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RESENTIMIENTO EN EL REINO UNIDO: HOBSBAWM Y THOMPSON
ES UN RASGO DESTACABLE DEL PÚBLICO LECTOR INGLÉS su tendencia a tratar a los historiadores como líderes en el ámbito de las ideas. A medida que el recién fundado Partido Laborista se conformó como fuerza política a comienzos del siglo XX, las historias populares de H. G. Wells, los Webbs y sus colegas fabianos ayudaron a difundir la idea de que el socialismo era sinónimo de “progreso”. Desde entonces, reescribir la historia con un trasfondo socialista se empezó a considerar como una forma de ortodoxia en la izquierda, y el libro de R. H. Tawnet, Religion and the rise of capital, se convirtió en el manual de referencia para toda una generación de intelectuales ingleses. Según Tawney, el laborismo luchó al lado de las confesiones protestantes contra esa “sociedad adquisitiva” que ya había criticado en un libro anterior con ese título. Era a un famoso historiador, Arnold Toynbee, a quien el Toynbee Hall, la sede de la WEA (Workers Educational Association) debía su nombre; y es allí donde residió el propio Tawney junto a su amigo William Beverdige, uno de los artífices del Estado de bienestar. La historia del laborismo y la WEA estaban inextricablemente unidas y, para la izquierda intelectual, casi se convirtió en un dogma que una de las maneras de participar en la lucha proletaria fuera enseñando historia.
Entre los historiadores que sentaron en el Reino Unido las bases de la Nueva Izquierda, destacan dos especialmente, tanto por la brillantez de sus escritos como por la determinante influencia de su compromiso. Tanto Eric Hobsbawm como E. P. Thompson fueron alentados por el movimiento comunista al que tantos se afiliaron antes y durante la Segunda Guerra Mundial. Y ambos se implicaron activamente en el movimiento pacifista durante la época en que la paz era también el objetivo de la política exterior soviética. Pero si Hobsbawm pertenecía al establishment y era un miembro respetado en el ámbito académico, Thompson nunca se sintió cómodo en el ambiente universitario, y abandonó su puesto en la universidad de Warwick en protesta por sus tendencias mercantilistas en 1971. Estaba orgulloso de ser un intelectual libre, al estilo de Karl Marx. Difundía sus ideas en reseñas de libros o en panfletos, y no puede decirse que su ensayo más importante, The Making of the English Working Class, fuera un libro de historia social, según se concebía esta disciplina cuando se publicó en 1963.
Hobsbawm ha recibido muchas críticas, menos por su inclinación comunista que por su obstinada lealtad al partido cuando se hicieron públicos sus crímenes, y abandonó sus filas cuando no tenía más remedio, puesto que el Partido Comunista se disolvió vergonzosamente a finales de 1990. Por el contrario, Thompson dejó el partido en 1956 como respuesta a la invasión soviética de Hungría, que el Partido Comunista del Reino Unido se negó a condenar. Hobsbawm afirmó (en el Daily Worker, 9 de noviembre de 1956), que aprobaba lo ocurrido en Hungría, aunque con “pesar en su corazón”. Y hasta su muerte, en 2012, siguió aprobando con el mismo pesar en su corazón las atrocidades que otros ex comunistas contemplaban cada vez con mayor indignación, y esta circunstancia ha sido la que ha puesto en duda su reputación. Pero su caso ilustra hasta dónde puede llegar la colaboración con el crimen cuando es la izquierda quien lo comete. Los crímenes perpetrados por la derecha no disfrutan de esa indulgencia: esto nos muestra un rasgo significativo de los movimientos de izquierdas, que parecen poseer la misma capacidad que las religiones tanto para tolerar el crimen como para limpiar la conciencia de sus cómplices.
De hecho, debemos entender en un sentido religioso la fascinación que despertó el comunismo entre los jóvenes intelectuales de entreguerras. Los espías de Cambridge —Philby, Burguess, Maclean y Blunt— traicionaron a muchas personas y las llevaron a la muerte: al revelar las identidades de los patriotas de Europa del Este que organizaron la resistencia frente a los nazis, con la esperanza de alcanzar un futuro democrático, más que comunista, posibilitaron que Stalin liquidara a quienes luchaban para impedir su avance por Europa oriental.
Esto aparentemente no suscitó remordimiento alguno en los espías, cuyas acciones estuvieron motivadas por un rechazo obsesivo hacia su país y hacia sus instituciones. Formaban parte de una élite que había perdido confianza en su derecho a los privilegios heredados y que había transformado en religión la negación de los valores que les había inculcado la sociedad en que nacieron. Estaban deseosos de encontrar una filosofía que compartiera esa misma obsesión destructiva y la hallaron en el partido comunista, que les ofrecía no sólo doctrina y promesas, sino también pertenencia, autoridad y obediencia: exactamente lo mismo que esos espías repudiaban como herencia.
Las organizaciones clandestinas crean siempre un grupo de ángeles visitantes, capaces de moverse entre la gente de la calle con un halo que solo ellos pueden ver. Pero esta masonería de los elegidos no era el único atractivo del partido comunista. Su doctrina les prometía un futuro luminoso y les indicaba el camino de “lucha heroica” que conducía a él. La sociedad europea casi se había destruido a sí misma en la Primera Guerra Mundial, y la gente había salido de ella con multitud de pérdidas y sin ninguna ganancia que compensara su sufrimiento. Para esos jóvenes que había perdido sus ilusiones debido a la dura realidad que siguió a la guerra, la Utopía era un bien muy preciado. Era lo único en lo que podían confiar, precisamente porque no hacía referencia a nada real. Exigía sacrificio y compromiso y daba sentido a la vida, mostrando la fórmula para transformar lo negativo en positivo y convirtió todo acto de destrucción en un acto de creación. La utopía facilitaba instrucciones implacables, secretas y autoritarias, que exigían traicionar a todo y a todos los que se interponían en su camino, o sea, a todo y a todos. El entusiasmo que provocaba era una fuerza irresistible para quienes deseaban vengarse de un mundo que se habían negado a heredar.
Pero no fue solo en el Reino Unido donde el Partido Comunista ejerció su perversa influencia. Czeslaw Milosz ha descrito, en un vívido e inquietante libro, el poder satánico que tuvo el comunismo sobre su generación de intelectuales polacos, y cómo cerró sus mentes a cualquier forma de crítica, liquidando una a una todas las lealtades que daban sentido a la vida de sus compatriotas: la lealtad a la familia, a la iglesia, al país y al orden legal[1]. Los escritores, artistas y músicos de Francia y Alemania también se rindieron a su encanto. El partido comunista no era atractivo solo por las políticas concretas o el creíble plan de acción que proponía dentro del orden existente. Lo era sobre todo porque se enfrentaba al desorden interior de la clase intelectual, en un mundo en el que ya no existía nada auténtico en lo que creer.
