso en esa tormentosa década?

— Mi madre me consiguió una libreta de “sorteado”.

Buntre sonrió de buena gana por la natural disposición, honestidad del preso y le respondió.

— ¡Diantres! Usted es muy directo señor Moxela. Me alegro por ello y porque llegó a este lugar, perdido en el mapa, que ahora creo se va a poner muy interesante y le explicó los grados militares locales.

Él era el jefazo del puesto militar, para protección del asentamiento aborigen Amborí, Sargento Buntre Canilas, natural de La Paz; sigue en rango su brazo derecho y amigazo, cabo Antonio Mangure, nacido aquí cerca en Barquesi, a quien ya conoció y parece que ha hecho una buena amistad con él. Los restantes, son sólo cuatro soldados andinos, al mando del cabo Huiras, haciendo patria en estas tierras lejanas.

—Pero, si me permite sargento —hizo una pausa analítica— Usted no encaja en ese uniforme con grado de sargento, no tiene más que la voz y el cuerpo fuerte, hay más educación e inteligencia luchando por salir a la vista ¿qué pasó con su grado militar?

— ¡Miechica! ni quería acordarme otra vez, pero usted pide franqueza y aquí se la doy. Fui degradado de teniente a sargento, justo antes del examen para ascender a capitán y todo por defender el honor de una prima, abusada por un jefe. Degradación ilegal, por cierto, pero en estos tiempos de dictadura, todo se puede y además me destinaron, exiliado, a estas lejanas tierras, como usted ¿Qué le parece? O sea, somos dos exiliados, aunque por razones diferentes, ¿Qué más me puede comentar?

—Hay muchísimo por agregar a esta aberración dictatorial que se ha extendido como una epidemia en nuestra tierra latinoamericana gobernada, en esta década 1970, por los gringos del norte.

—Qué me cuenta de su familia —expresó interesado— parece un hombre solitario como delfín rosado perdido en manglares del río.

Moxela le hizo un resumen de su vida y cómo quedó sólo resguardando su querida vivencia en la sede de Gobierno, hasta que sucedió el problema. Buntre lo escuchó atentamente y muy pronto sintió empatía por el exiliado y le comentó.

— ¡Interesante! Vamos a tener muchas noches para seguir hablando de estos temas señor Grenzio y por favor ¿puede llamarme “misar”?… que es abreviado de “mi sargento”.

—Buena aclaración, misar, pensé que era por oficiar misas religiosas o por ser tan poderoso como mi zar de Rusia —bufó riendo Grenzio.

—Nada de eso, sólo confianzas que nos damos con los muchachos, pero ante los locales cambiamos automáticamente a régimen estricto y eso debo mantener con todos, especialmente con usted, preso Moxela. Pero no se sienta exiliado, disfrute, como yo, disfrute de esta naturaleza, eso sí, sin provocarle ataques cardiacos al cabo Mangure ¡Sin escapismos!

El preso sintió, por primera vez, que estaba en un buen lugar, alejado de ciudades, donde primaba el abuso militar y donde seguramente sus servicios no serían muy bien recibidos. Repentinamente alguna fuerza magnética le obligó a quedarse mirando al norte, hacia el asentamiento indígena, donde varias volutas humeantes se hacían visibles. Recordó sus sueños ocurridos en el viaje por el Marube, donde vivió la mayor aventura de su vida en esa región. Pero sus sueños solo eran el principio, porque Grenzio no sabía que las delicadas fauces del destino cambiarían la etapa final de su vida, en una grandiosa aventura jamás imaginada, ni por la gente del puesto militar. Al notar su dedicada fijación, el sargento le advirtió directamente.

—Señor Moxela, lo veo mirando al norte, a las tierras Amborí. Le informo que es prohibidísimo acercarse allí; es una zona de protección aborigen, no por ley nacional, más bien por imposición de la tribu, cuya fama feroz carnívora, lleva siglos, escrita y relatada en arcaicos documentos españoles coloniales. Son mortíferos con los visitantes no autorizados.


Esperó un instante y vio que el preso se quedó sin reacción alguna, estaba pálido y estático, mientras pronunciaba palabras aborígenes como: Azaeté, Uzumbí, Aramía, Arúmeden... intrigado, prosiguió.

—No pude creer este asunto atroz, carnívoros, hasta que fui llamado a retirar cadáveres de unos mineros buscadores de oro y además leí documentos de esta tribu, parece que ocultan algo muy misterioso.

Grenzio, recuperó sus cinco sentidos y analizó que estar cerca de la tribu Amborí, no era una mera coincidencia, estaba asociada con sus fantásticos sueños y con extraños entes cibernéticos, que todavía rondaban del viaje, estaban grabados en su mente y lo habían tornado suspicaz.

—Interesante misar Buntre. Gracias por evitarme un imposible plan de escape. Si fuera tan amable de proporcionarme documentos que posea sobre esta tribu, me sería bueno para pasar tiempo en mi celda nro. 2.

—Seguro, déjeme buscarle algo, en este armario.

Con un buen fajo de documentos Grenzio se dirigió a su celda. Apenas se echó en su camastro empezó a leer historias sobre la cercana aldea tribal, que le mostraban su vivencia:

“Al parque Amborí, bella zona ecológica, atraída por habladurías y mitos, ninguna expedición colonial o contemporánea se había acercado, por la fama de antropófagos, que cortaban cabezas, usaban dardos mortales. Las autoridades contemporáneas, enviaron varias expediciones militares y civiles, que fracasaron en sus intentos de sojuzgar a la misteriosa tribu.”

“Desde temprano se veían humaredas de cocinas a leña, con gente preparando la primera comida; algunas jóvenes cargaban cántaros de arcilla hacia una ensenada abierta que llegaba a las orillas de un río que pasaba por el asentamiento y vertía sus aguas cristalinas en una gran poza, formada por el recodo Oeste del morro Uzumbí.”

“Los Amborí creían en varios dioses naturales, sin embargo, una antigua tradición contaba la supremacía de Dombú, que ejercía el dominio total. Tradiciones contaban que llegó milenios atrás allende los cielos, desparramando hermosos colores sobre la naturaleza, justamente cuando sus antepasados llegaron a esa zona, huyendo de tribus ayoreas.”

“Sus chozas no eran las tradicionales medias aguas rectangulares o circulares con techo cónico, más bien eran grupos de cinco habitaciones cubicas colocadas en cruz, trenzadas con fuertes lianas abundantes en la zona, cubiertas, palmo a palmo por una amplia variedad de palmas, formando un techo central piramidal achatado, que servía para ventilación y se afianzaba sobre cuatro columnas cuadradas que subían hasta la cúpula principal, donde se anudaban. Estos, estaban construidos a 1.50 m del suelo, sobre una base firme de madera plana, estaqueada según costumbres que enseñaban sus ancianos, de generación en generación.”

“Este conjunto, lo constituían: tres dormitorios con una sala central interna común y una de ingreso o unión a las plataformas o caminos palafiticas; Era un sistema cubical habitacional, que se alineaba a lo largo con varias plataformas en varios ramales, donde se insertaban otros conjuntos habitacionales idénticos, que se unían a una vía central. Todo el conjunto, chozas en forma de cruz, terminaba en un costado adyacente a la poza Azaeté, formando un puerto sobre el Paramingú.”

“Su tez era oscura, aunque más clara que los Guarayos. Su aspecto era realmente sorprendente, si algún experto se hubiera acercado a compartir con los rostros sonrientes de los tribales Amborí ¡se habría llevado una gran sorpresa! En una misma sala comunitaria se veía una mezcla de razas, con tonos blancos, mulatos, morenos, ojos azules, marrones o negros, cabellos rubios, pelirrojos y negros, con diferentes tipos de barbas.”

“Su fuerza era extraordinaria; ellos disparaban flechas con sus arcos hasta llegar 80 metros, mientras que los Guarayos no llegan ni a 30 metros con las mismas armas.”

“Existía un cacique mayor y uno menor para gobernar la tribu, varios consejeros y un brujo añoso infaltable, para cuidar la salud de los pocos aborígenes y alejar a los espíritus malignos. El cacique mayor gobernaba dentro y fuera del territorio, en tanto que el menor lo hacía en el territorio exterior y el brujo añoso maldecía a los dos con sus buenos consejos”

“En los conjuntos habitacionales comunales, a ambos lados del río, con las chozas aledañas, se concentraban los miembros de la tribu, asignando tareas del día. En las chozas comunes se reunían mujeres para determinar labores domésticas y las dedicadas a la fabricación de enseres usando arcilla, cuyo material abundaba y las dedicadas a convertir la madera y lianas, en sus propios enseres domésticos, como sillas, mesas, hamacas, etc.”

“Solamente niños menores a diez años, participaban en la enseñanza tribal, que tenía lugar en un gran terreno acuadrillado donde habían construido un galpón cuadrado dividido en dos secciones de paredes cruzadas, tapadas con madera plana que servía como pizarrón. Este conjunto escolar estaba formado por cuatro aulas de enseñanza visual, con largas mesas.”

La documentación era extensa y Grenzio la dejó a buen recaudo, para terminar de leer en otra oportunidad; no sabía que el destino y sus sueños subliminales le habían preparado una aventura insospechada. Al puesto militar le llegó la noche y Grenzio se durmió y esta vez, no tuvo pesadillas, ni encuentros con seres extraños, solo sentía que había llegado a su destino.

Arúmeden

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