La habilidad del partido por transformar lo negativo en positivo y rechazar la redención ofreció precisamente una terapia psíquica a quienes habían perdido la fe religiosa y todo el afecto cívico que necesitaban. Su estado negativo lo reflejó perfectamente Breton en nombre de los intelectuales franceses en su Segundo Manifiesto Surrealista de 1930:
«Todo está aún por hacer, todos los medios son buenos para aniquilar las ideas de familia, patria y religión (…) [Los surrealistas] saben gozar plenamente de la desolación, tan bien orquestada, con que el público burgués (…) acoge el deseo permanente de burlarse salvajemente de la bandera francesa, de vomitar de asco ante todos los sacerdotes, y de apuntar hacia todas las monsergas de los «deberes fundamentales» el arma del cinismo sexual de tan largo alcance».
Esta idea, en retrospectiva tan pueril, era al mismo tiempo una clara petición de auxilio. Breton reclamaba un sistema de creencias con la capacidad para prometer un nuevo orden y una nueva forma de pertenencia, que transformara todo lo negativo de su alrededor y lo reescribiera en el lenguaje de la autoafirmación.
Hobsbawm tenía más excusa que la mayoría de los que se incorporaron al partido comunista. Nacido en Alejandría, de padres judíos y huérfano en la infancia, tuvo que trasladarse a casa de unos familiares a Berlín donde fue testigo, en el momento más vulnerable de su vida, del traumático ascenso de Hitler al poder. Finalmente logró escapar con su familia adoptiva a Inglaterra, donde se encontró desarraigado y traumatizado, desligado de toda lealtad heredada y, a pesar de ello, con el deseo de encontrar algo que diera sentido a su inquietud intelectual y le permitiera participar y comprometerse en la lucha contra el fascismo. Se sumó al movimiento comunista con inquebrantable dedicación y estudió la manera de implicarse en sus luchas desde el ámbito académico.
Es imposible saber —y probablemente sea también indiscreto preguntar- cuántos intelectuales comunistas de la generación de Hobsbawm participaron en esa clase de acciones subversivas que hoy relacionamos con el círculo en el que se movían Philby, Burguess y Maclean. Se ha sospechado de Cristopher Hill, historiador de la guerra civil inglesa, que trabajó en el Foreing Office durante los dos últimos años cruciales de la guerrea, cuando Stalin necesitaba de la información que le transmitían los espías de Londres para invadir Europa del Este. Hill, que después fue profesor en Ballioll, era miembro del Grupo de Historiadores del Partido Comunista de Oxford formado tras la Guerra, y al que pertenecía también Hobsbawm, Thompson y Raphael Samuel. En 1952, Samuel y él fundaron la influyente revista Past and Present, cuyo objetivo era interpretar la historia desde un punto de vista marxista. Vinculado a ellos estaba también Ralph Miliband, que llegó como refugiado desde Bélgica en 1940, y cuyo padre polaco había luchado en el ejército soviético contra su propio país en la guerra polaco-soviética de 1920, guerra con la que Lenin quiso vincular el comunismo alemán con el ruso, aunque no lo consiguió.
Miliband colaboró también activamente con New Reasoner, fundada por E. P. Thompson y otros en 1958. En 1960 esta publicación se integró con Universities y Left Review, y juntas formaron New Left Review (ver capítulo 7). Aunque simpatizaba con el movimiento socialista internacional, Miliband, hasta donde yo sé, nunca fue miembro del partido, pero defendía también un “camino al socialismo” más de tipo revolucionario que parlamentario. En su libro Capitalist Democracy in Britain, de 1982, manifestó irónicamente sus desacuerdos con el Partido Laborista, al que se había afiliado en 1951. Afirmaba que este último, al apoyar las instituciones políticas británicas, renunciaba a ser la voz de la clase trabajadora y reprimía las “fuerzas” que habían determinado la revolución en otros lugares. Aunque a regañadientes, reconocía que la capacidad de las instituciones británicas para contener las protestas de las bases populares, explicaban la paz sin precedentes de las que había disfrutado el pueblo británico desde finales del siglo XVII. Si sustituimos “contener” por “responder”, esta frase se podría considerar como un primer paso para criticar desde una perspectiva de derechas la sesgada interpretación que el propio Milband hizo de nuestra historia nacional.
Con independencia de su implicación en la política comunista, estos escritores se distinguen de los espías de Cambridge y de otros simpatizantes sobre todo por una cosa: su seriedad intelectual. Concibieron el comunismo como un intento por poner en práctica la filosofía de Karl Marx y veían el marxismo como el primer y único ensayo para elevar la historia a la categoría de ciencia. El interés que revisten hoy para nosotros no se puede separar de su deseo por reescribir la historia en clave marxista y utilizar la comprensión histórica como un instrumento de política social.
Nadie que lea los ensayos históricos de Hobsbawm puede evitar verse comprometido por ellos. La amplitud de sus conocimientos está a la par con la elegancia de su prosa, y la prueba de sus talentos como académico y hombre de letras es que Hobsbawm fue elegido miembro tanto de la Academia Inglesa como de la Royal Society of Literature. Sus cuatro volúmenes sobre el nacimiento del mundo moderno —La era de la Revolución (1789-1848), La Era del Capitalismo (1848-1875), La Era del Imperio (1875-1914) y la Historia del siglo XX (1914-1991)- constituye un destacable trabajo de síntesis, y sólo se puede considerar en verdad tendencioso el último, en el que su interés por encubrir el experimento comunista y acusar de todos los males al capitalismo adquiere rasgos en parte siniestros y en parte sorprendentes. Su análisis sobre la Revolución Industrial y sus intenciones imperialistas —Industria e Imperio— es con justicia el manual de referencia sobre el periodo, y se ha reeditado cada año desde que se publicó por vez primera en 1968. Al reflexionar sobre el método utilizado en estas obras, Hobsbawm escribió que «no es posible ningún debate serio que no haga referencia a Marx o, más exactamente, que no comience donde él lo hace. Lo que implica básicamente (…) una concepción materialista de la historia»[2]. Y es con esta afirmación en mente por donde se debe comenzar a valorar su contribución a la vida intelectual.
La concepción materialista de la historia de Marx era una respuesta a la filosofía de Hegel, para quien la evolución de las sociedades estaba dirigida por la conciencia de sus miembros expresada en la religión, la moralidad, el derecho y la cultura. Como se sabe, para Marx esto no era así. No es «la conciencia la que determina la vida, sino que la vida determina la conciencia» (La ideología alemana). La vida no constituye un proceso consciente desarrollado en el ámbito de las ideas, sino que es una “realidad material” enraizada en las necesidades orgánicas. También la base de la vida social es material, es decir, comprende la producción, la distribución y el intercambio de bienes. La actividad económica es la base sobre la que descansa la “superestructura” de la sociedad. Los factores mentales o espirituales, considerados tradicionalmente agentes del cambio histórico —como por ejemplo los movimientos religiosos, las innovaciones jurídicas, la autocomprensión y la cultura de comunidades locales, así como las instituciones que conforman la identidad de un Estado-nación—, son todos ellos fenómenos dependientes de la producción material. Las sociedades humanas evolucionan al desarrollarse las fuerzas productivas, lo que exige una continua revolución y transformación de las relaciones de propiedad, y esto es lo que determina la transición del esclavismo al feudalismo y de este al capitalismo, etc. Las estructuras sociales cambian y se modifican como respuesta a las necesidades y oportunidades de la producción, cambios que son similares a las adaptaciones de las especies en la dinámica evolutiva. También la conciencia de una sociedad, manifestada en su religión, en su cultura y en su derecho, es resultado de este proceso, dirigido en última instancia por las leyes del crecimiento económico.
Cómo dar sentido a todo esto es un interrogante fascinante que sólo ha podido responder, que yo sepa, de modo plausible, únicamente un pensador: Gerald A. Cohen, en La teoría de la historia de Karl Marx: una defensa[3]. Pero podemos percatarnos de lo que supone considerando algunos ejemplos. Pensemos en los cambios de la ley inglesa de tierras durante el siglo xix. Reconocer el derecho a vender libremente sus tierras a los arrendatarios vitalicios posibilitó el desarrollo de la minería y la industria. Así es como las fuerzas económicas provocan cambios de largo alcance en las relaciones de propiedad, haciendo posible la transferencia de poder e iniciativa, que pasó entonces de manos de la aristocracia rural a las de la clase media en ascenso. O reparemos, por ejemplo, en la transformación de la novela en la segunda mitad del siglo xviii. Gracias a ese cambio, se conformó la autocomprensión de la sociedad emergente y se afianzaron las ideas de libertad y responsabilidad individual en la vida de la clase propietaria y hacendada. De ese modo, el surgimiento de esta forma artística respondería a los cambios operados en el orden económico. O, por último, prestemos atención a las diversas reformas electorales del siglo XIX, que ayudaron a consolidar el poder de las nuevas clases y a promulgar una legislación en defensa de sus intereses. Todos estos ejemplos revelan que las instituciones políticas cambian en función de las necesidades económicas.
También en todos estos ejemplos se pueden ver las demandas y exigencias de las fuerzas productivas en relación con las instituciones y la cultura que facilitará su expansión. Esta expansión de las fuerzas productivas es el hecho básico que permite explicar todo cambio social como respuesta al mismo. Las instituciones y las formas culturales existen porque sirven para respaldar relaciones económicas, igual que una casa se apoya sobre sus cimientos. Y las relaciones económicas existen porque hacen posible el crecimiento de las fuerzas productivas causado por los cambios tecnológicos y demográficos.
Pero una cosa es afirmar que las instituciones existen por su funcionalidad y otra, más trivial, sostener que desaparecen al revelarse disfuncionales. Cuando la ley de herencia hizo imposible la explotación en Inglaterra de los recursos naturales, devino económicamente disfuncional. Como consecuencia de ello, surgió la necesidad de cambiarla. Pero no puede afirmarse que la ley se promulgara por su utilidad económica. Puede, y de hecho es lo que ocurrió, que naciera para favorecer intereses familiares y ambiciones dinásticas. Por otro lado, las instituciones sociales pueden ser económicamente disfuncionales y, pese a ello, seguir vigentes porque cumplen otras funciones o, simplemente, por el apego que las tenemos precisamente por ser “nuestras”. La política del Shogunato Tokugawa, que determinó el aislamiento de Japón del resto del mundo entre 1641 y 1853, era equivocada desde un punto de vista económico, ya que impidió el desarrollo del comercio internacional que después fue tan beneficioso para el país. Pero era funcional en otro sentido, pues gracias a ella Japón disfrutó de un largo periodo de paz que cuenta con pocos paralelos en la historia de otras naciones y desarrolló la refinada cultura sintoísta a la que, entre otras cosas, debemos las hermosas salas de consuelo para muertos.
Pero entonces, ¿cuál es la utilidad de la teoría marxista de la historia? Es cierto que no puede negarse que existe una red de conexiones entre la vida económica y social, pero no es posible determinar cuál es el efecto y cuál la causa, puesto que no podemos realizar experimentos para verificar nuestras hipótesis. Puede afirmarse, pues, que en la práctica la teoría marxista de la historia no supone tanto una explicación cuanto un cambio de acento. En lugar de estudiar, como han hecho otros, el derecho, la religión, el arte o la vida familiar, los marxistas se centran en el análisis de las realidades “materiales”, es decir, en la producción de alimentos, casas, maquinaria, mobiliario y medios de transporte. Si se es suficientemente selectivo, puede dar la impresión de que la producción de bienes es el verdadero motor del cambio social, pues, al fin y al cabo, sin ellos ningún otro bien puede existir. Aunque esto sin duda es un poderoso estímulo para la búsqueda de hechos relevantes, no es en modo alguno una explicación causal, y puede resultar engañoso describir sobre esta base la historia moderna, en la que las innovaciones jurídicas y políticas han sido con tanta frecuencia tanto causa del cambio económico como resultado del mismo.
Para los historiados marxistas de la generación de Hobsbawm, la noción de clase ha sido todavía más importante. Como veremos en nuestro análisis de la obra de Perry Anderson (Cap.7), estos historiadores se han centrado en estudiar los períodos de convulsiones sociales y rebelión con la esperanza de descubrir en ellos evidencias de esa “lucha de clases” que alimenta la agitación social y política. A este respecto Marx diferenció la “clase en sí” de la “clase para sí”. En un sistema capitalista el proletariado está formado por todos aquellos que no tienen ningún bien que intercambiar excepto su fuerza de trabajo. Objetivamente hablando, los miembros del proletariado forman una clase porque poseen intereses económicos comunes, en concreto, liberarse de la “esclavitud del salario” y controlar los medios de producción. También los burgueses constituyen una clase por idéntico motivo, es decir, por el interés que comparten en mantener el control de los medios productivos. De esa contraposición de intereses surge la “lucha de clases”, que es un conflicto que se desarrolla en el ámbito de las fuerzas materiales y de la que puede que los propios participantes no sean del todo conscientes.
Pero las personas no solo tienen intereses económicos. A veces son conscientes de ellos. Y al hacerse conscientes, desarrollan narrativas para justificar su derecho y la justicia o injusticia de su situación. Cuando sucede esto, y se comparte esa conciencia de los intereses comunes, nace la “clase para sí”. Y, según Marx, este es el primer paso necesario para la revolución.
Todo esto resulta tan poético como emocionante. La cuestión que deben importarnos es si es verdad. Y si lo es, ¿exige una forma nueva de hacer historia? Para Hobsbawm, Thompson, Hill, Samuel y Miliban, la respuesta a ambas preguntas es “sí”. Por ello se propusieron reescribir la historia del pueblo inglés como una historia de “lucha de clases”. El resultado es un continuo énfasis sobre los bienes materiales y las ventajas sociales de la clase media en ascenso, y en el consiguiente empobrecimiento y degradación de la clase trabajadora. Ofrezco a continuación un extracto típico de Hobsbawm sobre el reinado de Enrique IV, que sigue a una amplia burla de la aristocracia rural y de su afición por la caza, los disparos y las escuelas públicas:
«Plácida y próspera por igual era la vida de los numerosos parásitos de la sociedad aristocrática rural, alta y baja: aquel mundo rural y provinciano de funcionarios y servidores de la nobleza alta y baja, y las profesiones tradicionales, somnolientas, corrompidas y, a medida que progresaba la Revolución industrial, cada vez más reaccionarias. La iglesia y las universidades inglesas se dormían en los laureles de sus privilegios y abusos, bien amparados por sus rentas y sus relaciones con los pares. Su corrupción recibía más ataques teóricos que prácticos. Los abogados y lo que pasaba por ser un cuerpo de funcionarios de la administración, seguían sin conocer la reforma»[4].
No hay duda de que hay algo de verdad en lo que dice. Pero lo expresa con la terminología de la lucha de clases y en un lenguaje que no permite disculpa alguna de la gente de la que habla ni del sistema en que vivía. También podrían haber sido considerados “parásitos” los mercaderes y comerciantes, y “reaccionarios” los profesores, doctores y agentes que, con todos sus defectos, hicieron posible la transmisión del capital social y su desarrollo a lo largo del siglo XIX. Al igual que en cualquier otro periodo, también en aquella época existieron personas buenas y muchas se opusieron a las costumbres corruptoras. El propio Hobsbawm reconoce que había duras críticas a la corrupción de la iglesia, pero las subestima por ser “más teóricas que prácticas”. En cuanto a los abogados y funcionarios, a ellos ni siquiera se les reconoce el derecho de audiencia. Hasta la extraordinaria movilidad social del siglo XIX inglés —que hizo que Sir Robert Peel, padre del primer ministro, ascendiera de clase social y se convirtiera en un importante industrial—, se envuelve con el mismo estilo reivindicativo, como si fuera un fallo del sistema de clases hacer posible que la gente se abriera camino en él.
Sin embargo, la nueva clase trabajadora se describe con la tendencia opuesta. Su mundo tradicional y su antigua “economía moral”, como Thompson la describe, habían quedado destruidas por la Revolución Industrial. Los trabajadores, confinados en las nuevas ciudades en expansión y con el permanente recuerdo de su “exclusión de la sociedad humana”, se veían obligados a trabajar a precio de mercado, que, según los economistas liberales, era la tasa más baja por la que se podía intercambiar trabajo por dinero. Pero, cuando eran despedidos, lograron salvarse de la inanición gracias a la ley de pobres, establecida «no tanto para ayudar al desafortunado, como para estigmatizar los propios fracasos de la sociedad»[5].
De hecho, esta era la época en que las Friendly Societies y las Building Societies hicieron posible que los trabajadores se convirtieran en propietarios de bienes inmuebles y conformaran la nueva clase media. Era también la época del Mechanics Institute, creado por caritativos miembros de la clase media para proporcionar educación a quienes trabajaban a tiempo completo. Fue también el periodo en el que se crearon las bibliotecas para trabajadores, las asociaciones de los mineros del carbón y el Acta de Fábricas, iniciativas que sirvieron para desterrar los peores abusos y las consecuencias de la industrialización. Pero nada de esto merece interés para Hobsbawm, para quien estos fenómenos no son muestras de bondad sino instrumentos para perpetuar la explotación.
Hobsbawm interpreta el proceso -que en verdad estuvo lejos de ser inocuo- por el que nuestras instituciones políticas y sociales adaptaron la Revolución Industrial como una “lucha de clases”, aunque de serlo hubiera sido en todo caso una lucha emprendida en contra de la clase trabajadora. Y cuando los hechos refutan claramente la interpretación marxista de la historia, explícitamente los soslaya. Como se sabe, Marx predijo que los salarios irían descendiendo en el capitalismo, puesto que los trabajadores se verían obligados a aceptar siempre peores condiciones económicas para seguir disfrutando de la “esclavitud de su salario”, que era lo único que se les ofrecía. La investigación ha desmentido esta predicción, demostrando, por el contrario, que tanto el salario como el nivel de vida estuvieron en aumento constante, con algunas breves interrupciones, durante toda la Revolución Industrial[6]. En lugar de aceptar este hecho, y tenerlo en cuenta en su interpretación, Hobsbawm lo cuestiona para evitar que sus purezas se contaminen:
«Si la [pobreza material] aumentó o no, es tema de encendida polémica entre los historiadores, pero el hecho mismo de que la pregunta sea pertinente ya facilita una sombría respuesta: nadie sostiene en serio un deterioro de las condiciones en períodos en que evidentemente no se deterioraron, como en la década de 1950»[7].
Por decirlo con otras palabras, es suficiente para el historiador constatar que se ha discutido la cuestión; no es necesario que profundice para llegar a la verdad.
Los hechos son más interesantes y perduran más en la memoria cuando forman parte de un drama. En este sentido, si la historia ha de desempeñar una función política, el drama ha de ser el de la vida moderna. Pero creer que esto es la teoría científica que las clásicas narraciones sobre el progreso nacional y la reforma institucional no fueron capaces de ofrecer, no está suficientemente fundamentado. La historia marxista implica reescribir la historia teniendo en cuenta fundamentalmente la clase social. Y exige demonizar a las clases superiores e idealizar a las más bajas.
La interpretación de la historia en clave marxista que hace Hobsbawm supone desenmascarar las fuentes de lealtad que unen a la gente corriente no con su clase (como supone la doctrina marxista), sino con su país y sus tradiciones. La clase es una idea atractiva para los historiadores de izquierdas porque hace referencia a lo que nos divide y separa. Solo si se interpreta la sociedad en función de las clases sociales, podemos descubrir el antagonismo en el centro de todas esas instituciones mediante las cuales la gente ha tratado justamente de evitarlo. Nación, derecho, fe, tradición, soberanía…, todas estas ideas hacen referencia a fenómenos que nos unen. A través de ellas intentamos articular esa unión esencial que atenúa las rivalidades sociales, ya nazcan del estatus, la clase o la función económica. Por eso mismo es un objetivo principal para la izquierda, al que ha contribuido también el propio Hobsbawm, demostrar que esos fenómenos son meras ilusiones, que no representan nada duradero o decisivo para el orden social. Por decirlo en términos marxistas, el concepto de clase es de naturaleza científica; el de nación, ideológica. La idea de nación, así como sus tradiciones, constituye el velo desplegado en el mundo social por la necesidad burguesa de percibirlo de forma errónea.
Así pues, en Naciones y nacionalismo desde 1780, Hobsbawm se propone mostrar que las naciones no son esos fenómenos naturales que parecen ser, sino invenciones diseñadas para crear una lealtad engañosa al sistema político dominante. En La invención de la tradición, una obra colectiva dirigida por Hobsbawm y Terence Ranger[8], diversos autores sostienen que muchas tradiciones sociales, ceremonias y símbolos étnicos son creaciones recientes elaboradas para hacer creer a la gente que desciende de un pasado inmemorial y que dota a su pertenencia social de una permanencia engañosa. Estos dos libros pertenecen a la creciente colección de estudios dedicados a la “invención del pasado”, en la que se incluyen clásicos como Imagined Communities: Reflections on the Origins and Spread of Nationalism (1983) de Benedict Anderson, y Nación y nacionalismo, de E. Gellner, de 1983.
Gracias a estas obras se ha establecido como indiscutible que cuando las personas toman conciencia de su pasado y lo reivindican como posesión colectiva, no piensan como lo hacen los historiadores empíricos y los estadísticos sociales. Actúan como los profetas, los poetas y los creadores de mitos, proyectando sobre sus antepasados el significado presente de su identidad para reivindicarlo como suyo. Pero ¿qué se deduce de ello? Es exactamente eso mismo lo que hacen los escritos historiográficos de Hobsbawm, Thompson y Samuel, aunque no se proyecta en el pasado la conciencia presente de la nación, sino la experiencia actual de clase. En la crítica que la Nueva Izquierda hace al concepto de nación y de identidad nacional, se pone de manifiesto su fracaso por tomar en serio su propia herencia intelectual. Marx distingue la clase en sí de la clase para sí precisamente porque a su juicio la estructura de clases de las sociedades modernas existía mucho antes de que las personas cobraran conciencia de ella. Lo que ilustra la comprensión de Hobsbawm sobre la Revolución Industrial es el modo en que la “conciencia de clases” moderna se puede descubrir en las condiciones que la precedieron, y conformar así un sentido de pertenencia hacia esa larga tradición de “lucha” que une al profesor de hoy con el cúmulo de muertos provocados por la industrialización, y que ensalza su trabajo.
También deberíamos distinguir entre la nación en sí y la nación para sí. Es obvio que esta última es un invento reciente, la expresión de una conciencia que se desarrolla con el tiempo y en respuesta a determinadas necesidades. Pero en modo alguno este hecho demuestra que la lealtad sea más una ficción que la solidaridad de clase que reivindican escritores como Hobsbawm. En las obras históricas de Shakespeare hallamos el temprano indicio de esa conciencia nacional que después iba a surgir durante las guerras napoleónicas y que, con posterioridad, hizo posible que el pueblo se uniera en la lucha contra la Alemania nazi[9]. Ante la amenaza que suponía el ascenso del nazismo, esta nación para sí se mostró mucho más eficaz que la solidaridad internacional del proletariado, que, por el contrario, se reveló como una simple ensoñación de los intelectuales.
Es fácil rechazar como meras invenciones las tradiciones cuando los ejemplos elegidos son los de los autores cuyos textos editan Hobsbawm y Ranger. El baile tradicional escocés y la falda, el desfile el día de Lord’s Mayor, el festival de Nine Lessons and Carol, los uniformes y costumbres de los regimientos de los diferentes condados, son, claro está, productos de la imaginación. Pero la imaginación también expresa realidades más profundas y duraderas. Así, esos ejemplos concretos de “tradición para sí” son de poca relevancia cuando se comparan con la tradición en sí que los conservadores desean destacar y preservar.
Considérese el ejemplo que, entendido adecuadamente, deja sin sentido la interpretación marxista de la historia: la Common Law propia de los pueblos de habla inglesa. No solo existe hace miles de años y cuenta con precedentes en el siglo XII que todavía hoy se pueden alegar ante los tribunales. Se ha desarrollado además según una lógica interna propia, que ha asegurado su continuidad a pesar de los cambios y que ha servido para aunar a la sociedad inglesa en los momentos de necesidad nacional e internacional. Se ha revelado también como motor de la historia y causa del cambio económico, y no es posible considerarla como una simple “superestructura”, un epifenómeno, para los marxistas, sin poder causal independiente. Las grandes obras de Coke, Dicey y Maitland no dejan, a mi juicio, ninguna duda, y es comprensible que estos autores no aparezcan mencionados en la literatura de izquierdas. Porque no dejan en pie casi nada intacto del edificio construido por Marx[10].
La Common Law es solo un ejemplo de tradición duradera que se desarrolla en sí con independencia de si lo hace para sí. Otros sería la liturgia católica, la tonalidad diatónica en música, la orquesta sinfónica y las bandas de música, el Pas de Basque en la danza, el traje y la corbata[11], los oficios parlamentarios, la corona, el cuchillo y el tenedor, la salsa bearnesa, saludos como Grüß Gott y Sabah An-Nur, bendecir la mesa, los modales, el honor en la paz y en la guerra. Algunas de estas tradiciones son prosaicas; otras, fundamentales para la comunidad en la que están vigentes, pero todas tienen una naturaleza dinámica y se transforman con el tiempo a tenor de los cambios de quienes las secundan, asegurando la cohesión de las comunidades frente a amenazas internas y externas. Estudie estos fenómenos, dese cuenta de que no aparecen o son menospreciados en las obras de los historiadores marxistas, y entonces comenzará a preguntarse si verdaderamente el marxismo ha aportado algo en nuestra comprensión del desarrollo histórico.
Antes de terminar con la obra de Hobsbawm, vale la pena que nos detengamos a analizar su interpretación de la Revolución Rusa[12]. Hobsbawm no describe en detalle las políticas de Lenin, pero las resume en neolengua marxista. Así, escribe que Lenin actuó en nombre de las masas populares y se enfrentó a la oposición implacable de la “burguesía”. «Contra lo que sustentaba la mitología de la guerra fría, que veía a Lenin esencialmente como a un organizador de golpes de Estado, el único activo real que tenían él y los bolcheviques era el conocimiento de lo que querían las masas» (p. 69). Y «si un partido revolucionario no tomaba el poder cuando el momento y las masas lo exigían, ¿en qué se diferenciaba de un partido no revolucionario?» (p. 70). No aclara quiénes eran las “masas” y si realmente reclamaban la violencia que el partido les iba finalmente a imponer. Y cita la propia neolengua de Lenin con aprobación: «¿Quién -preguntaba Lenin frecuentemente- podía imaginar que la victoria del socialismo “pudiera producirse… excepto mediante la destrucción total de la burguesía rusa y europea”?» (p. 70). Sin pararse a pensar lo que implicaba la “destrucción completa”, rechaza todas las objeciones a los métodos de Lenin como si nunca nadie los hubiera cuestionado:
«¿Quién iba a preocuparse de las consecuencias que pudiera tener para la revolución, a largo plazo, las decisiones que había que tomar en ese momento, cuando el hecho de no adoptarlas supondría liquidar la revolución y haría innecesario tener que analizar, en el futuro, cualquier posible consecuencia? Uno tras otro se dieron los pasos necesarios» (p. 71).
Todo lo que los bolcheviques hicieron se logró gracias «a ese ejército implacable y disciplinado que tenía como objetivo la emancipación humana» (p. 80), y así Hobsbawm pasa por alto todo lo que Lenin realmente hizo para liquidar por completo a la burguesía.
Pero ¡qué forma tan extraña de “emancipación”! Como la historia marxista no se preocupa de cosas como el derecho y el proceso judicial, Hobsbawm no considera necesario referirse al decreto aprobado por Lenin el 21.11.1017, que suprimió los tribunales, los abogados y las profesiones jurídicas y dejó al pueblo sin la única defensa que tenía frente a la intimidación y la detención arbitraria. A fin de cuentas, era sólo la burguesía, que además ya estaba encaminándose hacia “su completa destrucción”, la que tenían recursos para acudir a los tribunales de justicia. La creación de la Cheka, precursora de la KGB, por parte de Lenin y los poderes de esta para utilizar todos los métodos terroristas necesarios para expresar la voluntad de las “masas” contra la gente corriente, son hechos que evidentemente no se mencionan en ningún lado. Tampoco la hambruna de 1921, la primera de las tres provocadas por el hombre al principio de la era soviética, y que fue la manera que Lenin ideó para imponer la voluntad de las “masas” a los tercos campesinos ucranianos que no habían aceptado aún esa descripción de sí mismos. Cuando leía The Age of Extremes, me sorprendí porque el libro no se hubiera rechazado en su momento ni fuera considerado un escándalo comparable a la justificación del Holocausto de David Irving. Pero de nuevo me vi obligado a reconocer que los crímenes cometidos por la izquierda no son en realidad crímenes y que, en cualquier caso, quienes los excusan o pasan sobre ellos de puntillas, siempre lo hacen con la mejor intención.
Esto me lleva a E. P. Thompson. Si este autor es importante para nosotros es porque fue consciente de los problemas planteados por la teoría marxista de clases y supo que las interpretaciones apresuradas o imprecisas de la misma habían generado gran confusión sobre la diferencia del en sí y para sí. Para Thompson, lo relevante era la clase para sí. En la teoría marxista original, que define la clase por su posición en las relaciones de producción y por la función económica que desempeñan quienes la integran, la clase trabajadora inglesa tendría que haber existido desde la época de la primera forma de producción capitalista en la Inglaterra medieval[13]. Pero, como Thompson señala, en aquella época no había nada comparable a lo que después fue la “clase trabajadora”, en el siglo XIX. En otro lugar contesta a los historiadores marxistas que, con el deseo de dar credibilidad al esquema histórico del Manifiesto Comunista, pretenden convencernos de que la economía francesa antes de la Revolución (“burguesa”) era de tipo feudal. Todas estas ideas, a juicio de Thompson, muestran una obsesión por categorías simplistas a expensas de la complejidad de los fenómenos históricos.
Es difícil estar en desacuerdo. Pero Thompson sigue convencido de que la teoría marxista de la lucha de clases sigue siendo iluminadora y que resulta aplicable, aunque modificando algunos de sus aspectos, a la historia de Inglaterra. En The making of the English working class sostiene que ninguna concepción “materialista” de clase resulta adecuada: «Las clases están definidas por hombres mientras viven su propia historia y, al fin y al cabo, esta es su única definición». En otras palabras, la clase en sí surge de la clase para sí, y la vieja suposición marxista de que la conformación de las clases se encuentra precedida por la conciencia de clase no es correcta. ¿Cómo si no puede tener sentido la afirmación de que las clases siempre se encuentran en “lucha”? Roberto Michels expresó esta cuestión sucintamente: «No es la simple existencia de condiciones opresivas, sino el reconocimiento de estas condiciones por los oprimidos, lo que en el transcurso de la historia ha constituido el factor primordial de la lucha de clases»[14]. En este contexto se ha de plantear la pregunta, trascendental para la Nueva Izquierda en general, de si la gente puede estar realmente oprimida sin saber que lo está.
Como señala Thompson, la clase trabajadora inglesa nació gracias a una diversidad de factores, y no solo por las condiciones económicas de la industria manufacturera: también influyó en su surgimiento la existencia de formas religiosas inconformistas, que brindaron a la gente el lenguaje para expresar sus nuevas preferencias, el movimiento en favor de la reforma parlamentaria y electoral, las asociaciones creadas en los centros industriales y otros mil factores concretos que ayudaron a forjar una identidad común y a encontrar soluciones que articularan las necesidades y las demandas de la fuerza de trabajo industrial. Esta noción de clase, que tiene en cuenta la interacción de circunstancias “materiales” y la conciencia de ellas, resulta posiblemente más convincente que la de Hobwbawn. Con ella Thompson presenta una imagen de la clase trabajadora con la que no es necesario estar en desacuerdo: un conjunto de personas que se caracterizaban en parte por ganarse la vida mediante el trabajo asalariado, pero también por estar implicados en costumbres sociales, instituciones políticas, creencias religiosas y valores morales, que los vinculaban a una tradición nacional compartida con el resto de conciudadanos.
Con esta concepción es difícil avanzar en el análisis marxista de la sociedad, pues según este último el proletariado surge como una novedosa fuerza internacional, sin lazos comunitarios ni identidad nacional, y sin interés por mantener el orden político existente. El revisionismo histórico de Thompson demuestra que contamos con un gran número de instituciones que han sido capaces de adaptarse al cambio de circunstancias y dar expresión institucional a determinadas demandas, que de ese modo han sido así conciliadas y superadas. Una clase trabajadora con valores inconformistas, deseosa de lograr representación parlamentaria y que se identificaba conscientemente con los parlamentarios del siglo XVII y las obras de Bunyan, no se puede considerar una de las partes en liza en la “lucha de clases marxista”, que se declara enemiga de todo orden establecido y contraria a las instituciones que confieren legitimidad a los poderes existentes. Pero Thompson insiste en afirmar que su interpretación asigna a la clase trabajadora la misma función histórica que la que le otorga el mito izquierdista: «Estos hombres se encontraron con el utilitarismo en su vida cotidiana y trataron de echarlo atrás, no ciegamente, sino con inteligencia y pasión moral. Combatieron no a la máquina, sino a las relaciones explotadoras y opresivas, intrínsecas al capitalismo industrial»[15].
Estos hombres en cuestión eran los miembros de la clase trabajadora inglesa, tal y como Thompson la describe. Pero téngase en cuenta la peculiar vaguedad que reviste la observación (conclusiva), que se protege frente a la realidad apoyándose en la neolengua marxista. ¿Contra qué luchaban? Contra un simple ismo. ¿Utilitarismo? Pero ¿cómo es posible luchar contra una doctrina filosófica? ¿De qué armas disponía la clase trabajadora industrial? ¿O luchaban contra la explotación? Pero si así fuera, ¿cómo se define en ese caso la explotación? ¿Creían los trabajadores que las relaciones opresivas eran intrínsecas al capitalismo? ¿Qué implican términos como “industrial” y “capitalismo”? ¿Sería también el comunismo industrial igual de malo, por ejemplo?
Thompson no ofrece una respuesta clara a ninguna de estas preguntas; que la clase trabajadora estaba unida por su común oposición al capitalismo se concluye como por arte de magia. Es cierto que la mayoría de las veces los trabajadores reaccionaron negativamente frente a las fábricas y sus condiciones laborales. Pero la propiedad privada de las mismas —que era todo lo que en ese contexto significaba el término capitalismo— era seguramente irrelevante para ellos. Lo que les inquietaba eran las condiciones en las que tenían que trabajar para ganar su salario, y habrían estado igual de preocupados, aunque las fábricas hubieran sido propiedad del Estado o de cooperativas o de cualquiera que les exigiera lo mismo. Lo que realmente querían era un trato más digno, y poco a poco consiguieron entender que lo lograrían mejorando su propia capacidad para negociar. La solución, pues, no era la propiedad pública de las fábricas, sino la sindicalización de la fuerza de trabajo. Como ilustra la historia posterior, los sindicatos fomentan el interés de sus miembros solo donde los salarios se encuentran determinados por el precio de mercado del trabajo, es decir, únicamente en una economía (capitalista) libre.
Este tema nos lleva de nuevo a Hobsbawm y a la teoría marxista de clases. Los análisis de Thompson sobre la clase trabajadora inglesa la describen como un agente colectivo, que actúa, se enfrenta a determinados hechos, lucha por otros y que puede tener éxito, pero también fracasar. En otro libro (The peculiarities…, p.33), Thompson expresa un saludable escepticismo frente a esa concepción antropomórfica del proceso histórico, que ha persistido, por diversas razones, en la interpretación marxista de la lucha de clases. Pero esta metáfora, como la denomina el propio Thompson, tiene implicaciones que no pueden ser aceptadas. En la historia, ciertamente, se manifiestan agentes colectivos, que actúan bajo un “nosotros” y que tienen un propósito común. Pero para el conservadurismo es importante precisar que las clases no son uno de ellos.
¿Qué es, pues, lo que lleva más eficazmente a la gente a constituir un “nosotros” y les permite unir sus fuerzas bajo un destino e interés común? Como Thompson aclara, son precisamente factores que no forman parte de las condiciones materiales, pero que resultan trascendentales: el lenguaje, la religión, las costumbres, las asociaciones y las tradiciones políticas; en resumen, todas estas fuerzas que integran a individuos en competencia en la identidad compartida de una nación. Considerar a la clase trabajadora como un agente, incluso en sentido metafórico, es desconocer la verdadera importancia de la conciencia nacional como agente genuino de cambio.
La sentimentalización del proletariado también ha sido fundamental en la historiografía laborista, y Thompson no fue en modo alguno ajeno a ella. Se vio a sí mismo como parte de esa gran lucha por la emancipación, que le uniría a los trabajadores en un vínculo de agradecido afecto. Esta lucha, que le había acercado al partido comunista, le llevó después a enfrentarse a las maquinaciones del capitalismo internacional, mucho tiempo después de reconocer que la Unión Soviética no era el aliado natural de quien pretendía defender a la clase obrera. En La miseria de la teoría, escribió:
«Marx parece proponer, no una naturaleza angélica, sino hombres que dentro de determinadas instituciones y culturas pueden hablar en términos de “nuestro” en lugar de “mío” o “tuyo”. Yo fue testigo, en 1947, de la euforia de una transición revolucionaria, de una transformación de actitudes justamente así. Los campesinos jóvenes, los estudiantes y obreros yugoeslavos que construían con tanta voluntad su propio ferrocarril, sin lugar a dudas sentían el sentido afirmativo de nasha (“nuestro”), aunque esta nasha —afortunadamente para Yugoslavia— era en parte la nasha de la conciencia socialista y, en parte, la nasha de la nación»[16].
Este hábil fraude de la nasha de la conciencia socialista, cuando la única evidencia que existe es que las personas actuaban juntas como lo hacen cuando pretenden liberarse de la ocupación extrajera, muestra las necesidades emocionales de Thompson.
Es fácil estar de acuerdo en que, «dentro del contexto de ciertas instituciones y cultura», las personas tienden a pensar en términos de “nuestro” más que en los de “mío” y “tuyo”: reconocer esta verdad es lo que une a conservadores y nacionalistas frente a la “conciencia socialista” que se enseñaba en aquel momento en Yugoslavia. Ahora sabemos que se les engañó. Todo el proceso de reconstrucción fue manipulado por el Mariscal Tito, el croata a quien Stalin ayudó a tomar el poder, tras llevar a la muerte a los patriotas cuya identidad y localización logró gracias al trabajo de Philby y Blunt en el Foreign Office.
El país que Tito unió no conformó ni el “nuestro” de la conciencia socialista, si es que existe, ni el propio de una nación. Cuando la nasha real de los serbios, croatas, eslovenos y montenegrinos al final se impuso, lo hizo enfrentando a unos contra otros y rechazando sinceramente el monstruoso orden impuesto por Stalin y Tito. La referencia a la nasha de la conciencia socialista no era nada más que una estrategia sentimental que evocaba al heroico trabajador que mira fijamente al futuro desde el siniestro cartel de la pared. Dudo de que exista un nativo de lengua eslava de la generación de posguerra que pudiera escuchar esa frase sin esbozar una amarga sonrisa.
Esto no quiere decir que la historiografía de Thompson sea simplemente propaganda. Nada más lejos de la realidad. También él, como Hobsbawm, poseía una excelente mente investigadora, atenta a los hechos empíricos y una magistral habilidad para relacionarlos. Defendía con elocuencia y vigorosamente que la obligación de todo historiador es rechazar sus pulcras teorías si entraban en conflicto con los hechos. Y denunció enérgicamente la charlatanería floreciente de la Nueva Izquierda, cuyo ejemplo más grotesco era Althusser (ver capítulo 6). Fue en parte por esta razón por lo que Perry Anderson le expulsó de la New Left Review y le arrojó al frío, donde se rumoreaba que los simples “empiristas” sobrevivían con los pocos restos de información que quedaban, sin el beneficio de esas grandes teorías que en ese momento estaban tomando el poder. Todo el que lea The Poverty of Theory debe sentir agradecimiento hacia este pensador de izquierdas que se decidió a pensar dentro de los límites marcados por el sentido común y la honestidad intelectual.
Pero al mismo tiempo hay un autoengaño simplificador que recorre las páginas del volumen donde apareció este ensayo. Y este autoengaño no aparece en ningún lugar tan claramente como en las lamentaciones por los trabajadores, que revelan la fuente auténtica del vínculo “institucional y cultural” que los une:
«En la conducta de los estibadores de los muelles Victoria y Albert, que amenazaban con no prestar servicio a los barcos que no estuvieran decorados en honor del relevo a Mafeking —los mismos estibadores con el apoyo de los cuales Tom Mann había tratado de fundar una internacional proletaria— ya podemos ver las abrumadoras derrotas que vendrían»[17].
Por decirlo de otra manera, los trabajadores, que deberían mostrar su verdadera naturaleza uniéndose a la causal del “internacionalismo obrero”, se vieron traicionados por el patriotismo desfasado de la ideología burguesa. Pero, me pregunto, ¿les hubiera salvado un poquito más de nasha?
También se manifiesta el autoengaño de Thompson en la carta abierta que escribió a Kolakowski, en la que reprende por su apostasía a ese veterano comunista, que había creído en el credo marxista y había sido testigo de cómo se había aplicado en Europa del Este:
«Mis sentimientos tienen incluso un tono más personal. Siento, cuando ojeo tus páginas en Encounter, un sentimiento de dolor personal o traición. Mis sentimientos no son asunto tuyo: debes hacer lo que piensas que es lo correcto. Pero explican por qué escribo no un artículo o polémica, sino esta carta abierta»[18].
Solo alguien que ha hecho una apuesta demasiado arriesgada y se ha identificado con una doctrina sin contar con suficientes garantías para creer en ella, podía adoptar ese tono herido. En esta carta, así como también en los artículos que escribió más tarde sobre el desarme[19], podemos advertir la necesidad que subyacía en los escritos de Thompson: la necesidad de creer en el socialismo, como la filosofía del proletariado, y en el proletariado mismo, como el cándido paciente y el agente heroico de la historia moderna.
Esta necesidad de creer ha adquirido diversas formas. Quizá ninguna sea más destacable que la negativa a considerar las pruebas que escritores como Kolakowski presentan: la prueba de que la tiranía comunista derivaba su naturaleza precisamente de la misma postura sentimentalizante sobre los trabajadores y de una idéntica y simplificadora denigración del “capitalismo”, y de todo lo que parecía implicar, que fueron la inspiración de Thompson. Thompson creía en el poder de las ideas, pero no supo ver las consecuencias que tenían las ideas que le eran más queridas.
La falta de actitud crítica de Thompson en relación con sus propias prédicas era una misma cosa con su postura hacia el marxismo. Porque en última instancia fue el marxismo el que hizo posible reinventar el pasado. En la historia marxista los seres humanos aparecen como “fuerzas”, “clases” e “ismos”. Las instituciones legales, morales y espirituales aparecen de una forma marginal o se analizan únicamente cuando pueden ser interpretadas en función de las abstracciones que encarnan. Esas categorías muertas, que se imponen sobre la materia viva de la historia, reducen todo a fórmulas y estereotipos. Thompson describe un pasado que está cubierto por la trama de sus propias emociones.
La marginalización marxista de las instituciones, del derecho y de la vida moral no fue algo exclusivo de la Nueva Izquierda inglesa. La escuela de los Annales, que prefería las estadísticas sociales a las grandes narrativas, la teoría de la dominación de Foucault, la explicación de la praxis revolucionaria de Gramsci, y la crítica de la Escuela de Frankfurt a la “instrumentalización” del mundo social, todas degradaban las instituciones y en su lugar colocaban mecanismos artificiales. Solo en una parte del mundo han existido recientemente pensadores de izquierdas que han visto el funcionamiento y la reforma del derecho como el objeto principal de la política y este lugar es Estados Unidos. Gracias a su Constitución y a la larga tradición de pensamiento que ha inspirado, la izquierda americana ha optado habitualmente por el análisis legal y constitucional y por intercalar en él reflexiones sobre la justicia en la que está ausente el resentimiento de clase, propio de la izquierda europea. Por esta razón, a pesar de que defienden siempre una mayor intervención del estado en la vida de las personas, los americanos de izquierdas no se llaman a sí mismos socialistas, sino liberales, como si fuera la libertad, y no la igualdad, el fundamento de sus promesas. En el siguiente capítulo analizaré lo que esto ha significado en los últimos años.
[1] Czeslaw Milosz, El pensamiento cautivo (Barcelona, Tusquets, 1985).
[2] Eric HOBSBAWM, Sobre la historia (Barcelona, Crítica, 1998), p. 46.
[3] Gerald A. COHEN, La teoría de la historia de Karl Marx: una defensa (Madrid, Siglo XXI, 1986).
[4] Eric J. HOBSBAWM, Industria e imperio: una historia económica de Gran Bretaña desde 1750 (Barcelona, Ariel, 1977), p. 79.
[5] Ibid., p. 86.
[6] Peter H. LINDERT y Jeffrey G. WILLIAMSON, ‘English Workers’ Living Standard During the Industrial Revolution: A New Look’, Economic History Review 36 (1983): 1—25.
[7] E. HOBSBAWM, Industria e Imperio, o. c., p. 88.
[8] Eric HOBSBAWM y Terence RANGER (Eds.) La invención de la tradición (Barcelona, Crítica, 2002).
[9] Aunque, claro está, en la época de Shakespeare la conciencia nacional se refería a Inglaterra; todavía no se había formulado claramente una identidad “británica”. Linda COLLEY, Britons: Forging the Nation 1707—1837, London, 1992.
[10] Sir Edward Coke, Institutes of the Lawes of England, 1628—1644; A. V. DICEY, Introduction to the Study of the Law of the Constitution, 1889. MAITLAND, F. W. The Constitutional History of England: A Course of Lectures Delivered, Cambridge University Press, 1908.
[11] Anne HOLLANDER, Sex and Suits, New York, Knopf, 1994.
[12] E. Hobsbawm, Historia del siglo XX (Barcelona, Crítica, 1995), pp. 62-91.
[13] En otras palabras, de la Edad Media. Cfr. Alan MACFARNALE, La cultura del capitalismo (México, Fondo de Cultura Económica, 1993). Ver también, del mismo autor, The Origins of English Individualism, London, 1978.
[14] Roberto MICHELS, Political Parties, London, 1915, p. 248.
[15] The Making of the English Working Class, London, 1963, Penguin, 1968, p. 915.
[16] E. P. THOMPSON, The poverty of Theory and Others essays (London, Merlin, 1978), p. 67.
[17] Ibid.
[18] E. P. THOMSON, “An Open Letter to Leszek Kołakowski’, recogido en The poverty of Theory, o. c.
[19] Recogidos en E. P. THOMPSON, Opción cero (Barcelona: Crítica, 1983). E. P. Thomson, The Heavy Dancers (London, 1984).